02 - Velvinna

Roma, 70 a.C.

Cerca del Foro, siete jóvenes nobles caminaban a trompicones por un callejón polvoriento. Llevaban la costosa toga blanca manchada de vino porque llevaban demasiado tiempo bebiendo. Ese día habían visitado la mitad de las tabernas de las siete colinas. Los hombres hablaban a voz en cuello, con arrogancia, sin preocuparse de quién pudiera oírlos. Los esclavos, armados con porras y puñales, caminaban detrás de ellos, antorcha en mano.

Sonó una maldición cuando una silueta corpulenta tropezó y se dio contra la pared de una casa. Se dobló en dos y vomitó justo al lado de sus sandalias de cuero.

—¡Venga! —gritó divertido un hombre delgado y bien afeitado de nariz aguileña y pelo corto—. ¡Nos quedan muchas más horas para beber!

De repente se abrió una contraventana.

—¡Haz eso en otro sitio, cabrón!

Mientras se limpiaba el vómito de los labios, el fornido noble alzó la vista hacia la oscuridad.

—Soy équite de la República.[5] Vomito donde me da la gana. ¡Ahora lárgate si no quieres recibir una buena paliza!

Intimidado por el estatus del hombre y por sus guardaespaldas, el ocupante de la vivienda se retiró rápidamente.

Los borrachos se partieron de risa.

Había que ser imprudente para meterse con un grupo de nobles. Se suponía que todos los ciudadanos eran iguales pero, en realidad, Roma estaba gobernada por una élite de senadores, équites y ricos terratenientes. Las familias de la aristocracia formaban un círculo en el que era prácticamente imposible entrar, salvo que se contase con una riqueza considerable. Unas cuantas personas de aquel grupo privilegiado controlaban el destino de la República.

El hombre fornido volvió a vomitar.

—Dichosos plebeyos —dijo, al tiempo que posaba una mano rechoncha en el hombro de su compañero—. Tómatelo con calma, amigo. Las piernas no me responden demasiado bien.

—La plebe no sirve para gran cosa —convino su compañero—. Aparte de para los trabajos manuales y el ejército.

La mayoría de sus compañeros sonrieron, pero el pelirrojo bajo y robusto que iba en cabeza habló con impaciencia.

—¡Moveos! ¡Todavía no hemos llegado al Lupanar!

Los nobles se animaron al oír el nombre del burdel más famoso de Roma. Sus especialidades eran conocidas en toda Italia. Hasta los más borrachos mostraron interés.

—No estás contento hasta haber echado un polvo, ¿eh, Caelius? —repuso el hombre delgado, con cierto deje de embriaguez en la voz.

—La mejor casa de putas de la ciudad. Deberías probarla algún día. —Caelius se frotó las manos impaciente—. No existe lugar mejor para encontrar mujeres hermosas después de una buena trompa.

—Parece ser que ha entrado una nueva remesa de esclavas alemanas. —El noble corpulento carraspeó—. ¡Pero antes necesito más vino!

—¡Y luego a la casa de putas! —Caelius le dio una palmada en el brazo.

—¡Si es que se me levanta!

—¡Y a mí! —El mayor del grupo, que tenía cuarenta y cinco años, se echó a reír.

—¿Vienes? ¿O acaso tu esposa te necesita en casa?

El hombre delgado sonrió sin resentimiento. Había oído la pulla muchas veces. En parte se debía a los celos que sentían del buen linaje de su mujer y, en parte, a su devoción por ella. Pero los comentarios de un borracho no le disgustaban lo más mínimo. El noble era conocido por su comedimiento y compostura, y no pensaba echar por tierra tal imagen.

—Si las mujeres fueran de verdad tan guapas, quizás estuviera tentado. ¡Pero lo más probable es que sean unas arpías sifilíticas!

Los demás se echaron a reír, ansiosos por complacer a su poderoso amigo. Era un político que había sobrevivido a las sangrientas purgas de Sila, sucesor de los primeros codictadores de Roma: Cinna y Mario. A pesar de las numerosas amenazas, se había negado a divorciarse de su esposa, hija de un enemigo de Sila. Tras meses de súplicas por parte de la familia del hombre delgado y sus partidarios, Sila había revocado su pena de muerte. La predicción del dictador de que acabaría derrocando a la nobleza de Roma había caído en el olvido, y el ambicioso équite era ahora uno de los jóvenes más prominentes de la esfera pública.

—Pues entonces sodomiza a uno de los chicos —le espetó Caelius—. Déjanos las mujeres a nosotros.

El noble se frotó la nariz aguileña.

—Pensaba que estaban todos en tu casa.

Caelius cerró los puños.

—Dejadlo ya. Aquí somos todos amigos —intervino Aufidius, con el semblante serio a pesar de su talante normalmente jovial. Era un hombre rechoncho que caía bien a todo el mundo por su carácter afable.

El hombre delgado, siempre en su sitio, se encogió de hombros.

—No tengo ganas de discutir.

—¿Y tú qué dices, Caelius? ¿Nos olvidamos de esta disputa?

El pelirrojo asintió mordiéndose el labio con fuerza.

—Muy bien.

Lo dijo con poca convicción, pero a Aufidius, que se dirigió al grupo, le bastó.

—¿Dónde está la siguiente taberna?

—Enfrente del Foro, detrás del templo de Castor. —El fornido équite siguió adelante—. Seguidme.

Poco después estaban todos sentados a la mesa de una taberna de muros de piedra, cuyo ambiente apestaba a vino barato y sudor. En unos soportes parpadeaban unas antorchas de junco que ennegrecían las paredes, proyectando sombras largas y danzarinas. Se trataba de la típica taberna, con una sala en la planta baja y tres o cuatro plantas encima de viviendas. Las conversaciones se mantenían a gritos. En algunas mesas jugaban a los dados y en otras los hombres echaban pulsos por dinero.

A pesar del séquito de guardaespaldas, la mayoría de los recién llegados se sintieron incómodos. Aquello no tenía nada que ver con los abrevaderos que frecuentaban. Poco habituados a mezclarse con los nobles, muchos clientes también los miraban con recelo.

—¿Qué estáis mirando? —gruñó Caelius.

Los bebedores más cercanos desviaron la mirada.

Con una sonrisa maliciosa, Caelius movió la cabeza y los esclavos más fornidos se colocaron rápidamente detrás de los ciudadanos curiosos. Cuando volvió a asentir, agarraron a dos y los echaron fuera mientras el resto montaba guardia en la entrada. Los amigos de los hombres se quedaron sentados, impotentes, oyendo los gritos procedentes del exterior. Hasta el imponente portero mantuvo la boca cerrada.

—Así no harás amigos, Caelius —comentó el hombre delgado.

—¿Quién necesita la amistad de la chusma?

—Atiza a los plebeyos cuando haga falta. —Miró hacia la puerta—. De lo contrario, déjalos en paz.

—Tú siempre vas de listo, ¿verdad?

—Estos hombres no son esclavos.

—Los équites podemos hacer lo que nos plazca.

—Si quieres que te apoyen para un cargo en el Senado, sigue comportándote así.

Caelius hizo una mueca pero no respondió.

—Nosotros los équites somos las personas más poderosas del Estado más poderoso del mundo. Esos hombres ya lo saben, Caelius. Gobiérnalos haciendo que te respeten, no que te teman.

Otros hombres asintieron para mostrar su acuerdo, pero el pelirrojo frunció el ceño.

—¿No hay otro sitio mejor por aquí? —Aufidius bajó la voz ligeramente—. Este lugar es una mierda.

La mayoría se volvió hacia Caelius, el experto en burdeles por decisión propia.

—He tomado mejor meado de caballo en otros sitios y encima la clientela es barriobajera. Pero está muy cerca del Lupanar —dijo Caelius, contento de volver a ser el centro de atención. Apuró el vaso—. Tomemos unas cuantas copas aquí. Luego nos iremos a cepillar a unas cuantas putas rubias.

Todos asintieron, a excepción del hombre delgado.

—Yo me voy a casa desde aquí.

—¿Cómo? ¿Nos dejas plantados? —El fornido équite volvió a llenar el vaso de su amigo y vertió un poco de vino cuando lo empujó a lo largo de la mesa.

—Tengo que preparar el debate de mañana en el Senado.

—¡La genialidad fluye mejor tras una noche montando! —Aufidius hizo un gesto obsceno que provocó un torrente de carcajadas.

—El año que viene quiero ser cuestor,[6] amigo. Tal cargo no se consigue así como así. —Como ayudante de los magistrados más veteranos, el hombre delgado tendría la oportunidad de aprender mucho sobre los entresijos del sistema legal de la República, e incluso gestionar parte de las finanzas públicas. Sería una experiencia política valiosa que lo prepararía para el siguiente escalafón: la pretoria.

—Por los huevos de Júpiter, ¿quieres hacer el favor de animarte? —se burló Caelius, consciente de que, sin un valedor poderoso, él no tenía posibilidades de que le eligieran para aquel cargo.

—Tiene razón —reconoció Aufidius—. Cuando estés en la magistratura, no disfrutarás de demasiadas noches como ésta.

—Ya lo sé.

—¡Entonces quédate con nosotros!

—Prefiero decidirme por el camino de la República. Podéis pasaros la noche de juerga.

—No eres el único que tiene un trabajo importante.

—Disculpadme —se apresuró a decir—. No pretendía ofenderos.

—¿Ah, no? —Caelius agarró el borde de la mesa con tal fuerza que los nudillos se le pusieron blancos—. Todavía no eres cuestor. ¡Sigues siendo un équite como nosotros! ¡Gilipollas arrogante!

La expresión del hombre delgado se volvió gélida y los dos se clavaron la mirada.

—Venga, Caelius —intervino Aufidius—. Cuanto antes te alise la frente una puta, mejor.

El pelirrojo esbozó una sonrisa forzada.

La mirada del otro seguía siendo glacial.

—Lo que necesita Caelius es que le alisen las pelotas.

La mayoría le rió la gracia.

Los équites siguieron bebiendo y charlando, pero el ambiente de compañerismo se había perdido. Al final la conversación decayó por completo. Con el alboroto que reinaba en la taberna, sólo se dieron cuenta quienes estaban en la mesa.

—¿Quién se apunta a ir al Lupanar? —Aufidius apuró la copa entre un coro de partidarios de la propuesta.

Encabezados por Caelius, el grupo se abrió camino hasta la calle, llena de surcos. A pocos pasos de la puerta había dos cuerpos boca abajo, en el suelo.

Caelius propinó una patada en el vientre al que tenía más cerca.

—Tardarán en olvidarnos.

El hombre delgado hizo una mueca de desaprobación.

No habían avanzado demasiado cuando Caelius chocó con una jovencita que caminaba a toda prisa en la oscuridad. Cayó al suelo y la cesta de carne y verduras que llevaba salió disparada.

Como llevaba unas esposas livianas en las muñecas, Caelius advirtió que era una esclava y le abofeteó la cara cuando se levantó.

—¡A ver si miras por dónde vas, zorra patosa!

La chica se cayó otra vez en el barro seco con un grito y el vestido gastado que llevaba se le levantó y dejó al descubierto unas piernas esbeltas y bien torneadas.

—No lo ha hecho a propósito, Caelius —terció Aufidius, ayudándola a levantarse.

La joven, de unos diecisiete años, era una morena de ojos azules muy guapa. Incómoda ante los nobles, inclinó la cabeza a modo de agradecimiento.

—Lo siento, amo —musitó, volviéndose para marcharse.

Caelius no pensaba permitirlo. Había visto lo atractiva que era. La agarró por el ligero vestido de lana, se lo desgarró hasta la cintura y dejó al descubierto unos pechos turgentes. La chica gritó aterrorizada y avergonzada, pero Caelius estaba fuera de sí. Le arrancó el vestido por los hombros.

Ella retrocedió e, inmediatamente, dos de los otros le cerraron el paso. Conscientes de que no podían ayudar, los guardaespaldas se quedaron discretamente en la oscuridad. Nadie ayudaría a una esclava solitaria. Desde el atardecer hasta el alba, Roma era una ciudad sin ley. Sólo los más temerarios se aventuraban a salir sin escolta. O algún esclavo al que mandaban a un recado.

—Por favor, amo —suplicó la chica con voz trémula—. No lo he hecho a propósito.

Caelius la agarró del brazo.

—Iré rápido.

Se oyó un murmullo de aprobación. El hombre delgado y Aufidius fueron los únicos que guardaron silencio.

La joven gimió atemorizada.

—Suéltala.

—¿Qué has dicho? —preguntó Caelius, incrédulo.

—Ya me has oído.

—¡Púdrete en el Hades! —Temblando de ira, Caelius dio un paso adelante—. No es más que una miserable esclava.

El hombre delgado sacó una daga de hoja larga de su toga.

—Me tienes harto. —La sujetó con despreocupación por el extremo—. Haz lo que te digo.

Caelius dirigió rápidamente la mirada hacia los guardaespaldas.

En un instante la daga estaba en posición de lanzamiento.

—Puedo atravesarte el corazón antes de que hayan dado cinco pasos.

—Tranquilízate, amigo —dijo Aufidius preocupado—. No vale la pena que nadie salga herido. —Sonrió.

—Eso depende de Caelius.

Los otros observaban el desarrollo de la discusión. Llevaba meses fraguándose y ninguno de ellos deseaba contradecir al poderoso y ambicioso noble.

Frunciendo el ceño, Caelius soltó a la chica.

El hombre delgado le hizo señas para que se le acercara.

—Disfruta del Lupanar —dijo, indicando calle abajo con autoridad.

—¿No le parece bien que dos canallas reciban una paliza y luego impide que un équite se folie a una esclava? —espetó Caelius en voz baja—. El capullo se está volviendo un blando. O loco.

—Ninguna de las dos cosas. —Aufidius negó con la cabeza—. Es demasiado astuto.

—Entonces, ¿qué le pasa?

Aufidius hizo caso omiso de la pregunta y le dio una palmada amistosa en la espalda.

—¡A beber más vino!

Caelius permitió que se lo llevaran y los demás los siguieron dócilmente, contentos de que las diferencias se hubieran zanjado sin derramamiento de sangre.

No siempre sería así.

—Hasta mañana en el Senado. —El hombre delgado se despidió de ellos.

Se quedó callado sujetando a la esclava hasta que el grupo se hubo alejado. Dos guardaespaldas esperaban en la oscuridad. La chica lo miró fijamente esperando ser liberada pero, cuando el noble le devolvió la mirada, sólo vio en ella lujuria. La agarró con más fuerza y la arrastró hacia un callejón.

Ella gimoteó, atemorizada. Era obvio qué pasaría. Lo único que había cambiado era el violador.

—Cállate o te haré daño.

Al apartar la mirada del último de sus vómitos, el équite fornido vio desaparecer a la pareja.

—Probablemente lo tuviera todo planeado para quedarse con ella —musitó—. Ese hombre no se conformará con ser cuestor.

—No tardará mucho en llegar a cónsul —se quejó Caelius. El pelirrojo no había visto la suerte que había corrido la chica.

Durante siglos, dos cónsules elegidos, con el apoyo de tribunos militares, de jueces y del Senado, gobernaban Roma cada año. Era un sistema que funcionaba bien si los implicados respetaban la ley. El par de representantes, los gobernantes efectivos de Roma, cambiaba cada doce meses. Esta ley antigua se había aprobado para impedir que los gobernantes se aferraran al poder. Pero desde la guerra civil desatada por la concesión del derecho al voto, treinta años atrás, la democracia romana había ido decayendo y los cargos importantes habían cambiado de manos menos de doce veces en una generación. Los nobles ambiciosos como Mario, Cinna y Sila habían iniciado la tendencia, obligando a un Senado debilitado a permitirles mantenerse como cónsules demasiado tiempo. Ya sólo unos cuantos privilegiados alcanzaban tal cargo, celosamente guardado por las familias más ricas y poderosas de Italia. Se necesitaba mucho empuje para llegar a cónsul por méritos propios.

—Ese capullo acabará cometiendo un error —gruñó Caelius—. Le pasa a todo el mundo. —Rezumando ira, el pelirrojo sabía que estaba demasiado borracho para ser más astuto que su enemigo. Llevándose a su compañero a rastras, se marchó al Lupanar dando tumbos.

El hombre delgado se internó en la oscuridad sujetando con fuerza a la chica por el brazo. La callejuela estaba llena de desperdicios y de piezas de cerámica rotas tiradas por los habitantes de las casas vecinas. Cuando por fin encontró un lugar adecuado, le quitó del todo el liviano vestido y la tiró al suelo. Cayó en una postura extraña que dejaba entrever un triángulo de vello oscuro en la base del vientre. Ajustándose la toga, le separó las piernas con un pie y se arrodilló. La joven gritó aterrorizada. La penetró a la fuerza y suspiró de placer.

El hombre delgado la embestía con impaciencia. Hacía tiempo que su mujer no se encontraba bien y había desatendido sus necesidades físicas. Enfrascado en ascender en su carrera política, hacía meses que no mantenía relaciones sexuales.

La chica tenía los ojos bien abiertos por el miedo.

—¡Si me vuelves a mirar te corto el pescuezo!

Ella obedeció enseguida y se tapó la boca con una mano para no gritar. Las lágrimas le brotaban silenciosamente por entre los párpados cerrados. Aquél era el destino de una esclava.

El alcanzó el orgasmo con un fuerte gemido y embistiéndola hasta el fondo.

Ella no abrió los ojos cuando él se incorporó y se ajustó la toga.

El hombre delgado bajó la mirada sonriendo satisfecho. La joven era toda una belleza a pesar de tener la cara hinchada y surcada de lágrimas. Una vez saciada su lujuria, ya podía regresar a casa. Tenía que acabar el discurso sobre el gasto público para el día siguiente. Si era bien recibido, las posibilidades de ser elegido cuestor aumentarían considerablemente. Después de servir en el sacerdocio de Júpiter y en el ejército, estaba decidido a seguir ascendiendo por el escalafón de la nobleza, el cursus honorum, lo más rápido posible.

Estaba convencido de que su padre se habría enorgullecido de lo lejos que había llegado su hijo único. Aunque de origen patricio, la familia no era rica. Su padre había trabajado duro muchos años en el Senado para alcanzar el rango de pretor, inferior al de cónsul, poco antes de morir.

En su juventud, los contactos de la familia, que le había abierto muchas puertas que de lo contrario hubiesen permanecido cerradas, le habían ayudado en su carrera. Los muchos años transcurridos escuchando las conversaciones de su padre con aliados políticos, observando debates en el Foro y asistiendo a banquetes de la alta sociedad también le habían servido. Se había convertido en un político consumado y un buen matrimonio había cimentado su posición social. La unión de una tía con un poderoso cónsul le habían granjeado la atención pública, pero desde la muerte de su tío durante un período de la guerra civil sus progresos se habían estancado. El mandato sangriento de Sila había resultado peligroso para cualquiera que no compartiera sus ideas. Sila, primer general que hizo marchar a los soldados en Roma, había ejecutado prácticamente a todos los que se interpusieron en su camino, con lo cual se había ganado el apodo de el Carnicero.

Gracias a su inteligencia y a su deseo de supervivencia, el hombre delgado había salido adelante en esa época. Trabajando duro, había ido tejiendo una red de amigos ricos y poderosos y ahora era un valor en alza en la arena política romana. Catón y Pompeyo Magno empezaban a prestarle atención. Marco Licinio Craso, una de las personalidades más prominentes de Roma, le había proporcionado un fuerte respaldo económico, pero el joven político también necesitaba el apoyo de hombres más modestos. Había sido una buena oportunidad para demostrar quién lideraba el grupo.

Al intimidar a Caelius, el hombre delgado había reforzado su dominio sobre sus amigos, équites de menor rango. En el camino al poder, necesitaba aliados obedientes para ascender sin problemas. La capital estaba llena de hombres que querían gobernar, pero en realidad ese cargo estaba al alcance de sólo unos pocos. Si jugaba bien sus cartas, algún día él sería uno de ellos.

Regresó al presente.

—Vete a casa antes de que te encuentre alguien menos clemente.

Una expresión de incredulidad cruzó el rostro de la esclava, pero la disimuló al instante.

—Gracias, amo. —Había visto la daga y sabía que podría haberla utilizado fácilmente.

—Date prisa o acabarás en el Tíber. —La idea de matar a la chica no le atraía, pues no era un asesino a sangre fría. Se dio la vuelta y se marchó.

La chica esperó a que la noche engullera todos los sonidos. Sujetándose el vestido rasgado, corrió por las calles oscuras hacia la casa de su amo. Teniendo en cuenta que llegaba tarde y sin la cesta de comida, el recibimiento de Gemellus sería incluso peor de lo que acababa de soportar. Pero no tenía ningún otro sitio adonde ir.

Nueve meses después…

El comerciante abrió la puerta sin llamar y entró en la pequeña habitación con el rostro perlado de sudor. Observó al bebé dormido en la cuna.

Velvinna, que amamantaba al otro mellizo, miró a su amo con una mezcla de terror y odio.

—¡Más bocas que alimentar! Por lo menos ésta es una niña —dijo Gemellus frunciendo el ceño—. Si tengo suerte, se parecerá a ti. La venderé a un burdel dentro de unos años.

Se volvió hacia Velvinna. La joven madre contrajo el rostro ante tal perspectiva.

—Quiero que vuelvas a la cocina mañana. ¡Dos días de descanso son más que suficientes!

A Velvinna no le quedaba más remedio que obedecer. Aunque estaba exhausta después del largo parto, tendría que encender el horno y limpiar el suelo. Los otros esclavos la ayudarían en lo posible.

—Cumple con tu trabajo —la amenazó Gemellus— o los dejaré a los dos en el estercolero.

Los ciudadanos más pobres eran los únicos que dejaban morir a los recién nacidos en el estercolero comunitario. Velvinna sujetó con fuerza a su bebé.

—¡Lo haré, amo!

—Bien. —Gemellus se inclinó hacia delante y le pellizcó el pecho—. Esta noche te vendré a ver —gruñó—. Más vale que estos mocosos no lloren.

Se mordió el labio hasta que le salió sangre para reprimir el instinto de protestar.

El comerciante dedicó una mirada lasciva a Velvinna desde el umbral de la puerta antes de irse.

Ella miró a su bebé varón.

—Come, mi pequeño Romulus —susurró. Sus mellizos no tendrían amuletos de oro, ni ninguna ceremonia para darles nombre a los nueve días de edad. Eran esclavos como ella, no ciudadanos. Lo único que tenía para alimentarlos era su leche—. Así crecerás fuerte y sano.

«Algún día podrás matar a Gemellus. Y al delgado».