The sheltering sky

EL aeropuerto de El Cairo es una masa inextricable de humanidad dispar. Miro alrededor y me siento confusa. Me doy cuenta de que no estoy mínimamente hecha para la aventura.

Fuera del aeropuerto, el bochorno me aturde como una fiebre repentina. La idea de ir a la embajada para solicitar el visado me parece repentinamente estúpida y arriesgada. Igor nos aseguró que era legal, e incluso Silvia me dijo que podía estar tranquila. Si las cosas se tuercen, al menos pasaré unas vacaciones en El Cairo. Con Cordelia. Por el bien de mis nervios —que, sorprendentemente, resisten de maravilla— evito pensar en las consecuencias de lo que he hecho. ¿No será mucho más intrascendente de lo que creo?

Apenas llegamos a la embajada, advierto a Cordelia.

—Déjame hablar a mí —le digo con tono férreo.

—¿Por qué? —responde ella con aire ofendido.

Porque eres capaz de organizar un buen lío, Cordelia.

—Porque a veces te dejas llevar por la fogosidad y creas situaciones incómodas.

—No te hagas la sabihonda, Alice. Además, a ellos les importa un comino, lo único que quieren es que paguemos. Tenemos el dinero, ¿no? —Asiento con la cabeza—. Entonces no habrá ningún problema.

Efectivamente, por una vez Cordelia no se equivoca. Pagamos y nos dan el visado al día siguiente, después de pasar dos noches combatiendo contra los mosquitos y la ansiedad. El sábado por la tarde estamos de nuevo en el aeropuerto, y esta vez ya no hay nada que me separe de la meta.

Todas las veces que he viajado en avión he visto el mar. Enormes extensiones de azul claro y oscuro.

Ahora el desierto ocupa su lugar: a nuestros pies se extiende el intenso color ocre claro de la arena, eso es todo.

—¿Es la primera vez que visitas África? —me pregunta Cordelia sacándome de mi ensimismamiento.

—Una vez hice un crucero con mis padres y desembarcamos una tarde en Túnez. ¿Te parece suficiente?

Cordelia arruga la nariz.

—Creo que no.

—¿Y tú?

—Oh, sí. Hace tiempo rodé una película y viví un mes en Argelia. Luego eliminaron mi papel, pero fue una experiencia estupenda. Y cuando era más pequeña vine muchas veces con Arthur y Kate.

—¿Quién es Kate?

—La madre de Arthur. La segunda mujer de mi padre.

—¿Y por qué ibas a Johannesburgo? —le pregunto intrigada.

—Arthur y yo nos hemos visto mucho desde que éramos niños. Cosa poco frecuente en nuestra familia. A mis hermanos mayores, los hijos de la primera mujer de mi padre, apenas los conozco. A decir verdad, los otros Malcomess son un tanto capullos. En cierta manera, Arthur y yo somos hijos únicos y, además, somos los más pequeños. No nos llevamos mucho y, dado que siempre nos hemos entendido de maravilla, nuestros padres fomentaron nuestro afecto para darnos cierto sentido de unidad familiar pese a que, en realidad, ese es un concepto que no cabe aplicar al núcleo Malcomess. Por lo demás, puede que te parezca extraño, pero mi madre y Kate siempre han congeniado. Arthur pasaba las vacaciones de verano en nuestra casa de Arezzo y yo iba a menudo a verlos a Johannesburgo. Un año mi madre y yo pasamos la Navidad allí. Fue extrañísimo, porque en realidad era verano.

—¿Cómo es Kate?

—Una mujer muy ocupada con su vida. Siempre ha sido así. Fue ella la que abandonó a mi padre: él estaba loco por ella. Por lo demás, es espléndida. Ahora le sobran unos cuantos kilos, pero sigue siendo muy guapa. Arthur y ella se parecen como dos gotas de agua. Él es la versión masculina de su madre. Kate era azafata y pasaba mucho tiempo fuera de casa. Creo que fue ella la que nos transmitió la manía de los viajes. Hace unos años se trasladó a Florida con su segundo marido y, por lo que parece, ha echado raíces allí. Pero yo no acabo de creérmelo: lo llevan en la sangre, son dos gitanos.

—¿Y Arthur sufría con esa situación?

—¿Quién sabe? No es un hombre muy dado a las confidencias. Si sufría no lo manifestaba. Creo que toda esa libertad le resultaba cómoda: no le gustan los vínculos estrechos.

Mientras el avión planea sobre Jartum, siento que el corazón me salta en el pecho.

—Arthur dice siempre que la primera vez que se pisa África es un momento sagrado que nunca se olvida —me explica Cordelia.

—¿En tu caso fue así? —le pregunto.

—No. No me gusta África. Él la adora, pero no hay que olvidar que es su casa y eso le impide ser objetivo.

Cuando salimos del aeropuerto, después de sufrir un interminable control en la aduana, casi me derrito a causa del calor: es terrible, peor que el egipcio. Ni siquiera soporto la camisa de lino que llevo puesta. El sol es cegador, creo que nunca lo he visto tan nítido en el azul intenso del cielo. Cordelia se siente extraviada, mira alrededor a través de sus grandes gafas de sol buscando a Riccardo, el único que sabe que hemos llegado. Antes de partir nos preguntamos un sinfín de veces sobre la conveniencia de avisar a Arthur. Al final, convencidas de que él no iba a estar de acuerdo, optamos por darle una sorpresa, aunque llamarlo sorpresa es, cuando menos, aventurado, dada la situación. La verdad es que no quería que él me desmoralizase. Deseaba actuar por mi cuenta y equivocarme, si era preciso. Hoy sabré si ha sido un error y, en caso de que sea así, de qué entidad; aunque la verdad es que no me importa lo grande o pequeño que sea, porque es un error que deseo cometer con todas mis fuerzas.

Tras veinte minutos de interminable espera, Riccardo aparece por fin a bordo de un Jeep viejísimo.

—Espero que tenga aire acondicionado —dice Cordelia antes incluso de saludarlo.

El pobre Riccardo se estira todo lo que puede para colocar nuestro equipaje mientras le contesta que no, que el coche no está acondicionado. Cordelia resopla y se instala en el asiento delantero haciendo gala de su espíritu democrático.

—¿Habéis tenido un buen viaje? —pregunta educado; está negro como el chocolate.

—Sí, gracias. Hemos hablado por los codos.

—Iremos enseguida al hospital, tengo ganas de ver la cara que pone Arthur —dice Riccardo mientras recorremos unas calles de tierra caóticas, en las que nos vemos obligados a detenernos en varias ocasiones. Por ellas circulan medios de locomoción de todo tipo: de los carros de los culis a los Toyota Corolla.

—Me estoy achicharrando. ¿A cuántos grados estamos? —pregunta Cordelia al tiempo que hace ondear la mano para generar un mínimo movimiento de aire tórrido.

—¿Cuatrocientos? —sugiero yo boqueando.

—¡Olvida el hospital! Antes quiero ir al Acropole, tengo que darme una ducha.

Siento deseos de estrangularla, pero sería inútil. Riccardo bebe los vientos por ella y la llevará al Acropole por mucho que yo me oponga.

—Alice, ¿quieres que la deje en el hotel y que después te lleve a ti al hospital?

—¿Está de paso?

—No exactamente, pero puedo hacerlo, no te preocupes.

Cordelia lanza un gruñido.

—Qué empalagosos sois. Está bien, Riccardo, llévanos directamente al hospital. Si no te importa que te vean en ese estado… —añade después dirigiéndose a mí.

Tiene razón, pero no puedo resistirlo más. Además, verifiqué mi aspecto en el servicio del avión antes de llegar y no me pareció tan lamentable. Me lavé también los dientes y me eché colonia en las muñecas.

Así pues, mi aspecto no es, precisamente, el que no está listo para el encuentro.

Atravesamos Jartum y, por fin, llegamos al hospital, un edificio de reciente construcción; si bien las secciones de que se compone son más que numerosas, no dejan de ser distintas a lo que me había imaginado, de hecho, están bastante limpias y bien equipadas. Riccardo nos abre camino y yo, todo sea dicho, no acabo de comprender cómo me siento. Cuando llegamos a la sección en la que se encuentra Arthur, el doctor Fragrassi nos sale al encuentro entusiasmado, asegurando que la sorpresa contribuirá a mejorar su estado.

Es evidente que no lo conoce.

—Entremos de uno en uno, será más divertido —susurra Cordelia recogiéndose el pelo en una coleta improvisada. Está un poco mugrienta, y el rímel se le ha descorrido—. Empezaré yo.

Sonrío con indulgencia y, mientras tanto, aprovecho para revisar rápidamente mi aspecto con el espejito que llevo siempre en el bolso —un enorme Longchamp beis, perfecto para la aventura colonial—. El rímel resistente al agua ha soportado las lisonjas del bochorno; seco un poco los brillos que se han formado en la zona T con un pañuelo de papel y me aplico un poco de pintalabios. Acto seguido, me acerco a la puerta y oigo de inmediato su voz, que en ese momento regaña a Cordelia.

—¿Te has vuelto loca? —le pregunta, aunque no parece enfadado—. Venir hasta aquí…

—Es un lugar horrible, lo reconozco, pero ya sabes que haría lo que fuese por mi hermano mayor —responde Cordelia con dulzura.

Oigo su risa. Dios mío, cuánto la he echado de menos. Me parece una melodía familiar.

—No es horrible —la corrige tímidamente.

—Si esta ciudad miserable y asquerosa no es horrible, no sé qué otro lugar de este mundo lo puede ser. En todo caso, Arthur, las sorpresas no se han acabado —añade alzando la voz y guiñando un ojo a Riccardo.

La tan cacareada sorpresa me parece ahora ridícula. En realidad, todo está en vilo entre nosotros.

Ni siquiera puedo decir que lo conozco a fondo. Por ejemplo, no sabía nada de Kate ni de sus veraneos en Arezzo. Si he de ser franca, no sé casi nada de su pasado. Como tampoco sé cuál es su color o su película preferidos. Reconozco que son banalidades, pero las relaciones se componen también de esas pequeñas grandes banalidades.

¿Qué hago aquí? Irrumpo en su mundo sin que me lo haya pedido. Es más que un simple riesgo.

Pero ahora ya no puedo escapar; lo único que puedo hacer es enfrentarme a sus ojos, que me mirarán al principio maravillados. Luego, quizá, con compasión.

La habitación está abarrotada de camas y camillas. Huele un poco mal: no hay que olvidar que los seres humanos sudan.

Arthur está de pie, lleva una camiseta azul marino al revés; ha perdido varios kilos y su tez tiene un tono terroso bajo el moreno ya descolorido. Sonríe mientras habla con Riccardo y Cordelia, parece sereno, pero, aun así, se me encoge el corazón al verlo. Es la sombra de sí mismo.

Cuando alza la mirada siguiendo la de Cordelia y la posa sobre mí, veo reflejado en ella el espanto.

Nuestras miradas se cruzan entre estas cuatro paredes desteñidas.

La intensidad de la emoción que siento me destroza por dentro.

—¿Tú? —murmura agachando levemente la cabeza.

Bajo la mirada, incapaz de soportar la suya.

—Yo no…, no quería…

No sé qué decir.

Olvidándose aparentemente de todo, Arthur abandona el centro de la habitación y se acerca a mí.

Se detiene unos instantes y me observa con cautela. Le tiendo torpemente la mano y, dando unos pasos, me acerco hasta que nos quedamos cara a cara. Roza mis dedos con los suyos, con una timidez que desconocía en él. Por fin sonríe, me brinda su sonrisa más hermosa, abierta y confiada, y me abraza como si estuviésemos solos, haciendo caso omiso de los espectadores: es el abrazo de dos necesitados.

Huele a jabón de pésima calidad, pero el aroma me resulta, de todas formas, irresistible. Su barba me irrita ligeramente el cuello. A pesar de la inquietud y de la incertidumbre, el mero hecho de poder estrecharlo entre mis brazos me produce una sensación de absoluto bienestar.

Mientras tanto, el resto de los enfermos nos miran como si fuésemos los protagonistas de una opereta.

—Tortolitos… No sé vosotros, pero yo me estoy ahogando. ¿Le preguntamos al médico si puedes salir, Arthur? —tercia Cordelia.

Arthur retrocede de inmediato, como si se hubiese quemado.

—Claro que puedo. No hace falta que pida permiso.

—Perfecto, en ese caso salgamos cuanto antes de aquí —responde apresuradamente ella cogiéndolo de un brazo.

Pero él —me doy cuenta— no logra apartar la mirada de mí. La sensación es maravillosa.

—Te has puesto la camiseta al revés —observa Cordelia.

—No esperaba visitas —replica Arthur sonriendo mientras observa las costuras laterales de la prenda.

Yo, que mientras tanto he enmudecido sobrepasada por la emoción, le guiño un ojo y apoyo instintivamente una mano en su hombro. Arthur me la acaricia, tiene el brazo vendado en la zona en que, imagino, le han puesto una infinidad de sueros.

Nos encaminamos hacia una especie de sala de espera rodeados de un ambiente, cuando menos, surrealista.

—La idea fue tuya, ¿verdad? —pregunta Arthur a su hermana al mismo tiempo que le acaricia la cabeza.

—Así es, pero enseguida encontré un magnífico apoyo: Alice no dudó ni un instante en acompañarme. ¿Verdad, Alice?

Arthur se vuelve instintivamente para mirarme, y yo me pierdo en sus ojos.

—Sí, es cierto —balbuceo.

—En mi defensa puedo alegar que intenté disuadirlas hasta el último momento —interviene Riccardo.

Cordelia resopla.

—Tu opinión no nos interesa mucho —responde con acritud.

Jamás comprenderé por qué lo trata tan mal.

Sonrío solidaria a Riccardo, que baja levemente la mirada un poco atormentado. Arthur regaña a su hermana.

—Bruja —le dice.

Ella sonríe felina y se disculpa decorosamente con su víctima.

—Voy a por unas bebidas —propone Riccardo muy digno y sin responderle.

—Quiero una Coca Cola Zero —pretende la condesita.

—Dudo que haya —replica él vacilante.

Mientras tanto, Arthur y yo no dejamos de buscarnos y de encontrarnos con los ojos. La añoranza que siento es de una belleza extraordinaria.

—Te veo muy mal, Arthur. ¿Cuándo te dejarán salir de este asqueroso sitio? —pregunta Cordelia infatigable.

—Muy pronto —responde su hermano vagamente—. Y vosotras, ¿cuánto tiempo pensáis quedaros? —pregunta a su vez estirando la frente; la cicatriz que tiene en una ceja se nota más de lo que recordaba.

—Toda la semana que viene. Y tú, por supuesto, volverás a casa con nosotras.

El rostro de Arthur se ensombrece. Puede que lo conozca poco, pero aun así no se me escapan ciertos detalles.

—Quizá sea demasiado pronto para él, Cordelia —comento.

—Cuando me reponga —afirma él con aire grave—, volveré al trabajo con Riccardo. No regresaré a Roma hasta que termine —concluye con firmeza.

Por un instante su actitud me hiere inexplicablemente. Después de todo, es normal. ¿Qué me esperaba? ¿Que hiciese las maletas y volviese enseguida a casa conmigo? Quizá haya notado mi abatimiento, porque me acaricia una mejilla —tiene las manos heladas, y eso me desconcierta, dado que estamos, cuando menos, a cuarenta y tres grados de temperatura.

—No he venido hasta aquí para contraer la malaria.

Riccardo regresa blandiendo una Pepsi Light, que Cordelia acepta con desdén, una botella de agua para Arthur y una especie de Gatorade para mí. Estamos sentados, los cuatro, en una sala con las paredes verdes, desconchadas aquí y allí, en la que flota un olor acre a sudor humano y a desinfectante diluido, en unas sillas medio rotas, y rodeados de una multitud de personas. Cordelia, con su aire esnob, parece encontrarse en este sitio por error; Arthur tiene el aspecto desamparado de un náufrago; Riccardo parece un león enjaulado, y yo me siento completamente desorientada.

Y cuando mis ojos se posan fugazmente sobre los niños raquíticos y las personas con los miembros amputados —una pierna o incluso las dos, debido a las minas—, todo aquello a lo que atribuyo una importancia fundamental me parece vacuo y remoto.

La competición en el trabajo y mis vicios más costosos.

Los aparto de mí con la mente. Me siento en deuda con la vida.

A bordo del Jeep de Riccardo, envuelta en una capa de bochorno, con la frente perlada de gotas de sudor, y los ojos secos, hinchados y cansados en los que se introduce sin descanso la arena, tengo, sin embargo, la certeza de que, por muy extraña que me sienta aquí, Jartum es en este momento el único lugar en el mundo en el que deseo estar.