He decidido perderme en el mundo. Incluso si me hundo, dejo que las cosas me conduzcan a otro lugar. Sin importar adónde. Sin importar adónde

LA semana transcurre, densa y extraña, entre el hospital y las breves visitas a la ciudad.

Arthur y yo no hemos vuelto a abordar temas candentes relacionados con el pasado y, aún menos, con el futuro. Nos hemos limitado a vivir con serenidad este raro presente hecho de cruces de miradas y de medias sonrisas, en este lugar en que todo parece inmóvil, en esta atmósfera bochornosa y sofocante que consume mis recursos, pero en la que no logro sentirme incómoda y a la que, por qué no, podría incluso volver.

Falta un día para que nos marchemos.

Me reúno con Arthur en la sección, parece impaciente.

—No lo aguanto más.

—Todavía no puedes salir. Estás convaleciente —objeto, pese a que, en mi fuero interno, me encantaría pasar unas horas con él fuera de las paredes del hospital.

—Me encuentro muy bien —responde con firmeza—. Saldré hoy. Llama a un taxi, please.

—¿Aviso a Riccardo?

—A estas horas estará trabajando —responde mirando su Sea-Dweller.

—Prefiero llamarlo en todo caso —replico.

Arthur firma el alta, a pesar de que los médicos, con Fragassi a la cabeza, no están de acuerdo. Mete sus escasas pertenencias en una bolsa, se recoge el pelo, que le ha crecido bastante, en una especie de coleta pequeña, se despide en árabe de sus compañeros de habitación, y cruza el umbral como si estuviese saliendo de la cárcel.

Riccardo nos espera fuera en compañía de Cordelia. Arthur se acomoda en el asiento delantero y baja la ventanilla.

Lo primero que hace es pedir un cigarrillo.

—¿Puedo dárselo, doctora? —me pregunta Riccardo con su habitual afabilidad.

—No puede perjudicarle demasiado. Yo diría que sí.

—Solo faltaba que me lo negases ahora.

Riccardo le pasa una cajetilla de Camel. Arthur baja la ventanilla y fuma el que define como «el mejor cigarrillo de mi vida». Después pide que lo llevemos al hotel para darse la que, a su vez, define como «la mejor ducha de mi vida».

Por la tarde, Cordelia y yo lo esperamos en nuestra habitación, y aprovechamos el momento para arreglarnos. A eso de las ocho Arthur y Riccardo llaman a la puerta. Por fin vuelvo a encontrarme —al menos físicamente— al Arthur que recordaba. Huele a sándalo y va perfectamente afeitado. Se ha lavado el pelo, cuyas ondas harían palidecer de envidia a cualquier mujer, y luce una camisa celeste de lino, a juego con el color de sus bonitos ojos.

Me saluda apoyando distraídamente una mano en mi hombro. Ni un beso ni una caricia. Además del aspecto físico, Arthur ha recuperado sus viejas maneras.

—Esta noche disfrutaremos del lujo de un hotel —dice Riccardo—, pero debemos apresurarnos y salir antes de que comience el toque de queda.

Pasamos un cuarto de hora presionando a Cordelia para que se dé prisa. Al final sale de la habitación luciendo un largo caftán naranja y un collar étnico de plata y cuerno estilo Talitha Getty.

El local, que es a la vez hotel y restaurante, es tan lujoso que Cordelia no puede por menos que mirarme con hosquedad pensando en todo lo que se ha perdido hasta ahora por mi culpa. Tomamos asiento y pedimos con cierta prisa por temor al toque de queda.

Arthur ha recuperado todo su encanto y resulta irresistible.

Tengo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no mirarlo continuamente.

Todo es muy intrigante. A fin de cuentas, no sucede a menudo estar en una ciudad tan poco convencional, sentada a la mesa con gente como mis comensales. Cada uno de ellos va sacando a colación una serie de temas sumamente interesantes de los que, sin embargo, no sé una palabra. Conocen el mundo. Cuando hablan de política exterior y de crisis internacionales, me siento terriblemente ignorante. Cordelia está más informada que yo, lo que ya es decir. Pese a todo, la velada resulta excepcional, inolvidable. Un pianista alto, de piel de ébano, elegante como solo ciertos africanos de físico estatuario saben ser, y vestido de blanco de pies a cabeza se exhibe en el piano tocando varias piezas de jazz; la atmósfera es muy sofisticada.

Es un lugar en el que es fácil perder el sentido de la realidad.

En el conjunto de una vida, una velada así es excepcional.

Cuando regresamos al Acropole, nos quedamos en el vestíbulo hasta la una en compañía de otros huéspedes del hotel, en un clima cosmopolita y acogedor. Hay varios representantes de empresas de todo tipo y turistas, gente con la que me he cruzado durante la semana, pero que solo me interesa ahora que Arthur vuelve a estar conmigo y puedo compartir con él mis impresiones.

Al cabo de un rato la sala empieza a vaciarse y cuando Riccardo propone que nos vayamos a descansar, Arthur y yo nos dirigimos una mirada singular, tan magnética y privada como un mensaje codificado. Nuestros amigos nos preceden, él y yo caminamos juntos por el pasillo a la vez que nos observamos con cautela. Riccardo se dirige a su habitación y se despide de nosotros. Cordelia se tambalea descalza delante de nosotros y canta Like a virgin sujetando las sandalias en la mano.

Busco la mano de Arthur y me estremezco apenas la estrecho.

—Ven a mi habitación —susurra, y no es, desde luego, una invitación. A buen seguro me he puesto roja como un tomate—. No hemos tenido ocasión de hablar de ciertos temas.

—OK —respondo con naturalidad.

Mientras lo sigo, Cordelia entra en la habitación guiñándome un ojo.

Arthur abre la puerta y me cede el paso. Deja caer las llaves y la cajetilla de tabaco en una mesita de mimbre. Su habitación es prácticamente igual a la nuestra, solo que más pequeña. El escritorio está cubierto de folios desperdigados: más que un artículo, da la impresión de que Riccardo y él han escrito una monografía.

Mientras rozo las hojas de papel se acerca a mí sin que me dé cuenta. Me vuelvo y lo veo detrás de mí. Nos quedamos parados uno frente a otro, envueltos en un prolongado silencio.

—Ha sido estupendo volver a verte —dice.

Su voz ronca delata una punta de emoción. Asiento emocionada. Él sigue hablando con ternura.

—¿Era necesario que contrajese la malaria para comprender que debemos hablar de todo lo que dejamos pendiente?

—Deberíamos haberlo hecho antes. No sabes cómo me gustaría poder volver atrás —murmuro.

No cedas, Alice, que no se te salten las lágrimas justo ahora. Que no crea que eres una llorona.

—Yo no. —Lo miro a los ojos desilusionada—. No me malinterpretes. No me gustaría volver atrás porque eso supondría empezar de nuevo desde cero y volveríamos a hacernos daño.

—Ya me lo he hecho sola. Siempre has sido muy claro. Jamás has ocultado tu manera de ser.

Arthur asiente con la cabeza, pero no parece muy convencido.

Y luego, sin necesidad de añadir nada más —porque, después de todo, no hay nada más que añadir—, sucede lo que soñaba y esperaba.

El ruido rítmico de las gotas que caen en el lavabo no altera mi sueño. Un mosquito me atormenta con su continuo zumbido, a pesar de la gasa. La luz brillante de la luna llena me obliga a cambiar de posición.

No obstante, la noche que paso entre los brazos de Arthur no puede ser más perfecta.

Estamos a bordo del Jeep alquilado, el de siempre. Arthur va al volante, Cordelia se ha sentado delante y Riccardo y yo, en el asiento trasero. Cordelia es la única que habla. Los demás permanecemos callados y le contestamos lacónicamente. Me siento profundamente abatida.

Mientras cumplimos con todas las formalidades del embarque, me siento cada vez más triste. Arthur y yo entramos en el pequeño bar del aeropuerto para bebernos un café apartados de los demás.

—Llama en cuanto llegues —me pide.

—OK.

—Me quedaré aquí unos diez días más y luego regresaré a Roma para organizar el traslado a París. Ya verás como no es tan difícil.

—OK.

—Cuida de Cordelia en mi ausencia, te lo ruego. Me parece cada vez más inestable.

—OK.

—¿Puedes dejar de responder siempre «OK»?

—OK —respondo soltando una carcajada.

—No bromeo, no hay ninguna razón para estar tan triste.

—No logro sentirme alegre. Tengo miedo, un miedo terrible e infinito.

—¿De qué? —pregunta él irritado, apartándose el pelo con la mano.

—Por ti, por nosotros —respondo con voz trémula. Su circunspección no me ayuda.

—No hay ningún motivo —dice dulcemente—. Hemos aclarado las cosas y yo me siento bien.

Qué fácil te resulta.

Sea como sea, y por principio, se acabaron las lamentaciones.

—Tienes razón. Me he dejado llevar un poco por el pánico.

Si bien no es del todo cierto, es necesario que él lo crea.

—Puedo entenderlo.

Haciendo gala de un extraordinario sentido de la oportunidad, Cordelia se une a nosotros en compañía de Riccardo. Ha llegado la hora de despedirnos, se acabó el tiempo. Arthur olfatea mi pelo.

—Que tengas un buen viaje, Alice in Wonderland —susurra para evitar los oídos curiosos y cotillas de Cordelia, a la vez que me guiña un ojo—. Volveré.

—Pronto —murmuro.

—Pronto —asiente con aire paciente.

—I love you, Arthur.

No me responde. Se limita a acariciarme dulcemente una mejilla y a mover una mano en ademán de despedida.

Presa de una opresiva inquietud, me dirijo hacia la sala de embarque. Hago un esfuerzo para no volverme. No quiero que vea que tengo los ojos anegados en lágrimas, ahora no, a él no, dado que siempre demuestra un extraordinario control de sí mismo a la hora de expresar sus emociones.

Mientras Cordelia me tiende un chicle, noto que alguien me abraza por detrás.

Me doy media vuelta y lo veo.

Me habla en voz baja.

—I’m sorry, no sé expresar lo que siento. —Una sonrisa tuerce sus labios y por un instante la firmeza de su tono se quiebra—. Pero… I love you too. A mi manera.

Asiento con la cabeza al mismo tiempo que enjugo con el dorso de la mano la lágrima que surca mi mejilla.

Me besa en la frente mientras una voz anuncia el embarque inmediato de mi vuelo. Me vuelvo hacia Cordelia.

—No importa, tomaos todo el tiempo que queráis. Incluso podéis dedicaros a concebir un sobrinito en ese banco.

Arthur le sonríe en primer lugar a ella, luego directamente a mi corazón.