Cole y Val pasaron por las aduanas de Meandro-en-el-Río sin apenas trámites, y al cabo de poco rato iban ya camino de la mansión de David Copperfield.
—Cuando hayamos llegado, deje que sea yo quien la presente —decía Cole mientras avanzaban a toda velocidad por una carretera.
—Déjese de gilipolleces —le dijo Val—. Vamos a hacerle una propuesta, y él nos dirá que sí o que no.
—Es más probable que nos diga que sí en el caso de que me deje hablar a mí —dijo Cole. Se volvió hacia ella—. ¿No le apetece que paremos en una tienda para comprar trajes de época? Si es que encontramos alguna.
Val masculló una obscenidad.
—Ya me imaginaba que no. Además, no creo que hagan vestidos estilo siglo XIX para gigantas pelirrojas. ¿Sabrá cortejarle, por lo menos?
—Pero ¿de qué diablos está hablando? —preguntó ella—. ¡Somos dos piratas y vamos a entrevistarnos con un perista!
—No sabe adaptarse a situaciones nuevas, ¿verdad? —dijo Cole.
—Me encargo de que sean las situaciones las que se adapten a mí.
—Ése es el motivo por el que tenemos que ayudarla a recuperar la nave —dijo el hombre con sorna.
Recorrieron el último kilómetro en silencio.
—Hemos llegado —anunció Val.
—Antes hablaba en serio —le dijo Cole—. Deje que sea yo quien la presente y negocie con él. Quiero que responda tan sólo a las preguntas directas. —Parecía que Val estuviese a punto de explotar de cólera, y Cole levantó una mano para hacerla callar—. Esto de ahora no lo hacemos por mi nave. Si no quiere hacerlo a mi manera, vaya usted sola, y que tenga buena suerte.
La mujer lo miró largamente y con rabia.
—Está bien —dijo por fin—. Lo haremos a su manera.
Anduvieron hasta la puerta de entrada. Se abrió y Jones les hizo pasar.
—Bienvenido, señor Smith —dijo—. ¿Usted y la señora Smith podrían acompañarme, por favor?
Val parecía molesta, pero no dijo nada, y los dos piratas siguieron a Cole hasta el despacho de Copperfield. La puerta se abrió para ellos y luego se cerró.
—¡Mi muy querido Steerforth! —dijo el alienígena que se llamaba a sí mismo David Copperfield—. ¡Cuánto me alegro de volver a verle! —Se volvió hacia Val—. ¿Y su bella acompañante se llama…?
—Olivia Twist —dijo Cole, porque Val parecía confusa.
—¡Un nombre perfecto! —exclamó Copperfield. De pronto hizo una reverencia—. Se halla usted en su casa, señora Twist.
—Gracias —murmuró Val con el entrecejo arrugado.
—¿Qué desea usted, Steerforth? —dijo Copperfield—. ¿Se ha decidido a separarse de sus diamantes, después de todo?
—Hace mucho tiempo que ya no los tengo —respondió Cole.
—¿De las joyas, entonces?
—También encontré la manera de colocarlas.
—Entonces, debe de haber conseguido usted un nuevo botín —dijo Copperfield.
—En realidad, no he venido a venderle nada —respondió Cole.
—¿Eh? —De repente, Copperfield lo miró con suspicacia—. Espero que no haya venido a robarme, porque, en ese caso, le convendría saber que cuatro armas les están apuntando.
—¿Robar a un amigo con el que fui a la escuela? —dijo Cole, mientras Val lo miraba como si estuviera loco—. Eso sería impensable.
—¡Ya sabía yo que éramos espíritus afines! —dijo Copperfield—. ¿Puedo preguntarle a qué ha venido?
—Como le decía, no he venido a venderle nada, sino, más bien, a comprarle algo.
—Todo lo que tengo aquí está a la venta, salvo la ropa que llevo —respondió Copperfield—. Aunque, si me ofreciera una buena cantidad por ellas…
—Lo único que quiero comprarle es información.
—¡Ah! —dijo Copperfield con una sonrisa—. La más valiosa de las mercancías, y, por eso mismo, la más cara.
—No creemos que en estos momentos posea usted la información que necesitamos, pero sí hemos pensado que podría obtenerla, en un futuro relativamente cercano.
—Me tiene usted intrigado.
—Unos bandoleros le robaron a la pobre Olivia su medio de transporte —dijo Cole.
—¿Y ese medio de transporte tenía un nombre?
—La Pegaso —dijo Val.
—Un medio de transporte muy conocido, desde luego —dijo Copperfield—. Y, por supuesto, mis fuentes me han informado de la devastación que causó en Cyrano. —Le sonrió a Val—. Se la conoce a usted por muchos nombres, mi querida Olivia, y se dice que todos ellos son más que formidables. ¿Cómo se las apañó para que le robaran su medio de transporte?
—Es que estaba borrach…
—Se encontraba mal —dijo Cole, antes de que la mujer pudiese terminar.
—¿Una muchacha dulce, joven e inocente como ella? —dijo Copperfield.
—Se olvida usted del adjetivo «confiada». Por eso se quedó sin su medio de transporte.
—¿Y piensan ustedes que me van a contratar para que yo lo revenda? —preguntó Copperfield.
—No, pero en su nave transportan mercancías que no podrán colocar en ningún otro sitio —dijo Cole.
—¿Por ejemplo…?
—Cristales meladocios —dijo Val.
Copperfield abrió los ojos como platos.
—¿Cristales meladocios? —repitió.
—Exacto —dijo Cole.
—Mi muy querido Steerforth, le voy a hacer una pregunta —dijo Copperfield—. Usted y yo somos como hermanos. Más que eso. En toda la Frontera Interior, tan sólo le considero a usted como un familiar.
—Gracias, David —respondió Cole—. Lo mismo siento yo.
—Pero una cosa es la familia, y otra muy distinta los negocios —siguió diciendo Copperfield—. ¿Por qué tendría que ayudarle cuando su enemigo jurado acuda a mí con los cristales meladocios?
—Ese enemigo va a querer que le pague el cinco por ciento por los cristales, y quizá más —dijo Cole—. Si ayuda usted a Olivia a recobrar su medio de transporte, se los venderemos nosotros a un tres por ciento de su valor de mercado.
—¡Eh! —dijo Val.
—Cállese, señorita Twist —dijo secamente Cole—. Nuestro amigo tiene que sopesar las diversas posibilidades.
—¿El tres por ciento ha dicho usted? —preguntó Copperfield.
—Sí, exactamente.
—¿Y qué tengo que hacer exactamente a cambio de ese favor?
—Antes de marcharme le voy a dar un código cifrado —dijo Cole—. En el momento en el que sepa usted que se dirigen hacia aquí, quiero que me mande un mensaje subespacial para avisarme, y que emplee ese código para ocultar su contenido. Trabajamos con tecnología militar puntera y dudo que la Pegaso sea capaz de descifrar nada.
—Sabrán que la señal procedía de aquí.
—Mande al señor Jones al aeropuerto y que sea él quien la envíe desde allí —propuso Cole—. No será más que una señal entre varios cientos.
—Siempre fue usted el muchacho más listo de la escuela, Steerforth —dijo Copperfield.
—Cuando lleguen, estaremos al acecho —siguió diciendo Cole—. Habrán desaparecido del negocio de la piratería mucho antes de que lleguen a su casa.
—¿El tres por ciento? —preguntó de nuevo Copperfield.
—El tres por ciento.
—Entonces, sólo falta que me diga quién va a contactar conmigo, para que sepa cuándo tengo que avisarle.
—Se hace llamar Tiburón Martillo.
Copperfield volvió a abrir los ojos como platos.
—¿Tiburón Martillo?
—Así es.
—¡Lo siento, pero este negocio queda cancelado! ¡No sabía que fueran tras él! —Se volvió hacia Val—. Y usted, señorita Twist, puede estar sumamente satisfecha por seguir con vida.
—Está bien —dijo Cole—. El dos por ciento.
—Mi querido Steerforth, podría usted regalármelos y la situación sería la misma. Valoro demasiado mi propia vida para arriesgarme a hacer algo que pueda molestar a Tiburón Martillo.
—No llegará hasta aquí —dijo Cole—. Ya se lo he dicho: iremos a esperarle en el espaciopuerto.
—Sólo porque fuimos juntos a la escuela y existe un lazo que nos une, me olvidaré de que vino aquí y me habló de Tiburón Martillo. Y ahora tengo que rogarle que se marche.
—¿Ésa es su última palabra?
—Ninguna de las creaciones del inmortal Charles tiene jamás una última palabra —respondió Copperfield—. Pero ésa es mi decisión.
Cole se encogió de hombros.
—Si cambia usted de opinión…
—No voy a cambiar de opinión.
Cole se volvió hacia Val.
—Bueno, pues nos vamos.
Se dirigieron a la puerta del despacho, donde Jones los aguardaba.
—Síganme, por favor —dijo éste, se volvió y los guió hasta la puerta principal.
—Parece como si creyera que ustedes dos han salido de un mismo libro —dijo Val—. Todo eso que cuenta sobre un lazo entre ustedes…
—Quizá se lo crea —respondió Cole—. Usted misma puede mirar en derredor y ver que está atrapado en una fantasía.
Pasaron frente a una puerta abierta y vieron dentro de una sala a tres de los esbirros de Copperfield sentados en torno a una mesa. Jugaban a cartas. Jones no se detuvo, pero Val se volvió al instante, y, con un solo movimiento, desenfundó la pistola láser y apuntó.
—¡Al suelo! —chilló, y Cole se dejó caer sobre la alfombra en el mismo instante, mientras dos de los jugadores se agachaban y un tercero sacaba la pistola sónica. No fue lo bastante rápido y se desplomó con un orificio negro y burbujeante entre los ojos.
Cole se puso en pie de un salto, sacó la pistola de plasma y apuntó a Jones, mientras que Val no dejaba de amenazar con su arma a los otros dos jugadores.
—¿Qué diablos ha sucedido? —preguntó Cole.
—Vaya por el perista y tráigalo aquí —dijo Val sin moverse.
—¡David! —gritó Cole—. Salga. Ahora no hay peligro.
—¿Y yo cómo lo sé? —chilló Copperfield tras la pesada puerta de madera de su despacho.
—¿A usted le parece que Steerforth podría matar a David Copperfield? —dijo Cole—. ¡Venga aquí!
—Ahora voy. —Se hizo un breve silencio—. Ahora le apuntan cuatro armas. Si hace un movimiento en falso, si me amenaza de algún modo, no llegará vivo a la puerta principal. Está vivo tan sólo por nuestro común interés por el inmortal Charles.
La puerta se abrió y apareció David Copperfield, con un arma de diseño alienígena en cada mano.
—¿Qué ha ocurrido aquí? —preguntó.
—Ese hombre al que he matado… —dijo Val—. ¿Cuánto tiempo hace que trabajaba para usted?
Copperfield se encogió de hombros.
—Una semana, tal vez dos. ¿Por qué?
—Se llama Barak Numika y era miembro de la tripulación de la Pegaso. Si no me cree, arránquele la manga y mírele el tatuaje del brazo izquierdo: es una catarata. Luego contacte con la comisaría, pídales que hagan una búsqueda con los rasgos distintivos de un hombre buscado por asesinato llamado Barak Numika y comprueben su último paradero conocido. Le dirán que servía a bordo de una nave pirata llamada Pegaso. —Val calló por unos instantes—. Tenía un espía entre sus empleados, Copperfield.
—¿Y por qué? —preguntó Copperfield—. ¿Cómo podía saber Tiburón Martillo que vendrían para ofrecerme ese trato?
—No lo sabía. No tiene ni idea de que he unido fuerzas con… Steerforth.
—Y si no lo mandó aquí para vigilarnos a nosotros —añadió Cole al instante—, es que estaba buscando puntos débiles en sus defensas. Tiburón va a venir aquí, desde luego, pero no para ofrecerle los cristales meladocios. Va a venir para quitarle todo lo que tiene.
Copperfield se encerró en sus pensamientos durante casi un minuto entero. Finalmente habló:
—Enfundad las armas. —Se volvió hacia sus propios hombres y levantó la voz para que también lo oyesen los cuatro tiradores ocultos—. Estos dos son amigos y aliados nuestros. No les hagáis daño, ni ahora ni más adelante. —Señaló a Numika—. Sacad de ahí a ese espía y deshaceos del cadáver. —Luego se volvió hacia Val—. Se ha puesto a sí misma en peligro para salvarme el negocio, y probablemente la vida. Deme ese código de cifrado, y si es capaz de detener a Tiburón, le compraré los diamantes al cinco por ciento de su valor de mercado.
Cole asintió.
—Trato hecho.
—Quizá podría mejorar la oferta —siguió diciendo Copperfield.
—¿Eh?
—Hay algo que deseo por encima de todo lo demás —dijo—. En Picacio IV, del Cúmulo de Albión, vive un hombre que se llama Éufrates Djinn y trabaja en el mismo oficio que yo. No tengo ni idea de si ése es su nombre de verdad. Sospecho que no, pero es el nombre que ha empleado durante los últimos quince años.
—¿Y qué pasa con él?
—Posee una primera edición firmada de Historia de dos ciudades. —Una mirada de rabia apareció en los ojos del alienígena—. ¡Y no la lee nunca! ¡No la enseña! ¡Y se niega a venderla! No siente ningún interés por ella ni la disfruta de ningún modo. ¡La conserva sólo para enfurecerme! —Vahos de un vapor azulado empezaron a desprenderse de su cuerpo a modo de sudor—. Si me consiguen ese libro, les pagaré, no el tres por ciento, ni el cinco por ciento, ni el treinta por ciento, sino la mitad del valor de mercado por todo lo que me traigan durante dos años una vez que ese libro esté en mis manos.
—Lo pensaremos —dijo Cole.
—No vamos a pensarlo —dijo Val—. Lo haremos. —Cole le dirigió una mirada interrogadora—. Conozco a Éufrates Djinn. Robarle será un placer. Qué diablos, si hasta podría abrirle una raja a ese cabrón desde la proa hasta la popa.
—Ya ha oído usted a la dulce y refinada señorita Twist —dijo Cole—. Acabamos de cerrar otro acuerdo.