Capítulo 2

Sharon Blacksmith se presentó en el camarote de Cole a las 22.00 horas. Era pequeña y nervuda, y su uniforme disimulaba con eficacia las curvas que pudiera poseer.

—Esta reunión tiene que ser importante —dijo—. Es la primera vez que te haces la cama desde el día del motín.

—Se me ha ocurrido que, si estás ocupada metiéndote con el penoso estado de mi camarote, no te quedará tiempo para criticar mi actuación —respondió Cole. De repente, sonrió—. Además, mi despacho está hecho un desastre.

—Lo sé.

Forrice llegó al cabo de un momento. Las sillas humanas no estaban concebidas para su estructura física y por ello se dejó caer suavemente sobre la cama.

—Bueno, ya estamos todos aquí —dijo el molario—. ¿Y ahora qué?

—Ahora vamos a hablar del futuro —dijo Cole, sentado frente a un escritorio—. No del futuro lejano —añadió—. Sino del futuro inmediato.

—¿Y qué tenemos que discutir? —preguntó Forrice—. No podemos regresar a la República. Tenemos una nave entera con sus tripulantes a nuestra disposición. Es hora de que nos pongamos manos a la obra.

—En efecto —dijo Cole—. Pero tenemos que empezar a pensar qué clase de piratas queremos ser.

—¿Con qué nos vienes ahora? —le preguntó Forrice—. Un pirata es un pirata.

—Antes de que empecemos —les interrumpió Sharon—, decidme una cosa: ¿esperamos a alguien más?

Cole negó con la cabeza.

—No, solamente nosotros tres… los oficiales superiores de esta nave.

—Pues entonces yo no tendría que estar aquí —dijo Sharon—. No soy oficial superior.

—Tú me respaldaste cuando me adueñé de la nave —dijo Cole—. Te acusaron de cooperación en el motín. Entiendo que con eso has ascendido a oficial superior.

—Pero es que no lo soy —dijo ella—. Soy la directora de Seguridad.

—El capitán dice que sí lo eres —le replicó Cole—. Ahora ya no estamos en la Armada. Ya no estamos en la República. Esto es una nave de forajidos y no hay ley que nos gobierne. —Calló por unos instantes—. Ahora, en estas circunstancias, ¿quién es la ley?

—Tú —dijo Sharon.

—Hasta que alguien tenga la idea de cortarte la cabeza —añadió Forrice—. Al fin y al cabo, somos piratas.

—Cuento con que la directora de Seguridad me proteja —dijo Cole.

—Y ahora que hablamos de oficiales superiores —dijo Sharon—, me imagino que Forrice ha pasado de oficial tercero a primero. Así que ¿no tendrías que nombrar un oficial segundo y un tercero?

—Hasta el momento no los hemos necesitado —le respondió Cole—. Todo lo que hemos hecho ha sido huir, sin indicios de que nadie nos persiguiera. Un piloto cuyo nombre no aprenderé a pronunciar jamás supo componérselas sin ayuda. Cubriré esos cargos en cuanto empiecen nuestras operaciones de piratería.

—Pues entonces empecemos a discutir los asuntos por los que nos has convocado —dijo el molario.

Cole asintió.

—Tenemos que resolver varias cuestiones, y, como os había dicho, lo más importante de todo es decidir qué clase de piratas vamos a ser.

—Unos piratas de esos que se vuelven ricos —dijo Forrice.

Cole tocó un punto sobre el escritorio y, al instante, se abrió una conexión con el puente. En ese mismo instante apareció frente a él la imagen holográfica de una bella joven.

—Alférez Marcos —dijo—, envíeme imágenes del planeta habitable más cercano.

—¿Habitable para los humanos, señor? —preguntó Rachel Marcos.

—Sí, para los humanos.

De repente, el holograma de un planeta verde y dorado empezó a girar sobre la cabeza de Sharon.

—Gracias, alférez —dijo Cole. La joven le sonrió, y su imagen desapareció—. Ya está, Cuatro Ojos. Ya tenemos nuestra primera presa.

—Muy bien, pues ya está —dijo Forrice—. ¿Y ahora qué?

—Supongamos que allí viven seis familias. Originalmente había treinta, pero ocho fueron víctima de los depredadores locales y otras dieciséis se marcharon durante una sequía que duró tres años. En estos momentos habitan el planeta once adultos y catorce niños con edades entre los tres meses y los dieciséis años. Son granjeros. ¿Qué vamos a hacer?

—¿Cómo que qué vamos a hacer?

—Imaginemos que andamos necesitados de suministros para la cantina. Imaginemos también que de algún modo, quizá mediante los buenos oficios de Sharon, sabemos sin ningún tipo de duda que poseen una suma de dieciocho mil créditos, así como cierto número de joyas de oro y platino, muy valiosas, que recibieron por herencia familiar. Nos llevaría diez minutos enviar una partida a tierra en una lanzadera y quitarles todas sus posesiones. Aun cuando no nos ofrezcan resistencia y no los matemos, tendríamos que destruir todas las radios subespaciales que posean para que no puedan denunciarnos.

—Esto es la Frontera —exclamó Sharon—. No hay nadie a quien puedan denunciarnos.

—Acepto la corrección —dijo Cole—. Bueno, de todos modos les robaremos las radios… seguro que nos darán algo por ellas en el mercado… e inutilizaremos, o destruiremos todas las naves que tengan, para que no puedan perseguirnos. —Clavó la mirada en Forrice—. ¿Era esto lo que tenías en mente?

—Sabes muy bien que no —masculló el molario.

—Voy a ponerte otro ejemplo. Una nave de la República viaja por la Frontera. La teniente Mboya, o el alférez Braxite, trazan su rumbo y nos dicen que podemos cambiar el nuestro y atacarlos dentro de cinco horas. La nave tiene armas, pero nosotros tenemos más. Y te voy a dar otro tema de reflexión: su carga tiene un valor de diez millones de créditos.

—¿Y eso es todo? —le preguntó Forrice.

—Eso es todo —le respondió Cole—. Una nave de la odiada República, mal armada, y con un cargamento de grandísimo valor. ¿Qué hacemos?

—La atacamos, inutilizamos sus motores y les robamos la carga.

—¿Matamos a sus tripulantes?

—Si se rinden, no —dijo Forrice—. Los dejamos en el planeta con atmósfera de oxígeno que nos quede más cerca.

—Pero entonces nos identificarán.

Una sonrisa alienígena afloró al rostro del molario.

—¿Piensas que van a odiarte todavía más?

—He captado la indirecta —dijo Cole—. Entonces, inutilizamos la nave y nos llevamos su cargamento.

—Exacto.

—¿Y quieres saber en qué consiste el cargamento?

Forrice se encogió de hombros.

—Sí, claro, ¿por qué no?

—En una vacuna muy escasa y de conservación muy difícil, valorada en diez millones de créditos. La transportaban a un mundo colonial donde ha estallado una epidemia. Si no llega allí en tres días estándar, antes de que se estropee, un par de millones de colonos morirán. Y para que no pienses que te he puesto este ejemplo con segundas, digamos que los colonos no son humanos, ni molarios… son polonoi. Y todos ellos son tan testarudos y estúpidos como la capitana polonoi a la que despojé de su mando hace unas pocas semanas.

—No puedes permitir que dos millones de inocentes mueran —dijo Forrice—. Aunque sean polonoi.

—Estoy seguro de que los tres polonoi que forman parte de nuestra tripulación estarían de acuerdo —dijo Cole—. Pero no tenemos por qué dejarlos morir. Una vez que hayamos inutilizado la nave y abandonado a su tripulación en algún planeta, tendremos la vacuna, y entonces contactaremos con la República y nos ofreceremos a devolvérsela antes de que se estropee… a cambio de treinta millones de créditos. Ah, qué diablos, ¿por qué vamos a contentarnos con tan poco? Por doscientos millones. Les saldría a cien créditos el colono, y, si se mueren todos, podremos decir que ha sido por culpa de la República. Ahora supongamos que he muerto durante el asalto a la nave de la República y que tú estás al mando. ¿Cómo actuarías?

—Lo sabes muy bien —le dijo Forrice.

—Si no lo supiera, no estarías a bordo —le dijo Cole—. Pero ahora ya has visto por qué tenemos que discutir qué clase de piratas seremos. Puede parecer una contradicción en los términos, pero no nos queda otro remedio que crear un Código Ético de la Piratería, aunque se aplique tan sólo a nuestra nave.

—¿Sabes? —dijo Forrice—, eres justamente la clase de héroe que odio. —Rugió desde lo más profundo del pecho—. ¿Qué ha sido de aquellos héroes que no tenían que pensarlo todo, sino que se lanzaban a la acción arma en mano?

—Yacen en cementerios a lo largo y lo ancho de la galaxia —dijo Cole.

—Tengo una pregunta —dijo Sharon.

—Adelante.

—Ya te lo he preguntado antes: ¿qué pinto yo aquí? Está claro que sabes muy bien cuál es el código por el que quieres regirte.

—Le he planteado a Cuatro Ojos unos cuantos ejemplos extremos —respondió Cole—. Pero no basta con decir que no mataríamos a unas pocas familias inocentes para llevarnos unos cacahuetes, y que tampoco tomaríamos como rehenes a dos millones de seres vivos. Debemos acordar qué estamos dispuestos a hacer. Hemos venido a discutirlo. ¿Quién, o qué es una presa legítima, y quién, o qué no lo es? ¿En qué circunstancias recurriremos a la fuerza letal, y en cuáles no lo haremos? ¿Nos quedaremos en la Frontera Interior, o haremos incursiones por el territorio de la República? La República está en guerra con la Federación Teroni. Y nosotros también lo estábamos hasta hace unas semanas. Si nos encontramos con una nave teroni, ¿la dejaremos pasar o la atacaremos?

Forrice exhaló un profundo suspiro.

—¿Sabes?, antes de hablarlo, la piratería me parecía mucho más sencilla.

—Bueno —dijo Sharon—, estamos aquí por culpa de la República. No por culpa de sus ciudadanos, y, desde luego, tampoco por la Federación Teroni. Por ello, creo que, si no surge ningún motivo para atacar a nadie más, tendríamos que limitar nuestras actividades a las naves y propiedades de la República.

—Es un comienzo —dijo Cole.

—¿Y qué me dices de tu hipotética nave médica?

—Es evidente que no vamos a atacar una nave médica —respondió Cole—. Pero, de todas maneras, tenemos que tener claro cuáles son las presas que sí podemos atacar. ¿Alguna propuesta?

—Todo lo que tenga suficiente valor como para que merezca la pena correr el riesgo —respondió Sharon—. Y cuyo saqueo no sea motivo de daño ni de sufrimiento para inocentes, tanto si son ciudadanos de la República como si no.

—Retomemos el primer ejemplo —dijo Cole—. ¿Acaso el robo de una herencia familiar no produce sufrimiento? Y si la persona a quien se la arrebatamos no es miembro del Ejército ni del gobierno de la República, ¿no os parece que ese sufrimiento sería indebido?

—Si te sigues poniendo restricciones, no te quedará otra posibilidad que asaltar bancos en Deluros VIII, y tan sólo los que tengan pólizas de seguros muy generosas —dijo Sharon—. Hemos de ser más flexibles. ¿Cómo vamos a saber ahora cuáles serán las consecuencias de atacar una nave dentro de diecinueve días? ¿Qué tipo de nave será? ¿Quién viajará en ella? ¿Qué transportará?

—Te daré algo más en que pensar —dijo Forrice, que había pasado unos instantes en silencio—. Supongamos que se trata de una nave del Ejército. Como la nuestra lo era antes del motín. Supongamos que se defienden de una nave que les han dicho que está llena de forajidos. Es lo mismo que habríamos hecho nosotros. —Calló por unos instantes—. ¿Estamos seguros de querer matar a una tripulación que sólo hace lo mismo que hicimos nosotros, esto es, seguir órdenes y defender su propia nave?

—Sí, es algo en lo que tendremos que pensar —le respondió Cole, en tono amistoso, como para decirle: «Has tardado mucho en darte cuenta».

—Tendríamos que evitar ese tipo de situaciones —dijo Sharon.

—De hecho —dijo Forrice—, la verdad del asunto es que hace ya medio siglo que tendrían que haber retirado esta nave. Lo más probable es que cualquier navío de la República o de los Teroni que podamos encontrarnos nos derrote.

—Yo no estoy tan seguro —dijo Cole—. Nos encontramos en la Frontera. Aquí no vendrá ninguna nave de guerra con el equipamiento actualizado, si no es en persecución de alguien. Creo que la Teddy R. es precisamente el tipo de nave militar que podríamos encontrar aquí.

—Y eso significa que es probable que acabemos matando a jóvenes oficiales y miembros de la tripulación que no habrán cometido ningún delito, aparte de proteger su propia nave —dijo Sharon.

—Estoy de acuerdo —dijo Cole—. Entonces, ¿cómo queda la cosa?

—Tal vez… —empezó a decir Forrice.

—¡Cállate, por favor! —le dijo Sharon, fatigada. Se volvió hacia Cole—: ¿Por qué no nos lo dices de una vez? Porque es evidente que ya has llegado a una conclusión antes de convocarnos.

—A mí me gusta que las personas que trabajan conmigo lleguen a idénticas conclusiones por sí mismas —respondió Cole, sin negar su acusación.

—¿Entonces…? —dijo Sharon.

—Pienso que es evidente —dijo Cole—. No queremos matar, ni siquiera robar a civiles inocentes. No queremos matar a militares que no hacen más que cumplir órdenes y defenderse a sí mismos. No queremos llegar a un enfrentamiento directo con naves de la República, ni de los teroni, que puedan derrotarnos. Ni siquiera querríamos enfrentarnos a una nave a la que pudiéramos vencer. Y, por otra parte, no sacaremos beneficios económicos de la destrucción de una nave militar; no lograríamos nada, aparte de sufrir bajas y malgastar munición.

—¿Pues qué nos queda? —preguntó Forrice.

Cole le sonrió sin responder.

—¡Dios mío! —dijo Sharon, al instante—. ¡No se me había ocurrido!

—A mí todavía no se me ha ocurrido —se quejó Forrice.

—¡Piratas! —exclamó Sharon—. ¡Robaremos a los piratas!

De pronto, el estruendoso ulular de las carcajadas alienígenas resonó en el camarote.

—¡Eso me gusta!

—No queremos robar ni matar a víctimas inocentes —dijo Cole—. Si son piratas, no son inocentes. No queremos enfrentamientos directos con naves de guerra de ninguno de los dos bandos. Si son piratas, no viajarán en naves de guerra. Queremos que los beneficios económicos sean proporcionales a los riesgos. Si asaltamos a piratas, es probable que los beneficios sean considerables. —Calló por unos instantes—. También deberíamos tener en cuenta que viajamos con una tripulación escasa. ¿Qué mejores reclutas que otros piratas, que sabrán cómo operan nuestros rivales y podrán localizarlos?

—A mí me parece bien —dijo Forrice—. ¿Cuándo empezamos?

De pronto, la imagen de la alférez Rachel Marcos apareció sobre el ordenador de Cole.

—Discúlpeme, señor —dijo—, pero pienso que debería saber que hemos localizado una nave.

—¿De la República? —preguntó Cole al instante.

—No, señor —le respondió Rachel—. Es una nave de clase-QQ y origen taborio. No llevan armas. Con atmósfera de cloro, porque eso es lo que respiran los taborios. A mí me parece que se trata de una nave colonial, señor.

—Gracias, alférez. Sígale el rastro, pero no inicie comunicaciones con ellos ni se desvíe de su rumbo. Si nos envían algún mensaje por radio, hágamelo saber.

—Sí, señor —respondió la alférez, hizo un vigoroso saludo militar y sonrió.

La imagen se desvaneció.

—Aún se le acelera la respiración nada más verte —comentó Sharon.

—¿Preferirías que se le acelerara la respiración nada más ver a Cuatro Ojos? —le preguntó Cole, sonriendo.

—En todo caso, preferiría que le sucediera con un hombre que no pudiera ser su padre.

—Lamento interrumpiros —dijo Forrice—, pero estaría bien que comentáramos lo de esa nave que hemos avistado.

—Debe de haber unos cuatrocientos mil millones de criaturas inteligentes en toda la galaxia —le respondió Cole—. Era de esperar que tarde o temprano nos encontráramos con alguna.

—¿No tienes miedo de que informen de nuestra presencia? —insistió el molario.

—¿A quién? —respondió Cole—. Nos encontramos en medio de una gigantesca Tierra de Nadie. Vamos a pensar lo más fácil, y nos imaginaremos que andan en busca de un planeta con atmósfera de cloro para colonizarlo. Y si no fuera así, igualmente estaríamos a varios miles de años luz de aquí cuando llegaran las naves de la República.

—Yo pensaba que no tendríamos que huir más.

—Desde luego —dijo Cole—. Pero no vamos a quedarnos en este sector deshabitado. Mañana mismo empezaremos a buscar.

—¿A buscar? —preguntó el molario—. ¿Y qué buscaremos? ¿Naves piratas?

Cole negó con la cabeza.

—Buscaremos una serie de cosas que necesitamos —respondió—. Desde que nos escapamos viajamos sin ningún médico a bordo. Necesitaríamos como mínimo uno, probablemente dos: un especialista en humanos, y otro que sepa trabajar con las especies no humanas que llevamos con nosotros. Tenemos que hallar un sitio seguro, un puerto que podamos emplear como cuartel general.

—¿Y por qué no nos contentamos con esta nave? —preguntó Forrice.

—Porque le resultaría muy difícil a nuestro perista contactar con nosotros después de nuestras operaciones de piratería. Y como lo más probable es que nuestro perista trabaje en el territorio de la República, no podremos acercarnos a su planeta, y todavía menos aterrizar en él.

—Estaría muy bien que pudiéramos cambiar el primer botín por armas mejores que las que tenemos —propuso Sharon.

—Yo no lo veo tan claro —dijo Cole—. ¿Quién nos va a proporcionar cañones de plasma y láser como los que nos interesan?

—Si haces correr la voz y ofreces suficiente dinero, alguien lo hará —replicó Forrice con absoluta convicción.

—Todo es posible —reconoció Cole—. Pero yo, en tu lugar, no podría muchas esperanzas en ello.

—Bueno, pues ya está —dijo Sharon—. Entonces, ¿eso que decías al principio sobre un Código Ético de la Piratería no era más que una broma?

—En absoluto —dijo Cole—. Todos los miembros de esta tripulación pusieron en juego su vida y su carrera profesional por mí. Se merecen saber cuál será nuestra política, porque se verán obligados a seguirla.

Y así, a la mañana siguiente, un mensaje apareció en todos los ordenadores públicos y privados de la Theodore Roosevelt:

CÓDIGO ÉTICO

  1. La Theodore Roosevelt no atacará a ningún individuo inocente de ninguna raza.
  2. La Theodore Roosevelt no atacará naves espaciales inocentes ni siquiera naves militares, que se dediquen a sus propios asuntos.
  3. La Theodore Roosevelt no sustraerá propiedades de ningún individuo ni grupo inocente.
  4. Los piratas no son inocentes.