Capítulo 8

—Ya hemos contado los diamantes, capitán —dijo Christine Mboya.

—¿Y?

—Cuatrocientos dieciséis, todos sin tallar. En su mayoría, son bastante grandes. Es como si hubieran dejado los pequeños para pasar a recogerlos cuando hubiesen crecido. —Calló por unos instantes—. También tenemos un anillo con un rubí, un par de pendientes, un collar de oro y diamantes, una diadema de oro con setenta y cinco gemas, un brazalete de oro con incrustaciones de piedras desconocidas, y un anillo con un diamante, más grande que los otros que aún no están tallados.

—Bueno, por algo se empieza —dijo Cole—. Creo que habríamos ganado más si hubiésemos asaltado una nave de carga, o incluso a uno de los grandes joyeros de la República, pero, de esta manera, no ha habido civiles inocentes que sufrieran daños colaterales, y no hemos matado a nadie que previamente no hubiese tratado de matarnos a nosotros.

—Puede que el botín más valioso haya sido Morales —dijo ella—. Rachel Marcos se ha hecho cargo de su interrogatorio y llevan dos horas de conversación. La coronel Blacksmith lo ha registrado todo en su ordenador. Una vez que haya clasificado la información, introduciré en la computadora todos los datos acerca de mundos amistosos y rutas comerciales aprovechables.

—¿Rachel Marcos? —dijo Cole sorprendido—. Sé que sólo nos queda una mínima tripulación de treinta y dos miembros… y ahora ya son veintinueve… pero Rachel Marcos debe de ocupar el vigésimo quinto puesto en el escalafón.

Christine sonrió.

—A los hombres les gusta hablar con ella. ¿No se había dado cuenta?

—A los hombres les gustaría arrojarse sobre ella —respondió secamente Cole—. No sabía que estuvieran hablando.

—Está bien protegida —le aseguró Christine—. Pampas la ha acompañado.

—Sí, con eso bastará —dijo Cole—. Siempre que no sea Pampas el primero en arrojarse sobre ella.

—No lo hará —dijo la voz de Sharon Blacksmith—. Los observo cual halcón.

—Los halcones se extinguieron hace dos mil años —dijo Cole.

—Pues muy bien —se corrigió Sharon—, los observo como la mejor directora de Seguridad del ramo. Y, desde esta mañana, nuestra tripulación cuenta sólo con veintiocho miembros. Tres han muerto y Luthor está en el hospital.

—Quiero que le proporcionen la mejor asistencia médica de la que dispongan —dijo Cole—. Es el hombre que me abrió las puertas de la celda cuando su trabajo era impedirme que escapara. Por otra parte —prosiguió—, hemos añadido a Esteban Morales a la tripulación. Con él, somos veintinueve, en una nave pensada para transportar a sesenta y cuatro.

—Esteban Morales se afeita desde hace muy poco —dijo Sharon—. Una vez que nos haya contado todo lo que sabe sobre el oficio de la piratería, ¿qué más podrá hacer?

—Ya lo descubriremos —le respondió Cole—. ¡Qué diablos! ¿Qué sabíamos hacer cualquiera de nosotros a esa edad? Si necesita que lo entrenen, yo mismo lo entrenaré.

—Podríamos encerrarlo en un camarote con Rachel y ver cuál de los dos se rinde primero.

—Podríamos mandárselo a la directora de Seguridad cuando el capitán no quiera que lo molesten —replicó Cole con una sonrisa.

—Sólo tiene dieciocho años —dijo Sharon—. Pero quizá ya sea viejo cuando llegue ese feliz día.

—Yo no tendría que oír esta conversación —dijo Christine.

—Usted es la segunda oficial —respondió Cole—. Nadie le prometió que este oficio consistiera sólo en matar a los malos y quitarles el dinero. También tiene que aprender a bregar con problemas de verdad.

Por un momento pareció que Christine iba a responder en serio. Luego recapacitó y se puso de nuevo a trabajar con sus ordenadores.

—Un minuto —dijo Sharon. Se hizo un momento de silencio—. Christine, averigüe el nombre oficial de un planeta llamado Meandro-en-el-Río, conéctelo al ordenador de navegación y dígale a Wkaxgini que ése es nuestro destino.

—¿Es allí donde se encuentra el perista de Windsail? —preguntó Cole.

—Sí —dijo Sharon—. Según Morales, ese tío no era sólo el perista de Windsail. Es el principal perista de la Frontera Interior.

—¿Tiene nombre?

—Dada su profesión, lo más probable es que se llame de veinte maneras distintas, pero Morales dice que lo conocen como la Anguila.

—¡Anda ya! —dijo Cole—. La Anguila no es ningún nombre.

—Alto —dijo Sharon—. Eso es lo mismo que dijeron Rachel y Toro. Clarificación: Windsail lo llamaba la Anguila, pero sólo cuando hablaba con su tripulación, nunca a la cara. Su nombre, por lo menos el que Morales conocía, es David Copperfield. No te rías.

—¿Qué gracia puede tener ese nombre? —preguntó Christine, al ver que Cole se esforzaba por reprimir una amplia sonrisa.

—Es un personaje de ficción.

—No lo conozco.

—Procede de un libro que se escribió más de mil años antes de la Era Galáctica —respondió Cole—. Podría ser peor. Al menos, tendremos que tratar con una persona que lee.

—¡Yo también leo, señor! —dijo Christine con vehemencia.

—Retiro lo dicho —dijo Cole—. Al menos, tendremos que tratar con un hombre que lee clásicos de cuando los seres humanos vivían en la Tierra. Y ya no quedamos muchos. ¿Así está mejor?

—Disculpe, señor. Yo no tenía ningún derecho a protestar por sus palabras —le respondió Christine.

—Ahora ya no estamos en la Armada y todavía no hemos escrito las ordenanzas para piratas.

—¿Y el código ese que decía que los piratas no son inocentes? —preguntó la voz de Sharon.

—Se aplica a todos los piratas, excepto a nosotros —respondió Cole—. Y, además, se trata de una directriz, no de una ordenanza.

—¿Señor? —dijo súbitamente Christine.

—¿Qué sucede?

—El ordenador dice que existen dos planetas llamados Meandro-en-el-Río —dijo ella, con el ceño fruncido—. Los dos son de tipo terrestre.

—Pues claro —dijo Cole—. ¿Acaso un alienígena le daría un nombre terrestre a su planeta? Está bien, conécteme con Morales por audio y vídeo.

De pronto apareció la imagen de Morales, Rachel y Pampas, sentados todos ellos en torno a una mesa pequeña.

—Siento interrumpirles —dijo Cole—, pero es que necesitamos una aclaración. Hay dos planetas que se llaman Meandro-en-el-Río. ¿Podría decirnos de cuál de los dos se trata, Morales?

—El que yo digo tenía casquetes polares —le respondió Morales—. Recuerdo que los veía cada vez que nos acercábamos a él.

—¿Christine? —dijo Cole.

Christine consultó los ordenadores y luego negó con la cabeza.

—Ambos tienen casquetes polares, señor.

—¿Qué más podría decirnos, Morales? —preguntó Cole—. ¿Sabe el nombre de su sistema solar?

—No —dijo Morales. Agachó la cabeza, inmerso en sus esfuerzos por recordar, y luego, de pronto, volvió a levantarla—. Recuerdo que tenía cuatro satélites. ¿Eso les sirve de algo?

—Espero que sí —dijo Cole. Se volvió de nuevo hacia Christine—. ¿Nos sirve de algo?

—Sí, señor —dijo ella—. El otro Meandro-en-el-Río tiene un único satélite. El que nos interesa es Beta Gambanelli II.

—Pues muy bien. Rachel y Toro, ya vuelven a tenerlo sólo para ustedes. —Cole le hizo un gesto con la cabeza a Christine, que cortó la conexión—. Beta Gambanelli —murmuró, pensativo—. Hace varios siglos hubo un oficial del Cuerpo de Pioneros que se llamaba Gambanelli. No recuerdo qué diablos hizo, pero había una estatua de él en Spica II. Me pregunto si será el mismo.

—Puedo averiguarlo, señor.

—Da igual. Introduzca las coordenadas y dígale al piloto que nos lleve hasta allí.

—¿A la máxima velocidad, señor?

—Calcule el combustible que llevamos y decídalo usted misma. Luego, contacte con el hospital donde se encuentra Chadwick y pregúnteles cuánto tiempo va a tardar en recuperarse, y cuándo podrá salir.

—Estaba muy mal, señor —dijo Christine—. Quizá tengan que implantarle unos tímpanos nuevos… artificiales, o clonados a partir de los restos de los originales.

—Eso debe de ser caro —dijo Cole.

—Resultó herido en el cumplimiento de su deber —dijo Christine—. Me imagino que la Teddy R. pagará por la operación.

—La Teddy R. es la nave más buscada en esta galaxia del diablo —respondió Cole—. Por supuesto que pagaremos el tratamiento de Chadwick, pero no directamente. A la República no le saldría a cuenta buscarnos a ciegas por toda la Frontera Interior, pero, si saben dónde estamos, puedes apostar a que mandarán una o dos naves de guerra a perseguirnos.

—Eso no se me había ocurrido, señor —reconoció Christine. Y añadió—: ¿Quiere que, después de mandarle las coordenadas a Wkaxgini, trate de descubrir quién es realmente David Copperfield?

—¿Para qué nos vamos a molestar? —respondió Cole—. No nos importa quién fuera hace diez o veinte años. Aquí se llama David Copperfield, y ésa es la persona con quien tendremos que tratar. —Se echó a andar en dirección al aeroascensor—. Si alguien me busca, estoy en la cantina. Me voy a tomar un café.

—Podríamos ordenar que le trajeran el café al puente, señor —ofreció Christine.

Cole negó con la cabeza.

—No. Aquí no hago más que ir de un lado para otro. Vamos a ver… son las catorce horas. Eso significa que aún estamos en el turno blanco, y que aún va a estar un par de horas al mando. Vendré a relevarla cuando empiece el turno azul.

Cole bajó en aeroascensor hasta la cantina, encontró a Forrice sentado a una de las mesas —se estaba tomando un brebaje verde y burbujeante— y se sentó con él.

—¿Cómo va todo? —preguntó Cole.

—He preparado la Aquiles para que se autodestruya dentro de diez minutos. Ya estamos a varios años luz de distancia, por lo que ni siquiera alcanzaremos a divisar la explosión. Pero será suficiente para todas las almas bienintencionadas que vayan hacia ese punto en respuesta a nuestro SOS. Verán los restos de la nave en el lugar de donde partió el mensaje y me imagino que no se detendrán allí para examinar si se trata del Samarcanda, o como diablos nos llamáramos. —Calló por unos instantes—. No se les ocurrirá que hayamos sido capaces de destruir una nave que también habríamos podido vender, y sólo para que nos perdieran la pista… pero, para estar todavía más seguros, le he ordenado a Aceitoso que quitara todos los nombres, números e insignias de la Aquiles antes de que nos marcháramos.

—Bien —dijo Cole—. A veces tengo la impresión de que eres el único oficial competente de esta nave. Aparte de mí, por supuesto.

Un breve mensaje apareció en el aire, enfrente de su rostro:

Espero que disfrutes tú solo en la cama durante los próximos 7.183 años.

—Ah, sí, claro, Forrice, tú y yo somos los únicos oficiales competentes.

Demasiado tarde. Esto te va a costar 900 diamantes en bruto. Me cobraré el botín de hoy como adelanto. Por supuesto que tendrás que tallarlos, pulirlos y engastarlos.

—Si hay algo que no soporte —dijo Cole—, es a una directora de Seguridad petulante.

Eso no es lo que me dijiste anoche cuando estábamos juntos en la cama. ¿Quieres que repita lo que dijiste?

—Por favor, no —dijo Forrice—. Acabo de comer.

—Basta de bromas, Sharon —dijo Cole, muy serio—. Tengo que discutir cuestiones de trabajo. Escúchame, o no me escuches, pero no vuelvas a interrumpirme. —No apareció ningún mensaje de respuesta, y se volvió hacia Forrice—. ¿Te has encargado de los cadáveres de la Aquiles de la manera que te dije?

Forrice asintió con su enorme cabeza.

—Los hemos cargado en la lanzadera y los hemos propulsado hacia la estrella más cercana. En estos momentos ya tendrían que estar abrasándose.

—¿Te has cerciorado de que nadie pueda darle alcance antes de que se queme?

—Por supuesto.

—Bien. Lo único que hicimos fue defendernos de un ataque criminal, pero nadie nos creería —dijo Cole—. Y ahora vayamos al grano. ¿Qué beneficio podríamos obtener con esos cuatrocientos diamantes sin tallar?

—¿Me lo preguntas a mí? —dijo el molario—. ¿Y cómo quieres que lo sepa?

—No esperaba que lo supieras —dijo Cole.

—¿Pero…? —dijo Forrice—. Noto que ahí hay un «pero».

—Pero sí se espera que lo averigües.

—¿Cómo?

—Pues vaya. En la Teddy R. hay un oficial que es menos competente de lo que pensaba. Ve al contenedor donde tenemos los diamantes. Saca uno que te parezca mediano. Ni el más grande, ni el más pequeño, ni el más brillante, ni el que menos. Contacta con un par de joyeros legales. Diles que es una herencia familiar y que acabas de cobrarla. Querrías asegurarla, pero no tienes ni idea de cuánto puede costarte la póliza.

—¿Y las joyas?

Cole negó con la cabeza.

—Algo me dice que a cualquier joyero le sería muy fácil identificar una diadema de oro con todas esas piedras preciosas.

—¿Estás seguro? —preguntó Forrice—. La galaxia es grande.

—No, no estoy seguro —dijo Cole—. Ahora seré yo quien te haga una pregunta a ti: ¿crees que merece la pena correr los riesgos?

—No —reconoció Forrice—. Probablemente, no. Está bien… sólo les enseñaré el diamante. ¿Y luego qué?

—Sé que esto va a representar un gran esfuerzo para tu pobre cerebro molario —dijo Cole, sarcástico—, pero luego vas a tener que multiplicar ese valor por cuatrocientos dieciséis.

—No, lo que te pregunto es si aterrizaremos y le pediremos, por lo menos, a otro joyero que estime en persona su valor.

—No veo qué sentido tendría. ¿Y si un joyero nos dice que el diamante vale cincuenta mil créditos, y el otro sesenta y cinco mil? Sólo queremos una cifra genérica, porque la única apreciación que contará de verdad será la de David Copperfield.

—Si su opinión es la única que cuenta, ¿para qué queremos otras valoraciones? —preguntó Forrice.

—Porque si me hace una oferta que no me gusta, tengo que saber si es él quien se equivoca, o si soy yo —le respondió Cole.

—Bueno —dijo Forrice—, creo que lo mejor será que elija un diamante y me ponga a trabajar. ¿Adónde los has llevado?

—Al laboratorio. Allí no va nadie, desde el día en el que Sharon hizo desaparecer toda la parafernalia que se empleaba para sintetizar drogas.

Forrice se levantó de la mesa.

—No creo que esto me lleve mucho rato. Tan pronto como haya averiguado algo, te lo comunicaré.

Cole se recostó en la silla, dio un sorbo a su café y meditó sobre los acontecimientos de las últimas horas… lo que la Aquiles había hecho, lo que no había hecho, lo que tendría que haber hecho. El truco del SOS no iba a funcionar muy a menudo. Era mucho más probable que fuese la Teddy R. la que tuviera que emprender los ataques. Estaba preparada para ello. Al fin y al cabo, todos los miembros de la tripulación, salvo Morales, habían estado en el Ejército hasta hacía pocas semanas, y Cole confiaba en que serían competentes en situación de combate. Pero en algún momento, probablemente en el instante en el que abordaran una nave pirata para saquearla, abandonarían su condición de miembros del Ejército y se transformarían en piratas, y, probablemente, tendrían reacciones diferentes. Y, como él no tenía ninguna intención de morir —por lo menos, no con la rapidez y la facilidad con que habían muerto Windsail y su tripulación—, debía sopesar todas las opciones y anticiparse a todas las posibilidades.

No llegó a saber cuánto tiempo había pasado sin moverse de la silla, pero de pronto se dio cuenta de que el café estaba muy frío. Lo dejó sobre la mesa, solicitó un menú, esperó hasta que se hubo materializado frente a él y tocó el icono «café». Llegó casi al instante pero, antes de que hubiera podido agarrar la taza, Forrice entró en la cantina y giró hacia él con una de sus extrañas rotaciones sobre tres patas.

—¿Y bien? —preguntó Cole, cuando el molario se hubo sentado al otro extremo de la mesa.

—He hablado con cinco joyeros. Todos me han dicho que tienen que verlo antes de hacer una estimación para el seguro, pero tres de ellos han aventurado un cálculo a ojo de buen cubero, y se han movido entre los veintisiete mil créditos y los cuarenta y cinco mil. Ha habido una joyera, una hembra mollutei muy maja, que se ha ofrecido a tallarlo gratis si me comprometía a indemnizarla contra cualquier pérdida de valor en el caso de que, no sé, estornudase o parpadeara, o le sucediera cualquier otra cosa durante el proceso de tallado que destrozara el diamante o le hiciese perder valor. No sé muy bien qué puede destruir un diamante, pero le he dado las gracias y le he dicho que lo pensaría. Ésa es la que lo ha valorado en veintisiete mil. —Guardó unos instantes de silencio—. Lo más importante es que, si el precio medio de cada uno de los diamantes ronda los treinta y siete o los treinta y ocho mil, tenemos un alijo por el que podríamos cobrar unos quince millones de créditos, probablemente más, si aceptamos dólares de María Teresa o libras de Lejano Londres.

—¿Quince millones? —exclamó Cole—. Con eso sí que podríamos pagar un par de tímpanos.

—¿Has tenido noticias de cómo sigue Chadwick en el hospital? —preguntó el molario.

—Todavía no. Hace sólo unas horas que lo ingresaron. Van a tener que trabajar mucho con él… pero lo mejor de las transacciones ilegales es que se hacen con dinero contante y sonante, así que podremos pagar a los médicos sin que nos sigan la pista.

—Aun cuando lo hicieran, lo único que saben en el hospital es que Chadwick es tripulante del Samarcanda, y, si le ordenamos a Aceitoso que sustituya una vez más las insignias donde figura nuestro nombre, lo hará en la mitad de un día estándar.

—Es cierto —reconoció Cole—. Pero prefiero no correr ningún riesgo.

—Ahí no puedo llevarte la contraria —dijo Forrice—. ¿Hay algo más que tengamos que discutir?

—Nada que se me ocurra ahora mismo.

—Bueno, he tenido un día duro con tanta sangre y saqueo —dijo el molario, y se puso en pie—, así que me voy a la cama y dormiré un poco antes de presentarme para el turno rojo.

Salió de la cantina, y Cole, intranquilo, se levantó y regresó al puente.

—¡Capitán en el puente! —gritó Christine, y se puso firmes, igual que Malcolm Briggs y Domak.

Cole les respondió con un indolente saludo militar y volvieron a sentarse.

—Señor —dijo Christine—, nos dirigimos a Meandro-en-el-Río, y dentro de unas tres horas tendríamos que frenar a velocidades sublumínicas.

—Pues qué lástima —comentó Cole.

—¿Señor?

—Habrán pasado dos horas desde el inicio del turno azul. Forrice dormirá y usted ha estado levantada durante casi todo un día estándar. Por lo tanto, tendré que esperar unas horas antes de ir al encuentro de David Copperfield, porque aún no tenemos un tercer oficial que pueda ponerse al mando. Esperaré a que Forrice se despierte y entonces veré si puedo convencerle para que vaya temprano al puente.

—Puedo permanecer en mi puesto, señor —le respondió al instante Christine.

—¿No estaba a punto de irse a la cama cuando hemos contactado con la Aquiles? —le recordó Cole—. Y desde ese momento no ha abandonado el puente. Podemos esperar otras ocho horas para descargar los diamantes.

—No va a pasar nada, señor. No creo que esto le lleve a usted mucho tiempo, y aquí no nos hallamos bajo ninguna amenaza. ¿Para qué esperar?

Cole se quedó mirándola durante largo rato mientras sopesaba su oferta. Al fin, se encogió de hombros.

—¡Qué diablos! Si le gusta el café, vaya ahora mismo por una taza. Si no, pase por la enfermería y tome algo que le ayude a mantenerse despierta. Veremos cómo se encuentra cuando por fin lleguemos a Meandro-en-el-Río. No creo que tengamos ningún problema.

Aquella frase demostró que Cole no tenía madera de profeta.