Las tres naves de Donovan Muscatel ralentizaron su avance en cuanto se hallaron a un año luz de los confines del sistema y empezaron a ajustar sus posiciones.
—¿Qué ocurre? —preguntó Briggs.
—La Pegaso debe de haber perdido velocidad, o se ha detenido, y los otros tratan de rodearla —dijo Val, que hacía un momento había llegado al puente.
—No lo conseguirán —dijo Briggs.
—Ya lo están consiguiendo.
Briggs negó enérgicamente con la cabeza.
—Ésa es una de las normas básicas que aprendíamos en la academia. Es imposible rodear a un enemigo con menos de seis naves, y doce es el número óptimo.
—No lo están rodeando —dijo Val—. Actúan de ese modo para que la Pegaso tenga que esforzarse para tener las tres naves enemigas en el punto de mira, y también para que al menos una de las tres se encuentre en posición de ventaja para iniciar la persecución si la Pegaso trata de escapar. —En el rostro de la mujer se reflejó el desprecio—. Idiotas… Como si Tiburón fuese a huir de un enemigo como ellos.
—Entonces, ¿dónde está? —preguntó Cole—. No podrá disparar mientras esté camuflado. Si sigue así, se le averiará igualmente el camuflaje y se le quemarán la mitad de los sistemas.
—Lo único que hace es mirar y esperar —dijo Val—. Si se ha detenido en pleno espacio, no podrán rastrearle por los neutrinos.
—¿Algo les impide disparar contra el sitio donde piensan que se encuentra? —preguntó Christine.
—Esas naves no son especialmente grandes —respondió Val—. A Tiburón le iría muy bien que malgastaran municiones.
—Además —añadió Cole—, a la Pegaso le bastaría con soltar chatarra y no moverse, y llegaría un momento en el que los otros pensarían que le han dado. Tendrían que acercarse para comprobarlo, y entonces Tiburón podría destruirles. —Calló por unos instantes y se encogió de hombros—. Al menos, eso es lo que yo haría.
Durante diez minutos no hubo más movimiento, ni señales de radio, ni nada. Entonces, una de las naves de Muscatel arrancó de nuevo y se acercó al punto donde las tres se habrían encontrado si se hubieran acercado a la misma velocidad.
—Ésos están demasiado nerviosos —dijo Cole—. Van a conseguir que les hagan pedazos. Su artillería no podrá con la de la Pegaso, y está claro que tampoco aspiran a superarles en inteligencia.
—Tiene las pantallas y los escudos activados —dijo Christine, que observaba los monitores.
—No les van a servir para nada si se acercan mucho más —dijo Cole—. Un cañón de plasma los partiría por la mitad a una distancia de ciento treinta mil kilómetros.
—Y les inutilizarían la nave a doscientos mil —añadió Val—. En la Frontera Interior no hay ninguna nave pirata con mejores armas. Si exceptuamos ésta, claro.
Una segunda nave avanzó.
—Va a matarlos a todos —dijo Cole. Se volvió hacia Val—. Confío en que le detallara a Sharon el alcance de cada una de sus armas.
—Sí.
—Más le vale que se lo haya explicado bien —dijo Cole—. Tengo el presentimiento que dentro de poco no nos quedará otro remedio que combatir contra la Pegaso. —Hizo que su imagen apareciese en la sección de Artillería—. ¿Cómo anda eso? ¿Todo a punto?
—Todo en condiciones óptimas —respondió Forrice—. Toro y yo lo tenemos todo bajo control.
—Bien. Que Morales baje a ayudar.
—No necesitamos ninguna ayuda.
—Hasta que le den a uno, o uno de los cañones se averíe.
—Pero si sólo es un niño, Wilson.
—Así es como los niños se hacen mayores.
—El jefe eres tú —dijo Forrice—. Por lo menos hasta que yo me haga cargo de la nave.
—Por mí ya puedes hacerlo.
—Exacto —dijo el molario—. Espera a que no nos enfrentemos a un solo enemigo, sino a cuatro, y entonces pásame la nave a mí.
—¿Puedo volver a la batalla, o es que todavía quieres quejarte durante un rato? —preguntó Cole.
—Ve. Yo mismo llamaré al chaval.
Cole cortó la conexión.
—Veo que la tercera nave se mueve. Ahora sí que tendría que ser posible localizar la Pegaso. ¿Por qué no le disparan?
—No tengo ni idea —dijo Val.
De repente, Cole frunció el ceño.
—¿A usted le parece posible que ese cabrón quiera vengarse en persona? ¿Qué no se contente con reventar la nave de Tiburón, sino que quiera hacerle sufrir personalmente?
—Sí, lo creo capaz —dijo Val.
—Pues sólo por eso va a conseguir que le destruyan las tres naves —dijo Cole—. Cuanto más se acerque, más posibilidades tendrá la Pegaso de destruirlas.
—¿Quién sabe lo que pudo perder en Cyrano? —dijo Briggs—. Tal vez a una mujer, o una amada, tal vez un niño que iba a heredar el negocio, tal vez un tesoro por el que había luchado durante toda su vida. Puede que no le importen ya los riesgos.
—Pues más le valdría que empezaran a importarle —dijo Cole. Se volvió hacia Christine—. ¿A qué distancia se encuentran del lugar?
—¿A qué lugar se refiere, señor?
—El lugar hacia el que convergían antes.
—La nave más cercana se encuentra a ochenta mil kilómetros, y la más lejana a poco más de ciento cincuenta mil, señor.
—Si el espacio pudiera transportar sonidos, les diría que se tapasen los oídos —dijo Cole—. Ahora ya falta muy poco.
Y, de pronto, cuando esas palabras hubieron acabado de salir de su boca, la más cercana de las tres naves de Muscatel abrió fuego. Al cabo de pocos instantes, las tres disparaban sus cañones de plasma y láser. Y la Pegaso se volvió visible. Era evidente que no había sufrido ningún daño. Disparó un cañón, y una gigantesca bola de plasma en bruto engulló a la nave más cercana. No hubo explosión, ni llamarada, ni nada. La nave había estado allí hacía un momento, disparando sus armas. Y de repente dejó de existir.
—Vaya cañón que tenía —comentó Cole.
—Estoy segura de que los has visto más potentes —respondió Val.
—En acorazados —reconoció él—. Jamás en una nave de carga reformada.
—Tardé tres años en armar esa nave de la manera que yo quería —dijo Val con orgullo.
—No esté tan satisfecha de sí misma —dijo Cole—. Nuestra labor va a ser mucho más difícil.
La segunda nave sufrió otro impacto y dejó de existir.
—Capitán, he captado una retransmisión de la tercera nave —dijo Christine—. Voy a pasarla a audio.
—¿Podría ponérmela también en vídeo?
Christine negó con la cabeza.
—No envían ninguna señal visual.
—Al capitán de la Pegaso —dijo una voz—. Al habla Jonathan Stark, al mando de la Demonio de Plata. Acabáis de matar a nuestro capitán, Donovan Muscatel, que se encontraba en la segunda de las naves que han destruido. Era él quien quería acabar con vosotros. Nosotros sólo seguíamos órdenes. Queremos poner fin a las hostilidades.
Y entonces se oyó la voz de Tiburón, increíblemente profunda, increíblemente amenazadora.
—No podréis abandonar tan fácilmente esta batalla. Acercaos bajo señal de tregua, dejad que os abordemos, entregad todas vuestras armas y permitid que nos llevemos todo el material de valor que encontremos. Sólo así salvaréis la vida.
Hubo un largo silencio.
—Aceptamos vuestras condiciones —dijo Stark.
—Bien —bramó Tiburón—. Pues entonces, acercaos.
—Son idiotas —dijo Val.
—No tienen potencia de fuego con la que puedan hacerles frente —dijo Cole.
—Tendrían que dar media vuelta y marcharse a toda velocidad mientras puedan —dijo ella—. Conozco muy bien a Tiburón. No respeta las treguas.
—Quizá podamos advertirles —dijo Cole—. La experta es usted, Christine. ¿Tenemos alguna manera de enviar una señal que la Pegaso no pueda interceptar?
—Veamos…
Al cabo de un minuto, no valió ya la pena intentarlo. En cuanto la Demonio de Plata se halló a noventa y cinco mil kilómetros de la Pegaso, Tiburón la destruyó.
—Bueno, esto ha terminado —dijo Cole—. Parece que ahora todo queda en nuestras manos.
—No tendría que ser muy difícil capturar esa nave, señor —dijo Briggs.
—No nos sería muy difícil destruirla —dijo Cole—. Lo difícil será inutilizarla y luego desarmar a la tripulación, para que Val pueda recuperarla.
—Sí, eso va a ser más complicado —reconoció Briggs.
«Parece que no tenemos manera de escapar de esta puta mierda de situación —pensó Cole—. ¿Hasta qué punto voy a poner en peligro mi propia nave para que Val recobre la suya?»
—¡Señor! —dijo Christine, agitada—. ¡Acabo de recibir un mensaje de Tiburón!
—¿Para nosotros? —preguntó Cole, sorprendido—. Habría jurado que ni siquiera sabría que estábamos aquí.
—No, señor. Para David Copperfield.
Y entonces, de repente, Cole vio por primera vez a Tiburón Martillo. Su primera impresión fue que Tiburón era grande. La segunda, que era enorme. Los ojos de Tiburón se hallaban a ambos lados de la cabeza, al extremo de unas protuberancias huesudas, como las del ya extinto tiburón martillo de los océanos terrestres. Miraba a la cámara con una expresión que parecía una perpetua mueca. Su pecho y brazos eran enormes, y estaban cubiertos de escamas, de su cinturón colgaba media docena de armas de mano que parecían totalmente innecesarias, y sus piernas hicieron pensar a Cole en sendos troncos. No empleaba el Equipo-T, el aparato de traducción que permitía a la mayoría de los alienígenas hablar y comprender el terrestre. Igual que muchos otros productos, los Equipos-T eran escasos y caros en la Frontera Interior, y por ello el propio Tiburón Martillo había aprendido el idioma, y lo hablaba con una voz que atemorizaba a fuerza de profunda, sin apenas trazas de un deje sibilante.
—¡Me has traicionado! —bramó, y extendió el dedo índice de una de sus zarpas hacia la invisible cámara holográfica—. ¡Me habías tendido una emboscada!
Oyeron la voz de un David Copperfield cercano a la histeria que lo negaba, pero el perista se había olvidado de añadir la imagen al sonido… y entonces, Cole se dio cuenta: no era Copperfield quien había cerrado la cámara. Habían sido los tres miembros de su tripulación que estaban apostados allí. Si Tiburón aterrizaba, se verían superados en número y en potencia de fuego. Su única ventaja radicaría en el factor sorpresa.
—¡Voy a por ti! —seguía diciendo Tiburón—. ¿Verdad que te gusta la escritura de los humanos a los que imitas, patética escoria? Pues muy bien. Voy a encuadernar con tu piel esos libros que adoras. ¡Te hago esta promesa solemne!
La conexión se interrumpió.
—Qué tío más simpático, ¿verdad? —dijo Cole.
—Yo ya le había dicho cómo era —le respondió Val.
—Bueno… David hizo esto porque nosotros lo empujamos. No podemos permitir que ahora lo pague él. Forrice, ¿está a punto?
—A punto y con la mira puesta —dijo la imagen del molario.
—Tenemos que limitarnos a inutilizar la nave enemiga.
—Será mejor que disparemos, porque, si no, no podré hacer ni eso —dijo Forrice—. Se acerca a la velocidad de la luz.
—Fuego —dijo Cole.
En un primer momento no vieron nada. Luego, los sensores de Briggs encontraron la Pegaso, crearon una imagen y la transmitieron a la pantalla más grande del puente.
—Buen disparo, Forrice —dijo Cole—. Parece que se les ha averiado algo, pero todavía funciona. Ahora nos acercaremos y terminaremos la tarea.
—¿Qué quiere decir con «terminaremos la tarea»? —preguntó Val.
—No pretendo destruir la nave —dijo Cole—. Lo que quiero decir es que vamos a vaciarla.
—Quiero ser yo, en persona, quien acabe con Tiburón —dijo ella—. En esta nave no hay nadie más que pueda con él.
—Todo para usted.
Entonces, la imagen de Tiburón apareció en el puente. Los miró uno a uno, se detuvo en Val y una sonrisa maligna afloró a su rostro, y luego siguió mirándoles hasta llegar a Cole.
—El comandante Cole —dijo Tiburón—. Tendría que habérmelo figurado. Lo reconozco, porque lo he visto en imágenes holográficas. La Armada está desesperada por capturarlo, casi tanto como en estos momentos lo estoy yo.
—No soy comandante, sino capitán, y tanto la Armada como usted se van a llevar una decepción.
—¿Capitán? —preguntó Tiburón—. No va a durar mucho en el cargo. Nunca ha durado mucho en ningún cargo.
—He durado lo suficiente para que nos encontráramos. Tiene la nave averiada. No podrá escapar de nosotros, y sabe perfectamente que nuestra potencia de fuego es superior a la suya. Si se rinden, y devuelven la Pegaso a su legítima propietaria, los abandonaremos en un planeta con atmósfera de oxígeno, deshabitado, para que vivan allí su vida. Ésa es la mejor oferta que les vamos a hacer, y no la mantendré indefinidamente.
—¿Se atreve a proponerme condiciones a mí? ¡Yo soy Tiburón Martillo! Yo ofrezco condiciones, no las acepto.
—Pues más le conviene que empiece a aceptarlas —dijo Cole—. Voy a retirarlas dentro de cinco minutos estándar.
—En cinco minutos pueden ocurrir muchas cosas —dijo Tiburón, y frunció sus finos labios para mostrar unos colmillos puntiagudos, en lo que pareció una sonrisa inhumana de verdad.
—Conecte todas las defensas, Briggs —dijo Cole en voz baja—. No sé qué va a intentar, pero lo veo demasiado confiado.
—Pero si tengo que elegir un planeta deshabitado con atmósfera de oxígeno —siguió diciendo Tiburón—, elijo Meandro-en-el-Río.
Y, entonces, el cañón de la Pegaso disparó otra gruesa carga de plasma en dirección a Meandro-en-el-Río.
—Usted elige —dijo Tiburón—. O abordan mi nave, o salvan Meandro-en-el-Río. No podrán hacer las dos cosas durante los cinco minutos que tardará el rayo en llegar a su destino.
Soltó una fuerte carcajada e interrumpió la conexión.
—¡Piloto! ¡Vaya tras esa maldita! —ordenó Cole.
—¿Qué maldita, señor? —preguntó Wkaxgini—. ¿La nave o la carga de plasma?
—¡La carga de plasma, joder! —Y luego—: ¡Mustafá!
Apareció la imagen del jefe de ingenieros.
—¿Sí, señor?
—Me imagino que ha seguido todo lo que ocurría. Cuando la tengamos a nuestro alcance, ¿qué diablos vamos a emplear?
Mustafá Odom frunció el ceño.
—No tiene masa, señor, así que lo más probable es que no podamos desviarla de su curso. Habría que encontrar alguna manera de disgregarla. Tendría que estrellarse contra alguna otra cosa antes de llegar al planeta… y si esa otra cosa explota, sería aún mejor. ¿Tenemos explosivos en el arsenal?
—Forrice… ¿qué responde?
—Únicamente tenemos armas de plasma, láser y sónicas —respondió el molario—. Hay una bomba térmica en el área de carga, pero no hay manera de lanzarla.
—¡Les habla el capitán! —gritó Cole—. Doy por sentado que todo el mundo me estaba escuchando. Quien se encuentre más cerca del área de carga, que vaya en busca de esa bomba y la cargue en una lanzadera. Díganle a Briggs en qué lanzadera la han puesto. La pilotará desde aquí.
—¡Voy yo, señor! —dijo Esteban Morales.
—Creía que estaba en la sección de Artillería —dijo Cole.
—De todos modos, soy el que se encuentra más cerca —dijo, y oyeron que sus pies se alejaban por un pasillo.
—Cuatro minutos, señor —dijo Christine.
—Si hay algo que ahora no necesito —dijo Cole, irritado—, es una cuenta atrás.
Pasó otro minuto.
—Ya está, señor —dijo Morales—. La he puesto en la Archie.
—Está bien. Briggs, abra la compuesta de lanzaderas y envíe la Archie tras esa carga de plasma a tantas veces la velocidad de la luz como sea capaz de alcanzar.
—Ya ha salido —dijo Briggs—. Pero no la construyeron para desplazarse a tanta velocidad, señor. Estallará dentro de un par de minutos.
—Si aguanta un par de minutos, será suficiente. Luego estallará de todos modos.
—¿Qué hago ahora, señor? —dijo Morales.
—Regrese a la sección de Artillería —dijo Cole.
—¿De Artillería? —dijo Morales.
«¡Ay, mierda! —pensó Cole—. No me digas ahora lo que sé que me vas a decir»
—Estoy en la Archie, señor. Pensaba que era eso lo que usted quería.
—Póngase un traje protector, Morales —dijo Cole—. ¡Venga, dese prisa!
—¿Dónde diablos están…? ¡Ah! ¡Ya los veo!
—En cuanto se lo haya puesto, quiero que salte al espacio.
—El salto lo va a matar, Wilson —dijo la voz de Sharon Blacksmith.
—Esperemos que no.
—¿Es que no lo entiende? Aunque sobreviviera a un salto al espacio a velocidad supralumínica, su cuerpo quedaría muy mal. ¡No sé si se acuerda, pero no tenemos ningún médico!
—¡Pero es que ahora no se trata de elegir entre el muchacho y la nave, maldita sea! —dijo Cole—. ¡Nos vemos obligados a elegir entre ese chaval y una ciudad llena de gente!
—Estoy listo para saltar, señor —anunció Morales.
—¡Dios mío! ¿Estaba escuchando lo que decíamos? —preguntó Cole.
—No pasa nada, señor. Siempre había querido ser un héroe como usted.
«Los héroes como yo sobreviven», pensó amargamente Cole.
—Está bien, muchacho. No sé qué consejo puedo darle. Nadie que yo conozca, excepto Aceitoso, ha abandonado una nave a velocidades supralumínicas. Trate de quedarse en posición fetal para proteger las vísceras. Iremos a recogerle dentro de menos de treinta segundos.
—Allá voy, señor.
Entonces, se hizo el silencio.
Briggs seguía la trayectoria de la Archie con los monitores de sus sensores.
—Van a chocar dentro de unos quince segundos, señor —anunció—. Eso si la lanzadera no se funde primero, ni pasa de largo.
—No se preocupe por eso. Si destruimos la carga de plasma, lo veremos por todas las pantallas de la nave. Concéntrese en buscar al muchacho.
—¡Ya lo tengo, señor!
—¿Algún movimiento, algún indicio de vida?
—No, señor.
De repente, por unos pocos instantes, todas las pantallas se inundaron de una cegadora luz blanca.
—Ya está —anunció Briggs—. La carga de plasma ha dejado de existir.
—¿Y el muchacho?
—No lo sabremos hasta que lo hayamos metido dentro.
Los treinta segundos que Cole había prometido no fueron suficientes para subir a Morales a bordo. Necesitaron más de dos minutos. Y, antes de que abrieran su traje espacial, estaba muy claro que había muerto en el acto.
—Cúbranlo —dijo Cole—. Me encargaré del oficio fúnebre y luego lo sepultaremos en el espacio.
—¿Y después qué? —preguntó Forrice.
—Después iniciaremos la persecución —dijo Cole con voz siniestra.