Cole estaba echado en el catre y leía un libro en la pantalla que flotaba frente a su rostro, y trataba de no darse cuenta de que el techo necesitaba una mano de pintura. De pronto, desapareció el texto, y apareció el rostro de Sharon Blacksmith.
—¿Qué ocurre? —preguntó Cole.
—Durante el día de hoy has hablado con todo el mundo —dijo Sharon—. Creo que no estaría mal que le revelases tus planes a la directora de Seguridad.
—Sin duda alguna, me has observado y grabado mis palabras. Por lo tanto, ya estás al corriente —dijo Cole—. ¿Cuál es el verdadero motivo de tu llamada?
—Es que me aburría.
—Pues goza de tu aburrimiento —le dijo Cole—. Una vez que entremos en acción, seguro que recordarás con cariño estos momentos de hastío.
—Lo sé —dijo ella con un suspiro—. Pero es que esto no se puede comparar con la guerra contra los teroni. No habrá nadie que nos dispare tan sólo porque nuestra nave sea la Teddy R. Cuando empiece la comedia de que nos hemos quedado sin motores en pleno espacio, puede que pasen días, tal vez semanas sin que nadie se acerque a nosotros.
—Pasará menos de un día —le aseguró Cole—. Si los piratas no vienen, seguro que habrá un alma caritativa que trate de rescatarnos.
—Me aburro igualmente.
—Si esto no es el preludio de una proposición de carácter sexual, te puedo encargar una tarea.
—¿Cuál?
—Vamos a necesitar un grupo de abordaje con media docena de miembros, y quiero que te pongas a seleccionarlos. Una vez que hayamos atraído a otra nave y derrotado a su grupo de abordaje, tendremos que abordarlos nosotros a ellos y robarles algo que tenga valor suficiente como para que haya merecido la pena el esfuerzo. No importa cuánta gente envíen al abordaje de la Teddy R., siempre serán más los que se queden a bordo de la nave. La tarea de reducirlos y apoderarse de lo que lleven no va a ser fácil.
—¿Se te ha ocurrido que quizá no transporten nada de valor? —le preguntó Sharon—. Es decir, si poco antes han saqueado una nave, o una colonia, ¿no sería lógico que llevasen el botín al perista antes de regresar?
—Es una posibilidad.
—¿Y si se cumpliera?
—Entonces, les sacaríamos información, que podría ser aún más valiosa. —Cole le sonrió—. Me imagino que la directora de Seguridad contará con los medios necesarios para hacerles hablar.
—La directora de Seguridad dispone de media docena de drogas que harán que nos proporcionen toda la información que necesitemos.
—Bien —dijo Cole—. Porque se me ha ocurrido que la mejor manera de ampliar nuestra tripulación consistiría en reclutar a algunos de los piratas que capturemos, y de esa manera sabré si sus juramentos de lealtad son sinceros.
—Das por sentado que sobreviviremos y que capturaremos a una parte de los enemigos —observó Sharon.
—No tendría mucho sentido que trazáramos planes y comentáramos los detalles si contáramos de antemano con la derrota —le respondió Cole—. Volvamos a hablar del grupo de abordaje: tendrías que darme cuatro nombres. Aparte de esos cuatro, Eric Pampas formará parte del equipo, por supuesto.
—¿El Toro Salvaje? Una buena opción. Pero con eso sólo sumamos cinco. Yo pensaba que querías seis.
—El sexto soy yo.
—¡No puedes salir de la nave! —repuso Sharon con firmeza—. Eres su capitán.
—¿Y qué?
—Que infringirías las ordenanzas.
—No sabía que las naves piratas tuvieran ordenanzas —le dijo secamente Cole.
—¡Maldita sea, Wilson! Eres nuestro líder. Todos los miembros de esta tripulación abandonaron la República sólo para servir a tus órdenes. No puede ser que te maten en la primera refriega.
—No pretendo que me maten.
—¿Sabes de alguien que lo quiera? —le espetó Sharon—. Tú no te ganaste todas esas medallas por tus músculos, Wilson. Déjame que seleccione una fuerza de abordaje con el Toro, Luthor Chadwick y el mollutei ese, cómo se llamaba, Jaxtaboxl…
—Yo lo llamo Jack —lo interrumpió Cole. Para acortarlo.
—¡A mí no me importa cómo lo llames! —dijo Sharon—. Voy a añadir a otros tres a esa lista, y tú te quedarás al mando de la nave, donde tienes que estar.
—Se supone que el capitán tiene que guiar a su tropa.
—Lo que se supone es que el capitán tiene que saber delegar y guiar la nave —dijo Sharon—. Maldita sea, Wilson… ¡sabes que tengo razón!
—Pensaré en ello.
—¿Tú qué habrías dicho si Fujiama, o Podok, hubiesen abandonado la Teddy R.? —preguntó. Se refería a los dos capitanes anteriores.
—Habría sido una alegría que Podok se marchara —le respondió Cole—. Y no sé si lo recordarás, pero Fujiama sí salió de la nave.
—Y lo mataron al instante —le recordó Sharon a él.
—Yo no soy Fujiama.
—Wilson, como se te ocurra salir con el grupo, puedes empezar a buscarte otra compañera de cama.
—¡Pues bueno! —dijo él—, Rachel se muere de ganas, y aunque tenga diez años menos que tú y sea dos veces más guapa…
—¡Y tres veces más tonta! —le espetó Sharon.
—Eso no tiene por qué ser una desventaja en la cama.
—Pásate un buen rato mirándola y grábate su estampa en el cerebro —dijo Sharon—. Porque, como le pongas una mano encima, te voy a arrancar los ojos.
—Oye, me alegro mucho de que esto que hay entre nosotros sea una relación sin compromiso, como dijimos al principio —le respondió el sonriente Cole.
—No saldrás de esta nave —repitió Sharon.
—¿Y si me dejaras acabar de leer el libro?
—¿Sabes qué te digo, Wilson? ¡Qué te vayas a tomar por culo! —dijo Sharon, y cortó la comunicación.
«Me parece que ha querido decir que sí», dijo Cole para sus adentros.
El problema era que Sharon tenía razón, y Cole lo sabía muy bien. El capitán era un poco más bajo que la media, estaba un poco más viejo que la media, y no habría sobrevivido a su primer año en el Ejército si hubiera contado tan sólo con sus habilidades físicas, y no con su cerebro. Y, por mucha rabia que le diera, su propio cerebro le decía que su lugar estaba en la nave, y no con el grupo que iba a abordar una nave enemiga en la que podían ocultarse cincuenta hombres armados, o que podía estar preparada para explotar.
La cuestión era que confiaba en sí mismo mucho más que en ningún otro. No creía en el derramamiento de sangre innecesario, aun cuando toda la sangre derramada fuera del otro bando. Hacía poco tiempo había liberado el planeta Rapunzel sin disparar ni un solo tiro. Se había puesto al mando de la Teddy R., no para matar a más enemigos, sino para evitar que cinco millones de humanos que se hallaban en medio del conflicto pereciesen sin haber hecho nada para merecerlo. No dudaba ni por un instante de que el Toro, Jack y los demás le superarían ampliamente en el cuerpo a cuerpo… pero también estaba convencido de que no había nadie en la nave mejor preparado que él para impedir que ese combate se produjera.
Aún estaba sopesando las alternativas cuando Mustafá Odom contactó con él.
—No querría molestarle, señor —dijo el ingeniero.
—No —le respondió Cole—. Esperaba noticias suyas. ¿A qué conclusiones ha llegado?
—Tenemos varias posibilidades, pero pienso que lo mejor sería desactivar el estabilizador externo.
—¿Me lo podría traducir a un lenguaje que yo entienda? —dijo Cole.
—El estabilizador externo es lo que impide que la nave gire sobre sí misma si falla uno de los impulsores. Si lo desactivo, y de paso apago el generador de energía, empezaremos a dar vueltas sin avanzar en ninguna dirección, aunque también podría ocurrir que… a ver cómo se lo digo… que iniciáramos una inacabable serie de cabriolas por el espacio. —Odom sonrió—. Pienso que eso sería suficiente para fingir que estamos indefensos.
—¿Y por qué piensa que eso será más convincente que desconectar el impulsor lumínico?
—Todo el mundo sabe muy bien que cualquiera puede apagar un generador de energía y luego volverlo a conectar si la situación se vuelve peligrosa —respondió Odom—. Pero si intentáramos lanzarnos a la velocidad de la luz mientras la nave da vueltas o cabriolas por el espacio, nos haríamos pedazos.
—¿Y eso cómo afectará a la tripulación? —preguntó Cole—. ¿Tendremos que atarnos a las paredes?
Odom negó con la cabeza.
—Si giramos horizontalmente y no damos vueltas de campana, no será necesario. El sistema de mantenimiento vital de la nave también incluye gravedad artificial.
—Es cierto —dijo Cole—. No podemos permitirnos que los órganos internos y otras partes de un paciente floten en el vacío durante las operaciones quirúrgicas de emergencia. —Calló por unos instantes—. ¿Me asegura que nadie se quedará flotando en el vacío, ni se le saldrá el almuerzo por la boca?
—Sin lugar a dudas, señor.
—¿Cuánto tiempo vamos a tardar en prepararlo? —preguntó Cole.
—Una vez que hayamos llegado al lugar que usted elija y desaceleremos hasta velocidades sublumínicas, tardaríamos entre uno y diez minutos en detenernos totalmente en el espacio, según cual fuera la velocidad previa. Entonces, necesitaríamos sólo unos pocos segundos para empezar a girar muy suavemente.
—Si yo fuera una nave pirata que se acercara a la Teddy R. —dijo Cole—, querría saber cómo es posible que dé vueltas con el generador inactivo.
—Alá no fue un artesano muy pulcro, señor. El Universo está sembrado con las piezas que le sobraron. Un choque con la escoria de una estrella podría dejarnos en ese estado. La causa no podría ser algo grande como un meteorito o un asteroide; nos aplastaría, o nos haría pedazos. Pero, de todos modos, no creo que vayamos a representar esa función dentro de un sistema solar, por lo que tampoco vamos a encontrarnos con meteoritos ni con asteroides.
—Está bien. Tan pronto como hayamos elegido la zona que nos interesa, contactará con Christine Mboya y le explicará qué clase de escoria estelar es la que buscamos, y entonces la teniente hablará con el piloto para que posicione la nave de tal modo que quedemos rodeados por ella. Esa escoria no impedirá que otra nave se nos acerque, ¿verdad?
—Si tienen energía suficiente, no, señor —le respondió al instante Odom.
—Y si no, no se acercarán, de todos modos —concluyó Cole—. Muchísimas gracias, Odom. Me ha hecho un gran servicio.
Cole cortó la conexión. Pensó que, después de todo, no tenía ganas de leer; se puso en pie, salió al pasillo, se esforzó, como siempre, por no bizquear a la vista del pésimo estado en el que se hallaba el interior de la nave, y tomó el aeroascensor hasta el puente. Forrice estaba allí, junto con Domak, una hembra polonoi de la casta guerrera, y Christine Mboya.
—No lo diga —murmuró Cole mientras Christine se ponía en pie y anunciaba: «¡Capitán en el puente!».
Forrice no se molestó en hacer el saludo militar, pero Domak y Christine sí. Sabían muy bien que Cole no les devolvería el saludo, y ambas se sentaron de nuevo en sus respectivos puestos.
Cole se acercó a Christine y echó una mirada a las incomprensibles fórmulas de sus pantallas.
—¿Ha hecho algún progreso? —le preguntó.
—Creo que sí, señor —respondió la joven—. La más cercana entre las rutas comerciales más importantes parece ser la que une Binder X y Lejano Londres, en los confines de la República, a dos pársecs de la Frontera Interior. A velocidad máxima, podríamos estar entre ambos en menos de un día. Quizá antes si Wkaxgini localiza un túnel hiperespacial.
—Búsqueme otra —dijo Cole—. Ésa está demasiado cerca de la República. Aunque hayamos retirado las insignias, podrían localizar una nave estelar de la clase JZ, de un tipo que lleva casi un siglo sin fabricarse, y entonces adivinarían quiénes somos y vendrían por nosotros con gran cantidad de fuerzas.
—Disculpe, señor, pero no estoy de acuerdo —dijo Christine—. Hace poco la flota teroni lanzó un ataque a gran escala en el sector de Terrazane, y me atrevería a decir que deben de haber mandado hacia allí a todas las naves de esta sección que se encontraran disponibles. Habrán dejado unas pocas para proteger los planetas de esa zona contra posibles ataques por sorpresa, pero no abandonarán sus puestos de guardia para dar caza a una nave que podría ser, o no, la Theodore Roosevelt.
—No sabía nada de ese ataque en Terrazane —reconoció Cole.
—No tenía usted manera de saberlo —le respondió la sonriente Christine—. El ataque tuvo lugar cuando se hallaba usted en prisión, a la espera del consejo de guerra.
—Muy bien, pues entonces tenderemos la trampa allí. Una vez que haya elegido una zona, dígale a Mustafá Odom que hable con el piloto y le explique con precisión qué tipo de condiciones buscamos.
—Sí, señor.
—Entonces, ¿la cosa está clara? —preguntó Forrice.
—Sí, bastante clara —le respondió Cole—. Sharon ya se ha puesto a trabajar en la selección del grupo de abordaje.
—¿Tú, yo y quién más? —preguntó el molario.
—El capitán y el oficial primero no pueden abandonar la nave al mismo tiempo —dijo Cole—. Ésa es la estupidez más grande que has dicho en varios meses.
—Está bien… ¿yo y quién más?
—¿Y por qué tú, y no yo?
—Para empezar, porque soy más fuerte, más rápido y más joven que tú, y veo mejor en la oscuridad. Además, el capitán no puede abandonar la nave cuando se encuentra en territorio enemigo.
—¿Y desde cuándo la Frontera Interior es territorio enemigo? —preguntó Cole.
—Desde que somos piratas —le respondió Forrice—. Tendrás que quedarte en la nave.
—Et tu, Brute? —preguntó Cole.
—No entiendo el lenguaje de esa frase —dijo Forrice. De pronto, sonrió—. Pero intuyo su significado.
—¿Señor? —dijo Christine.
—¿Sí? —preguntó Cole, contento por la interrupción.
—Querría presentarme voluntaria para el grupo de abordaje.
—De ninguna manera —dijo Cole—. La necesito a bordo.
—Pero…
—Ahora que está decidido que Forrice irá con la partida, voy a necesitar que alguien de confianza se quede aquí. —Calló por unos instantes y la miró fijamente, y luego asintió, como si se le hubiera ocurrido algo—. La nombro segundo oficial.
Christine lo miró con ojos desorbitados.
—¿Qué?
—¿Prefiere que no confíe en usted?
—No, señor.
—Pues entonces ya está decidido. Elija uno de los tres turnos de ocho horas: el rojo, el blanco o el azul. Trataré de organizarme para dormir mientras usted esté al mando.
—Va a necesitar a un tercer oficial para cuando yo no esté en la nave —dijo Forrice.
—Ya lo decidiré —le respondió Cole—. Creo que ya ha habido bastantes promociones para una única visita al puente.
—¿Lo dice en serio, señor? —le preguntó Christine, aún sorprendida.
—¿Por qué no? —le respondió Cole—. Está claro que usted conoce esta nave mucho mejor que Forrice y yo.
—Me esforzaré por estar a la altura del puesto, señor —prosiguió Christine.
—Déjese de discursos —dijo Cole—. Ya está a la altura. Si no, no la habría nombrado. Y ahora, cuanto antes elija el lugar donde nos haremos los muertos, antes podrá Odom decirle al piloto dónde vamos a aparcar.
—Sí, señor —dijo Christine una vez más, hizo el saludo militar y luego se volvió hacia los ordenadores.
Cole se entretuvo por allí durante unos minutos, luego llegó a la conclusión de que no tenía nada que hacer en el puente y regresó a su camarote, donde lo aguardaba Sharon.
—Mira, empiezo a creer que no eres tan cabrón como pensaba —dijo la mujer.