Picacio IV era uno de los escasos planetas habitables con anillos que Cole había visto en su vida. Para ser exactos, tenía dieciséis anillos, aunque para el ojo desnudo se fundían en uno solo enorme. La torre de control que se hallaba cerca del hospital se encargó de los controles de la nave y, cuando entraron en la estratosfera para aterrizar, Cole y Val empezaron a hacer preparativos para salir de la Kermit.
—Yo podría ponerme peluca —observó ella—, pero no tengo manera de ocultar mi estatura.
—Sí, no puedes volverte más pequeña —dijo Cole—. Aunque sí podrías ponerte unos tacones más altos en las botas, o añadirles alzas. Así ya no te reconocerían por tu estatura de dos metros con doce.
—Preferiría no correr el riesgo de quedarme tirada en el suelo —respondió Val.
Cole pensó cómo se vería Val «tirada en el suelo», pero fue incapaz de imaginársela.
—Como quieras.
Agarró un objeto brillante y se lo puso en el bolsillo.
—¿Qué diablos era eso?
—Una pistola de cerámica —respondió él—. Lo más probable es que los dispositivos de seguridad no la detecten.
—¿Cuántas veces puede disparar, y con qué potencia? —preguntó ella.
—Tres disparos, y llevo otros dos cargadores, así que en total serán nueve. Por lo que respecta a su potencia, yo no confiaría en que matase a ninguna criatura mucho más grande que tú… pero emplea balas explosivas, y eso tendría que compensar la falta de potencia.
—¿Hace ruido?
—Dispara balas, no rayos ni descargas de plasma —respondió él—. Sí, hace ruido.
—Yo creía que teníamos que actuar de incógnito —observó ella.
—Si la empleo, será porque ya nos habrán descubierto. Tú tienes músculo. Yo llevo esto por si nos viéramos en una emergencia.
—Acabamos de aterrizar en Picacio IV —anunció la voz de la lanzadera.
—Mantén en funcionamiento todos los sistemas de soporte vital —ordenó Cole—. Ten la compuerta abierta hasta que la tercera oficial y yo hayamos salido. Luego ciérrala y séllala, activa todos los sistemas de seguridad y defensa, y no permitas que nadie suba a bordo hasta que yo, la tercera oficial u otro tripulante de la Theodore Roosevelt cuya voz figure en tus bancos de memoria diga el código de entrada.
—Todas las órdenes han quedado registradas —anunció la lanzadera, y a continuación abrió la compuerta. Val y Cole salieron afuera y la compuerta se deslizó a sus espaldas hasta volver a cerrar el acceso.
Debía de ser de noche cuando aterrizaron, pero en el planeta brillaba una luz que podía compararse con la de la media tarde.
—¡Dios mío, mira eso! —dijo Cole, alelado.
En lo alto, los anillos, de sesenta y cinco mil kilómetros de anchura, compuestos sobre todo de hielo, reflejaban los rayos del sol. Refulgían y centelleaban con luz trémula y brillante, y su intensidad fluctuaba en el curso de su inacabable viaje en torno a Picacio IV.
—Ya lo había visto antes —dijo Val sin impresionarse—. Sigamos adelante.
—Pero yo no lo había visto —dijo Cole—. Querría contemplarlo durante un par de minutos. Puede que no se me presente ninguna otra oportunidad. —Se quedó donde estaba y miró a lo alto, y finalmente se volvió hacia Val, que se movía nerviosamente, dominada por la impaciencia—. Vale, vámonos.
Un aerocoche no tripulado detectó su movimiento y se les acercó.
—Entren por la izquierda, por favor, y los llevaré a la aduana —dijo.
Hicieron lo que les decía y al cabo de pocos minutos bajaron en el puesto de aduana, aguardaron a que les dieran el visto bueno a sus falsas tarjetas de identidad y luego entraron en el área principal del espaciopuerto.
—Hay un montón de aerotrineos —observó Cole.
—Todos ellos transportan pacientes del hospital —respondió Valquiria—. El sector profesional más importante de este continente es la sanidad. —Pensó unos instantes, y luego añadió—: Y el segundo, el delito.
—Bueno —dijo Cole—, no hemos venido a hacer ninguna curación. ¿Cómo vamos a llegar hasta la casa de Djinn?
—Por aquí —dijo ella, y señaló hacia abajo.
—¿Vive en el subsuelo del aeropuerto?
Val sonrió.
—Iremos en un transporte subterráneo. Tienen una red por debajo de toda esta ciudad. Nos llevará hasta su finca.
Cole la siguió hasta un aeroascensor. Descendieron unos doce metros y salieron a una pequeña plataforma. Al instante apareció una lanzadera. Cole habría preferido llamarla «monorraíl», pero no tenía raíles, y flotaba a unos treinta centímetros sobre la superficie del túnel. Subieron y Cole se dio cuenta de que se trataba de un único vehículo, no de un tren. Se imaginó que debía de haber cientos, quizá miles de vehículos, y que el más cercano que sintiera su movimiento debía acudir al instante.
—Por favor, indique su destino —dijo una voz mecánica, y al instante apareció un complicado mapa de la ciudad—. Si sabe la dirección, dígala, por favor. Si no, busque en el mapa la zona a la que desea dirigirse y diga en voz alta las coordenadas. Si se trata de un domicilio o empresa privados, bastará con que nos diga el nombre de su propietario.
—Éufrates Djinn —dijo Val.
—No puedo llevarles hasta la propiedad del señor Djinn sin la autorización explícita de éste —dijo la lanzadera—. ¿Desean que contacte con él?
Val le dirigió una mirada interrogadora a Cole.
—Lanzadera —dijo Cole—, apague todos los sistemas, salvo los de soporte vital, durante dos minutos.
—A sus órdenes —dijo la lanzadera, e incluso las luces se apagaron.
—Si anunciamos que nos dirigimos hacia allí, ¿dónde nos van a dejar? —preguntó Cole.
—Todas las casas y empresas tienen un área subterránea, no un simple sótano, adyacente a uno de los túneles —respondió Val.
—¿Así que nos van a dejar dentro de la casa?
—Bueno, digamos que por lo menos nos dejarán a la puerta.
—Pero ¿tendremos que preguntarle si podemos ir?
—Sí.
—¿Y si nos dice que no?
—Entonces, la lanzadera no se detendrá en su casa, pero sí en los límites de su propiedad, y él sabrá que estamos allí.
—Si sólo se identifica usted y yo me quedo callado, ¿qué pasará si trato de bajar con usted?
—Si saben que voy para allí, habrá alguien esperándome —dijo ella—. Por supuesto que eso no será ningún obstáculo para matarlo, o matarnos, antes de que puedan verlo a usted.
Cole negó con la cabeza.
—No, no quiero poner en alerta a todo su equipo de seguridad hasta que hayamos descubierto dónde se encuentra el maldito libro. —Reflexionó—. ¿Está segura de que saldrán a esperar la lanzadera? ¿No aguardarán a que hayamos entrado en la casa?
Val frunció el ceño.
—Trato de acordarme. —Profirió una obscenidad—. No recuerdo dónde nos vinieron al encuentro, pero parece mucho más lógico que el equipo de seguridad salga a escoltarnos antes de que entremos en la casa.
—¿Cómo es su seguridad exterior?
—Una valla atomizadora, unos pocos francotiradores… lo habitual.
De pronto, las luces volvieron a encenderse.
—El período de dos minutos ha terminado —informó la lanzadera.
—De acuerdo —dijo Cole—. Val, ¿cuál era el nombre por el que la conocía Djinn?
—Cleopatra.
—Lanzadera, contacte con Éufrates Djinn y dígale que Wilson Cole y Cleopatra solicitan el placer de su compañía.
—Enviando…
—¿Está seguro de que quiere que conozca su identidad? —preguntó Val.
—Es un delincuente. La República lo encerraría entre rejas, si pudiera. Esa misma República quiere mi muerte. Mi verdadero nombre tendría que ayudarme a ganar su confianza.
—Éufrates Djinn ha recibido su petición y le autoriza a acceder a su propiedad —anunció la lanzadera.
—Dígale que aceptamos su amable invitación y que no tardaremos en llegar —dijo Cole.
La lanzadera avanzó. Como los túneles estaban a oscuras, Cole no tenía ni idea de la velocidad a la que se desplazaba el vehículo. Al cabo de cuatro minutos empezaron a frenar, y pocos segundos más tarde se detuvieron. La puerta corredera se abrió y salieron a una sala sin apenas mobiliario. Tres hombres los aguardaban.
—¿Comandante Cole? —dijo uno de ellos.
—Capitán Cole —dijo el aludido.
—Disculpe mi equivocación —dijo el hombre—. Recuerdo a Cleopatra por la última vez que estuvo aquí. El señor Djinn los aguarda en la planta baja. Los acompañaremos hasta allí en cuanto hayan pasado los escáneres de seguridad.
—Ya pasamos por los del aeropuerto —dijo Cole.
—Los nuestros son más exhaustivos.
Los escáneres localizaron todas las armas de Val y la mujer tuvo que dejarlas, pero no descubrieron la pistola de cerámica de Cole.
—Le devolveremos la pistola láser, la pistola sónica y las dagas en cuanto se marche —le dijo a Val otro de los hombres.
—Más os vale —respondió ella con frialdad.
—Y ahora —dijo el primero de los hombres—, si desean acompañarnos hasta el aeroascensor…
Los cinco subieron flotando y salieron a un vestíbulo ricamente decorado. Desde allí los condujeron a un salón grande y lujoso donde les dijeron que aguardasen. Los tres hombres salieron, y, al cabo de un instante, entró en la sala un hombre calvo, achaparrado y con bigote daliniano. Se les acercó contoneándose y le tendió la mano a Cole.
—He oído hablar de sus hazañas, señor Cole —dijo—. Sabía que era cuestión de tiempo que la República encontrara un pretexto para librarse de su héroe más grande. Al fin y al cabo, es así como suelen actuar los gobiernos. Éufrates Djinn, a su servicio. —Se volvió hacia Val—. Y tú, mi querida Cleopatra… o prefieres que te llame Nefertiti, o Dominó, o Llama, o… pero ¿para qué voy a seguir? Ambos sabemos quién eres, aunque no sepamos cómo tenemos que llamarte. ¿Querrían tomar algo?
—Quizá luego —dijo Cole.
—Estupendo. Bueno, ¿en qué puedo servirles?
—Tal vez esté usted al corriente —empezó a decir Cole, improvisando mientras hablaba— de que vine a la Frontera Interior con mi nave y con la mayor parte de mi tripulación. Seguramente no existe ninguna otra nave en la Frontera que pueda igualar nuestra potencia de fuego. «Y si te lo crees —pensó—, el resto va a ser fácil»
—No he visto su nave, pero por aquí circulan algunas muy potentes —dijo Djinn.
—Pero no transportan una tripulación militar entrenada —siguió diciendo Cole.
—En eso estoy de acuerdo —dijo Djinn—. ¿Adónde quiere ir a parar?
—Es usted un perista de gran importancia, señor Djinn —dijo Cole—. Su reputación se extiende por toda la Frontera Interior. Han oído hablar de usted incluso en el Brazo Espiral y en las cercanías de la Periferia.
—Me siento halagado.
—Pero una reputación como ésa podría transformarse en una espada de doble filo —siguió diciendo Cole—. Nadie sabe cuánto dinero tiene usted, pero se ha llegado a hablar de tres mil millones de créditos.
—Eso es una ridiculez.
—No he venido a discutirle si se trata de mil millones o de tres mil millones, señor Djinn. Estoy aquí porque, sea cual fuere la suma, lo más probable es que atraiga a humanos y alienígenas que no respeten el código ético que estoy seguro de que usted y yo compartimos.
—¿Y ha venido a ofrecerme protección?
—Sé que dispone usted de una fuerza de seguridad, y estoy seguro de que tendrá varias naves. No pretendo protegerle de un hombre que se colara de noche en su casa, ni de una nave solitaria que creyese que merece la pena atacar a una de las naves de usted, o a sus clientes. Pero en la Periferia abundan los caudillos con ejército propio, y, como la República tiene toda su atención puesta en la guerra contra la Federación Teroni, esos caudillos están empezando a aparecer también en las Fronteras Exterior e Interior. Ésa es la clase de enemigo contra el que podemos protegerle.
—¿Y cómo es que tengo el privilegio de que acuda usted a mí? —preguntó Djinn—. ¿Por qué no ha ido con esa oferta a David Copperfield, o a Ivan Skavinsky Skavar?
—David Copperfield está demasiado cerca del territorio de la República. Si necesitase ayuda, llamaría a la Armada, y ésta, probablemente, acudiría. El motivo por el que lo elegí a usted, y no a Ivan, se encuentra a mi lado. Es la única persona que se ha unido a nosotros desde que llegamos a la Frontera Interior. La elegimos porque conoce muy bien la situación actual, y ella nos aseguró que es usted el más importante y el mejor. Si rechaza usted mi oferta, acudiremos al humano o alienígena que ocupe la siguiente posición en nuestra lista.
—¿Y cómo quiere que le pague sus servicios?
—Puede que pase una semana, un mes, un año, o una década hasta que sufra usted un ataque por parte de una fuerza importante —dijo Cole—. Usted y yo podríamos establecer un pago adecuado por un enfrentamiento de ese tipo, y bastaría con que nos lo abonara después de la victoria. Aparte de eso, sólo le pido una modesta paga anual que le garantizará la preferencia en la obtención de nuestros servicios.
—¿Y a cuántos millones de créditos ascendería esa modesta paga? —preguntó Djinn, suspicaz.
—No quiero dinero.
—¿Joyas, entonces? ¿O quizá tesoros artísticos?
—Quiero algo que para mí es un tesoro, señor Djinn. Soy coleccionista de libros antiguos, de libros de la época en la que los seres humanos aún vivían en la Tierra. Si tuviera usted alguno, le rogaría que me dejase mirarlos, y haría mi selección.
Apareció una sonrisa de un extremo a otro del rostro regordete de Djinn.
—Por un instante ha logrado que me lo creyera —dijo, y se rió de buena gana—. Le ha mandado él, ¿verdad?
—No tengo ni idea de qué me habla usted —dijo Cole.
—David Copperfield. Hace más de una década que quiere hacerse con mi primera edición firmada. Un buen intento, señor Cole, pero mi respuesta es la misma de siempre: jamás.
—¿Por qué iba a mentirle? —dijo Cole—. Sí, es cierto que me ofreció una espléndida recompensa si me hacía con ese libro. Pero eso no tiene nada que ver con la oferta de ahora. Si me entrega usted el libro, mi nave y mi tripulación estarán a punto para defenderle contra todo ataque por un período de, digamos… ¿dieciocho meses estándar?
—Conozco mucho mejor que usted el Cúmulo de Albión —dijo Djinn—, y sé que no hay aquí ningún caudillo que pueda reunir en menos de cinco años una fuerza suficiente para que me interese contratar los servicios de usted. Así que, en realidad, poco importa que su oferta sea sincera o no. —Una sonrisa afloró lentamente a sus gruesos labios—. ¿Estaría usted dispuesto a hacerme otra oferta?
Cole frunció el ceño.
—No entiendo lo que me quiere decir.
—¿Cuánto me dará a cambio de que le deje marchar con vida?
—Ah, ya le digo yo que nos dejará marchar con vida —dijo Cole—. Y que, además, nos entregará el libro.
—Su sentido del humor me tiene admirado, señor Cole.
Cole desenfundó la pistola y apuntó a Djinn.
—Espero que también le admire mi buen gusto en cerámicas.
—¿Ese juguete funciona de verdad? —preguntó Djinn.
—Tiene usted una manera fácil de saberlo —dijo Cole—. Espero que no se empeñe en averiguarlo y me entregue el libro.
—Mátelo y acabemos con esto —dijo Val, y Cole no tuvo claro si trataba de asustar al perista, o si lo decía en serio—. No lo necesitamos para encontrar ese maldito libro.
—Ya ha oído usted a la señora —dijo Cole—. Recapacite.
Djinn se encogió de hombros.
—Por mí, puede quedarse con ese libro hasta el fin de sus días, señor Cole —dijo, y caminó hasta la pared que quedaba a sus espaldas—. Quiero decir que cuento con recuperarlo dentro de unos diez minutos.
Tocó la pared cierto número de veces, de acuerdo con un patrón rítmico preciso, y, de pronto, una sección de la pared se abrió y dejó al descubierto la novela de Dickens encuadernada en cuero. El perista se quedó a un lado, pero ni Val ni Cole se acercaron.
—Dánoslo tú —dijo la mujer.
—Algo me dice que no confían en mí —dijo Djinn, con voz de estar divirtiéndose.
—¿Con quién te crees que tratas? —dijo Val—. En el mismo momento en el que lo toque una mano que no esté registrada en los bancos de memoria de tu sistema de seguridad, saltarán todas las alarmas del edificio. Puede que así salvaras el libro, pero no te salvarías tú.
—¿Qué diablos les ha ofrecido Copperfield para que corran tantos riesgos contra un hombre que no les ha hecho nunca nada? —preguntó Djinn, con curiosidad.
—No podrías entenderlo —dijo Cole—. Copperfield y yo fuimos juntos a la escuela.
Djinn agarró el libro y se lo entregó a Cole.
—Diez minutos —dijo—. Tal vez doce, con suerte. Disfrútenlo mientras puedan.
—Val —dijo Cole—, tengo la impresión de que el señor Djinn querría echar una siesta.
Antes de que Djinn pudiese reaccionar, Val le asestó un golpe en la nuca y el hombre se desplomó.
—Espero que no lo haya matado.
—¿Qué importancia tendría? —respondió ella.
—Somos piratas, no asesinos.
—A mí no me dé sermones —dijo ella—. Mató a un montón de hombres que viajaban en la Aquiles.
—Nos habían atacado.
—¿Y usted se cree que Djinn le habría dejado marchar sin atacarlo?
—Ya lo discutiremos luego —dijo Cole—. Ahora mismo tenemos que encontrar una manera de huir de aquí.
—Los hombres que nos han escoltado antes eran tres —respondió ella—. Yo me cargo a dos, y usted al otro.
—Los tres llevaban armas —dijo Cole—. Y no sabemos cuántos más habrá.
—Pues muy bien —dijo la mujer—. Si no quiere luchar contra ellos, busquemos la ruta de escape de Djinn. En mi vida he conocido a un hombre tan rico y poderoso que no tuviera una salida de emergencia oculta en su edificio. Ésta es la sala donde se hacen los negocios, igual que el despacho de Copperfield. Seguro que existe una manera de salir de aquí.
—¿De quién diablos tendría que escapar? —preguntó Cole—. Tiene compradas a las autoridades locales.
—Las autoridades no son ningún problema, y tampoco habrá rival que entre aquí sin que lo desarmen. No, los hombres como Djinn tienen que estar a punto para escapar de lugartenientes ambiciosos.
Cole pensó en lo que acababa de oír, y luego asintió para expresar su acuerdo.
—Eso que ha dicho tiene su lógica. Empecemos a buscar.
—En dirección a la puerta, no. Los subordinados ambiciosos se encuentran siempre al otro lado.
—En cualquier caso, ¿cómo es que todavía no han acudido? —preguntó Cole—. Ahora me dirá que el sistema de seguridad no ha creado ya media docena de hologramas con todo lo sucedido.
—Estoy segura de que lo tenía activado cuando entramos. Pero no es idiota. Con toda probabilidad lo desactivó antes de enseñarle el libro. Contaba con arrebatárselo de nuevo; ha pensado que sus hombres podrían quitárselo, y tal vez puedan. Pero quería asegurarse de que ellos no supieran dónde lo tenía escondido.
—En el negocio de la piratería se aprende mucho, ¿verdad? —observó Cole. Miró a su alrededor—. Lo más probable es que la salida esté oculta en la pared, igual que el libro.
—Pero, si no sabemos los códigos, ¿cómo la vamos a abrir? —preguntó ella.
Cole agachó la cabeza por unos instantes, pensativo, y luego, de pronto, la levantó.
—Creo que ya lo sé.
—¿Cómo?
—Si tuviera que marcharse con prisas, no le quedaría tiempo para marcar un código. Tendría que salir lo antes posible.
—¿Y?
—Pues que no debe haber ningún código. El sistema estará programado para reconocerlo a él. —Se acercó al inconsciente Djinn—. Venga, ayúdeme a levantarlo. —Val fue en su ayuda y al cabo de un momento lo tuvieron de pie entre ambos—. Ahora lo acercaremos a las paredes tanto como podamos y veremos lo que sucede.
Empezaron a arrastrarlo, como dos amigos podrían arrastrar a un borracho, a lo largo de la pared tras la que había estado oculto el libro, y después a lo largo de una segunda pared, y en el mismo momento en el que Cole se disponía a admitir su equivocación un panel se abrió en la tercera pared y detrás de éste descubrieron un aeroascensor.
—¿Nos lo llevamos o lo dejamos? —preguntó Val.
—Será mejor que nos lo llevemos. Si nos encontramos con sus hombres, tal vez podamos emplearle como rehén y convencerles de que no nos disparen.
—Lo más probable es que a la mayoría de sus hombres no les venga mal una excusa para matarlo y repartirse su botín —dijo Val—. Mire lo que me hizo mi tripulación, y eso que yo era una capitana de lo más generosa.
—Nos lo llevaremos de todos modos. Aunque prefieran matarlo a él antes que a nosotros, no nos vendrá mal llevar un escudo.
El aeroascensor descendió hasta un piso más bajo, pero no era el mismo por el que habían salido de la lanzadera.
—¿Se puede seguir bajando? —preguntó Val. Tenía ante los ojos una sala repleta de tesoros artísticos.
—No, esto es el final —dijo Cole después de examinar los controles—. A ver si podemos subir.
—¡Espere! —dijo ella.
—¿Qué sucede? —preguntó él.
—¡Agarremos lo que podames de aquí antes de marcharnos!
—Nos haría perder tiempo —dijo Cole—. Sus hombres no se van a quedar quietos por toda la eternidad.
—Pues entonces adelántese —dijo ella, y salió del ascensor—. Yo iré luego.
—Vayamos juntos —dijo Cole—. Pero dese prisa.
Val agarró unas estatuillas, llegó a la conclusión de que pesaban demasiado, tomó brevemente en consideración la posibilidad de llevarse un par de cuadros, y finalmente se decidió por un puñado de gemas alienígenas en la que se habían grabado microscópicas escenas de exquisita belleza. Se las metió dentro de la bota y volvió al aeroascensor donde se encontraba Cole.
Subieron hasta el tejado y descubrieron sobre éste una pequeña nave, invisible desde la calle, porque los ángulos del propio tejado la ocultaban.
—Con el depósito lleno, y lista para escapar —dijo Cole.
—¿Cómo lo sabe?
—¿Qué sentido tendría preparar una ruta de escape si no está todo a punto? Apostaría a que el equipo de mantenimiento trabaja en esta nave una vez por semana.
—Nos vamos a encontrar con un problema —dijo Val.
—¿Eh?
—Mírelo bien. Es una nave monoplaza.
Cole arrugó el entrecejo.
—No me había dado cuenta. —Dejó a Djinn recostado contra una falsa chimenea y se acercó al vehículo—. ¿No hay manera de meternos los dos?
—No, aunque me acortara treinta centímetros e hiciéramos el amor durante todo el viaje.
—Está bien —dijo él—. Vaya con esta nave hasta el espaciopuerto y regrese con la Kermit.
—La Kermit no podría aterrizar aquí —dijo ella—. Es demasiado grande.
—Pues entonces actúe con iniciativa y robe una nave que sí pueda aterrizar aquí.
—Deme la pistola de cerámica —dijo ella, y tendió una mano—. Todas mis armas se han quedado en el sótano por el que se salía del sistema de transporte subterráneo.
Cole sacó la pistola y se la entregó, junto con el libro.
—Dese prisa —dijo él—. Puede que estén acostumbrados a que desconecte el sistema de hologramas cuando hace sus negocios, pero apuesto a que nunca lo deja apagado durante más de veinte o treinta minutos.
Val estaba entrando en la nave.
—Otra cosa —dijo él.
—¿Qué?
—Que la nave que robe ha de tener espacio sólo para usted y para mí.
—¿No quiere que nos lo llevemos?
—¿Para qué? —respondió Cole—. Aquí no hay nadie que vaya a pagar ni dos créditos por su rescate. Y Copperfield no lo quiere a él, sólo quiere su libro. Si lo llevamos a Meandro-en-el-Río, lo único que harán con Djinn será matarlo. Y, como está claro que no volveremos a hacer tratos con él, no creo que vayamos a tener ningún problema por dejarlo con vida.
Val ponía cara de no estar convencida, pero se contentó con encogerse de hombros, murmuró: «el capitán es usted» y acabó de entrar en la nave.
Despegó casi al instante y Cole se quedó solo en el tejado, con el inconsciente Éufrates Djinn. Estuvo unos pocos minutos absorto en la contemplación de los resplandecientes anillos que giraban lentamente en el cielo nocturno. Entonces, Djinn se puso a gimotear, y Cole volvió su atención hacia el perista.
—Bienvenido —dijo.
—¿Dónde estamos?
—En el tejado de su casa.
—¿El tejado de mi casa? —dijo Djinn, aturdido. Al cabo de un instante miró alrededor—. ¿Dónde está la nave?
—Mi amiga se la ha llevado prestada —respondió Cole—. Regresará con una más grande y luego usted podrá pasar por el espaciopuerto para recoger la suya.
—No volverá a ver a esa mujer —predijo Djinn—. Lléveme abajo y devuélvame el libro, y le daré un salvoconducto para que salga de este planeta.
—Tal vez lo diga en serio —dijo Cole—. Pero tengo más fe en la palabra de ella que en la suya.
—Pues entonces es hombre muerto, y lo único que habrá logrado es darme un dolor de cabeza.
—Aparte de la nave, también le hemos robado el libro —dijo Cole—. Son éxitos modestos, pero son éxitos nuestros.
—Ahórreme los chistes —dijo Djinn. Parpadeó y se frotó el cuello—. En estos momentos, mis hombres están registrando la casa e inspeccionando todo el recinto. Le buscan a usted.
—Qué lástima que el aeroascensor secreto no se les vaya a abrir —dijo Cole.
—Hay otras maneras de subir al tejado, y otras maneras de matarle —prometió Djinn. Se palpó cuidadosamente el cuello y encogió el cuerpo—. Pero ¿qué diablos hace aquí? ¿Por qué no se marcha al territorio de la República a destruir bases militares? Al fin y al cabo, son ellos quienes le querrían matar.
—El oficio de pirata sale más a cuenta que el de revolucionario —respondió Cole—. Y se viven más años.
—Depende. Usted no va a vivir mucho.
—Esperemos que se equivoque —dijo Cole—. Porque no pienso morir solo.
Al cabo de un minuto vio una nave que volaba bajo en dirección a la finca de Djinn. Cuando estuvo cerca, oyó gritos en el interior de la casa y ventanas que se abrían, y hombres que se movían en lugares donde no podía verlos.
La nave se detuvo a unos seis metros sobre el tejado y se quedó suspendida en el aire, inmóvil. Se abrió una compuerta y descendió una escalerilla. Al cabo de un instante apareció Val. Se quedó en los escalones más altos.
—¡En marcha! —gritó—. De un momento a otro, los vientos separarán la nave del tejado.
En el mismo instante en el que Cole daba un primer paso hacia la escalerilla, Djinn se arrojó sobre él y lo derribó al suelo.
—¡Lo tengo aquí arriba, en el tejado! —gritó Djinn a la noche—. ¡Subid ahora mismo!
Dos hombres treparon por el borde del tejado, a unos doce metros del lugar donde Djinn y Cole forcejeaban. Val apuntó con la pistola de cerámica y disparó dos veces. El primer disparo falló. El segundo alcanzó a uno de los hombres y explotó al hacer contacto. La mujer apuntó rápidamente al otro y disparó de nuevo, y éste desapareció también en una pequeña explosión.
Otros tres hombres aparecieron en el borde del tejado por lugares distintos, y Cole se dio cuenta de que los cargadores extra de la pistola seguían en su bolsillo. Val se arrojó encima de Djinn, que se vino abajo como un globo deshinchado. Una rápida patada en la cabeza lo mandó de nuevo al mundo de los sueños.
—¡Suba por la escalerilla y prepare la nave para arrancar! —dijo Val.
—¿Y usted? —preguntó Cole, que había logrado ponerse en pie.
—Me había traído para esto, ¿recuerda?
Cole vio que discutir sería una pérdida de tiempo y corrió hacia la escalerilla. Normalmente no habría podido alcanzarla desde el tejado, pero la menor gravedad le permitió dar un salto y agarrarse a ella. Empezó a trepar mientras los tres hombres cargaban contra Valquiria.
La mujer metió la mano en la bota, en el mismo lugar donde Cole la había visto esconder las gemas pocos minutos antes, y sacó un par de cuchillos. Al cabo de un instante, una de las armas se había clavado en la garganta de uno de los hombres, y la otra se había hundido en el pecho de un segundo enemigo.
—¿De dónde diablos los ha sacado? —gritó Cole cuando llegaba al final de la escalerilla.
—¡De la cocina de la nave! —dio ella, riéndose, y luego volvió su atención hacia el tercer hombre, que no llevaba armas, o no creía necesitarlas. Trató de arremeter contra Val y lo pagó con una caída libre de quince metros hasta el suelo.
Aparecieron otros dos hombres. Val se parapetó tras el cadáver del primero que había matado, despojó a éste de su pistola de plasma y disparó contra los dos recién llegados. Uno de los disparos perforó entre los ojos al más cercano de ellos, y otro le arrancó la pierna al segundo, y entonces éste se precipitó al vacío.
Val miró a lo alto, vio que Cole ya estaba dentro de la nave, corrió hacia la escalerilla, dio un salto y se agarró a ella. Cuando se hallaba a medio camino, un rayo láser pasó a pocos centímetros de su cabeza. Val se volvió y disparó contra un hombre que se hallaba abajo, enfrente de la casa. En el último instante, una ráfaga de viento le impidió apuntar bien y falló pero, por lo mismo, el siguiente disparo del hombre también fracasó, porque la escalerilla se mecía al viento. Val disparó una vez más y llegó a la compuerta antes de que el tipo apuntase contra ella por tercera vez.
—¡Estoy aquí! —gritó—. ¡Vámonos ya!
—Vaya nave ha ido a robar —dijo Cole—. Tiene poco combustible, el impulsor lumínico no está en condiciones de funcionar y le faltan dos giroestabilizadores.
—No he tenido tiempo para mirar escaparates —dijo Val, enfadada—. Llévenos de vuelta al espaciopuerto y nos marcharemos con la Kermit.
—Quizá sea más difícil de lo que piensa —dijo Cole—. Los hombres de Djinn deben de haber contactado ya con el espaciopuerto.
—¿Por qué? —preguntó Val—. Ellos no saben que no podemos alcanzar velocidades lumínicas, ni que el combustible que llevamos a duras penas sería suficiente para pasar de los anillos.
—Esperemos que tenga razón —murmuró Cole.
Val tenía razón y al cabo de pocos minutos regresaron al Cúmulo de Albión para reencontrarse con la Teddy R. y entregarle a David Copperfield su primera edición tan deseada.