Capítulo 18

Valquiria llevaba dos semanas estándar con ellos cuando la Teddy R. recibió la primera noticia de la Pegaso.

Fue durante el turno blanco, y Christine Mboya llamó de inmediato a Cole y a Val para que acudiesen al puente. En ese momento, Briggs y Jack se encargaban de los ordenadores.

—Señor —dijo Christine en cuanto tuvo enfrente a Cole—, acabo de interceptar una petición de auxilio procedente de Cyrano.

—¿Qué es Cyrano? ¿Dónde se encuentra? —preguntó Cole—. ¿Y por qué ha hecho venir a Val?

—Cyrano es un planeta que está a noventa años luz de aquí, y la llamada de auxilio mencionaba a la Pegaso.

—¡Ese cabrón ha puesto en peligro mi nave! —gritó la enfurecida Val.

—¿De qué habla? —preguntó Cole.

—En Cyrano se encuentra la base de Donovan Muscatel —dijo Val—. Es rival de Tiburón, y Tiburón ha tenido la idea de acercarse en una nave que el otro no conocía y abrir fuego.

—¿Y cree que la refriega habrá terminado ya?

—No me atrevería a afirmar que Donovan haya muerto —respondió Val—. Pero sí que la Pegaso debe haber arrasado su base.

—Entonces, ¿cómo es posible que no haya muerto?

—Tiene cuatro naves. Nunca están todas en la base al mismo tiempo, por lo que es posible que no se encontrara en Cyrano durante el ataque. Pero le garantizo que, cuando lleguemos allí, sólo vamos a encontrar un agujero en el suelo.

—Piloto, llévenos hacia allí de todos modos, a la máxima velocidad —ordenó Cole. Christine le dirigió una mirada interrogadora—. Tenemos que empezar por alguna parte —dijo Cole—. Si queda algún superviviente, tal vez sea capaz de explicarnos dónde se encuentran las otras naves de Muscatel. —Se volvió hacia Val—. Tiburón habrá ido en busca de las otras naves tras destruir la base, ¿verdad?

—Una vez que ha empezado, no puede permitirse que quede ningún superviviente, porque, si no, tendrá que estar alerta el resto de su vida. —De pronto, arreó un puñetazo contra la pared—. ¡Maldito sea mil veces!

—¿Qué pasa?

—¡Donovan tiene amigos, y ahora saldrán todos en persecución de mi nave!

—¿No es eso también lo que vamos a hacer nosotros? —preguntó Christine, visiblemente confusa.

—Sí —respondió Cole—. Pero nuestra intención era capturarla y devolvérsela a Val, después de quedarnos con una parte del tesoro por las molestias. En cambio, los amigos de Muscatel la buscarán para destruirla junto con todos los que se encuentren en ella.

—¡Qué Dios se apiade de los que destruyan la Pegaso! —masculló la encolerizada Val—. ¡Porque pueden estar seguros de que yo no me voy a apiadar!

—Guárdese las amenazas para más tarde —dijo Cole—. Antes tenemos que pensar en otras cosas. Por ejemplo: si nos acercamos a la Pegaso, ¿cree que Tiburón querrá hablar, o nos disparará?

—Nos disparará.

—¿Aun cuando no sepa que se encuentra usted a bordo?

—Tiburón no habla —dijo Val—. Nunca. Si nos acercamos a él, pensará que tenemos un motivo para hacerlo, y, sea cual sea ese motivo, seguro que no será nada bueno para la Pegaso. Nos disparará.

—La Pegaso es su nave —dijo Cole—. Quiero que baje a Seguridad y le cuente a Sharon Blacksmith todo lo que sepa sobre ella… tamaño, armamento, defensas, máxima velocidad, debilidades.

—Ya lo hice.

—Hágalo de nuevo.

—Sería una pérdida de tiempo.

—Puede ser, pero quizás haya algún detalle que se le escapó la primera vez. Sharon nos escucha, así que la estará esperando.

—No —dijo Val—. Ya le conté todo lo que sabía.

—Estoy harto de que se pongan en tela de juicio mis criterios —dijo Cole—. Acabo de darle una orden. Si la desobedece, abandonaremos ahora mismo la persecución de la Pegaso y la dejaremos en el primer mundo con atmósfera de oxígeno que encontremos, tanto si está habitado como si no.

Val le dirigió una mirada larga e inexpresiva.

—Ésta es su nave. Haga lo que le plazca —dijo por fin—. Pero no se atreva a hablarme en ese tono de voz acerca de mi nave.

Se volvió y se marchó hacia el aeroascensor.

—¿Sabe usted? —dijo Briggs, que se encargaba de los sensores—, por un momento he llegado a pensar que esa mujer le pegaría.

—No creo que le costara mucho fregar el suelo conmigo —reconoció Cole—. Pero, por encima de todo lo demás, quiere recuperar su nave, y hará todo lo que sea necesario para recobrarla. Y si Sharon le saca algo que pueda resultarnos útil, quizá logremos inutilizar la Pegaso, en vez de destruirla.

Mientras hablaban, Christine había estado observando las diversas pantallas.

—Esa mujer tenía razón, señor —dijo—. La Pegaso ha abandonado el sistema Cyrano.

—¿Tienes idea de adónde puede ir?

Christine negó con la cabeza.

—No, señor. En Cyrano no hay tecnología avanzada, señor. No tienen recursos para perseguir a una nave que se desplaza a la velocidad de la luz por un agujero de gusano de grado tres.

—Está bien —dijo Cole—. Creo que vamos a necesitar que alguien entreviste a los supervivientes o testigos oculares que encontremos.

—Querría presentarme voluntario, señor —dijo Briggs.

—Estupendo. Persónese en la Kermit cuando alcancemos los confines exteriores del sistema.

—Yo también querría presentarme —se ofreció Jack.

—Se lo agradezco —respondió Cole—, pero nos bastará con tres miembros.

—Por el momento sólo cuenta usted con uno, señor —dijo Jack.

—Val tendrá que ir —respondió Cole—. Ella sabrá las preguntas que tiene que hacer.

—Por ahora sólo son dos, señor.

—El tercero voy a ser yo.

—Tenía entendido que el capitán no podía abandonar la nave mientras ésta se encontrara en territorio hostil, señor —observó Jack.

—No, no puede —dijo Cole—. Y si se le ocurre alguna otra persona a quien Val vaya a obedecer cuando la cosa pinte fea, estaré encantado de quedarme a bordo.

Jack no supo qué responderle y se quedó en silencio.

—Piloto, ¿cuánto nos falta para llegar? —preguntó Cole.

—Si el agujero de gusano Boratina no se ha desplazado, entraremos en el sistema de Cyrano dentro de ochenta y siete minutos estándar —respondió Wkaxgini.

—¿Y si se ha desplazado?

—En ese caso, entraríamos en el sistema de Cyrano dentro de ochenta y siete minutos estándar.

—Le agradezco la precisión de su respuesta —le dijo Cole secamente—. Christine, busque un reemplazo para Briggs. Briggs, baje a la armería y saque una pistola láser, una sónica y un traje protector.

—No soporto la cosa esa —se quejó Briggs.

—Pues yo no soporto que se me mueran los oficiales —respondió Cole—. El traje protector no llega a pesar dos kilos y medio. Quiero que se lo haya puesto antes de subir a la lanzadera.

—Me hace sudar.

—Repítase a sí mismo sin cesar: los cadáveres no sudan.

—Sí, señor —dijo Briggs de mala gana. Y a continuación preguntó—: ¿Valquiria se va a poner traje protector?

—En mi vida he conocido a una persona que supiera cuidar de sí misma mejor que Valquiria —dijo Cole—. Que se ponga lo que quiera. —Briggs abrió la boca para protestar y Cole hizo un gesto con la mano para imponerle silencio—. Y antes de que se queje: el día que logre derrotarla en un enfrentamiento leal, e incluso desleal, usted podrá ponerse lo que quiera. Entre tanto, se pondrá el traje de protección y dejará de quejarse.

—Sí, señor —dijo Briggs.

—¿Y ahora qué sucede? —preguntó Cole, al ver que Briggs no se movía de donde estaba.

—Aguardo a mi reemplazo.

—Está bien, puede esperar otros cinco minutos antes de ponerse el traje —dijo Cole—. Pero, en cuanto su reemplazo esté aquí, se marchará a la armería.

—Sí, señor.

Cuando se hallaban a diez minutos del sistema Cyrano, Cole contactó con Val y le dijo que, tan pronto como la Teddy R. avanzara a velocidades sublumínicas, acudiese a la lanzadera, donde ya se encontrarían Briggs y el propio capitán. No habría sido posible adivinar si la nave iba más rápida o más lenta que la luz sin consultar un ordenador que registrara la velocidad; pero, en cambio, sí que se enteraba todo el mundo cuando la nave atravesaba la velocidad de la luz en una u otra dirección. Siempre había un instante de desorientación que no se podía ignorar, ni confundir con ninguna otra cosa.

Se marcharon unos minutos más tarde en la Kermit, y poco después entraron en la atmósfera de Cyrano. Al cabo de unos segundos, se encontraron cara a cara con media docena de naves de combate biplazas.

—¿Qué tengo que hacer, señor? —preguntó Briggs, que se hallaba a los controles.

—Han venido a comprobar que no estemos aquí con la intención de provocar nuevas destrucciones —dijo Cole—. Lleva la tarjeta de identificación falsa y el falso registro de la Teddy R. y de la lanzadera. Responda a todas sus preguntas. Hemos venido para hacer negocios con Muscatel. Si le dicen que su base ha sido destruida, respóndales que se había comprometido a guardarnos mercancía, y que querríamos aterrizar y ver qué ha sido de ella.

—Seguro que saben que Muscatel era pirata —dijo Briggs.

—Ese planeta fue su base durante varios años —dijo Val—. Eso significa que debía de tener a mucha gente en nómina… y esto último significa que ahora buscarán a otro que les pague. Ese otro podríamos ser nosotros.

Entonces, las naves de Cyrano contactaron por radio y Briggs se pasó varios minutos respondiendo precisamente a las preguntas que Cole había predicho que les harían. Por fin, la Kermit recibió autorización para aterrizar y se posó en un pequeño espaciopuerto comercial a unos diez kilómetros de los restos del almacén de Muscatel.

—¡Dios mío! —murmuró Briggs cuando salieron de la lanzadera—. El olor del humo llega hasta aquí. ¿Qué diablos ha hecho la Pegaso… ha rociado todo este lugar con productos tóxicos?

—Directamente, no —respondió Val—. Pero Donovan guardaba materiales muy variados en ese almacén. Seguro que algunos de ellos desprendieron sustancias tóxicas al recibir los disparos de plasma de mi nave.

Alquilaron un aerocoche en el pequeño espaciopuerto y se desplazaron hasta el agujero que en otro tiempo había sido la base de Donovan Muscatel.

—Ya había dicho yo que no dejarían nada —dijo Val, y contempló los restos calcinados del edificio en el fondo de la hondonada que se acababa de formar.

—¿Puede ser que sus naves se encuentren en el espaciopuerto? —preguntó Cole—. Las que no hubieran salido en misiones de piratería.

Val negó con la cabeza.

—No habría confiado en la seguridad que pudieran ofrecerle las autoridades portuarias. Si no estaban en órbita…

—No estaban.

—… entonces debían de estar estacionadas entre esos edificios.

—Pues qué lástima.

—¿Por qué le importa?

—Porque, si hubiésemos encontrado una nave intacta, probablemente también habríamos descubierto los códigos de comunicación con las otras naves y así habría sido posible descubrir dónde se encuentran, y saber si Muscatel está vivo o muerto.

—¿Y qué más da? —dijo Val—. Nosotros buscamos a Tiburón Martillo, y también mi nave.

—Y, con toda probabilidad, ellos también los buscarán —dijo Cole—, y puede que tengan alguna idea de dónde se encuentra.

—Si empleamos dinero suficiente, acabaremos por encontrarlo —le aseguró Val.

—Se olvida de lo más importante —dijo Cole.

—¿Qué es lo más importante? —preguntó ella.

—Bueno, pues que tarde o temprano vamos a encontrar la Pegaso. De eso no tengo ninguna duda —dijo Cole. La miró fijamente—. Pero ¿y si las naves de Muscatel la encuentran antes?

—Lo ha entendido al revés —dijo Val—. Ya se lo he dicho: será Tiburón quien los persiga a ellos.

—La Teddy R. es una nave de guerra de la República —dijo Cole—. Por Dios que no se cuenta entre las más nuevas, ni entre las mejores, pero la construyeron para luchar en la guerra. Si la Pegaso no es una nave de guerra, y usted nunca ha dicho que lo sea, entonces no importa lo que piense sobre Tiburón: no es probable que se ponga a luchar con dos o tres naves a la vez. Aunque sea el cabrón más vengativo de toda la galaxia, lo más probable es que elija a sus víctimas y se las cargue una a una.

—No sabe lo primero que hay que saber sobre él —protestó Val.

—Si acaso, no sé lo segundo que hay que saber sobre él —respondió Cole—. Lo primero es que ha sobrevivido en este oficio durante el tiempo suficiente para labrarse una reputación. Por lo tanto, no es un suicida. Mire, en cualquier caso tendremos más posibilidades de encontrarlo si sabemos dónde están las naves de Muscatel. Tanto si lo persiguen como si es él quien los persigue a ellos, el tenerlos vigilados nos ayudará a encontrar la Pegaso.

—Bueno, lo que dice tiene su lógica —reconoció de mala gana la mujer—. En el espaciopuerto conseguiremos sus números de registro. No tiene sentido que les preguntemos por sus horarios de vuelo. No seguirán ningún horario.

—Por mucho que les ruegue, en el espaciopuerto no le van a dar sus nombres —dijo Cole.

—No les voy a rogar nada —dijo ella, y agarró las empuñaduras de sus armas con sus manos enguantadas—. Les voy a exigir.

—Hay maneras más fáciles de hacerlo.

—¿Ah, sí? ¿Cuáles?

—Seguí sus consejos y arranqué las piedras de la diadema. Un par de gemas, en las manos adecuadas, nos servirán igualmente para obtener la información que necesitamos, y así no nos denunciarán a los cazadores de recompensas más cercanos.

Val se encogió de hombros.

—Si sus métodos funcionan, ya me parece bien. Si no, emplearemos los míos. Vamos.

—No se dé tanta prisa —dijo Cole.

—¿Por qué no? —preguntó ella—. Aquí no hay nada por ver.

—Cuando salimos de la nave, ya sabíamos que encontraríamos un agujero en el suelo. He venido en busca de testigos.

—¿Y qué le van a contar?

—Si lo supiera, no tendría ninguna necesidad de encontrarlos, ¿no le parece? —le respondió Cole.

—Estupendo. ¿Dónde vamos a buscarlos?

—Visitaremos a la policía y los hospitales —dijo Cole—. Veníamos por negocios legales, ¿recuerda? Bueno, legales desde el punto de vista de las autoridades de Cyrano, al menos. Habíamos dejado en ese lugar mercancías por valor de varios millones de créditos, mercancías por las que habíamos pagado, y que íbamos a recoger. Nada más natural que queramos saber lo que ocurrió, quién fue el responsable, cuántas de las naves de Muscatel resultaron destruidas y cuántas sobrevivieron. Hace demasiado tiempo que piensa a lo pirata. Nosotros no tenemos nada que ocultar.

Val lo miró por un largo instante.

—¿Y la Armada le retiró el mando de su nave?

—De dos naves sucesivas —dijo Cole—. Bueno, en realidad fueron tres, pero en el caso de la Teddy R. logré recuperarla.

—No me extraña que estemos perdiendo esta maldita guerra.

—No la estamos perdiendo —dijo él—. Corrección: no la están perdiendo. Simplemente, no la ganan.

—Si tratan a todos sus oficiales competentes como lo trataron a usted, entiendo el porqué.

—¿Señor? —dijo Briggs, que entre tanto se había paseado alrededor de la hondonada—. No puedo afirmarlo con absoluta seguridad, pero apostaría a que aquí había una sola nave estacionada.

—¿Y cómo lo sabe? —preguntó Cole, y miró al cráter.

—La radiactividad no es suficiente para provenir de dos baterías nucleares distintas —respondió Briggs, con un pequeño dispositivo sensor en la mano—. Están programadas para desactivarse tan pronto como sufran algún daño, pero, de todos modos, al estallar siempre emiten radiación.

—Pero ¿la que hay no es suficiente para dos naves?

—Creo que no, señor.

—Bueno, pues ya está —dijo Cole—. Parece razonable suponer que Muscatel aún dispone de tres naves. —Se volvió hacia Val—. Quiero que me diga ahora mismo la verdad. ¿La Pegaso podría derrotar en combate a tres naves enemigas? Y no me responda que depende de las naves. Usted sabe qué tipo de naves tenía Muscatel, y yo no.

—No, probablemente no —reconoció ella.

—Entonces, lo más probable es que sean ellos quienes persigan a Tiburón.

—En un universo racional, tendría que ser así —respondió ella—. Pero usted no conoce a Tiburón.

—Sé que ha sabido mantenerse con vida hasta el día de hoy. Eso implica que, por lo menos, tendrá cierta astucia, y un poderoso instinto de conservación, si no inteligencia.

—Señor —dijo entonces Briggs—, no importa mucho que sean ellos quienes lo persigan, o que sea él quien los persiga a ellos. Tarde o temprano se van a encontrar. ¿Por qué no esperamos a que se destruyan entre sí?

—¡Está hablando de mi nave! —bramó Val.

—Motivo de más —dijo Cole con una sonrisa sarcástica—. Ahora en serio, hemos cerrado un trato. Y tenemos un botín por dividir… pero sólo si la Pegaso sigue de una pieza.

—Era una idea, señor —dijo Briggs, incómodo.

—Y ha sido una buena —dijo Cole—. Sería una solución práctica en el noventa y nueve por ciento de los casos. —Hizo una pausa dramática—. Bienvenido al uno por ciento restante. —Echó una última mirada al cráter—. Bueno, dirijámonos al hospital que hemos sobrevolado antes. Si ha habido supervivientes, o si alguien se encontraba lo bastante cerca como para ser testigo ocular, lo más probable es que lo encontremos allí.

Regresaron al aerocoche y se deslizaron por el aire, suspendidos a unos veinte centímetros del suelo, hasta llegar al hospital. Bajaron flotando hasta un aparcamiento subterráneo, aparcaron el vehículo y luego subieron en aeroascensor hasta la recepción.

—Buenas tardes —le dijo Cole a una rolliza recepcionista de raza humana.

—Buenas tardes —respondió ella—. ¿Qué desea?

—Tengo entendido que tienen ingresados del trágico ataque contra los edificios del señor Muscatel.

—¿Verdad que fue terrible? —dijo ella—. Creo que no nos había sucedido nunca nada igual. Todo el mundo viene a la Frontera precisamente para evitar ataques militares.

—¿Fue un ataque militar? —preguntó Cole—. A mí me habían dicho que fue una disputa entre piratas.

—¿Y qué más da? Era una nave y disparó contra nuestro planeta.

—No se lo voy a discutir —dijo Cole—. ¿Tienen pacientes que ingresaran como consecuencia del ataque?

—Desde luego. ¿Puede darnos el nombre de la persona o personas por las que se interesa?

—No, no puedo —dijo Cole—. Yo hacía negocios con la compañía, y no con personas específicas, aparte del propio Donovan Muscatel. ¿Lo tienen aquí?

—No. Si estuviese, lo sabría —dijo ella—. Espero que no haya muerto. Donó el dinero para construir el ala este del hospital, ¿sabe usted?

—Yo también lo espero —dijo Cole—. ¿Cuántos hombres y mujeres sobrevivieron al ataque?

—No solamente hombres y mujeres —dijo la recepcionista—. También sobrevivió un pepon.

—¿Un pepon?

—Sí, de Peponi. Bueno, por lo menos es así como se llaman a sí mismos. Estoy segura de que deben de tener otro nombre oficial entre nosotros, y probablemente también un nombre científico.

—¿Y quién más sobrevivió?

—Dos hombres. Tenemos a una mujer en el quirófano, pero no se cuenta con que vaya a sobrevivir. —Echó una mirada a una pantalla oculta—. Efectivamente, ha muerto hará unos tres minutos.

—¿Y se conocen testigos oculares del ataque?

—¿Es usted un hombre de negocios o un periodista? —le preguntó ella con suspicacia.

—Hombre de negocios. ¿Podría hablar con los supervivientes?

—Voy a verlo. —Examinó otra pantalla oculta—. De acuerdo. No están sedados, y, de hecho, se prevé que salgan antes de que caiga la noche. Están aquí bajo observación, nada más.

—¿El pepon también?

La mujer miró de nuevo hacia abajo.

—Sí.

—¿Dónde podría verle?

—Haré que lo acompañen.

—Querría que mis amigos también viniesen —dijo, y señaló a Val y a Briggs.

—Los visitantes sólo pueden entrar de dos en dos —respondió ella—. Son las normas de este hospital.

—Muy bien —dijo Cole. Agarró a Briggs por los hombros y lo llevó hasta la salida, y le habló cuando estuvieron lo bastante lejos para que la recepcionista no los oyera—. No creo que encuentre nada, pero vaya a la prisión y pregunte si tienen supervivientes o testigos oculares, y luego vuelva aquí.

—¿Y para qué los iban a llevar a la cárcel? —preguntó Briggs.

—Tal vez alguno de esos testigos oculares tratara de saquear entre los escombros —le respondió Cole—. Tal vez alguno de los empleados de Donovan tuviera precio puesto a su cabeza, y hay que contar con que ahora su protector ha muerto, o se ha marchado. ¿Quiere un catálogo de todos los posibles motivos?

—No, señor. Regresaré en cuanto me sea posible.

Briggs se marchó y Cole regresó al mostrador.

—Ya podemos ir —anunció.

Un robot se le acercó sobre ruedas.

—Sígame, por favor —masculló con una estridente voz metálica.

El robot se volvió y se dirigió al aeroascensor. Cole y Val fueron tras él. Salieron al cuarto piso y siguieron por un corredor al mecánico ordenanza hasta que éste se detuvo frente a una puerta abierta.

—Los humanos Nichols y Moyer se hallan en esta sala. El pepon Bujandi se encuentra cuatro salas más allá. Me quedaré a la puerta de esta sala.

Cole y Val pasaron adentro. Dos hombres, ninguno de los cuales vestía batas de hospital, estaban sentados sobre un par de camas flotantes. Miraron con curiosidad a los recién llegados.

—¿Quién de ustedes es Nichols, y quién es Moyer? —preguntó Cole.

—Yo soy Jim Nichols —respondió el menos corpulento—. Él es Dan Moyer. ¿Qué desean saber?

—Quiero saber lo siguiente —dijo Cole—: los dos trabajan para Donovan Muscatel, ¿verdad?

—No tenemos nada que ocultar —dijo Moyer—. Sí, trabajamos para él.

—¿Y cómo es que siguen con vida?

Los dos hombres intercambiaron miradas.

—Volvíamos de la ciudad con suministros cuando atacaron el almacén. La potencia de las explosiones de plasma nos echó fuera de la carretera y nos pegó una buena sacudida, pero de todos modos vamos a salir de aquí en un par de horas.

—¿Estaban los dos solos en el vehículo?

—Sabe usted muy bien que no —dijo Nichols.

—¿Iba alguien más con ustedes?

—El pepon.

—Me han contado que una mujer de su grupo murió en el quirófano.

—Ésa era Wanda —dijo Nichols—. Obviamente no se encontraba en el edificio cuando lo atacaron. No sé qué estaría haciendo. Nos dijeron que había ingresado ya muy mal. Eso es todo lo que sabemos.

—Una última pregunta —dijo Cole—. ¿Muscatel aún vive?

—No vamos a responder más preguntas hasta que nos haya dicho quién diablos es usted y por qué quiere saber todo eso —dijo Moyer.

De repente, vieron los cañones de las pistolas láser y sónica de Val.

—Si no nos lo decís, moriréis —dijo ésta con frialdad.

—Baje las armas —le dijo Cole. Val lo miró con rabia y no se movió—. Estos hombres no son enemigos nuestros y no es probable que respondan a nuestras preguntas si los mata.

—Yo te conozco —dijo Moyer, al tiempo que Val, de mala gana, enfundaba de nuevo las armas—. O por lo menos he oído hablar de ti. Más alta que el hombre más alto, armada hasta los dientes, guapa a matar, pelirroja… ¡seguro que eres ella! No tienes nombre, o, más bien, tienes un centenar de nombres, y nadie sabe cuál es el de verdad, pero capitaneas la Pegaso. Tu reputación llega hasta la Periferia. ¿Qué diablos haces en una bola de fango como Cyrano?

—Ahora mismo, esperar a que respondas a la pregunta que te han hecho —dijo fríamente Val—. ¿Donovan aún vive?

—Sí —respondió Moyer—. Está por alguna parte del sistema Delphini.

—No va a regresar —dijo Cole.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Nichols.

—No tiene adónde regresar. Eso significa que se han quedado sin nada.

—Ya encontraremos otro trabajo —dijo Moyer.

—Desde luego —dijo Nichols—. Tenemos que saldar cuentas. Hoy hemos perdido a un montón de amigos.

—Quizá pueda ayudarles a saldarlas —dijo Cole.

Los dos hombres se miraron de nuevo.

—Hable, lo escuchamos —dijo Nichols por fin.

—La nave que destruyó su almacén era la Pegaso.

Moyer frunció el ceño.

—Yo pensaba que la Pegaso era suya.

—Lo era, hasta que Tiburón Martillo me la robó —dijo Val.

—¿Tiburón? —preguntó Moyer—. Yo creía que actuaba en el Brazo Espiral.

—Hace dos años que ya no —dijo Val.

—Es él quien les ha atacado hoy —añadió Cole—, y todas las probabilidades apuntan a que irá en pos de Muscatel y del resto de su organización.

—Acaba de decir que podría ayudarnos a acabar con ese cabrón. ¿Cómo?

—Tengo una nave y viajamos con una tripulación que está bajo mínimos. Tanto si se alistan en ella como si no, vamos a ir por Tiburón… pero nos vendría muy bien que se apuntaran nuevos tripulantes. Si se alistan, recibirán un tanto por ciento de los botines que capturemos, pero quiero que sepan de antemano que ingresarán en una nave militar, y que se les va a exigir disciplina militar. Ésa es la oferta. O la aceptan o la dejan.

—Las naves militares que circulan por la Frontera no son muchas —dijo Moyer—. Así, de entrada, se me ocurre tan sólo una. —De repente, sonrió—. ¡Aceptaremos su oferta!

Nichols frunció el ceño.

—¿Usted es el hombre que me parece que es?

—No tengo ni idea de quién es el hombre que le parece que soy —dijo Cole—. ¿Aceptan o no?

—Aceptamos —dijo Nichols—. ¿Y qué me dice de Bujandi?

—Ahora mismo iré a su habitación y le haré la misma oferta.

—¿Cuándo nos marchamos?

—Uno de mis oficiales ha ido de visita a la cárcel. En cuanto regrese, nos iremos de aquí.

—Una vez que nos encontremos en su nave, podremos ayudarle a contactar con Donovan —dijo Moyer.

—No lo había dudado en ningún momento —dijo Cole.

Pocos minutos más tarde, Bujandi accedió a unirse a la tripulación. Entonces, Briggs regresó, y el grupo seleccionado, con tres nuevos miembros, despegó con rumbo a la Teddy R.