FALTAN exactamente dos días para que emprenda un viaje a África que podría costarme la salud y la reputación.
No obstante, no siento la menor ansiedad; al contrario, tengo la impresión de estar caminando por las nubes, tan ligera como solo se puede ser cuando se alcanza la máxima determinación.
Con este ánimo, lleno de serenidad, me presento a Claudio, quien ha enviado a una secretaria para llamarme, y que ahora me recibe en su despacho con una sonrisa casi tierna en los labios.
—Te he convocado para ponerte al día sobre el desarrollo del caso Valenti. ¿Te interesa?
—Por supuesto.
—Los datos proceden de Calligaris en persona, y todavía no son oficiales; así pues, te ruego que no se los comentes a nadie. Doriana Fortis ha confesado su versión de los hechos. Sostiene que Giulia y ella riñeron el doce de febrero, a eso de las seis de la tarde. En los últimos tiempos su relación no era lo que se dice idílica, hecho que confirma la llamada que presenciaste.
—¿Calligaris te explicó la razón de la pelea?
—No entró en detalles ni yo se los pedí, claro está. Me dijo que la versión oficial es que se trataba de una antipatía atávica y recíproca que ninguna de las dos lograba superar.
—Pero… la conversación que escuché esa tarde… indicaba un aborrecimiento más concreto. No se trataba de una vaga antipatía, sino que respondía a un motivo específico. Doriana estaba celosa de Giulia y de Jacopo. ¡Es evidente!
—No te alteres. Tarde o temprano se sabrá, es cuestión de tiempo. Para empezar habría que aclarar la eventual liaison entre los dos. Doriana no la ha mencionado.
—Supongo que para proteger a Jacopo.
Claudio frunce el ceño.
—El quid de la cuestión es que, sea como sea, Doriana tiene una coartada entre las 21.00 y las 23.00.
—¿Y el alboroto? ¿A qué hora lo oyeron los testigos?
—No lo sé, la verdad es que no me he interesado sobre ese punto.
—Fijaste la hora de su muerte a las 22.00. Sabes de sobra que no estoy de acuerdo.
Claudio asume un aire conciliador. Extrañamente, no parece irritado, y contesta con su habitual amplitud de miras.
—Lo que no logro explicarme es la llamada telefónica de las 21.17.
—Esa llamada podría ser un intento de despistar de Doriana o de Jacopo. Piensa un poco: la presencia simultánea del material genético bajo las uñas y de líquido seminal que, en un noventa y nueve por ciento, corresponde a De Andreis indica una sola cosa.
—Que, con toda probabilidad, mejor dicho, casi seguro, los dos estaban juntos —concluye Claudio—. Tienes razón y, por ese motivo, examinaremos cuanto antes el material que obtuvimos en el cuerpo de Giulia. Estoy seguro de que Calligaris está siguiendo esa pista.
—Si admitieses que la hora de la muerte podría haber sido antes de las 21.00, Doriana se quedaría sin coartada —le hago notar con un tono prudente que, pese a todo, no influye en el contenido de la propuesta, que Claudio recibe como si un petardo le hubiese explotado en la cara.
—¿Admitir qué? —pregunta con señales de alteración en el rostro—. Si he de ser sincero, estoy convencido de que la muerte se produjo después de las 21.00. Su cuerpo todavía estaba caliente y lo que tú llamas livor mortis era, en realidad, una leve sombra. Por no hablar del hecho de que no presentaba la menor señal de rigidez. ¡Por el amor de Dios, parecía viva! —exclama con la intención de convencerse a sí mismo, más que a mí.
—Me temo que Doriana y Jacopo están perdidos —murmuro mientras pienso que todavía hay algo que no me encaja—. Es la única explicación, Doriana le suministró el paracetamol y considero que lo hizo de manera solapada, con la intención de causarle el shock. Lo que no alcanzo a imaginarme es cómo, con qué pretexto.
—De hecho, no te corresponde a ti hacer ese tipo de suposiciones. Deja que Calligaris se exprima el cerebro. Mirándolo desde esa óptica, yo no descartaría del todo el suicidio.
—¿Quieres decir que quizá Giulia se suicidó después de reñir con Doriana?
—¿Por qué no? —aventura.
Pues sí, ¿por qué no? A pesar de haber hablado largo y tendido sobre ella, a pesar de que nuestras vidas se cruzaron por unos instantes, no puedo decir que conociera a Giulia. Y, si bien una parte de mí se niega a creer que fue un suicidio, no puedo por menos que reconocer que, tal y como están las cosas, no cabe excluir por completo esa hipótesis. La misma Bianca, que conocía a Giulia quizá mejor que nadie, la cree verosímil.
No dejo de preguntarme por qué no encontramos el blíster de la pastilla de paracetamol que se tomó. Si fue ella la que lo ingirió, ¿dónde puso el envase? No recuerdo que hallasen nada en casa. Lo que podría suponer que una tercera persona le suministró el paracetamol. No obstante, me temo que ha llegado el momento de poner punto final a las elucubraciones. Claudio parece impaciente y quiere ponerse manos a la obra enseguida. No me queda más remedio que seguir su ejemplo.
Estoy comiendo una pizza con Yukino. Acaba de volver de Florencia, donde visitó los Uffizi, y por ello se ha perdido los últimos capítulos de su telenovela favorita.
—¿Arthur kun enfermo? ¡Injusto! ¡Injusto! —exclama después de que le haya explicado los últimos acontecimientos adaptándolos a sus entendederas—. ¿Por qué no se ha puesto enfermo el canalla que te hace tantas cosas malas en el Instituto? ¿Por qué Arthur kun, que es tan bueno?
—La vida es así, Yuki. En cualquier caso, se está recuperando. No hay motivo de preocupación.
—Tú hoy eres seguidora de esa filosofía… ¿Epi, epi?
—Epicureísmo.
—¡Es demasiado difícil para mí! He asistido a lección ayer en universidad. ¡Estupenda! Es como el zen.
—Sí, Yuki, pero, sobre todo, tengo una bomba para ti. ¡Me marcho! Voy a verlo a Sudán —anuncio con tono triunfal.
Me siento verdaderamente orgullosa de esta demostración de valor. Entusiasmada, Yuki abre los ojos como platos. Dado que no logra formular sus pensamientos en italiano, suelta todo un monólogo en japonés.
—¿Puedo enviar contigo pequeño regalo para Arthur kun? Me gustaría regalarle un libro, para compañía en hospital.
—Por supuesto, Yuki, le encantará. Después de haber digerido la sorpresa de verme, claro está.
—¿No sabe que vas?
Sacudo la cabeza. Es, en efecto, la cuestión más espinosa.
Por primera vez en esta comida, Yukino se calla durante unos segundos a la vez que abre desmesuradamente sus ojos oblongos.
—Tú mi mito —afirma a continuación solemnemente.
Le hablo de las esperanzas que tengo puestas en este viaje. Ella, inconsciente y romántica, alienta calurosamente mis desvaríos y sostiene que la estancia en Sudán será determinante, porque contribuirá a que nos reconciliemos. Me gusta pensar que tiene razón.
No obstante, antes de marcharme necesito ver a Calligaris, porque hay algo que me inquieta un poco y la única forma de ahuyentar mis temores es hablando con él.
La chica de pelo rizado y moreno, que me conoce ya, me recibe con cortesía y me aparca en una sala de espera medio desierta. Las paredes amarillas con la pintura desconchada son, cuando menos, inhóspitas y en el aire flota un leve olor a moho, a pesar de que la ventana está abierta. Mientras espero, recibo un número cuando menos excesivo de mensajes de Cordelia, entre los cuales hay uno sobre la conveniencia o no de comprar un nuevo bolso de Prada para el viaje, otro sobre la urgencia de adquirir barritas Kellog’s, y varios de tenor más o menos parecido. Pese a todo, logra contagiarme su excitación y me pongo a hacer una lista de las compras que tengo que hacer antes de marcharnos, hasta que la consabida joven uniformada me indica con un ademán que puedo entrar en el rancio despacho de Calligaris.
—¡Alice! Siempre es un placer volver a verla.
—Lo mismo digo, inspector.
—Estupendo. ¡Siéntese, por favor!
Obedezco y, por primera vez desde que empecé a acribillarlo con afirmaciones y peticiones más o menos audaces, me siento incómoda, porque esta vez no puedo aportar nada al desarrollo de la investigación. Lo único que puedo hacer es ser sincera y pedirle que me aclare todas las dudas a las que ni los periódicos ni Claudio saben dar una respuesta.
—¿En qué puedo ayudarla? —pregunta con los dedos de las manos entrelazados y una expresión de curiosidad en su rostro incoloro.
—Inspector, me gustaría hablarle… Bueno, para ser más precisa, me gustaría saber las novedades que hay sobre el caso Valenti —digo titubeante.
—Alice, está realmente obsesionada… —afirma rascándose un pómulo.
—Entiende mi situación, ¿verdad? Me siento unida por un vínculo especial a esta historia. Es la primera vez que me ocurre y, probablemente, también la última. Es más, así lo espero.
—¿Qué quiere saber en particular? —ataja él.
—¿En qué dirección están trabajando? ¿Homicidio? ¿Suicidio?
—Pero ¿qué está diciendo, Alice? Usted excluía el suicidio.
—Yo sí, pero no estoy muy segura de lo que piensa usted al respecto.
—Es cierto. No soy muy propenso a considerarlo un suicidio. Por diferentes razones. Para empezar, la ausencia de datos circunstanciales. No se encontró ningún rastro del paracetamol que consumió Giulia ni dentro ni fuera de casa. Además, no hemos hallado nada que indique que estuviese deprimida. Valenti era toxicómana, pero todas las personas que hemos interrogado excluyen que pudiese tener tendencias suicidas. Todas excepto su hermana, aunque una de sus amigas, Abigail Button, nos contó una conversación casual que mantuvo con Giulia en relación con el suicidio de un mutuo conocido. En esa ocasión, la señora Valenti manifestó una serie de razones por las que, aseguró, ella jamás haría una cosa así. Puede que le parezca poca cosa, pero no creo que sea un elemento que se pueda pasar por alto. Lo único que le digo es que considero más verosímil el accidente que el suicidio. Pero, en todo caso, no fue una muerte accidental.
—Comprendo, se trata de un homicidio.
—Estoy seguro.
—Inspector, si me permite… ¿Cómo recibió la indicación sobre Doriana Fortis?
—¡Vamos! ¡Supongo que no pensará en serio que se lo voy a decir! —me reprende—. ¿Por qué le interesa? Lo único que puedo decirle es que se trata de un testigo al que Fortis confesó que había reñido violentamente con Valenti la tarde del día en que esta murió.
—¿Y qué más le reveló?
—Nada. La señora Fortis ha negado rotundamente haber hablado con mi testigo. Pero, dado que siempre lo niegan, no me fío mucho de sus declaraciones. Si Doriana no conversó con él, como asegura, ¿cómo conocía el testigo los detalles de la pelea?
Es obvio que Doriana nunca habló con Bianca. Esta se escudó en la excusa de la confidencia para contar algo que sabía de antemano. La pobre Doriana no ha mentido.
No obstante, una extraña idea me azuza el cerebro. Bianca estaba excesivamente segura de sus suposiciones; la tarde en que hablamos no me expuso sus opiniones con un tono hipotético, sino como si se refiriese a hechos consumados.
—¿Qué detalles? —pregunto.
—Estaba al tanto de los pormenores de la pelea, que luego confirmó la señora Fortis.
—¿En qué sentido?
—Durante la riña, Fortis lanzó a Valenti unas acusaciones muy concretas que mi testigo fue capaz de repetir y que Fortis no ha negado.
Es imposible que Bianca conozca los detalles: la conversación entre ella y Doriana nunca tuvo lugar, estoy convencida.
De manera que las posibilidades son dos: o el testigo no es Bianca o alguien, que no es Doriana, refirió a Bianca la pelea.
La única persona que podría haberle contado a Bianca lo que sucedió esa tarde es Jacopo de Andreis.
No obstante, me pregunto: si Bianca sabía ya lo de la riña, ¿por qué motivo me pidió que efectuase el examen del ADN de Doriana?
La única respuesta que se me viene a la cabeza es que alguien le contó posteriormente los pormenores de la pelea en cuestión, Jacopo, para ser más exactos. Además, ella le reveló a su primo nuestro secreto.
Todo esto hace suponer que entre Bianca y Jacopo existe una relación mucho más íntima de lo que ella asegura.
—Ahora, sin embargo, Alice…, si no le molesta, tengo una cita —me explica con amabilidad a la vez que mira el reloj.
Me habría quedado más tiempo y, de haber tenido el valor suficiente, le habría preguntado a qué está esperando el fiscal para solicitar el análisis genético de Jacopo de Andreis y demostrar que estuvo con Giulia esa tarde. ¡Es evidente que ese fue el motivo de la dura pelea que tuvo lugar entre Doriana y Giulia!
—Faltaría más —contesto poniéndome en pie—. Ha sido muy amable, inspector. Se lo agradezco.
Calligaris esboza una sonrisa.
—Siento una gran simpatía por usted, doctora. La considero una persona apasionada, curiosa y atenta. Dotes que rara vez encuentro y que, precisamente por ello, estimo que son admirables.
Lo que prueba, una vez más, que la suerte siempre premia a los que menos se lo merecen.
He perdido por completo la dignidad y, sin embargo, regreso a casa después de haber sido destinataria de varios cumplidos.
Calligaris no me acompaña a la salida, pero me saluda con un ademán de la mano sin levantarse de su sillón; apenas cruzo el umbral devolviéndole el saludo, me tropiezo con una mujer cuyo perfume reconozco de inmediato.
—Bianca…
Parece irritada. Por culpa de mi torpeza, su maravilloso bolso ha ido a parar al suelo y su contenido se ha desparramado por él. Me agacho instintivamente para ayudarla a poner todo en orden.
—Déjalo —murmura, al tiempo que recoge febrilmente la cartera de piel roja, el llavero a juego, el móvil de última generación, el espejito de mano, un paquete de pañuelos de papel, un libro de Marguerite Duras, un pintalabios de Helena Rubinstein, un blíster de pastillas, un paquete de chicles y una pinza para el pelo.
Bianca parece una persona tan común… Y, sin embargo, es justo lo contrario, puedo asegurarlo.
Esquiva mi mirada y pasa por mi lado como si fuese una insignificancia con la que se topó por casualidad y que al final ha resultado ser una verdadera molestia.
Por mi parte, mientras vuelvo a casa en metro, no puedo evitar pensar en ella con nostalgia, con la sutil melancolía con la que se mira a los que nos han seducido y, después, nos han abandonado.
Un tanto aturdida, subo cansinamente la escalera de casa, que encuentro desierta. Me meto bajo la ducha y gozo de su poder vigorizante. Justo cuando me estoy enjuagando con fuerza el pelo para eliminar el champú, siento una sacudida eléctrica.
Me arrebujo en el albornoz y enciendo mi lentísimo ordenador portátil. Tiemblo mientras espero a que se ponga en marcha Internet Explorer.
Tecleo «Panadol Extra» en el motor de búsqueda.
Hago clic en el primer enlace que me brinda una descripción de la composición.
Se trata de un analgésico que se vende en Estados Unidos y que, recientemente, ha empezado a importarse en Italia.
Es una preparación farmacéutica del paracetamol.
Es el nombre de las pastillas que tenía Bianca en el bolso.
El Panadol Extra se caracteriza por contener también cafeína.
Llamo enseguida a Claudio.
—¿Podrías enviarme el resultado del análisis toxicológico de Giulia Valenti? —le pregunto sin más preámbulos.
—Estoy en una cena, Alice.
—¿Tan tarde es? Disculpa.
En efecto, son más de las ocho.
—No te preocupes.
—Bueno, en ese caso… Si no puedes enviarme el documento, es obvio que no puedes…, por casualidad, ¿recuerdas si en la sangre de Giulia había cafeína?
Claudio tose.
—Alice, me han dicho que estás a punto de salir de viaje. ¿Por qué no te dedicas más bien a hacer las maletas?
Como en cualquier otro centro de trabajo del mundo, es poco menos que imposible tener un secreto.
—Ya las he hecho, no te preocupes. Vamos, haz un esfuerzo, a ver si te acuerdas.
—Creo que sí. Una dosis mínima.
—¿Podría haber consumido la cafeína con el paracetamol?
—Por el amor de Dios, Allevi. ¿Puedo cenar sin pensar en el caso Valenti? Sé buena. Hablaremos mañana.