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Los huesos de Jack se estremecieron. Se encontró yaciendo sobre algo frío, pero extrañamente suave y reconfortante. Abrió los ojos. Lo primero que vio fue el cielo nocturno con estrellas titilantes. Luego vio algo… ¡algo blanco! Estaba por todas partes, cubriendo la tierra, los árboles y las casa con su suave luz.
Jack cogió un puñado de esa sustancia. Era un polvo frío al tacto, con el que podía formar fácilmente una bola. ¿Qué era?, se preguntó, tirando la bola al aire y observando cómo aterrizaba junto a él con un agradable ruidito sordo. Fuera lo que fuera esa sustancia, ¡le gustaba! Jack se levantó de un brinco, sintiéndose de repente tan ligero como una nube. No podía esperar más para explorar.
Este pueblo, se dio cuenta en seguida, no se parecía en nada a la Ciudad de Halloween. La gente iba cantando por la calle. Los niños se tiraban pelotitas de la sustancia blanca y se reían. Los árboles estaban cubiertos de brillantes adornos y rematados con estrellas. Y en el interior de las acogedoras casitas, la gente se sentaba junta hablando, leyendo, cantando ¡incluso abrazándose y besándose! Jack siguió paseando, encantado de todo lo que veía a su alrededor.
Muy pronto reparó en otra cosa. No había oído aún ni un solo grito, sólo risas y música melodiosa. Los olores que llegaban hasta él a través del vivificante aire de la noche eran deliciosos: pasteles y tartas, en lugar de efluvios de ciénaga, humo y aliento de bruja. Y aquí los niños, Jack lo vio al mirar al interior de todas las casitas, dormían plácidamente, sin que les molestaran las pesadillas. Estaban contentos. ¡Todo el mundo era feliz!
Jack no pudo evitar sonreír. ¡Él también estaba feliz! ¡Era asombroso! ¿Qué es esto?, se preguntó. Y entonces vio el cartel:
CIUDAD DE LA NAVIDAD
—¿La ciudad de la Navidad? —murmuró Jack—. Hummm…
En cambio, en la Ciudad de Halloween nadie reía. Muy al contrario. Había ceños fruncidos, había gemidos y quejidos, porque Jack todavía estaba perdido. Este hecho les inquietaba mucho a todos.
—Tenemos que encontrar a Jack —dijo el Alcalde a la multitud que se había congregado en la plaza de la ciudad—. ¡Sólo quedan trescientos sesenta y cinco días para la próxima noche de Halloween!.
—Trescientos sesenta y cuatro —vociferó un hombre lobo más preocupado que nadie.
—¿Queda algún lugar que hayáis olvidado rastrear? —preguntó el Alcalde—. Pensadlo bien y decídmelo.
—Yo he buscado en las criptas —dijo un vampiro.
—Nosotras hemos abierto las tumbas —gritaron las brujas.
—Yo he registrado el cementerio —añadió el hombre lobo—. Pero él no estaba allí.
La preocupación iba en aumento. Los ánimos decaían. ¿Dónde estaba?
—Ha llegado el momento de tocar la alarma —dijo el Alcalde.
La alarma de la ciudad consistía en los lamentos de un gato maullando. El distante sonido llegó a oídos de Sally cuando estaba mezclando un brebaje muy especial. Ella lo llamaba Pócima de la Sopa para Dormir, aunque cuando se lo sirvió al Científico Malo lo llamó simplemente comida. Lo había hecho con muchas belladonas y, si el doctor se lo bebía, dormiría durante una semana.
«Estaría bien que funcionara —pensó Sally mientras colocaba un humeante cuenco de la sustancia frente al doctor—. Entonces podría marcharme. Para siempre».
—Tome un poco —le instó.
El doctor lo olfateó con apetito, pero luego sumergió la cuchara en el líquido.
—Aliento de sapo —gruñó el doctor.
—¿Qué pasa? —dijo inocentemente Sally—. Creía que le gustaba el aliento de sapo.
Pero en su interior estaba amedrentada. Había usado aliento de sapo para disimular el olor de las belladonas. ¿Habría puesto demasiado?
—No hay nada más sospechoso que el aliento de sapo —dijo el doctor. Introdujo la cuchara en la sopa y se la tendió a Sally—. Hasta que tú no lo pruebes —le dijo— no me tragaré ni una cucharada.
Sally soltó la cuchara con una tonta risita nerviosa.
—No tengo hambre —dijo.
El doctor la observó atentamente con la más malévola de sus miradas.
—Tú quieres que me muera de hambre, ¿no? Estoy débil. Soy viejo ¡Y tú me debes la vida a mí!
—Oh, no sea tonto —dijo Sally. Se inclinó como si cogiera la cuchara, puso la mano en su media y sacó una cuchara con un agujero. La hundió en la sopa e hizo como si sorbiera ruidosamente una cuchara de caldo.
¡Funcionó! Gracias a la cuchara agujereada, la sopa cayó otra vez en el interior del cuenco, pero el doctor no lo vio. Sally suspiró aliviada cuando él le arrebató el cuenco y empezó a comer con mucho apetito.
—¿Lo ve? —le dijo ella mientras él engullía ávidamente—. Está de rechupete.
En su cara de trapo se dibujó una sonrisa de esperanza. «Pronto —pensó—. Muy pronto seré libre».