Capítulo 3

Cole se presentó a la puerta de la sección de Artillería. El único miembro de la tripulación que se encontraba allí, entre los cañones láser y de plasma, era un hombre alto y muy musculoso, que se cuadró al instante y saludó.

—Buenos días, señor —dijo Eric Pampas.

—Buenos días, Toro —dijo Cole—. Insisto en que no tiene por qué hacerme el saludo militar ni llamarme señor.

—Es la costumbre, señor —dijo Pampas—. Por cierto, señor, he leído el Código Ético que difundió.

—¿Y?

—En ningún momento me había gustado la idea de capturar civiles o colonos a punta de pistola. Esto de ahora se adecua mucho más a lo que nos enseñaron… nuestra nave contra otras naves piratas.

—¿Ésa es la actitud que predomina entre los miembros de la tripulación? —preguntó Cole.

—Entre el personal de Artillería, por lo menos, sí, señor —le respondió Pampas—. De todas maneras, hoy no he hablado con nadie.

—Y eso me lleva a plantearle una pregunta —dijo Cole—. Ahora que tanto usted como Forrice han estado entrenándolos, ¿cuántos miembros de la tripulación cree que podrían trabajar en Artillería?

—Ocho, quizá nueve.

—Entonces, estamos mucho mejor que cuando me transfirieron a esta nave —dijo Cole—. Queda libre de este servicio a partir de mañana.

—¿Señor? —dijo Pampas con el ceño fruncido.

—Puede elegir a su sucesor como director de la sección de Artillería —siguió diciéndole Cole—. Conoce sus capacidades mucho mejor que yo. Tenemos humanos al frente de otras secciones, así que trate de elegir a un no humano.

—Con el debido respeto, señor —dijo Pampas—, aquí no hay nadie que conozca estas armas mejor que yo.

—No lo pongo en duda.

—¿Acaso he hecho algo que pudiera ofenderle, señor? ¿He transgredido alguna de las ordenanzas?

—Esto es una nave pirata —dijo Cole—. Ya no tenemos ninguna ordenanza. Al menos, mientras yo no cree otras nuevas.

—¿Pues entonces…?

—No le he dicho que fuera a degradarle, Toro. Tengo una labor más importante para usted.

—¿Más importante que encargarse de las armas? —preguntó Pampas.

—Piénselo bien —dijo Cole—. Nuestra intención es saquear naves piratas, ¿verdad?

—Sí, señor.

—Si revienta a una de ellas con esos cañones, ¿qué podremos saquear? —preguntó Cole—. A partir de ahora, esos cañones se emplearán únicamente en defensa propia, no en el ataque, y el personal de Artillería tendrá como única ocupación encargarse de que funcionen. Christine, o alguna otra persona que viaje en el puente programará sus blancos.

—No había pensado en eso, señor —reconoció Pampas—. Por supuesto que no podemos destruir las mismas naves que pretendamos saquear.

—Me alegro de que nos hayamos puesto de acuerdo en eso —dijo Cole.

—Pero lo único que he hecho durante estos últimos siete años, desde que me alisté, ha sido trabajar con armas —dijo Pampas—. No sé hacer otra cosa.

—Sí sabe hacer otras cosas, Toro. Usted mandó a cuatro miembros de nuestra tripulación a la enfermería porque los pilló tomando drogas, ¿se acuerda?

—Fue usted quien me ordenó que les impidiese tomar drogas —dijo Pampas, a la defensiva.

—No se lo reprocho, sólo se lo recuerdo —dijo Cole—. Uno de ellos era un polonoi de la casta guerrera. Faltó poco para que lo matara.

—Es que ponía la nave entera en peligro. No podíamos permitir que manejara las armas en ese estado.

—No se lo voy a negar. Tan sólo digo que un hombre que ha sabido derrotar a un polonoi de la casta guerrera con las manos desnudas es un hombre que sabe pelear.

—Sí, es que son algo distintos de los polonoi habituales —confirmó Pampas.

«Sí, desde luego que lo son», pensó Cole. Todos los polonoi eran musculosos y corpulentos, pero lo que diferenciaba a la casta de los guerreros era que sus órganos sexuales, los orificios para comer y respirar, y todas las superficies blandas y vulnerables de su cuerpo —el equivalente del diafragma y el vientre de los humanos— habían sufrido manipulaciones genéticas para que se hallaran en la espalda. Estaban constituidos de tal manera que tenían que vencer o morir. El polonoi de la casta guerrera no podía volverle la espalda al enemigo, porque, al hacerlo, exponía todos sus puntos vulnerables, mientras que la parte frontal estaba protegida por placas de hueso y era prácticamente inmune al dolor.

—De todas maneras, lo conseguí porque tuve suerte, señor —siguió diciendo Pampas.

—Espero que eso no sea nada más que modestia —le respondió Cole—, porque quiero que un hombre con la destreza física que le atribuyo a usted forme parte de nuestro grupo de abordaje.

—¿De nuestro grupo de abordaje, señor?

—Si lo que queremos no es destruir las naves enemigas, sino apropiarnos de su cargamento, tarde o temprano tendremos que abordarlas —dijo Cole, como si se lo explicara a un niño. «No es posible que sean tan tontos se dijo. Lo único que sucede es que aún no piensan del todo como piratas»—. ¿Tendría algún problema en matar a un pirata con las manos desnudas, o con armas?

—No, en el caso de que él pretenda matarme a mí, señor.

—¿Y si la pirata pesara cincuenta kilogramos y fuera joven, bonita y vulnerable como nuestra alférez Marcos?

—Usted póngale un arma en la mano a la alférez Marcos, y verá que tira del gatillo con la misma facilidad que un torqual de doscientos veinte kilos, señor. Yo no tengo ningún problema en defenderme.

—De acuerdo, está contratado —dijo Cole.

—Podría quedarme aquí de servicio hasta que avistemos la nave pirata, señor —propuso Pampas.

Cole sopesó esa posibilidad, pero luego negó con la cabeza.

—¿Quién diablos va a saber cuánto falta para eso? Quiero que esté descansado. Por otra parte, si las armas funcionan ahora, también funcionarán cuando avistemos una nave pirata. Estoy seguro de que todos los tripulantes a los que entrenó serán perfectamente capaces de realizar todos los ajustes necesarios. —Calló por unos instantes—. Ojalá dispusiéramos de un gimnasio de verdad para que pudiera entrenarse, o de una sala de tiro. Pero en la Teddy R. a duras penas tenemos espacio suficiente para movernos, así que tendrá que mantenerse en forma lo mejor que pueda con esa minúscula sala de ejercicio.

—Sí, señor —dijo Pampas. Se dio cuenta de que la entrevista había terminado e hizo el saludo militar.

—Y trate de abandonar esa costumbre del saludo militar.

—Es que, como le decía antes, señor…

—Tengo mis motivos, Toro —le dijo Cole—. Hemos quitado la insignia de la República que llevábamos en la nave. Hemos desechado todos los uniformes militares. Si asaltamos una nave pirata y uno de los suyos se esconde, y se le presenta la oportunidad de pegarnos un par de disparos sorpresa, sólo tendrá una manera de saber quién es el primero al que tiene que matar. Se fijará en quién es el hombre a quien todos los demás le hacen el saludo militar.

—No se me había ocurrido, señor —dijo Pampas—. Me esforzaré al máximo por no saludar, señor.

—También podría dejar de llamarme «señor» —añadió Cole—. A los tripulantes que trabajan en el puente se lo he pedido, pero, en todo caso, ellos no tienen que ir a ninguna otra parte. A los miembros del equipo de abordaje se lo voy a exigir.

—Sí… —Pampas se detuvo a tiempo.

—Estupendo. Escoja a su sucesor, informe de su nombre a mí o a Forrice y despídase de esta sección cuando termine el turno. Y asegúrese de que todas sus armas de mano estén listas para funcionar.

Cole se volvió, sin llegar a ver si Pampas le hacía otro saludo militar, y se dirigió al aeroascensor. Subió hasta el puente, donde estaban de servicio Braxite, un molario, y Vladimir Sokolov, un hombre alto y rubio.

—¡Capitán en el puente! —gritó Braxite, y se cuadró. Sokolov, que trabajaba con las consolas del ordenador, se puso en pie e hizo el saludo militar.

—Basta ya —dijo Cole, fatigado—. ¿Hay alguien que tenga algo de lo que informar?

—La teniente Mboya me ordenó que prosiguiera con los mapas que ella había empezado —dijo Sokolov. Dio una breve orden a uno de los ordenadores en un idioma que parecía componerse de números y fórmulas, y, al cabo de un instante, un mapa estelar tridimensional ocupó el espacio que se hallaba sobre su consola. Dio otra orden y diecisiete estrellas refulgieron con luz amarilla y empezaron a parpadear.

—En cada uno de estos sistemas se encuentra uno de los mundos más poblados de la Frontera Interior. Catorce de ellos tienen atmósfera de oxígeno, dos de cloro y uno de amoniaco. La distancia máxima entre dos de ellos es de tres mil años luz.

—No es mucho en comparación con las dimensiones de la frontera —observó Cole.

—Es por la tendencia a vivir en la misma zona, señor —dijo Sokolov—. Sobre todo aquí, donde la densidad de población es tan baja.

—¿Y qué sabemos sobre las rutas comerciales?

Sokolov dio otra orden incomprensible, y unas setenta y cinco líneas de color púrpura brillante aparecieron sobre el mapa. Cada una de ellas unía dos planetas. Más de la mitad de las líneas iban directamente desde mundos mineros hasta planetas de la República que no aparecían en la imagen.

Cole se volvió hacia Braxite.

—¿Sabemos algo sobre rutas y calendarios de las naves de pasajeros?

—Sólo lo que está publicado. Se puede acceder a la información desde la galaxia entera —respondió el molario—. Pero no he logrado averiguar cuáles de esas naves viajan escoltadas por navíos de guerra de la República, y el número de naves de pasajeros es tan elevado que es muy difícil predecir adónde irán los más ricos. Los cruceros de lujo, los que tienen casino y diversiones, no abandonan nunca el territorio de la República, y, aunque no lleven escolta militar, contratan naves de mercenarios que los protegen. La mayoría también llevan ex agentes y militares que patrullan en la propia nave. De incógnito, por supuesto.

—Por supuesto —dijo Cole—. Pero, bueno, de todos modos no queríamos asaltar a pasajeros inocentes.

—¿Me permite una observación, señor? —dijo Sokolov.

—¿Sí?

—Si se pasan el día en una nave casino en tiempo de guerra, ¿podemos considerarlos inocentes?

—No sé cuán inocentes pueden ser —respondió Cole—. Pero si los acompañan naves mercenarias y policías, estarán demasiado protegidos como para interesarnos. Nos quedamos con las naves piratas.

—Debe de haber varios millares de naves en esta zona. —Sokolov señaló los diecisiete sistemas envueltos en luz y aproximadamente la mitad de rutas comerciales—. ¿Cómo vamos a localizar las naves piratas?

—Es que no las localizaremos.

—Pues entonces, ¿cómo…?

—Dejaremos que sean ellos quienes nos encuentren —respondió Cole—. Dígale a Aceitoso que quiero hablar con él.

—¿En persona, señor?

—No, no va a ser necesario.

—¿En privado, entonces? Puedo ordenarle que le transmita su imagen al camarote.

—Puede hacerlo aquí —respondió Cole.

—Ahora mismo —respondió Sokolov, y, de pronto, Cole se encontró cara a cara con una imagen holográfica a tamaño natural del único tolobita de la Teddy R. Era una criatura achaparrada, de piel lustrosa, bípeda. Su piel, lisa y aceitosa, refulgía. Sus extremidades superiores eran gruesas y tentaculares, más parecidas a la trompa de un elefante que a los tentáculos de un pulpo. No tenía cuello; la cabeza le crecía directamente sobre los hombros y era incapaz de volverla. La boca no poseía dientes y parecía equipada únicamente para sorber fluidos. Tenía los ojos oscuros y muy separados. No se le distinguían fosas nasales. Las orejas eran simples rajas a cada lado de la cabeza. De hecho parecía que le faltara de todo, pero también había algo que sólo tenía él: un gorib, un simbionte vivo y pensante, que le recubría el cuerpo como una segunda piel y le filtraba todos los gérmenes y virus.

Cole era incapaz de pronunciar su nombre, igual que le sucedía con la mayoría de los nombres alienígenas, y por ello lo había apodado «Aceitoso», por su falsa piel lustrosa. En su opinión, Aceitoso era el miembro más importante de la tripulación, porque su gorib le permitía trabajar en el vacío del espacio, o en la superficie de planetas con atmósferas de cloro o de metano, sin problemas por fallos de equipamiento, porque, aparte del gorib, Aceitoso no necesitaba ningún traje protector.

—¿Deseaba hablar conmigo, señor? —preguntó Aceitoso en idioma terrestre, aunque con mucho acento.

—Sí. ¿Se acuerda de que después de escapar le ordené que saliera y reemplazase la insignia de la República con el estandarte de la calavera y las tibias?

—Sí, señor.

—Estábamos en plena celebración y yo no tenía las ideas claras —dijo Cole—. Ahora que estamos sobrios, es evidente que no nos interesa hacer saber a todo el mundo que somos piratas.

—¿Desea que retire el estandarte de la calavera y las tibias, o prefiere que lo reemplace con otra cosa?

—Quiero que lo reemplace.

—¿Con qué, señor?

—Un segundo. —Se volvió hacia Sokolov—. Usted tiene ascendencia rusa, ¿verdad?

—Sólo Dios sabe cuántos siglos hace que mi familia abandonó esa parte de la Tierra.

—¿Podría darme un nombre de persona o de lugar de Rusia o de por ahí?

—¿Por ejemplo, Stalin?

—No, Nueva Stalin es un planeta importante en la República —le respondió Cole—. Piense otro.

—¿Samarcanda?

—Ése está bien. —Se volvió hacia el holograma de Aceitoso—. Quiero que quite los estandartes con la calavera y las tibias, y los sustituya por el logo de Transporte de Mercancías Samarcanda.

—¿Por un logo, señor?

—Sokolov va a preparar un montón. Quiero que se vean en las partes frontal y posterior de la nave, y también en las lanzaderas. ¿Podrían estar para hoy?

—Probablemente —dijo Aceitoso.

—Si representa demasiado esfuerzo para el gorib, pueden tardar un par de días estándar —dijo Cole.

—El gorib no tendrá ningún problema, señor. Dependerá del tiempo que me lleve retirar la calavera y las tibias. La antigua insignia de la República estaba medio borrada por el gran número de ocasiones en que la nave había tenido que entrar en atmósferas diversas para aterrizar. Pero las calaveras y las tibias no han sufrido nunca esa clase de calor ni de fricción.

—Bueno, pues empiecen lo antes posible, y, cuando hayan terminado, informen al puente.

—Sí, señor —dijo Aceitoso, y cortó la conexión.

—Ese tal Aceitoso es una criatura notable —dijo Cole, admirado—. Con cincuenta como él conquistaría cualquiera de los planetas con atmósfera de cloro que se encuentran en la Federación Teroni.

—O en la República —añadió Braxite.

—O en la República —corroboró Cole—. Se parecen como un huevo a otro huevo.

—Si… como un huevo a otro huevo. Aunque no sé lo que es un huevo —dijo Braxite.

—Señor —dijo Sokolov—, ¿debo entender que desea usted que cree un logo, o un emblema para algo que se llamará Transporte de Mercancías Samarcanda?

—Sí —dijo Cole—. En cuanto lo haya diseñado, imprímalo en una docena de tamaños distintos, siempre lo bastante grande como para cubrir las calaveras y las tibias, por si quedaran trazas de ellas. Aceitoso los adosará a la nave. Asegúrese de que sean resistentes al calor y a la fricción, por si tuviéramos que posarnos sobre algún planeta.

—¿Un planeta con atmósfera de oxígeno?

—De cualquier tipo —le respondió Cole—. No siempre podremos elegir.

—Me pondré a trabajar en ello ahora mismo, señor —dijo Sokolov—. ¿Quiere que se lo enseñe antes de entregárselos a Aceitoso?

—¿Y qué sé yo sobre diseño? —dijo Cole—. Enséñeselo a la teniente Mboya. Tiene la cabeza mejor amueblada de toda esta nave.

—Sí, señor.

Sokolov se puso a trabajar con el ordenador, y Braxite se volvió hacia Cole.

—¿Acierto al suponer que nos haremos pasar por una nave de carga para atraer a los piratas?

—Una nave de carga averiada —dijo Cole—. Si no fuéramos nada más que una nave de carga en ruta hacia su destino, no estarían seguros de poder alcanzarnos, y entonces nos dispararían para averiarnos los motores… y a esa distancia y velocidad, ¿quién sabe lo que podría suceder? Aunque sólo trataran de inutilizarnos los motores, podrían equivocarse por un par de segundos, y mandarnos a todos al infierno. Será mucho mejor tentarlos con una nave ya averiada.

—Seguro que no somos los primeros que tenemos esa idea, señor —dijo Braxite—. Apuesto a que la Armada hace lo mismo de manera habitual en la franja intermedia entre la República y la Frontera.

—Lo dudo —dijo Cole—. Los piratas no tienen motivo alguno para abordar una nave de la Armada. La harían pedazos desde una distancia segura.

—Pues entonces, una compañía de transportes que esté harta de sufrir ataques…

—Mire —le dijo Cole, que se esforzaba por contener su irritación—, la Frontera Interior debe de comprender una cuarta parte de la galaxia. Hace más de veinte días estándar que estamos aquí, viajando a la velocidad de la luz, y por el momento sólo nos hemos encontrado con tres naves. No sé dónde se habrán metido los piratas. Cuatro Ojos no lo sabe. Y, si usted tampoco lo sabe, lo que tiene más sentido es que tratemos de llamarles la atención.

—Le pido disculpas, señor —dijo Braxite—. No pretendía cuestionarle.

—No hay nada malo en cuestionar órdenes sin sentido —le respondió Cole—. Salvo en el caso de que acabaran de dispararnos. Si se diera esa situación, les agradecería a todos que me prestaran obediencia ciega. —Calló por unos instantes—. Tengo hambre. Díganle a Odom que se reúna conmigo en la cantina.

—Sí, señor.

Cole abandonó el puente, entró en el aeroascensor, bajó un piso hasta la cantina, pasó de largo ante tres mesas ocupadas y se sentó en una que estaba vacía al fondo de la sala. Al cabo de un instante, Mustafá Odom, el ingeniero en jefe de la nave, entró, localizó a Cole y se sentó con él.

—¿Quería verme, señor?

—Sí —dijo Cole, y pidió un bocadillo y una taza de café del menú que había aparecido en el aire. Una vez que hubo pedido, el menú se desvaneció, y el capitán quedó cara a cara con Odom—. Llegará un momento, que puede ser mañana, o dentro de unos días, en el que será imprescindible hacer creer a otra nave que tenemos los motores averiados. Debemos dar por sentado que no serán imbéciles, y que sus sensores van a recorrer hasta el último milímetro de nuestra nave antes de que empiece el asalto. Tendremos que mantener en marcha los sistemas de mantenimiento vital. ¿Es posible mantenerlos en funcionamiento con el impulsor lumínico desactivado? ¿O sería demasiado sospechoso?

—No habrá ningún problema. Contamos con una reserva energética de emergencia para los sistemas de mantenimiento vital y también para la enfermería. Creo que todas las naves cuentan con una.

—No quiero que flotemos a la deriva por el espacio a la espera de que alguien se nos acerque. Tendría demasiada pinta de ser una trampa. Si el impulsor lumínico se avería, ¿podríamos viajar a velocidades inferiores a la de la luz?

—Podríamos incluso alcanzar la velocidad de la luz sin el impulsor —respondió Odom—. Sólo lo necesitamos para acelerar y para frenar. Una vez que alcanzamos la velocidad deseada, no hay gravedad ni fricción que nos haga perder impulso.

—No funcionaría —dijo Cole—. Si esperamos demasiado tiempo, podríamos ir a parar a un planeta. ¡Qué diablos!, si somos más rápidos que ellos, podría ser que no lograran darnos alcance, aunque el impulsor lumínico no funcionara, por lo menos en teoría. Quiero que piensen que estamos indefensos, que pueden capturar la nave sin necesidad de hacer nada, que nos vean impotentes.

—Permítame que piense en ello, señor —dijo Odom—. ¿Qué más quería consultarme?

—Nuestras armas están en perfecto estado. ¿Existe alguna manera de engañar a los sensores del enemigo para que piensen que están averiadas?

—No, ninguna.

—Un momento —dijo Cole—. No lo había pensado bien.

—¿Señor?

—Si cortamos la corriente de los sistemas de armamento, parecerá que no funcionen, ¿verdad?

—Sí —le dijo el sonriente Odom—. Pero sí funcionarán. Podría activarlos en un instante.

—Sí, es una buena idea —dijo Cole—. Espero que no sea necesario, pero nunca se sabe. Y si los sistemas de mantenimiento vital funcionan, ¿también podremos emplear los sistemas de comunicación?

—¿Los sistemas internos? Por supuesto.

—¿Y la radio subespacial?

—Ahora mismo funciona con batería nuclear, pero tendré que hacerle un apaño para conectarla al sistema de emergencia. —Calló por unos instantes—. ¿Está usted seguro de que la necesitará?

—Si no, ¿cómo íbamos a enviar un SOS? —le preguntó Cole.

—De acuerdo, me pondré manos a la obra.

—¿Tenemos algún medio para disimular que las armas de mano también funcionan?

—Con las pistolas láser y sónicas va a ser imposible, señor. Funcionan con baterías propias, y nada de lo que ocurra con la batería de la nave las va a afectar. Quizá sí podríamos ocultar las armas de plasma. ¿Tenemos armas con proyectiles? Esas que disparan balas.

—No lo sé, pero lo dudo mucho.

—Lástima. ¿Y armas blancas?

—No forman parte del equipamiento militar estándar —dijo Cole—. Me imagino que podríamos emplear los cuchillos de la cocina… pero no me gustaría nada tener que enfrentarme a una pistola láser con un cuchillo de cocina.

—Le digo lo mismo que antes. Deme tiempo para pensarlo. Quizá se me ocurra algo.

—Todas las propuestas son bienvenidas —dijo Cole—. Pero recuerde: tenemos que dar por sentado que nuestras víctimas no serán imbéciles, así que no podemos fingir que hemos contraído una nueva enfermedad alienígena, ni nada por el estilo. No basta con que el problema que finjamos no sea absurdo. Tiene que ser lo bastante frecuente como para que no despierte sospechas y los piratas no opten por pasar de largo.

—Está bien —dijo Odom—. Déjeme un par de horas para pensarlo.

—¿Dónde estará? —le preguntó Cole.

—Aquí mismo.

—¿No va a necesitar una terminal informática?

—¿Para qué? —preguntó Odom—. Ya sé todo lo que sabe el ordenador. Además, lo que me ha pedido usted es que improvise, y los ordenadores no suelen hacerlo nada bien.

«Espero que lo hagamos mejor que los ordenadores», pensó Cole, y se marchó de la cantina.