EL Acropole es un hotel espartano, de manera que, después de echarle una primera ojeada, Cordelia me mira con rencor. La habitación que debería ocupar Arthur está cerca de la nuestra. Riccardo se ocupará de nosotras mientras siga en el hospital.
—Me ducharé primero yo —se impone Cordelia aferrando el neceser y encerrándose en el cuarto de baño.
Enciendo el aire acondicionado y me tumbo en la cama tras sacar una revista del bolso.
De repente oigo un alarido procedente del cuarto de baño. Imaginando un escenario del estilo de Psicosis, entro aterrorizada y encuentro a Cordelia pegada a la pared, inerme delante de un ciempiés gigantesco —o lo que sea— que deambula sin mayor impedimento por el plato de la ducha.
—Mátalo, te lo ruego, ¡qué asco! —implora aterrorizada.
—Sal de ahí, vamos. Llama a la recepción.
Cordelia rompe a reír de buenas a primeras y yo sigo su ejemplo. Nos reímos como si estuviésemos borrachas mientras Cordelia intenta explicar a la persona que está al otro lado de la línea del teléfono lo que ha sucedido. Le dicen que es posible, que no es una cuestión de higiene. Por si acaso, Cordelia se ducha calzada con un par de chanclas.
Más tarde, una vez en la cama, yo me dedico a leer en tanto que ella ve Al Jazeera.
—¿Entiendes algo? —le pregunto.
—No, claro que no, pero ¿qué otra cosa puedes encontrar aquí? ¿Una película con James McAvoy? —responde exhalando un suspiro.
Al cabo de diez minutos, cuando ella duerme ya a pierna suelta, mi móvil empieza a vibrar. Por unos segundos sueño pensando que podría ser Arthur, pero desafortunadamente se trata de mi madre, que me acribilla a preguntas sobre el clima y la guerrilla.
Veinte minutos y diez páginas de Vanity Fair más tarde, el teléfono vibra de nuevo.
—Elis. —Es la voz de Arthur. A pesar de que no puede verme, sonrío encantada—. ¿Cómo van las cosas en el hotel?
—Exceptuando los ciempiés, de maravilla. —Le explico en dos palabras la desgracia que nos ha ocurrido y él resta importancia a lo sucedido.
No me sorprende, sucede incluso en el Gran Villa. Hasta en los centros turísticos de las Maldivas hay escarabajos.
—¿Cómo estás? —le pregunto.
—Bien.
—OK.
—OK.
—Mañana pasaré a verte otra vez, ¿te parece bien?
—Perfecto. Buenas noches.
—Buenas noches, Arthur.
—Alice —dice de improviso después de una pausa de incertidumbre—, me alegro de que estés aquí.
No le contesto enseguida, el silencio reina por unos instantes.
—Y yo me alegro de haber venido.
—Gracias… por todo.
—No hay de qué.
Me sumerjo de nuevo en la lectura, mucho más contenta. Por desgracia, el buen humor dura poco.
Unos segundos antes de abandonarme al sueño recibo un SMS de Silvia.
«Jacopo de Andreis y Doriana Fortis, arrestados por el homicidio de Giulia Valenti».
¿Y las coartadas? Doriana estaba cubierta de las nueve en adelante. Es evidente que Jacopo no.
Qué terrible injusticia.
Paso una noche tremendamente agitada.
A la mañana siguiente, un soñoliento Riccardo, que ha escrito durante toda la noche, me acompaña al hospital. He intentado despertar a Cordelia, quien, debido a sus costumbres aristocráticas, me ha respondido con voz pastosa que no tenía la menor intención de salir del cuarto antes de mediodía.
El trayecto es largo, pero Riccardo es una persona amena.
—Cuéntame, ¿cómo van vuestras averiguaciones?
Él carraspea.
—Bastante bien. No obstante, no sé muy bien cuánto material del que hemos recogido se podrá publicar. Arthur insiste en ir hasta el final, pero… aún no conoce bien el oficio. Es un idealista, no comprende que hay que filtrar las noticias. A él le encantaría describir la realidad con todos sus matices, sin adornos, olvidando que no se debe pisotear a ciertas personas que luego pueden hacértelo pagar muy cara. Somos unos simples periodistas, vendemos palabras al mejor postor, pero él se niega a entenderlo, cree que es posible cambiar realmente las cosas. No se le puede culpar por ello, el suyo es un problema de ingenuidad, de inexperiencia. Cordelia y tú habéis sido muy amables viajando hasta aquí —dice acto seguido, cambiando prudentemente de tema.
—Creo que era lo mínimo que podíamos hacer. Si cayese enferma, lejos de casa…, me gustaría tener a mi lado a alguien que me apoyase. Y no lo digo porque tú no hagas lo que puedes —balbuceo a continuación—, pero tienes tus ocupaciones…
—Entiendo a qué te refieres. No lo demuestra, pero también él está contento. De verdad.
Me acompaña hasta la habitación de Arthur y luego nos deja solos con la excusa de que tiene que ir a sacar unas fotografías en el centro.
Me siento en el borde de la cama de Arthur. Si bien parece bastante apesadumbrado, en su mirada cansada hay un brillo nuevo y esperanzador.
—Elis, ¿crees que… puedo fumarme un cigarrillo? —me pregunta en voz baja.
—Creo que no.
—¿Por qué? —insiste—. No tengo nada en los pulmones. La enfermedad solo ha afectado a la sangre. Y a los riñones, de acuerdo. Aun así, no entiendo qué mal puede hacerme un cigarrillo. Al contrario. Dado mi estado, solo puede sentarme bien.
—¿Qué te ha dicho Fragassi? —inquiero.
—No se lo he preguntado. Le daría algo. Es terriblemente ansioso. Menudo coñazo, Alice. Concédeme al menos un cigarrillo —dice a la vez que se incorpora y, después, se pone en pie. A pesar de que se tambalea, rechaza tozudo el brazo que le ofrezco.
Caminamos por el pasillo como dos desconocidos; lo sigo sin pronunciar una sola palabra.
—¿Cómo va el trabajo? ¿Mejor?
—Sí…, estoy mucho más tranquila, pero no tengo ganas de hablar de eso ahora. Estoy harta. Quiero una semana de vacaciones en todos los sentidos.
Aún me apetece menos hablarle de Bianca, de Jacopo y de Giulia, de los que no sabe nada, ya que nunca llegó a leer el correo electrónico. Estoy hasta la coronilla.
—¿Llamas vacaciones a asistir a un enfermo?
—Sí, dado que el enfermo eres tú.
Arthur me escruta con sus ojos azules, rodeados por unas ojeras espantosas.
—No deberías pasar demasiado tiempo aquí, es un lugar malsano. Le diré a Riccardo que te saque a pasear. Jartum es más bonita de lo que me imaginaba.
Porque la belleza está en tus ojos, esa es la verdad.
—Arthur, si hubiese tenido ganas de pasar las vacaciones en el Ecuador habría elegido el Caribe. Puedes estar seguro de que no me moveré de aquí.
—¿Estás haciendo la profilaxis de la malaria? —me pregunta, dando por zanjado el asunto.
—Por supuesto, pese a que resulta muy pesada. Tengo los tobillos hinchados.
—Siempre es mejor que acabar en una pocilga como esta. Ten cuidado. En la farmacia venden unos pulverizadores que ahuyentan a los mosquitos. No sirven de mucho, pero es mejor que nada. Le diré a Riccardo que te compre bastantes para una semana. Para ti y para esa bruja, por supuesto. ¿Te has dado cuenta de que Cordelia es un absoluto despiste?
—¿Y lo descubres ahora?
—No, pero empeora a ojos vistas. No deberíamos seguir secundándola.
—Ya se le pasará —le digo para calmarlo, pese a que no estoy nada convencida.
Apenas salimos del centro, Arthur exige de nuevo un cigarrillo, que le niego, movida por un impulso de conciencia profesional. Apenas protesta.
—No salgas sola y prohíbeselo también a Cordelia. Sudán no es un país seguro. Sal siempre acompañada de Riccardo y dile de mi parte que te lleve a Al Mogran; es la confluencia entre el Nilo Blanco y el Nilo Azul. Todo un espectáculo.
—De acuerdo.
—Ah, y no saques fotografías, está prohibido. Hay que comprar el derecho a hacerlo.
—¿Están locos?
—Son las normas. Ah, y que no te inviten a cenar al Gran Villa. Te llevaré yo apenas pueda levantarme. —Arthur mira por la ventana cerrada con unos cristales llenos de las salpicaduras que ha dejado la lluvia de barro—. ¿Te das cuenta de lo roja que es la tierra? Es típica de las zonas ecuatoriales —explica señalando las rocas—. Cuando era niño coleccionaba tierra de todos los lugares que visitaba. La metía en las botellas de cristal de los zumos de fruta. Aunque, a decir verdad, era mi madre la que me traía muchísimas. A saber dónde estarán ahora. —Es triste verlo tan flaco y débil—. Me gustaría viajar contigo a Sudáfrica. En caso de que tenga raíces, están en ese país. —Arthur desvía la mirada y la posa en mis ojos, a continuación esboza una débil sonrisa.
—No entiendo cómo pudimos echar todo a rodar —le digo con la mirada perdida.
Arthur se yergue. Se mete las manos en los bolsillos de los pantalones de algodón azul del pijama y deja de mirarme para concentrarse en el enfermero que empuja el carrito con las bandejas de la comida. Un olor a caldo y a carne hervida flota en el aire. Es asqueroso.
—No lo sé —se limita a murmurar con la voz ronca de un adulto y la perplejidad vacilante de un niño.
El enfermero dice algo en árabe a Arthur y a continuación entra en la sección donde está ingresado.
—¿Qué te ha dicho? —le pregunto.
Arthur inspira hondo.
—Que soy un idiota.
—¿En serio?
Ahora sonríe enternecido.
—No, tontina, eso es lo que pienso yo —concluye cogiéndome de la mano y llevándome de nuevo a su habitación.