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Mientras Sally se alejaba sin rumbo fijo de la plaza de la ciudad, con el corazón en un puño por el terror, y mientras Jack surcaba el cielo riendo alegremente, Lock, Shock y Barrel estaban teniendo una breve pero muy interesante discusión acerca de su prisionero, Santa Claus.
—Bueno, ¿dónde lo llevamos? —preguntó Barrel.
—A Oogie Boogie, por supuesto —dijeron Lock y Shock.
—Por supuesto —dijo Barrel con una risilla nerviosa—. A Oogie le gustará.
Santa no sabía quién era Oogie Boogie. Pero sabía que la Navidad estaba en grave peligro. ¿Por qué estos tres terribles niñitos no le dejaban marcharse?
—¿No habéis oído hablar de paz en la tierra y buena voluntad para los hombres? —les preguntó desde el interior del saco, forcejeando para liberarse.
—¡No! —gritó con júbilo el trío. Cerraron más fuerte la bolsa. ¡Era tan divertido!
Jack también se divertía. Estaba difundiendo la alegría de la Navidad por todo el mundo. O eso creía. En su primera parada, el niñito de la casa donde él había aterrizado de forma un tanto accidentada le había mirado fijamente en silencio cuando él se deslizó por la chimenea. Pero cuando Jack le entregó un regalo —una de sus propias y muy especiales cabezas reducidas— los gritos de alegría del pequeño fueron muy intensos. Muy intensos, desde luego.
Jack no tenía ni idea de que le había causado al inocente niño la impresión más horripilante de su joven vida. ¿Y esos ruidos que oyó mientras se alejaba el trineo? No eran ni mucho menos gritos de alegría. Eran chillidos de terror.
Mientras Jack seguía con su ronda, entregando docenas de escalofriantes, tenebrosos y lóbregos regalos de Navidad, oía muchos chillidos. Había chillidos por la corona mortuoria con largos brazos. Chillidos por el muñeco enterrador con todos sus accesorios. Chillidos por la silla eléctrica en miniatura. Había horripilantes gritos por las canicas hechas con globo de ojo y las granjas de babosas.
Jack estaba feliz de oírlos. Pero, naturalmente, no lo entendía bien. Cuando la gente gritaba: «¡Estos regalos son horribles»!, él pensaba que estaba oyendo exclamaciones de alegría.
Sucesivamente allí donde iba, entregando alegremente sus espantosos regalos, sin saberlo estaba causando estragos. Una vez tras otra confundía los gritos de cólera y repugnancia por gritos de gratitud, y respondía con un alegre: «¡Feliz Navidad!». Nunca oía los portazos, el chirrido de las cerraduras, o las frenéticas llamadas por teléfono a la policía. Por lo que a Jack se refería, todo el mundo estaba pasándoselo bien.
Él no lo sabía, pero allí abajo Jack era considerado un criminal. Y como todo criminal, debía ser perseguido: con gente armada hasta los dientes.
Pero cuando Jack vio por primera vez las brillantes luces de reconocimiento y oyó las explosiones de los tiroteos, se puso realmente contento.
—Mira, Zero —gritó—. ¡Lo están celebrando! ¡Nos están dando las gracias por hacer un buen trabajo!
Entonces un tiro alcanzó de cerca a uno de los renos. Y Jack empezó a caer en la cuenta de que algo iba muy, pero que muy mal…