—¡Tres millones! —exclamó Sharon Blacksmith. Estaba junto a Cole y Forrice en el laboratorio de ciencias—. ¡Jamás en mi vida había visto más de diez mil juntos! —La mujer acariciaba los impecables fajos de billetes de mil créditos—. ¿Verdad que son hermosos?
—¿Y no has tenido ningún problema? —intervino Forrice.
—No más de los que esperaba —dijo Cole—. Me gritó, me amenazó, contuvo el aliento hasta volverse azul… y finalmente me dio el dinero y le ahorró seis millones de créditos a su compañía. Probablemente, más. Mi estimación original de trece millones me gusta más que la de diez.
—Pues entonces, ¿por qué no insististe en ella?
—Si hubieras podido proporcionarme una tarjeta de identidad capaz de escapar a un examen meticuloso, lo habría hecho —dijo Cole—. Me imagino que en estos momentos la Armada ya debe de saber que estuve en Nueva Madrid.
—Lo que de verdad necesitamos es un topo que pueda infiltrarse en el Ordenador Central de Deluros VIII —dijo Sharon—. Alguien que sea capaz de introducir las huellas y el retinagrama de otra persona bajo tu nombre, y de asignarles a los tuyos una nueva identidad.
—Y ya que estamos en ello, ¿verdad que estaría muy bien que te trajesen un millón de créditos? —dijo Cole.
—¿Para qué molestarme? —respondió ella, sonriente—. Acabas de traerme tres millones.
—No sé si te lo vas a creer, pero no son todos para ti —dijo Cole—. Tenemos que mantener en funcionamiento una nave y pagar a una tripulación.
—Nadie se ha quejado —dijo Sharon—. Por ahora.
—De todas maneras, no tenemos en qué gastarlos —añadió Forrice—. Ahora sí que deberíamos bajar de permiso a algún planeta.
—Habla con Morales para que te diga qué planetas nos recibirán bien —respondió Cole—. Un día de éstos tendremos que recargar la batería nuclear. No estaría nada mal que lo hiciéramos en un planeta amistoso.
—Iré ahora mismo a hablar con él —dijo el molario.
—Habla con él cuando quieras, pero antes tenemos que colocar las joyas.
—¿No te basta con los tres millones de créditos? —preguntó Forrice—. ¿Tenemos que conseguir más? Yo preferiría pasar directamente al consumo de estimulantes líquidos y la persecución de molarias en celo.
—Querría comprar una nave pequeña con el dinero que nos paguen por las joyas —repuso Cole—. El momento en el que corrimos mayores riesgos fue cuando tratamos de alquilar la que utilicé en esta última excursión. Nos vigilarán mucho más de cerca si alquilamos una nave que valga cientos de miles de créditos que si nos presentamos en un planeta con las manos vacías.
—¿Sabes una cosa?, no soporto que tengas razón —murmuró el molario.
—Ahora que lo pienso —siguió diciendo Cole—, ¿Christine ha descubierto quién fue el que aseguró las joyas?
—No se lo he preguntado —dijo Sharon.
—Y yo tampoco —dijo Forrice—. No parecía una cuestión vital cuando te hallabas a cientos de años luz de aquí intentando colocar los diamantes.
—Bueno, pues averiguadlo mientras voy a comer —dijo Cole—. ¿Hay algún otro asunto que requiera mi atención?
—No, ninguno —dijo Forrice, y se marchó hacia el aeroascensor.
—Qué bonito montón de dinero —dijo Sharon, admirada—. Me sabe mal tener que deshacerme de él.
—En tanto que directora de Seguridad, eres responsable de su custodia —observó Cole—. Confío en que lo mantendrás íntegro.
—¿Ni siquiera me vas a pagar por mis servicios sexuales?
—¡Qué diablos!, te mereces tu sueldo —dijo Cole—. Toma diez créditos y no me molestes más.
—Ya verás cuando te estés duchando y Seguridad informe de que un respirador de metano se ha instalado en tu camarote.
—Bueno, está bien. Quince.
Sharon se rió y se puso a contar el dinero. Entonces, la imagen de Christine Mboya apareció enfrente de Cole.
—He encontrado la compañía aseguradora, señor —informó—. Es una división de la Compañía Amalgamated Trust.
—¿Dónde se encuentra su sede?
—En Phalaris II, señor.
—No había oído nunca ese nombre.
—Se halla en el cúmulo de Albión, señor.
—¡Diablos!, eso está a un tercio de galaxia de aquí —se quejó—. Si son una división de la Amalgamated, deben de tener sucursales por toda la República, quizás incluso en la Frontera Interior. Trata de encontrar una que se encuentre cerca…
—Estoy en ello… —dijo Christine, que visiblemente trabajaba con el ordenador—. Tienen una oficina muy pequeña en Binder X, pero, por lo que veo, se dedican tan sólo a la venta, no negocian reclamaciones. Creo que lo mejor será la sucursal de McAllister, señor.
—¿Un planeta de la República?
Christine asintió.
—Sí, señor.
—Qué maravilla —dijo Cole—. ¿A qué distancia se encuentra?
—¿De nuestra posición actual? —dijo Christine—. A unos trescientos diez años luz.
—Está bien —dijo Cole—. Será allí donde les llevemos sus joyas. Encuéntrame un planeta poblado en la Frontera Interior donde podamos alquilar una nave.
—¿Enviará de nuevo a Morales, señor?
—No. Aunque le cambiáramos la tarjeta de identidad, ya tienen sus huellas dactilares y holograma. Si viaja a un planeta, saltarán todas las alarmas. ¡Déjame que lo piense mientras buscas un planeta apropiado!
Cole interrumpió la conexión.
—Escucha —dijo Sharon, que había terminado de guardar los créditos—, si piensas emplear lo que te paguen por las joyas para comprar una nave nueva, ¿por qué no la compras con el dinero que ya tenemos y luego negocias con las joyas para reembolsarlo? Sería mucho más fácil que alquilar otra nave para esta segunda vez.
—No es mala idea —le reconoció Cole—. Ya me parecía a mí que también podías serme útil con la ropa puesta.
—Pues voy a demostrarte de nuevo mi utilidad —dijo Sharon—. Si estás dispuesto a separarte de unos cien mil créditos, podría conseguirte material suficiente para proporcionarle a todo el mundo pasaportes e identidades que colarían incluso en la República.
—¿Y desde cuándo el equipamiento de impresión y codificación es tan caro?
—No es tan caro. Podría conseguirlo por menos de cincuenta mil créditos.
—¿Y para qué es el resto?
—Para pagar al falsificador.
—¿No sabrías hacerlo tú misma?
—Soy buena en esto, pero no tanto. Si lo que queremos es engañar a los servicios de seguridad de la República, necesitaremos a un profesional de verdad.
—¿Tiene usted tratos con un gran número de falsificadores, coronel? —preguntó Cole sardónicamente.
—No —respondió Sharon—. Pero si corre la voz de que estoy dispuesta a pagarles una suma como ésa, tendremos que sacárnoslos de encima con un palo.
—¿Cuánto tiempo crees que se necesitaría?
—¿Para buscar a alguien capaz de falsificar tarjetas de identidad y pasaportes? —respondió Sharon—. Los habrá en todos los planetas poblados de la Frontera. Pero habría que encontrar a uno que sea bueno.
—Yo te preguntaba cuánto tiempo necesitaría un falsificador para hacernos el trabajo.
—Los hay que sabrían prepararte tarjetas de identidad capaces de superar todos los controles que llegue a inventarse mi departamento, y que las tendrían a punto en tres horas, o incluso en menos. Viajamos con una tripulación de unas treinta personas. Vamos a necesitar una para Morales, porque ya no podrá emplear la que se llevó para alquilar la nave, pero, por otra parte, Wkaxgini podría pasarse los próximos diez años en su pequeño envoltorio de plástico, conectado al ordenador de navegación, y ciertamente no va a necesitar ninguna tarjeta. —Calló por unos instantes, como si contase las horas—. Yo pienso que con una docena de días estándar sería suficiente.
—No pienso quedarme en un planeta durante doce días mientras esperamos a que nos hagan tarjetas de identidad para la tripulación entera —dijo Cole—. Le pagaré al falsificador la mitad del dinero en efectivo, esperaré el tiempo necesario hasta que tenga a punto una tarjeta para mí, y tal vez para otros dos, y luego, cuando tenga el trabajo a punto, regresaremos a su planeta y le abonaremos el resto del dinero.
—No creo que ningún falsificador tenga nada que objetar a ese plan —dijo Sharon—. Total, le vas a entregar los retinagramas, voces, huellas dactilares y hologramas de todas las personas a las que tiene que hacerles la tarjeta.
—Pero si se encuentra en la Frontera Interior, ¿a quién se los va a pasar? —le dijo Cole, sonriente.
—A cazadores de recompensas —le respondió ella, muy seria—. Aquí, en la Frontera Interior, son la única ley. Los hay que son muy buenos en su trabajo.
—¿Cómo puedes saber tantas cosas?
—Cuando voy vestida soy la directora de Seguridad, ¿recuerdas?
—Está bien —dijo Cole—. Dejo en tus manos y en las de Christine la elección de un planeta. En cuanto tenga mi nueva tarjeta de identidad, compraré una nave y me marcharé a McAllister a cerrar el negocio mientras las tarjetas de identidad terminan de hacerse.
—Parece razonable —dijo Sharon.
—Estupendo. Así que por fin podré irme a comer —dijo, y se dirigió a la puerta del laboratorio—. Luego nos vemos.
—Ahora que tienes tres millones de créditos, no te olvides de venir con dinero.