Para quien lo viese desde una ruta orbital, no existía una razón lógica por la que Meandro-en-el-Río debiera llevar ese nombre. Tenía un océano, que cubría cuatro quintas partes de su superficie, y un par de continentes. Se alcanzaban a ver sus casquetes polares, así como cientos de pequeñas islas que moteaban el océano, pero desde el espacio se distinguían dos únicos ríos que iban de norte a sur en línea recta, sin sinuosidades.
—No quiero aterrizar con la nave —explicó Cole—. No me importaría que se enteraran de que viajamos en una antigua nave de la Armada, pero tampoco quiero darles la oportunidad de descubrir de qué nave se trata. Ya sé que Aceitoso ha cambiado todas las insignias, pero existen otros medios de identificación.
—¿En qué lanzadera descenderá usted, señor? —preguntó Briggs.
—Hasta ahora sólo he viajado en la Kermit. —Las tres lanzaderas llevaban los nombres de Kermit, Archie y Alice, por tres hijos de Theodore Roosevelt; una cuarta, la Quentin, había perecido en combate pocos meses antes—. Así que voy a ir en ésa. Doy por sentado que Aceitoso le habrá retirado la insignia.
—Sí, señor, me han dicho que ya está —dijo Briggs—. ¿Irá usted solo?
—No. Creo que no causaría una buena impresión. Que Toro Pampas, Esteban Morales y Domak estén en la Kermit dentro de cinco minutos.
—¿Sólo ellos tres, señor?
—Algo me dice que si hay problemas, nos encontraríamos en inferioridad numérica aunque me llevase a la tripulación entera, y, si no los hay, me bastará con llevar a tres. Alguien tiene que quedarse aquí y hacerse cargo de la nave.
—Braxite se ha presentado voluntario para ir también con usted, señor —dijo Christine.
—No.
—Estoy segura de que me va a preguntar por qué no.
—Es público y notorio que Forrice y yo somos los oficiales de más alto rango de la Teddy R. Si, una vez allí abajo, alguien sospechara de mí, la presencia de un molario confirmaría sus sospechas. —Levantó la mano—. Antes de que me digas nada: ya sé que les importará bien poco que el hombre con quien hacen tratos sea o no Wilson Cole. Lo más probable es que todos ellos simpaticen con los amotinados y fugitivos. Pero son forajidos, y, sin duda, estarían dispuestos a extorsionarnos, y a exigirnos dinero y favores a cambio de no revelar a la República el paradero de la Teddy R. —Se volvió hacia Briggs—. Pampas, Morales y Domak. Dentro de cinco minutos.
—He introducido las coordenadas de aterrizaje en la Kermit y he implantado en ella datos de registro falsos —dijo Christine—. Si la examinaran a fondo, descubrirían la falsificación, pero me imagino que David Copperfield no debe de examinar a fondo las naves de sus visitantes, porque entonces no podría seguir en ese oficio.
—Estoy de acuerdo. Una vez que lleguemos a la superficie, alquilaré un transporte y Morales me guiará hasta la casa de Copperfield.
—¿No quiere usted anunciarle previamente su llegada? —preguntó Briggs.
—No —dijo Cole—. Será usted quien se lo haga saber.
—¿Yo, señor? —preguntó Briggs, sorprendido.
—Si no me pone condiciones, no tendré por qué obedecerlas. Cuando nos falte un minuto para tocar tierra, contacte con él y dígale que nuestra radio no funciona bien, y que por eso lo llama usted.
—¿No sería mejor que esperara hasta que se encuentre usted en la superficie, señor?
Cole negó con la cabeza.
—Si es el tipo de persona que quiere que se hagan las cosas a su manera, y que si no se hacen a su manera se pone a disparar, preferiría saberlo antes de salir de la lanzadera y perder contacto con ustedes. —Se dirigió al aeroascensor—. Ah, y que Toro traiga el botín. Se me había ocurrido pedirle a Sharon un recipiente a prueba de sensores, pero luego he pensado que si inspeccionaran todo lo que sale del espaciopuerto, habrían arruinado ya el negocio de Copperfield, así que no creo que tengamos problemas por llevarlo tal como está, y no quiero perder más tiempo.
Entró en el aeroascensor y momentos más tarde se reunió con Domak en el hangar. Pampas llegó al cabo de menos de un minuto, cargado con una pesada maleta, y finalmente apareció Morales.
—Siento haber tardado tanto —dijo—. Sabía que teníamos que encontrarnos junto a la Kermit, pero nadie me había dicho qué era la Kermit, ni dónde estaba.
—Bueno, lo único que ha ocurrido es que no ha sido el primero en llegar —le respondió Cole—. Ahora ya no lleva el nombre de Kermit, pero todavía la llamamos así. Ahora es la Flor de Samarcanda. Subamos todos a bordo. Domak, usted es la mejor piloto de nosotros cuatro. Llévenos al espaciopuerto. La ruta está programada en el ordenador de navegación de la lanzadera, así que puede recorrerla en su mayor parte con el piloto automático. Yo me encargaré de los mensajes que nos lleguen del espaciopuerto, o desde cualquier otro lugar.
—Sí, señor —dijo Domak, hizo un saludo militar y entró en la lanzadera. Los tres humanos la siguieron y se sentaron en sus puestos. La piloto ordenó que se abriese la compuerta del hangar, activó el motor, y la lanzadera emergió del vientre de la nave.
—Hábleme un poco sobre David Copperfield —le dijo Cole a Morales mientras se acercaban a la estratosfera.
—En realidad, no lo he visto nunca, señor —respondió Morales—. Ninguno de nosotros lo vio jamás.
—Entonces, ¿no sabe cómo llegar a su cuartel general, o almacén, o como se llame el sitio desde donde lleva sus negocios? —le preguntó Cole.
—Sí lo sé, señor —dijo Morales—. Pero el capitán Windsail lo conocía desde mucho antes de que se instalara en Meandro-en-el-Río. Eran viejos amigos, y nosotros siempre lo esperábamos fuera de la casa del señor Copperfield. De hecho, nunca he visto al señor Copperfield en persona.
—¿Con qué clase de protección cuenta?
—No tengo ni idea —dijo Morales—. Pero me decían que no saliera del vehículo, que diez o doce armas nos apuntaban.
—Bueno, siempre es un consuelo —observó Cole.
—¿Cómo es que le consuela el que ese hombre pueda tener a doce pistoleros apuntando al vehículo? —preguntó Domak.
—Si tiene a doce fuera, tendrá, como mínimo, un número idéntico dentro de la casa, donde guarda la mercancía. Es un consuelo que pueda dar trabajo a veinticuatro personas. Eso significa que es competente en su oficio y que sabe vender lo que compra, y eso implica que estará dispuesto a comprar lo que nosotros le llevamos.
—Es un razonamiento interesante —dijo Domak, sin expresar un verdadero acuerdo.
La radio captó una señal.
—Les habla el Espaciopuerto del Continente Oriental. Su nave se ha identificado y ha solicitado autorización para aterrizar. ¿Han venido por negocios o por placer?
—Por negocios —respondió Cole.
—¿De qué naturaleza?
—¿La ley me exige que responda a esa pregunta?
—Sólo si desea un visado para más de veinticuatro horas —dijo la voz.
—No lo deseamos. Creo que nos bastará con visados de ocho horas para mí y para mis compañeros.
—La nave ha retransmitido sus identidades. Tendrán los visados a punto cuando lleguen.
—Gracias —dijo Cole, y cortó la conexión.
—Esto ha sido demasiado fácil, señor —dijo Pampas.
—El perista más importante de la Frontera Interior tiene que ponerlo fácil —le respondió Cole—. Si no, la gente iría a hacer negocios a otra parte. Los demás piratas no estarán más interesados que nosotros en pasar controles, aunque por razones distintas. Aunque, ahora que lo pienso, tal vez sus razones sean las mismas que las nuestras.
La imagen de Briggs apareció de pronto en la pared.
—He contactado con ellos, señor, y ya lo esperan. La única restricción que me han comunicado es que tendrán que dejar las armas en el espaciopuerto, o en el vehículo que los haya transportado hasta allí.
—Gracias, Briggs. Las dejaremos en la nave. Compute nuestra posición y transmítasela a Copperfield.
Briggs hizo un saludo militar y su imagen desapareció.
—Me pregunto por qué no nos mandan una visualización del espaciopuerto —dijo Pampas.
—Eso es fácil de entender. Si nosotros los vemos a ellos, ellos nos verán a nosotros. Y seguro que muchos de los visitantes de Copperfield prefieren que no los vean, ni los identifiquen. Los delitos que nosotros cometimos iban contra la República, y puede que eso nos haga muy populares entre ciertos elementos de la Frontera Interior; pero los delitos que cometen muchos de ellos tienen lugar aquí, y podría ocurrir que la gente se sintiese inclinada a entregarlos a cazadores de recompensas, o a quienquiera que haga cumplir la ley en esta zona.
Llegaron a la superficie en cinco minutos y se encontraron con tres mostradores de Aduanas e Inmigración. Enfrente de cada uno de ellos había una cola no muy larga, integrada sobre todo por humanos, pero las peticiones se procesaban con gran rapidez.
—Será mejor que me pase esa maleta a mí —le dijo Cole a Pampas.
—Es muy pesada, señor.
—Eso no es ningún problema. Si hacen preguntas, quiero ser yo quien las responda. Se la devolveré una vez que hayamos pasado la aduana.
Pampas le pasó la maleta y Cole se dirigió al robot de aduanas.
—¿Nombre? —preguntó el robot.
Cole dejó el disco pasaporte sobre el mostrador.
—Está todo aquí —dijo—. Mis compañeros y yo hemos solicitado visados para ocho horas. Introdúzcalos en los pasaportes, por favor, y déjenos pasar.
Unos tubos largos de metal salieron de los ojos del robot y en su extremo se encendió un intenso rayo de luz. El robot leía el disco pasaporte de Cole. El color de la luz cambió muy ligeramente al añadir los visados.
—Estos visados desaparecerán de sus pasaportes dentro de ocho horas exactas. Si en ese momento todavía se encontraran en Meandro-en-el-Río, tendrían que informar de inmediato a Aduanas e Inmigración, señor…
—Gracias —dijo Cole, interrumpiendo al robot antes de que pudiese decir su nombre en voz alta.
—¿Qué llevan en esa maleta?
—Revise las regulaciones y compruebe si alguien que entra en el planeta con visado de ocho horas está obligado a responder a esa pregunta.
—No, señor, no se le exige que responda a esa pregunta, a menos que piense pasar en el planeta un día entero, o más tiempo.
—Y sabe usted muy bien que no voy a pasar aquí un día entero, puesto que mi visado expirará al cabo de ocho horas —dijo Cole.
—Efectivamente, señor —dijo el robot—. Puede usted acceder a los espacios públicos del espaciopuerto.
Cole pasó la aduana, al tiempo que se preguntaba, sin mucho interés, cómo se las habría compuesto Copperfield para cambiar las regulaciones. Esperó a que también autorizaran la entrada del resto de su tripulación, le devolvió la maleta a Pampas y se dirigió a la puerta.
—Ha empleado usted su pasaporte auténtico, ¿verdad, señor? —preguntó Pampas.
—Sí.
—¿No habría tenido que utilizar uno falso?
Cole negó con la cabeza.
—Sharon no habría tenido tiempo para preparar una falsificación convincente durante las horas que pasaron desde la captura de la Aquiles. Además, estamos en la Frontera Interior, no en la República. Aquí no me buscan, y el robot no tiene motivos para informar de mi presencia a ninguna autoridad. Pero no he querido que dijera mi nombre enfrente de testigos casuales, que tal vez aceptarían dinero a cambio de revelar nuestra posición a terceros.
Llegaron a la salida. Cole iba a preguntar dónde se alquilaban vehículos, pero, antes de que encontrara un kiosco de información, un hombre corpulento, más grande incluso que Pampas, se les acercó.
—¿Señor Smith? —dijo al detenerse frente a Cole—. El señor Copperfield le manda sus congratulaciones y le ruega que me acompañe.
—Excelente —dijo Cole. Mientras echaban a andar, se volvió hacia aquel hombre—. ¿Cómo ha sabido usted que me llamo Smith?
—Llamo Smith a todos los visitantes —dijo.
—Me parece muy bien —dijo Cole—. ¿Emplea usted algún nombre?
—Señor Jones —respondió el otro. Se detuvo frente a un aerocoche grande y lujoso—. Suba, por favor.
Los cuatro subieron con el representante de Copperfield. Un robot, que formaba parte del vehículo, arrancó, y el aerocoche se deslizó hacia delante, quizás a unos treinta centímetros del suelo. No fue muy lejos, aproximadamente un kilómetro. Aún se encontraban dentro de la ciudad, cuando se detuvo y las puertas se irisaron para dejarlos salir.
Lo que vieron no fue el almacén que Cole se había imaginado, ni un sórdido antro poblado por hampones. Se encontraban frente a una elegante mansión, construida a la manera de las fincas rústicas de una Inglaterra imperial ya desaparecida. Dos lacayos con librea —pero también con pistolas láser perfectamente visibles en fundas que les colgaban del hombro— montaban guardia a ambos lados de la entrada.
—¿Es el mismo sitio? —susurró Cole.
—Sí —dijo Morales—. Pero nunca había llegado hasta aquí. El capitán tenía su propio aerocoche y no nos autorizaba a salir de él.
—Entre, por favor —dijo uno de los lacayos, mientras el otro abría la gran puerta de madera.
Cole y su gente entraron, y vieron que el interior de la casa satisfacía todas las expectativas creadas por su apariencia exterior. Los muebles eran todos reproducciones de originales del siglo XIX d. C., de hacía unos tres mil años. Les hicieron recorrer un largo pasillo entre salones y bibliotecas, y, pese a no ver a nadie, Cole se llevó la desagradable sensación de que alguien observaba todos sus pasos. Por fin, llegaron a la entrada de una estancia que quedaba oculta tras unas magníficas puertas de doble batiente.
El lacayo que había ido a la cola del pequeño grupo se adelantó hasta dichas puertas.
—A partir de este punto, sólo se permite la entrada del señor Smith —dijo—. A los demás se les invita a reposar en el primero de los salones que hemos dejado atrás. Este caballero —un nuevo lacayo hizo una reverencia— los acompañará, o si lo desean pueden regresar al aerocoche y aguardar allí al señor Smith. —Se volvió hacia Pampas—. Yo mismo cargaré con esto, señor. Tenga usted confianza en que lo llevaré con sumo cuidado.
Pampas y Domak miraron interrogativamente a Cole, y éste asintió con la cabeza.
—Hagan lo que dice el caballero. Enseguida volveré.
Pampas y Domak siguieron al lacayo hasta el salón, mientras Morales volvía sobre sus pasos y regresaba al vehículo.
—Si es usted tan amable de seguirme… —dijo el señor Jones, y abrió una de las puertas.
Cole entró en una amplia biblioteca donde había más libros de los que había visto en toda su vida, la mayoría encuadernados en cuero, todos ellos colocados en estantes de madera de color oscuro. Había asimismo un escritorio de madera del mismo color, en el centro de la sala, y butacas de cuero. Al otro lado del escritorio estaba sentada una criatura de proporciones vagamente humanas, de una raza que Cole no había visto jamás. Vestía el atuendo de un dandy de la Inglaterra victoriana, pero sus ojos se encontraban a lado y lado de una cabeza alargada; sus grandes orejas triangulares estaban dotadas de movimiento independiente; tenía la boca absolutamente circular y desprovista de labios; el cuello era largo y extraordinariamente flexible; el torso ancho y de una longitud que multiplicaba por uno y medio la de un hombre y sus piernas, cortas, robustas y anchas, tenían una articulación de más. Cole no sabía cómo eran sus pies, porque los tenía embutidos en un par de lustrosos zapatos de cuero.
—¡Saludos y congratulaciones! —dijo sin el más mínimo deje—. Permítame que me presente. Me llamo David Copperfield. ¿Con quién tengo el honor de hablar?
—Puede llamarme Steerforth —dijo Cole.
El alienígena llamado Copperfield echó la cabeza para atrás y se rió.
—¡Así que usted también es lector! Creo que vamos a ser grandes amigos, y no sólo compañeros de negocios. Y, que quede entre nosotros, tal vez podríamos convencer al señor Jones para que cambiase su nombre por el de Barkus… si es que le apetece, claro está. —Volvió a reírse, esta vez de su propio chiste, y luego, de pronto, se puso serio—. ¿Qué tesoros me ha traído, señor Steerforth?
El señor Jones dejó la maleta sobre el escritorio y la abrió. Copperfield metió la mano dentro —Cole se fijó en que cada una de ellas tenía siete dedos— y sacó un puñado de diamantes en bruto.
—Muy bonito —dijo con voz suave—. Sí, muy bonito. —Al acercarle el diamante, pareció, de pronto, que su ojo izquierdo duplicara su tamaño y estuviera a punto de salirse de su órbita—. ¡Excelente! —dijo, y volvió a guardar el diamante en la maleta, al tiempo que el ojo recobraba sus dimensiones originales—. ¿Y cuántos me ha traído, amigo Steerforth?
—Cuatrocientos dieciséis —dijo Cole—. Me imagino que querrán contarlos.
—¡Me hiere usted en mis sentimientos! —dijo Copperfield en tono de fingida ofensa—. Yo había pensado que éramos amigos. ¡Créame que confío en usted! —Tras unos instantes agregó—: Pero son diamantes. Sí, haré que los cuenten, por pura formalidad. El señor Jones lo hará antes de que se marchen ustedes. Un caballero como yo no se rebaja a tareas tan burdas. —Se inclinó sobre la maleta—. ¿Qué más tenemos aquí?
—Joyas —dijo Cole—. De oro es su mayoría, con un montón de piedras incrustadas. También hay rubíes.
—¡Me encanta el oro! —exclamó Copperfield al tiempo que sacaba la diadema—. ¡Ah, esto es exquisito! ¡Apuesto a que no habrá otra igual en toda la galaxia!
—¿Cuánto estaría dispuesto a apostar? —preguntó Cole.
—¿Disculpe?
—Ha visto usted la calidad de la mercancía —dijo Cole—. ¿Qué clase de oferta está usted dispuesto a hacerme?
—Pues la mejor que pueda hacerle un profesional de la reventa —aborrezco la palabra «perista», ¿verdad que usted también?—, la mejor que pueda hacerle un profesional de la reventa en la Frontera Interior.
—Me alegro de oírlo —dijo Cole—. Dígame usted una cifra y podremos dar por cerrada nuestra transacción, o, por lo menos, tendremos una base sobre la que negociar.
—¡Qué civilizado es usted! —dijo Copperfield—. Usted, señor, es un hombre como a mí me gustan. Vamos a ver… cuatrocientos dieciséis diamantes… bueno, ¿para qué vamos a regatear? Le ofreceré de entrada el precio más alto que puedo pagarle.
—No se olvide de las joyas.
—Por ellas le ofreceré un precio aparte. Me imagino que todas ellas deben de ser únicas en su especie y voy a tener que examinarlas una a una. Pero por los diamantes… —Cerró los ojos un instante, como si hiciera cálculos—. Por los diamantes, mi querido Steerforth, voy a ofrecerle seiscientos veinticinco mil créditos.
—¿Qué? —le gritó Cole, tan súbitamente que el alienígena estuvo a punto de perder la compostura.
—Seiscientos veinticinco mil créditos —repitió Copperfield—. Créame, ésa es la mejor oferta que le van a hacer.
—Un momento —dijo Cole—, ¿cuánto le parece que puede valer uno de esos diamantes en el mercado?
—Pues, como le dije, son exquisitos de verdad —le respondió Copperfield—. Pienso que treinta mil no sería una mala estimación.
—Las hemos tenido más altas y también más bajas —siguió diciendo Cole—. Pero, está bien, treinta mil. Si multiplico treinta mil por cuatrocientos…
—Por cuatrocientos dieciséis —observó Copperfield.
—Sólo quería simplificar los cálculos —respondió Cole—. Si multiplico treinta mil por cuatrocientos, el valor de mercado que obtengo es de doce millones.
—Correcto —dijo Copperfield—. Lo toma o lo deja. Puede que en este lote haya algunas gemas excepcionales, pero también las puede haber muy inferiores.
—Vamos a ver… ya sé que no las pagará a precio de mercado. No puedo demostrar que sea su propietario, y usted tampoco espera que lo haga, y, por supuesto, tiene que sacar usted un beneficio. Pero yo me imaginaba que un perista ofrecería entre un cuarto y un tercio del precio de mercado. Me ha ofrecido usted…
—El cinco por ciento —le respondió al instante Copperfield—. La mejor oferta que le van a hacer. Si encuentra una mejor, estoy dispuesto a igualarla.
—No me extraña que viva usted en una mansión si sólo paga al cinco por ciento —le dijo Cole, irritado.
—Ha sido una oferta generosa, mi querido señor Steerforth —dijo Copperfield—. ¿Verdad que es usted nuevo en el negocio? —Cole no le respondió—. Ya me lo imaginaba. Por favor, señor Steerforth, entienda usted que no todas mis ofertas son al cinco por ciento. Demuéstreme usted el origen de los diamantes, enséñeme certificados de autenticidad, y estaré más que contento con ofrecerle el treinta por ciento. Pero estos diamantes provienen del mundo minero de Blantyre IV. El tinte verdiazul que tienen en el núcleo lo demuestra… y resulta que hace poco siete mineros murieron en Blantyre cuando una nave pirata asaltó sus instalaciones y se llevó unos cuatrocientos diamantes. Todos los joyeros y coleccionistas de la Frontera Interior y de la República lo saben, así como todos los cuerpos de las fuerzas del orden. No puedo vender estos diamantes como un único lote, y probablemente tendré que esconderlos durante unos cinco años hasta que pueda empezar a colocarlos.
»O también —siguió diciendo— podríamos fijarnos en las joyas. Me ha bastado con ver la diadema. La sustrajeron de la cabeza muerta y destrozada de la diva Frederica Orloff después de que la asaltaran y mataran en una función de beneficencia que se dio en Binder X. La compañía de seguros ha difundido imágenes holográficas de esa diadema, y de los pendientes con rubíes, y del resto de las propiedades desaparecidas, y ahora las tienen todos los joyeros, todos los comerciantes, todos los compradores, todos los coleccionistas, y todos los departamentos de policía desde la Periferia hasta el Núcleo. Dados los riesgos que voy a correr al venderla, el cinco por ciento me parece ya demasiado. Entiendo que le ofrezco el tres por ciento a usted y el dos por ciento a la memoria de Charles Dickens. —De pronto, sonrió—. Tendría que tener usted más cuidado al elegir a quién mata. Si se hubiese limitado usted a robar los diamantes y las joyas, no habría tanta gente buscándolo.
Cole calló durante un largo instante.
—Parece razonable —dijo por fin—. No sé si me está engañando, pero lo que dice tiene su lógica.
—Entonces, ¿damos el trato por cerrado?
Cole negó con la cabeza.
—No. Presiento que ha sabido usted desde un primer momento quién soy yo… no he tratado de esconder la cara, y lo más probable es que le transmitieran los datos de mi pasaporte cuando lo he mostrado en el espaciopuerto… y, si es así, sabrá usted también que tengo una tripulación a la que pagar y mantener, y una nave que necesita energía y municiones de repuesto, y que tiene que evitar a un montón de enemigos. No podría permitirme nada de eso si sólo me paga el cinco por ciento del valor de mercado. Ni ahora ni en el futuro.
—Resulta que conozco al caballero a quien le sustrajo todo esto, aunque no tengo ni idea de cómo lo hizo, ni si dicho caballero todavía vive. Tampoco se lo voy a preguntar —dijo Copperfield—. Pero sí le haré notar que ese señor vivía muy bien con ese porcentaje.
—El mantenimiento de su nave no costaba ni siquiera el diez por ciento de lo que cuesta el de la mía, su tripulación era mucho más pequeña, no empleaba el mismo armamento ni tenía que pagar por su conservación, le preocupaban mucho menos las vidas humanas… y, además, a él no lo perseguían dos armadas.
—¿Dos?
—La Federación Teroni es enemiga de todos los humanos. La República es enemiga de este humano.
—Voy a hacer algo poco habitual —dijo entonces Copperfield—. Le voy a permitir a usted que recoja todas sus posesiones y se marche. Podría detenerle, ¿sabe? Ahora mismo, más de veinte armas les apuntan a usted y a sus compañeros. Pero un hombre que sabe lo suficiente como para hacerse llamar Steerforth en respuesta a mi Copperfield se merece paso franco. Márchese usted en son de paz y amistad, y recuerde que mi oferta sigue vigente: si alguien está dispuesto a pagarle más del cinco por ciento, igualaré su oferta. Pero se lo digo con toda seguridad: nadie estará dispuesto.
—Ese joven que me acompaña había servido a las órdenes del capitán Windsail —dijo Cole—. Me ha dicho que le gustaba usted a Windsail. Ahora entiendo por qué.
—Espero que volvamos a vernos, mi querido señor Steerforth —dijo Copperfield.
Cole cerró la maleta, la cogió y fue hacia la puerta de entrada.
—Señor Jones, por favor, acompañe al señor Steerforth y a sus amigos de regreso al espaciopuerto.
Mientras regresaba a la Theodore Roosevelt, Cole pasó revista a todas las opciones que tenía y las fue rechazando una tras otra. Al llegar a la nave, aún se preguntaba cómo lo habrían hecho Barbanegra y el Capitán Kidd para llegar a fin de mes.