01 - Tarquinius

Norte de Italia, 70 a.C.

¡Míranos ahora! —exclamó Tarquinius—. Somos poco más que esclavos. —Casi no quedaban etruscos que gozaran de poder político o influencia. Habían quedado reducidos a ser campesinos pobres o, como Tarquinius y su familia, trabajadores en grandes fincas.

—Calenus fue el mejor arúspice de nuestra historia. ¡Sabía leer el hígado como nadie! —Olenus movió las manos nudosas, emocionado—. Ese hombre sabía lo que los etruscos no podían o no querían comprender en aquel momento. Nuestras ciudades nunca se unificaron y por eso, cuando Roma reunió el poder necesario, fueron derrotadas una tras otra. Si bien fue un proceso que se prolongó durante más de ciento cincuenta años, Calenus acertó en la predicción.

—Se refería a quienes nos aplastaron.

Olenus asintió.

—Cabrones romanos. —Tarquinius arrojó una piedra hacia el lugar en el que había estado el cuervo.

Ni siquiera sospechaba lo mucho que, en secreto, el arúspice admiraba su velocidad y su fuerza. La piedra voló lo suficientemente rápido como para matar a un hombre en caso de alcanzarle.

—Algo difícil de aceptar, incluso para mí —reconoció Olenus con un suspiro.

—Sobre todo teniendo en cuenta cómo nos dominan. —El joven etrusco dio un trago de un odre de agua y se lo pasó a su mentor—. ¿A qué distancia está la cueva de aquí?

—No demasiado lejos. —El arúspice dio un buen trago—. Sin embargo, hoy no es el día.

—¿Me has hecho venir hasta aquí arriba para nada? ¡Pensaba que me enseñarías el hígado y la espada!

—Iba a hacerlo —contestó Olenus con suavidad. El anciano se dio la vuelta y empezó a bajar la colina, canturreando y apoyándose en el lituo para mantener el equilibrio—. Pero hoy los augurios no son buenos. Es preferible que regreses al latifundio.

Hacía ocho años que había oído hablar por primera vez del gladius de Tarquino, la espada del último rey etrusco de Roma, y el hígado de bronce, uno de los escasísimos escantillones que los adivinos utilizaban para aprender su arte. Tarquinius se moría por ver la pieza antigua de metal. Había sido el tema principal de muchas lecciones, pero se guardaba muy mucho de contradecir a Olenus y poco importaba tener que esperar unos cuantos días más. Se recolocó el morral y comprobó que las ovejas y cabras hubiesen bajado.

—De todos modos tengo que venir aquí arriba con el arco para pasar unos días matando lobos. —Tarquinius dijo esto en un tono despreocupado—. No hay que dejar que esas bestias piensen que sus actos no tienen consecuencias.

Olenus le respondió con un gruñido.

Tarquinius puso los ojos en blanco, frustrado. No vería el hígado hasta que el arúspice estuviera dispuesto a ello. Silbó al perro para que le obedeciera y siguió a Olenus por el estrecho sendero.

Tarquinius dejó al arúspice dormido en la pequeña cabaña que había a medio camino, en la montaña, con el perro acurrucado a sus pies mientras la leña chisporroteaba suavemente en el hogar. Aunque era una suave noche estival, los huesos de Olenus habían notado el frescor.

El joven siguió su camino por senderos bien marcados a través de los campos extensos, olivares y viñedos que rodeaban la enorme villa de Caelius. Cuando por fin llegó, las gruesas paredes de piedra caliza seguían reteniendo el calor del sol.

Las míseras chozas de los esclavos y los sencillos edificios agrícolas en los que se alojaban los trabajadores contratados durante largas temporadas estaban situados en la parte trasera del complejo principal. Llegó a tales habitáculos sin ver un alma. La mayoría de la gente se levantaba al amanecer y se acostaba al atardecer, lo cual significaba que huir y volver a oscuras era relativamente fácil.

Tarquinius se detuvo en la entrada de un pequeño patio y aguzó la vista en la oscuridad. No veía nada.

Una voz rompió el silencio.

—¿Dónde has estado todo el día?

—¿Quién anda ahí? —susurró Tarquinius.

—Tienes suerte de que el capataz esté dormido. ¡De lo contrario te habrías llevado una buena tunda!

Se relajó.

—Olenus me estaba enseñando cosas de nuestros antepasados, padre. Eso es mucho más importante que cavar los campos.

—¿De qué te sirve? —Un hombre bajito y gordo apareció en escena con un ánfora en las manos—. Los etruscos estamos acabados. Sila el Carnicero se aseguró de ello.

Tarquinius exhaló un suspiro. Aquel argumento estaba muy trillado. Viendo la posibilidad de recuperar cierta autonomía, muchas de las familias y los clanes etruscos que quedaban se habían unido a las fuerzas de Mario en una guerra civil, hacía casi dos décadas. Había sido una apuesta calculada con resultados nefastos. Miles de los suyos habían muerto.

—Mario perdió. Y nosotros también —susurró—. Eso no significa que haya que olvidar las tradiciones.

—¡Fue nuestra última oportunidad de alzarnos y reclamar la gloria pasada!

—Estás borracho, para variar.

—Por lo menos he trabajado toda la jornada —replicó su padre—. Tú no haces más que seguir a ese idiota excéntrico y escuchar sus divagaciones y sus mentiras.

Tarquinius bajó la voz.

—¡No son mentiras! Olenus me enseña rituales y conocimientos antiguos. Alguien tiene que aprenderlos antes de que caigan en el olvido.

—Haz lo que quieras. Ahora la República ya es imparable. —Sergius sorbió un poco de vino ruidosamente—. Nada detiene sus dichosas legiones.

—Vuelve a la cama.

Su padre observó el santuario del otro extremo del patio. Allí pasaba sus momentos de sobriedad. Todas las lámparas de aceite estaban apagadas.

—Hasta nuestros dioses nos han abandonado —musitó.

Tarquinius empujó al hombre, que no opuso resistencia, hacia la pequeña y húmeda celda de la familia. El vino había convertido al otrora orgulloso guerrero en un borracho solitario y huraño. Pocos años antes su padre le había enseñado a escondidas el uso de las armas. Ahora Tarquinius era igual de hábil con un gladius que con un hacha de guerra etrusca.

Sergius se desplomó con un gemido en el colchón de paja que compartía con Fulvia, la madre de Tarquinius. Empezó a roncar de inmediato. El joven se tumbó al otro lado de la habitación y escuchó los ronquidos. A Tarquinius le preocupaba su padre: al ritmo que bebía, no le quedaban muchos años.

Tardó mucho en caer dormido, pero luego tuvo sueños muy vividos. Observaba a Olenus sacrificando un cordero en una cueva que desconocía; le abría el vientre para leerle las entrañas. Al mirar alrededor en el espacio oscuro, no veía ni rastro del hígado de bronce ni de la espada de los que Olenus le había hablado tantas veces.

El rostro del anciano cambiaba al inspeccionar los órganos del animal. Tarquinius le llamaba pero Olenus no le hacía caso. Su mentor parecía completamente ajeno a él y observaba atemorizado la entrada de la cueva.

Era imposible determinar qué asustaba tanto a Olenus. El arúspice había colocado el hígado rojo oscuro en una losa de basalto y lo examinaba detenidamente. De vez en cuando se apartaba para mirar afuera, y cada vez parecía menos atemorizado. Tras lo que parecía una eternidad, Olenus asentía contento y se sentaba a esperar apoyado contra la pared.

A pesar de la aparente satisfacción de su mentor, Tarquinius sentía entonces un acuciante pavor, hasta tal punto intenso que le resultaba insoportable.

Corría hasta la entrada.

Recorría con la mirada la pronunciada ladera de la colina y veía a Caelius ascendiendo con diez legionarios, todos ellos con expresión adusta e inmutable. Los hombres llevaban las espadas desenfundadas. Una jauría de perros de caza grandes los precedía a la carrera.

—¡Corre, Olenus, corre! —gritaba Tarquinius.

Al final el adivino se giraba y le miraba como si supiese qué se avecinaba.

—¿Qué corra? —le respondía con una risotada—. ¡Si corro por ahí me parto el cuello!

—¡Vienen unos soldados a matarte! Caelius va en cabeza.

En los ojos de Olenus no había ni rastro de temor.

—¡Huye! ¡Ahora mismo!

—Ha llegado mi hora, Tarquinius. Voy a reunirme con nuestros antepasados. Tú eres el último arúspice.

—¿Yo? —Tarquinius estaba asombrado. A pesar de los años de enseñanzas, nunca se le había ocurrido que le estuviera preparando para sucederle.

Olenus asentía con expresión seria.

—¿El hígado y la espada?

—Ya tienes ambos.

—¡No! ¡No los tengo! —Tarquinius gesticulaba con frenesí.

Daba la impresión de que el anciano no le escuchaba. Se levantaba y caminaba hacia las siluetas que había en la entrada de la cueva.

Tarquinius notó que alguien le agarraba el brazo. La cueva fue desdibujándose lentamente mientras regresaba a un estado consciente. Estaba ansioso por saber qué le había ocurrido a Olenus, pero ya no vio nada más. El joven etrusco se despertó sobresaltado. Su madre se encontraba junto a la cama con expresión preocupada.

—¿Tarquinius?

—No ha sido nada —musitó, con el corazón palpitante—. Vuelve a la cama, madre. Tienes que descansar.

—Tus gritos me han despertado —le reprochó ella—. Tu padre también se habría despertado si no estuviera borracho.

A Tarquinius se le encogió el estómago. Olenus siempre le había dicho que no mencionara nada de lo que le enseñaba.

—¿Qué estaba diciendo?

—No se te entendía bien. Algo sobre Olenus y un hígado de bronce. El último de ellos se perdió hace años. —Fulvia frunció el ceño—. ¿Acaso el viejo bribón ha encontrado uno?

—No me ha dicho nada —respondió Tarquinius—. Vuelve a la cama. Tienes que levantarte al alba.

Ayudó a Fulvia a ir al otro lado de la habitación. Su madre se quejaba de dolor de espalda y del esfuerzo que le suponía acostarse en el catre bajo. Los muchos años de trabajo duro habían dejado lisiada a la mujer.

—Mi fuerte y listo arun. —Fulvia empleó el término sagrado para «hijo pequeño»—. Estás predestinado a hacer algo grande. Lo noto en los huesos.

—Calla. —Tarquinius miró en derredor con inquietud. A Caelius no le gustaba que se emplearan términos antiguos de origen no romano—. Duerme un poco.

Pero Fulvia no se arredró.

—Lo sé desde que te vi la marca de nacimiento, la misma que tenía Tarquino. Por eso te pusimos el nombre que llevas.

Se frotó tímidamente el triángulo rojizo que tenía en un lado del cuello. Sólo se lo había visto alguna vez, reflejado en una charca, y el arúspice a menudo le hacía comentarios al respecto.

—No me sorprendió que Olenus se interesara por ti; para enseñarte rituales secretos, insistiéndote en que aprendieras lenguas de otros esclavos extranjeros. —Estaba henchida de orgullo—. Yo ya se lo decía a tu padre. En otros tiempos me escuchaba. Pero desde que tu hermano murió luchando contra Sila, sólo le interesan las jarras de vino.

Tarquinius observó entristecido la silueta dormida.

—En el pasado se enorgullecía de haber sido guerrero rasenna[2].

—En lo más profundo de su ser siempre será etrusco —susurró su madre—. Igual que tú.

—Todavía hay muchos motivos para sentirse orgulloso de nuestra raza. —Besó a Fulvia en la frente y ella sonrió, cerrando los ojos cansados.

«El arte de la aruspicina sigue vivo, madre. Los etruscos no caerán en el olvido», pensó, pero no lo dijo. Si bien Sergius no hablaba con nadie, Fulvia era propensa al cotilleo. Era crucial que Caelius no se enterara de sus encuentros con Olenus.

Tarquinius se tendió en la cama. Cuando por fin se durmió, empezaba a clarear.

En los días siguientes no tuvo muchas oportunidades para ir a cazar lobos ni para ver a Olenus. Se acercaba la época de la cosecha, el momento del año en que había más por hacer. La carga de trabajo para los esclavos y familias obreras como las de Tarquinius se cuadruplicaba.

Rufus Caelius había regresado de Roma para supervisar esa labor tan importante. Muchos habían supuesto que el viaje había sido para recaudar fondos que le ayudaran a fortalecer su débil economía. El pelirrojo era un ejemplo típico de la nobleza romana: buena para la guerra, mala para el comercio. Hacía diez años, cuando el precio del grano había empezado a desplomarse debido al aumento de las importaciones de Sicilia y Egipto, Caelius no había advertido esa tendencia. Mientras otros vecinos más astutos convertían latifundios enteros al cultivo de la vid o del olivo, más lucrativos, el optimista ex oficial había continuado sembrando trigo. En tan sólo una década había llevado la rentable finca al borde de la bancarrota.

Los cultivos extranjeros baratos habían tardado poco en arruinar a miles de pequeños agricultores de toda Italia, como la familia de Tarquinius. Los grandes latifundistas aprovecharon la oportunidad y aumentaron el tamaño de sus propiedades a expensas de las de otros. Hacían falta más obreros y la escasez se suplió con miles de esclavos, el botín humano de las conquistas de Roma.

Aunque eran ciudadanos, Sergius y su familia tuvieron la suerte de que Caelius los contratara para trabajar por poco dinero. Por lo menos cobraban. Por culpa de la población esclava, otros no eran tan afortunados, y las ciudades recibían una afluencia masiva de campesinos hambrientos. Por ello se necesitaba más grano para la congiaria[3].

Si Caelius había ido a ver a los prestamistas de la capital, por lo visto había tenido suerte. El noble estaba de un humor excelente y cada mañana organizaba grupos de trabajo en el patio. Tarquinius fue elegido para la cosecha, igual que todos los veranos desde que llegara a la finca hacía ocho años.

Había que segar y agavillar grandes extensiones de avena y trigo. Era una labor extenuante, que se prolongaba desde el amanecer hasta la puesta de sol durante una semana o más. La piel de Tarquinius, que ya estaba bronceado por los días pasados en la ladera de la montaña, había adquirido un intenso color caoba. Para deleite de algunas esclavas, tenía la melena cada vez más rubia. Su longitud le ayudaba a ocultar la marca de nacimiento.

Fulvia estaba demasiado achacosa para las labores físicas y llevaba comida y bebida a los campos con las mujeres más ancianas. Caelius había intentado con anterioridad que los hombres trabajasen todo el día sin descanso, pero demasiados habían sucumbido a causa de la deshidratación bajo el sol ardiente del verano dos años antes. Uno incluso había muerto. El noble se había dado cuenta de que era más rentable permitir una pequeña pausa diaria a que se le murieran los trabajadores.

Al cuarto día, el sol caía implacable. La llegada de Fulvia a primera hora de la tarde con una carreta cargada de agua, pan y tubérculos tirada por una muía fue muy bien recibida. La paró a la sombra de un árbol frondoso y todos se arremolinaron a su alrededor.

—Aquí tengo un poco de queso —susurró Fulvia, dando un golpecito a un paquete envuelto en un trapo que llevaba en el costado.

Tarquinius le respondió con un guiño.

Los hombres no llevaban más que taparrabos y sandalias, y unas hoces de mango corto sujetas a los cinturones de cuero que Caelius les había proporcionado. Para evitar que intentaran escapar, los esclavos llevaban unas pesadas argollas de hierro en los tobillos. Como en cualquier otro latifundio, los trabajadores de Caelius procedían de todos los rincones del Mediterráneo. Judíos, españoles y griegos sudaban al lado de nubios y egipcios. Las conversaciones no abundaban mientras los hombres comían, muertos de hambre como estaban. Los cestos de comida se vaciaban enseguida. Sólo habían caído unas cuantas migas para los gorriones que picoteaban esperanzados a su alrededor.

Maurus, uno de los esclavos griegos, masticaba el último pedazo de pan con nostalgia.

—¡Lo que daría por un trozo de carne! A lo mejor nos dan un poco en la Vinalia Rustica.

—¡Caelius es demasiado rácano! Y encima ahora tiene graves problemas económicos —dijo resoplando Dexter, el vílico,[4] un duro ex legionario—. Pero yo diría que Olenus come un montón, ¿no?

Los demás miraron con curiosidad a Tarquinius, cuyas visitas al anciano eran sobradamente conocidas.

—¡Seguro que ese hechicero le da cordero constantemente! —dijo uno.

—¿Por eso vas allí arriba? —Los rasgos oscuros de Maurus traslucían una cierta envidia.

—No, es para no oír cómo os quejáis.

Hubo un estallido de carcajadas que espantaron a los pájaros.

El capataz miró de reojo a Tarquinius con expresión curiosa.

—Pasas mucho tiempo en la montaña. ¿Qué te atrae de allí?

—¡Quiere huir de este dichoso calor! —comentó Sulinus, un esclavo corpulento.

Un murmullo generalizado indicó que los presentes estaban de acuerdo. Hacía un calor insoportable. El trigo sin segar brillaba y se balanceaba, tostándose al sol.

Tarquinius guardó silencio y sólo se oía el chirrido de las cigarras.

—¿Y pues? —Dexter se frotó una vieja cicatriz distraídamente.

—¿Y pues, qué? —Alarmado por el repentino interés del capataz, Tarquinius fingió sorpresa.

—¿El hechicero loco come carne todos los días?

—Sólo si encuentra un cordero o un cabrito muerto. —A Tarquinius se le hacía la boca agua. Había comido carne recién asada con Olenus infinidad de veces—. No en otros casos. El amo no lo permitiría.

—¡El amo! —se burló Dexter—. Caelius no tiene ni idea de cuántas ovejas y cabras hay ahí arriba. Ha dicho muchas veces que ocho corderos por cada diez ovejas al año es suficiente.

—Es poco rendimiento —añadió Maurus maliciosamente.

—Olenus es el único dispuesto a conducir al rebaño hasta la cumbre. —Sulinus hizo la señal para ahuyentar el mal—. Hay demasiados espíritus y animales salvajes por esas ciudades de los muertos. —El hombre adoptó una expresión temerosa.

Las calles de tumbas en los cementerios cercanos a las ruinas de Falerii eran un recordatorio tangible de la historia de la zona, y pocos de los residentes en los latifundios se atrevían a acercarse, ni siquiera de día. La montaña entera era famosa por las tormentas repentinas, las manadas de lobos y las inclemencias del tiempo; un lugar que todavía frecuentaban los dioses etruscos.

—Por eso Caelius lo deja tranquilo. —Tarquinius quería cambiar de tema de conversación porque tenía muy presente la pesadilla—. Esa parte está casi acabada. —Señaló el campo—. Podríamos tenerlo agavillado al atardecer.

Dexter se sorprendió. Normalmente había que amenazar a los hombres para que se pusieran en marcha tras un descanso. Se echó al coleto otro vaso de agua.

—A trabajar, chicos. No me obliguéis a usar esto —farfulló, dando un golpecito al látigo que llevaba en el cinturón.

Los trabajadores recorrieron fatigosamente la zona de rastrojos hasta el trigo que quedaba por segar; algunos dedicaban miradas de resentimiento a Tarquinius. Pero ninguno osó contradecir la voluntad de hierro del capataz. O su látigo. La misión de Dexter consistía en mantener a raya a todo el mundo y lo conseguía empleando la fuerza bruta.

Fulvia esperó a que los demás se alejaran un poco antes de tenderle el paquetito con una sonrisa maliciosa.

—Gracias, madre. —Le dio un beso en la frente.

—Que los dioses te bendigan —dijo Fulvia, orgullosa.

—¿Dexter? —En cuanto su madre hizo virar la carreta, Tarquinius corrió al encuentro del fornido vílico—. Toma un poco de queso de cabra. Es muy sabroso.

—¡Trae para acá! —Dexter tendió los brazos con avidez. Probó un trozo y sonrió—. Felicita a Fulvia. ¿Dónde lo ha conseguido?

—Tiene sus métodos. —Todo el mundo sabía que los trabajadores de la cocina conseguían alimentos con los que los demás soñaban—. Esperaba…

—¿Acabar hoy temprano? —Dexter se carcajeó—. Para eso hace falta algo más que un trozo de queso. Caelius me cortaría las pelotas si te pillara zafándote otra vez.

—No es eso. —Tarquinius se arriesgaba a recibir una paliza por decir una impertinencia, pero la mirada que había visto en el rostro de Dexter le tenía preocupado—. Esperaba que me dijeras si el señor tiene planeado algo. Para Olenus.

Dexter achicó los ojos.

El arúspice hacía tiempo que vivía al margen de la vida de la finca, tolerado tan sólo por sus habilidades con los animales y porque vivía aislado. Al igual que la mayoría de los romanos, Caelius estaba absolutamente en contra de quienes practicaban ritos etruscos antiguos, y Dexter no se diferenciaba de él en ese sentido.

Tarquinius presintió que el capataz sabía algo.

Ninguno de los dos habló durante varios minutos.

—Consígueme un poco de carne y me lo pensaré —respondió Dexter—. Ahora, vuelve al trabajo.

Tarquinius obedeció. En cuanto cosecharan el trigo, se ofrecería para cazar lobos. Como sabía que los depredadores habían estado diezmando rebaños en las laderas más bajas durante el verano, era posible que Caelius le permitiera marchar antes de la vendimia y la recogida de las aceitunas.

Una vez en las montañas, le resultaría fácil matar un cordero para Dexter. No sabía a ciencia cierta si el capataz cumpliría su parte del trato, pero no tenía otra forma de enterarse de los planes de Caelius. Después de pasar años recibiendo las enseñanzas de Olenus, Tarquinius tenía los sentidos muy agudizados. Su sueño había precedido al interrogatorio de Dexter y estaba convencido de que estaba a punto de sucederle algo al arúspice.

—¡Esfuérzate más! —Dexter hizo restallar el látigo—. Tú eres quien ha querido volver antes al trabajo.

Tarquinius asió un haz de trigo con la mano izquierda para que no se moviera antes de segarlo con la hoz. Con un hábil movimiento, se agachó y cortó los tallos maduros a ras del suelo, los dejó detrás de sí, se volvió y asió otro puñado. Los hombres que le flanqueaban por ambos lados ejecutaban el mismo movimiento rítmico e iban avanzando por el sembrado. Se trataba de una labor que los etruscos llevaban realizando cientos de años en época de cosecha, y eso tranquilizó a Tarquinius mientras trabajaba y se imaginaba a sus antepasados antes de la llegada de los invasores romanos.