Capítulo 6

Las primeras palabras de Cole al salir al puente fueron:

—¿De qué clase de nave se trata?

—Clase LJD, señor —respondió Rachel.

—¿Armamento?

—El LJD es un yate espacial de lujo, señor. No lleva ninguna arma de por sí, pero han montado dos cañones de plasma en los costados del morro.

—¿Tienen movimiento rotatorio?

—Estoy segura de que podrán disparar en abanico —respondió Rachel—. Pero si lo que quiere usted saber es si pueden girar ciento ochenta grados, tengo que decirle que no lo sé.

—¿Y únicamente tienen dos cañones? —preguntó Cole—. ¿Estás segura?

—Sí, señor.

—¿Un yate de lujo? Les gustan las comodidades, eso está claro —dijo Cole—. Yo, en su lugar, habría acudido a una potencia derrotada como los sett, les habría comprado una nave militar con armamento pesado y blindaje, y la habría adaptado a las necesidades de mi tripulación. —Se volvió hacia Domak—. ¿Tenemos indicios de la clase de tripulación que transportan?

—Los sensores han detectado catorce formas de vida —respondió la polonoi—. Pero todavía no sé si… ¡un momento! Respiran oxígeno.

—¿Son humanos?

Domak se encogió de hombros.

—Bípedos. No voy a saber a qué raza pertenecen hasta que se hayan acercado un poco más.

—¿Sus cañones están a punto para disparar?

—Sí, señor.

De pronto, Christine Mboya apareció en el puente.

—He visto que habían llegado, señor. Solicito permiso para ocupar mi puesto de combate.

—Usted no tiene ningún puesto de combate —dijo Cole—. Es la segunda oficial, ¿se acuerda?

—Solicito permiso para ocupar mi antiguo puesto de combate —se corrigió Christine.

Cole calló durante unos segundos mientras se lo pensaba. Luego asintió con la cabeza.

—Puede marcharse, Rachel.

—Pero, señor… —protestó Rachel.

—No tengo tiempo para ponerme diplomático —dijo Cole—. Christine es la mejor en su especialidad, y ahora mismo nuestras vidas corren peligro. Ya nos ayudará de otra manera. Aceitoso tiene que bajar materiales a la bodega de las lanzaderas. Échele una mano. —Rachel lo miró como si estuviera a punto de llorar, y eso era lo último que le convenía a Cole en ese momento—. Este trabajo que le asigno ahora no es ordinario —le aseguró—. Si algo se le escapara de las manos, los piratas no tendrían ninguna necesidad de destruirnos. Lo habríamos hecho nosotros por ellos.

Rachel le dirigió el saludo militar y abandonó el puente. Cole volvió a prestarle atención a Domak.

—¿Sabemos ya lo que son?

Domak negó con la cabeza.

—Pronto lo sabremos.

—Christine, ¿pueden disparar hacia el frente de la nave?

—Su configuración no me permite decirlo, señor —le respondió Christine—, pero, de acuerdo con toda lógica, sí podrían. Las naves piratas suelen disparar contra perseguidores, y no contra sus presas, porque no sacarían ningún provecho de una nave totalmente destruida.

—Eso tiene su lógica.

«Sí —pensó Cole—, en un momento como éste, te necesito a ti en ese puesto».

—¿Señor? —dijo la voz de Aceitoso, y su imagen apareció enfrente de Cole—. Si vamos a destruir sus armas con explosivos, ¿qué importa que puedan o no disparar hacia atrás?

—No querría causarle mayores angustias que las estrictamente necesarias —le respondió Cole—, pero, por mucho que nos esforcemos por distraerlos y ocultar su presencia, existe siempre una mínima posibilidad de que lo localicen y les borren del mapa a usted y a su gorib. Si se diera el caso, deberíamos contar con que estuviesen a la espera de posibles sustitutos, y no tendría ningún sentido mandar a alguien a hacer el trabajo que usted no habría podido terminar.

—Gracias, señor —dijo Aceitoso, que no parecía preocupado en lo más mínimo—. Lo preguntaba por curiosidad.

—Trate de reprimir esa curiosidad —le dijo Cole—. Vamos a estar muy ocupados durante unos minutos.

Tan pronto como hubo hablado, Christine le indicó que la nave que se acercaba les había mandado un mensaje.

—Póngalo en visualización —le ordenó Cole—, y recemos para que no sea una ambulancia que ha venido a salvarnos.

Apareció un holograma humano, un hombre alto, de cabellos morenos, con barba. Llevaba lo que parecía un uniforme militar de segunda mano, con las mangas cortadas. En su brazo izquierdo había un tatuaje tirando a pornográfico, en movimiento constante, más cómico que erótico. Llevaba una pistola láser, una sónica y una de plasma, ninguna de ellas con fundas, simplemente atadas al cinturón.

—Atención, nave de carga —dijo—. Me llamo Montegue Windsail, al mando de la nave Aquiles. Hemos recibido la señal de socorro y hemos acudido de inmediato. ¿En qué consiste el problema?

—Aquí la nave ochenta y uno de la línea Samarcanda —respondió Cole—. Les habla el capitán Jordan Baker —siguió diciendo. Empleó el nombre del abogado que le había defendido en el consejo de guerra, porque supuso que habrían reconocido al instante su verdadero nombre—. Se nos ha averiado el impulsor lumínico, y por lo menos uno de los estabilizadores externos funciona mal. Ahora mismo nos mantenemos con el generador de emergencia, pero no podemos impedir este movimiento circular. Les agradecemos que hayan acudido al rescate.

Montegue Windsail se permitió el lujo de una sonrisa.

—Bueno, es que no venimos precisamente con la intención de rescatarlos. Yo pensaba más bien en hacer negocios.

—¿Negocios?

—Tienen ustedes un bello cuarteto de cañones láser, capitán Baker. Si me los entrega, transportaré a su tripulación al planeta colonial más cercano.

—¡Eso se llama extorsión!

—Eso se llama negocio —le respondió Windsail con calma—. Y si no le gustan mis condiciones, puede usted quedarse ahí y esperar a que venga alguien y le haga una oferta mejor.

—Puede que les demostremos la eficacia de nuestros cañones láser —le dijo Cole.

—Me parece muy justo —le dijo Windsail, y sonrió de nuevo—. Ustedes nos apuntan mientras dan vueltas por el espacio, y nosotros les apuntamos a ustedes, y luego se verá quién tiene mejor puntería.

—¡Espere! —dijo Cole, con la esperanza de que su desesperación sonara creíble—. Déjeme un minuto para estudiar su oferta.

—Puede tomarse usted dos minutos, capitán Baker —dijo Windsail—. Pero si al cabo de dos minutos no se dejan abordar, abriremos fuego contra ustedes. No tienen una tercera opción.

La conexión con la Aquiles se cortó.

—¿Lo habéis visto? —preguntó Cole, que se esforzaba por no reírse—. Ese tío parece un personaje de dibujos animados disfrazado de pirata. ¡Qué tatuaje… y qué armas de mano! Pero ¿se da cuenta de lo ridículo que está?

—¿Qué haremos, señor? —preguntó Christine.

—Dependerá, en parte, de si su grupo de abordaje viene en lanzadera, o si prefieren acoplar la Aquiles a nuestra nave —respondió Cole—. Avíseme cuando hayan pasado noventa segundos, y entonces conecte de nuevo con ellos.

—¿Quiere que los reduzcamos cuando suban a bordo? —preguntó la imagen de Forrice.

—No —dijo Cole—. Quédense cerca de la compuerta, no se dejen ver por el grupo de abordaje y estén preparados para asaltar la Aquiles cuando llegue el momento.

—Wilson —dijo Forrice—, lo que tengo aquí es un grupo de gente armada. Si no les salimos al encuentro, no habrá nada que les impida avanzar desde la compuerta hasta el puente.

—¿Por qué no me deja que sea yo quien me preocupe de eso?

—De acuerdo… pero espero que sepa lo que hace.

—Si nosotros somos capaces de localizarlos dentro de su nave con los sensores, es de suponer que ellos podrán hacer lo mismo —dijo Cole—. Si se dan cuenta de que están apiñados junto a la compuerta, o en el puente, no subirán a bordo.

Christine le indicó que faltaban diez segundos. Cole interrumpió la comunicación con Forrice y le hizo un gesto con la cabeza a Christine. Entonces, volvió a aparecer el rostro de Montegue Windsail.

—¿Y bien? —dijo el pirata.

—Antes de que le diga que sí, quiero que me prometa que no le harán nada a mi tripulación —dijo Cole.

—A nosotros sólo nos interesan las armas y el cargamento —dijo Windsail—. A propósito, ¿qué transportan?

—Nada —dijo Cole—. Regresábamos a Lejano Londres.

—Será mejor que me diga la verdad, capitán Baker —dijo Windsail—. Si no, me plantearé la anulación de nuestro acuerdo.

—Espere —le dijo Cole, con pinta de derrotado.

—¿Sí?

—Transportamos ciento sesenta y tres obras de arte alienígenas para la Galería de Arte Odiseo de Lejano Londres.

—Gracias, capitán Baker. Aunque se quede sin cargamento, acaba de salvarle la vida a su tripulación. Vamos a abordar vuestra nave dentro de unos tres minutos. Entraré en el puente con un grupo de abordaje, y una vez allí ordenará a su tripulación, en mi presencia, que nos entreguen el cargamento y no nos molesten de ninguna manera mientras nos apropiamos de los cañones láser. ¿Queda entendido?

Cole lo miró con rabia.

—¿Queda entendido? —repitió Windsail en tono amenazador.

—Sí, queda entendido —dijo Cole.

—Bien. Nos vemos dentro de unos minutos.

Windsail cortó la conexión.

—¡Póngame con Odom! —apremió Cole.

La imagen del ingeniero apareció al cabo de unos segundos.

—Odom, quiero que esté atento a mi señal, y que, cuando se lo indique, corte la energía de uno de los aeroascensores.

—¿Qué quiere que corte exactamente? ¿La gravedad?

—La gravedad, el oxígeno, todo.

—Sin ningún problema. ¿Cuál de los aeroascensores?

—El que tomen los piratas para subir desde la compuerta al puente.

—La caída los habrá matado antes de que la falta de aire los afecte —observó Odom.

—Bueno, ésos son los riesgos que uno corre cuando decide trabajar de pirata. —Calló por unos instantes—. Acabo de pensar que alguien tendría que ir con ellos para que no se huelan que es un trampa. Tendrá que ser Aceitoso, porque su gorib le permite sobrevivir sin aire durante varias horas. ¿No podríamos arreglar algo para que pudiera agarrarse mientras todos los demás se precipitan hacia el fondo? Una vez que se la hayan pegado, usted puede reactivar la gravedad, siempre que no tengan aire.

—No puedo preparar nada que el enemigo no vaya a detectar —dijo Odom.

—Estoy dispuesto a correr el riesgo, señor —dijo Aceitoso. Su imagen apareció también en el puente, enfrente de la de Odom—. Si estoy preparado, probablemente lograré caer sobre ellos para amortiguar el golpe.

—Eso no es posible, Aceitoso —le respondió Cole—. Más adelante volveré a necesitarle. Usted es el único tripulante que no puede correr el riesgo de quedarse inválido.

—Señor —dijo Sokolov, cuya imagen apareció al lado de la de Aceitoso—. Estaba aquí abajo, trabajando con Aceitoso, y he oído lo que decían. Me gustaría participar en esto.

—¿Le han entrado ganas de suicidarse, Sokolov? —preguntó Cole—. El motivo por el que se lo he pedido a Aceitoso es que él podría vivir sin aire durante varias horas. Pero usted, a no ser que haya estado disimulando muy bien, no puede.

—No, señor —le respondió Sokolov—. Pero sí puedo fingir que trato de engañarles, y entonces me ordenarán que salga del aeroascensor.

—Se va a jugar la vida —dijo Cole—. ¿Está seguro de que quiere hacerlo? Si es necesario, les prepararemos una recepción muy calurosa en el puente, pero sólo me queda un minuto y medio para ponerla a punto.

—Permítame que lo intente, señor. Cuando lleguen al puente, desenfundarán las armas. Se arriesgaría usted a sufrir demasiadas bajas.

—Pero si se va al fondo con ellos, aunque sobreviviera a la caída, se quedaría sin aire —dijo Cole—. Sería muy difícil que lo sacáramos de allí a tiempo.

—Esto es la guerra, señor —dijo Sokolov—. No es la guerra para la que me alisté, pero los principios básicos son los mismos. Son enemigos, y estoy dispuesto a hacer todo lo que sea necesario con tal de derrotarlos.

—Bueno, pues está bien, ya no me queda más tiempo —concluyó Cole—. Vaya a esperarlos a la cámara estanca y esperemos que su función sea tan penosa como usted parece creer.

La Aquiles dio alcance a la Theodore Roosevelt medio minuto más tarde. Una extensión salió de una compuerta, se ensambló a la de la Theodore Roosevelt y las dos naves se acoplaron en un lento movimiento de rotación. El propio Cole tuvo que reconocer que el enemigo había maniobrado con extraordinaria destreza.

Al cabo de un instante, Montegue Windsail, con pinta de un personaje salido de un holojuego de los malos, abordó la Theodore Roosevelt, seguido por siete piratas, todos ellos de raza humana.

—Saludos, capitán Windsail —dijo Cole. Su holograma había aparecido al otro extremo del breve corredor—. El hombre que lo aguarda en la compuerta para guiarlo hasta el puente se llama Vladimir Sokolov. Lo llevará hasta el aeroascensor por el que se sube hasta el puente.

—¿Por qué va armado? —preguntó Windsail—. Habíamos cerrado un acuerdo. Si lo respetan, su tripulación no va a sufrir ningún daño.

—Los piratas mataron a mi hermano y a mi mujer —masculló Sokolov—. No me fío de ninguno de vosotros, cabrones.

—Quizá los mataron porque no quisieron soltar las armas —observó Windsail—. Pienso que sería mejor que tú soltaras las tuyas.

—De eso nada —dijo Sokolov—. Me han ordenado que os lleve hasta el aeroascensor. Vamos. —Les indicó la dirección.

—Primero tú —le dijo Windsail.

—No pienso dar la espalda a unos piratas —dijo Sokolov—. Entrad en el aeroascensor, y quiero veros las manos en todo momento.

—¿El aeroascensor es eso? —preguntó Windsail, y señaló al pozo.

—Sí, eso es.

—Creo que podemos prescindir de tus servicios.

—Me han ordenado que suba con vosotros —les dijo fríamente Sokolov—. El capitán Baker me ha dicho que os acompañara hasta el puente, y eso es lo que pienso hacer.

«No sobreactúes —pensó Cole—. Ya te ha dicho que no entres en el aeroascensor. Déjalo».

Pero Sokolov había juzgado bien a su público.

—Ahora soy yo quien está al mando —dijo Windsail—. Y te ordeno que te quedes aquí. No quiero tener un enemigo armado a nuestras espaldas en el puente.

—¡Pues a tomar por culo! —le gritó Sokolov—. ¡No acepto órdenes de piratas!

—Vladimir —intervino Cole—, haga lo que le diga el capitán Windsail.

—Pero, señor…

—Ya me ha oído —dijo Cole.

—Sí, señor —murmuró Sokolov, al tiempo que miraba con odio a los piratas.

—Gracias, capitán —dijo Windsail, mientras guiaba a sus siete hombres hasta el aeroascensor. Ascendieron medio nivel; entonces, Cole dijo: «¡Ahora!», y los ocho piratas cayeron a plomo hasta cuatro niveles más abajo. Sus gritos se transformaron en gorgoteos inaudibles, porque todo el aire del pozo desapareció.

—No eran los más listos del pueblo —dijo Cole—. Christine, conéctese a los sensores de Domak y trate de descubrir cuántos hombres se encuentran todavía en la Aquiles, y dónde están. ¡Aceitoso! —dijo, alzando la voz—. Es hora de que pongamos manos a la obra.

La imagen de Forrice apareció enfrente de Cole.

—¿Estamos preparados para abordar la Aquiles? —preguntó el molario.

—Dentro de muy poco —le respondió Cole—. Ahora mismo estamos localizando a los malos. En estos momentos, sus sensores deben haberles mostrado que el capitán y su equipo han muerto.

—Entonces, lo mejor será que actuemos con rapidez —dijo Forrice—. Puede que se decidan a huir.

—No les convendría —dijo Cole—. Las dos naves están acopladas.

—¿Señor? —dijo Christine.

—¿Sí?

—Seis de ellos siguen a bordo. Al parecer, se han concentrado en la sala de controles.

—¿Quiere decir en el puente?

—Los yates de placer no tienen puente. Creo que lo más parecido a un puente que pueden tener es una sala de controles.

—Ya lo ha oído, Forrice. Están en la sala de controles. Christine, haga que aparezca un plano de la Aquiles en todas y cada una de las pantallas públicas y privadas de la nave. Forrice, Luthor, Jack, todos los demás… estúdienlos, para que sepan dónde está todo cuando entren allí.

—Es demasiado pequeña para que se escondan —dijo Forrice—. Si no se rinden, los mataremos a todos.

—Démosles una oportunidad para pensarlo —dijo Cole—. Christine, póngame con la Aquiles, audio y vídeo, todas las frecuencias.

—Conexión establecida —dijo Christine al cabo de un instante.

—Tripulantes de la Aquiles, les habla Wilson Cole, capitán de la Theodore Roosevelt, la nave que el capitán Windsail tomó por un carguero en apuros. Ustedes seis son los únicos tripulantes de la Aquiles que siguen con vida. Vamos a enviar un grupo de abordaje a su nave. —Calló por unos instantes—. Tienen tres opciones: jurarnos lealtad y unirse de pleno derecho a la tripulación de la Theodore Roosevelt, una antigua nave de guerra de la República que ahora ejerce —buscó las palabras correctas— como contratista privado. También pueden rendirse sin unirse a nosotros, en cuyo caso les confiscaremos las armas y los transportaremos al planeta colonial más cercano con atmósfera de oxígeno y gravedad aceptable. Por último, podrían no unirse a nosotros, ni rendirse, y en tal caso sufrirán las consecuencias. Les voy a dar cinco minutos para que se decidan. Este canal permanecerá abierto.

Se hizo el silencio en el puente. Entonces, al cabo de unos tres minutos de espera, apareció la imagen de Aceitoso.

—He terminado, señor.

—¿Y vuelve a estar a bordo de la nave? —preguntó Cole.

—Sí, señor —respondió el tolobita—. Ahora mismo me dirijo a la sección de Artillería.

—Haga explotar ahora mismo las cargas.

Hubo unos instantes de silencio.

—Ya está, señor.

—Tripulantes de la Aquiles —dijo Cole—, por si les ayudara a decidirse, los informo de que sus cañones láser acaban de quedar inutilizados.

Pasaron otros dos minutos y la Aquiles no respondía. Cole hizo una señal y Christine cortó la conexión.

—¿Y ahora? —preguntó Forrice.

—Aquí sucede algo raro —dijo Cole—. Tan sólo cuentan con seis hombres y armas de mano contra una nave militar que, al menos desde su punto de vista, podría transportar a una tripulación entera. Dejemos que sufran unos minutos más.

—¿Qué piensa usted que puede suceder, señor? —preguntó Christine.

—No lo sé —respondió Cole—. Esto no es una guerra. No es imaginable que hagan estallar su propia nave en un arranque de patriotismo, o de orgullo. No sé qué botín pueden transportar, pero seguro que no estarán dispuestos a morir por él. Aquí hay algo que se me escapa, y no pienso mandar a los míos al combate hasta que tenga claro de qué se trata.

—¿Señor? —dijo Christine, que tenía los ojos clavados en los sensores y el entrecejo arrugado—. Ocurre algo muy extraño.

—¿Qué? —preguntó Cole, súbitamente alerta.

—Ahora sólo hay tres hombres en el puente. El resto parece dirigirse a las bodegas de la nave.

—¡Mierda! —exclamó Cole—. ¡Ahora lo entiendo todo! ¡Forrice, que su grupo aborde ahora mismo la Aquiles! No creo que encuentre mucha resistencia en la sala de controles, pero ése no es su destino. ¡Bajen lo antes posible al hangar de las lanzaderas! ¡Los encontrarán allí!

—Vamos para allá —dijo el molario, al tiempo que su cuerpo de tres piernas salía por la compuerta dando vueltas sobre sí mismo, como una especie de derviche alienígena.

—Esto sí que no lo había previsto —le dijo Cole a Christine—. Le había ordenado a Aceitoso que destruyera, no sólo los cañones, sino también todas las lanzaderas espaciales, salvo una. Me había imaginado que meteríamos en ella a todos los supervivientes y los haríamos aterrizar en un planeta colonial… pero ellos ya se han dado cuenta de lo que yo no tendría que haber olvidado: de que disponen de una lanzadera en condiciones. Ahora mismo deben de estar cargando el botín en ella. Quizá dejarán en la nave a uno o dos idiotas que no saben de qué va el asunto para que armen barullo y nos frenen.

—Pero saben que podríamos destruirlos a más de un año luz de distancia —dijo Christine—. Eso no tiene ningún sentido.

—Tiene muchísimo sentido —le respondió Cole—. Cuentan con que no vamos a destruir la lanzadera con su tesoro a bordo, y tienen la esperanza de llegar a un planeta amigo antes de que les demos alcance.

—Pero ¿encontrarán algún planeta amigo por aquí? —preguntó ella.

—Les he dicho quiénes somos, ¿lo recuerda? Si suma las recompensas que la República ofrece por mí, por Sharon, por Forrice y por la Teddy R., se dará cuenta de que cualquiera de los planetas de la Frontera Interior estaría dispuesto a acoger a alguien que pueda facilitar nuestra captura.

—Es verdad —reconoció Christine—. Lo había olvidado.

—Señor —dijo Domak, con los ojos fijos en la pantalla—, por lo menos uno de los miembros de nuestra partida ha caído. A juzgar por las posiciones de todos ellos, parece que se libra un combate muy enconado en la sala de controles. Uno de los no humanos… las lecturas no me permiten distinguir entre Forrice y Jaxtaboxl… ha llegado al hangar… ahora un humano le ha dado alcance.

—¡Y todo por mi culpa! —dijo Cole, furioso consigo mismo—. Teníamos lanzaderas de sobras. ¡No tendría que haberle dicho a Aceitoso que dejara ésa!

—Al parecer, el combate en la sala de controles ha terminado. Dos de los tripulantes de la Aquiles y dos de los nuestros están muertos, o heridos.

—¡Y todavía no llevamos ningún médico en esta puta nave! —masculló Cole—. ¡Pues qué suerte que ya no estoy en la Armada! ¡Si llego a estar, me habrían destituido de otro puesto de mando!

—¡Ah, qué diablos! —dijo Christine, sin despegar la cara del monitor—. ¡Bien por Forrice!

—¿Qué ha sucedido? —dijo Cole.

—Uno de ellos, Forrice o Jaxtaboxl, ha volado el mecanismo que abre la compuerta del hangar. ¡Ahora no podrán salir de la nave!

—Pues entonces ya está —dijo Cole, aliviado—. No tienen escapatoria. Se rendirán, y trataremos de salvar a todos los que no hayan muerto.

De repente, la imagen de Forrice apareció en los ordenadores de Christine. El fluido púrpura que le hacía las veces de sangre le resbalaba por el brazo, y tenía una quemadura en el cuello, producto de una de las pistolas láser. Estaba agazapado bajo la lanzadera espacial inutilizada, con un arma de plasma en la mano.

—¿Están ahí? —preguntó en tono de apremio—. ¿Reciben este mensaje? ¡Tengo que hablar con Cole!

—Estoy aquí —dijo Cole—. ¿Qué sucede, Forrice? Parece que el tiroteo haya terminado.

—Sí y no —dijo el molario, y una mueca de dolor afloró a su rostro al cambiar de postura.

—Explíquese.

—Nos encontramos en lo que podríamos llamar una situación difícil —dijo Forrice.

—Voy para allí —dijo Cole mientras se dirigía al aeroascensor.

—Yo creía que el capitán y el primer oficial no podrían abandonar la nave al mismo tiempo cuando se hallan en territorio enemigo —masculló Forrice.

—Ahora nos hallamos en territorio neutral —respondió Cole—. Y además, mientras la Aquiles esté acoplada con nosotros la voy a considerar una extensión de la Teddy R.

—Ése es el Wilson que yo conocía —dijo Forrice.

—Nos vemos dentro de un minuto.

—Otra cosa, Wilson —dijo el molario.

—¿Qué?

—Mire bien antes de entrar.