DESPUÉS de un domingo de aburrimiento descorazonador, a la mañana siguiente, mientras estoy en el Instituto, recibo una llamada chispeante de Cordelia, que me propone que comamos juntas en la pizzería que acaban de abrir cerca de su casa.
Cordelia me espera fuera del local con aire impaciente. Viste una blusa de color berenjena, unos vaqueros ceñidos a más no poder y unas bailarinas de color morado que son estupendas.
—Llegas tarde —observa.
—¡Creo que, por una vez, yo también tengo derecho a retrasarme! —respondo molesta. Cordelia tuerce sus finos labios; coge un caramelo de menta de la enorme tote bag de Hermés, que le debe de haber costado al Supremo los honorarios de, cuando menos, diez autopsias, y me escruta, esquelética y trémula.
—Tengo un hambre de lobo —me informa.
—¿Tú?
—Vamos, no podemos perder tiempo.
Con el fondo radiofónico de Tainted Love de los Soft Celle, pide una pizza mientras yo la acribillo a preguntas que, como no podía ser menos, están relacionadas con Arthur.
—¿Has hablado con él últimamente? ¿Ha mejorado? ¿Sigue haciendo diálisis?
—Prohibidas, totalmente prohibidas, las aceitunas —dice a la camarera—. Sí, Alice, ahora te explico.
Apenas acabamos de pedir la comida se dirige a mí en tono puntilloso.
—No tienes nada de paciencia.
Es cierto. De todos, es mi peor defecto.
—Es que no logro resistirlo. No consigo controlarme. Quiero que regrese a casa, de inmediato —digo, como si fuese una niña caprichosa.
—La verdad es que yo tampoco lo resisto más —repite como si hubiese dicho una cosa evidente—. De eso es, justamente, de lo que quería hablarte —anuncia con aire de conspiración.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero viajar a Jartum y me gustaría que me acompañases —me explica sencillamente al tiempo que se sirve un poco de agua Ferrarelle en su vaso.
Caramba, menuda mujer de acción. Reconozco que la idea también se me pasó por la mente, pero no tuve el valor suficiente para desarrollarla. Me deja boquiabierta por unos instantes.
—¿Entonces? —insiste.
Se impone un análisis meticuloso del asunto.
¿Quiero ir a Jartum con Cordelia?
Me muero de ganas.
¿Es oportuno?
Por supuesto que no.
Ante todo, imagino que la visita no corresponde en absoluto al concepto de cierre de Arthur. No sé si le gustará saber que me encuentro allí, a escasa distancia de él. Pero se trata de un caso de emergencia. Y, después de todo, me añora. Cuando recuerdo las palabras que pronunció con naturalidad y pesar, me estremezco.
Debo ir para recuperarlo.
—¿Arthur lo sabe?
Es una pregunta retórica, pero inevitable.
—Por supuesto que no; no me permitiría hacerlo. ¡Vamos, Alice! Piensa qué maravilla, tú y yo en Jartum…
De poco sirve explicarle que Jartum no es una localidad residencial, y que he leído en Internet que el gobierno local se ha visto obligado a restablecer el toque de queda porque han surgido nuevos movimientos guerrilleros. Por no mencionar el hecho de que el Tribunal de La Haya ha acusado al jefe del gobierno de crímenes contra la humanidad. Cordelia escucha mis objeciones con clemente superioridad.
—No sucederá nada, exageras, como siempre. Será una aventura increíble —dice con tono soñador. Qué tierna es, para ella todo se reduce a un juego—. ¿Entonces? ¿Sí o no? Yo iré de todas formas y, si no quieres hacerlo por Arthur, deberías hacerlo por mí. Si de verdad crees que es muy arriesgado, ¿por qué me dejas ir sola?
Me mira fijamente con sus grandes ojos grises, tan grandes que no guardan proporción con el resto de la cara.
—¿Y tus padres? —pregunto.
—Que se vayan a hacer puñetas. Yo me marcho. Punto. ¿Quieres venir o no?
—Vamos a la agencia —digo exhalando un suspiro, aunque, en realidad, no puedo estar más excitada.
—¿Viajáis a Jartum por trabajo? —pregunta el empleado de la agencia de viajes, que lleva una placa azul claro en que figura el nombre de IGOR prendida en su camisa blanca.
—¿Cómo te lo has imaginado? —pregunta Cordelia.
—Por exclusión, querida. Es evidente que nadie va de vacaciones a Sudán. Especialmente ahora —explico con aires de persona seria, como si yo fuese la madre y ella la hija.
Igor nos mira desconcertado.
—No vamos por trabajo, ¿de acuerdo? —puntualiza ella.
—Tendréis que pedir el visado a la embajada —prosigue Igor distraído.
Cordelia y yo nos miramos a los ojos, asombradas.
—¿El visado? —inquirimos al unísono.
Igor nos escruta con aire compasivo.
—Por supuesto, el visado. Casi todos los países africanos lo piden para entrar.
—¿Y cuánto tiempo se necesita para obtenerlo? —pregunto de un tirón.
—Como mínimo dos semanas —contesta él sin dejar de mirarnos, como si le pasmase la idea de que no hayamos tenido en cuenta un hecho tan relevante.
—¡Menudo coñazo! —exclama Cordelia.
—Se trata de una emergencia, ¿no se puede obtener en un plazo más corto? —pregunto esforzándome por ser razonable.
—No creo, no.
—¿Cómo que no? —exclama Cordelia nerviosísima.
—Esperad un momento. Haré un par de llamadas.
Igor coge su agenda y comienza a teclear febrilmente varios números de teléfono.
—Hay una posibilidad, pero tendréis que asumir el riesgo y el peligro que comporta.
—Dispara —dice Cordelia, como si estuviese actuando en una película de Indiana Jones.
—Se puede pedir el visado en la embajada egipcia, en El Cairo.
—¿Qué quieres decir? —pregunto confusa.
—Pues que antes tendréis que viajar a El Cairo y, una vez allí, pedir el visado para Sudán. Cuesta caro, pero te lo entregan en unas horas.
—¿Seguro? —pregunto con suspicacia.
—Bueno, seguro… Es probable, pero es la única posibilidad que tenéis. Mucha gente utiliza esta estratagema. Si no os parece bien, deberéis tener un poco de paciencia y seguir el procedimiento ordinario.
—No podemos esperar —afirma Cordelia con tono resuelto—. Haremos lo que dices.
—Os costará bastante —puntualiza Igor.
—Da igual —prosigue ella impasible, con la arrogancia propia del rango social al que pertenece.
Será un mazazo para mi cartera, cuyo estado es, en estos momentos, lamentable, pero Arthur se merece eso y más.
—¿Y si no sale bien? —pregunto cada vez más aturdida.
—En ese caso pasaréis unas estupendas vacaciones en Egipto —responde Igor sonriendo plácidamente.
—Calma, Alice, ya verás como todo sale a pedir de boca, lo sé —dice Cordelia al verme titubear—. Supongo que no querrás renunciar.
No, soy incapaz de hacerlo.
—No lo digas ni en broma, Cordelia. Está bien, intentémoslo.
—En ese caso, procedamos. Hay un vuelo Roma-El Cairo con dos asientos libres que sale el jueves a las 11.55. Es directo, de manera que llegaréis a El Cairo a las 15.15 —dice Igor.
—¿No podemos volar el martes o el miércoles? —pregunta Cordelia.
—Mañana es martes, Cordelia —puntualizo.
—Es cierto. En cualquier caso, me puedo organizar en veinticuatro horas, ¿tú no?
—El problema ni siquiera se plantea. No hay sitio —tercia Igor, agotado.
—Ah. ¿Hay un Hilton en Jartum? —pregunta acto seguido Cordelia.
—Sí, pero pensemos primero en la vuelta y en El Cairo —responde él—. Es evidente que pasaréis la primera noche en esa ciudad; al día siguiente, el viernes, iréis a la embajada a solicitar el visado para Sudán y, por último, si todo sale bien, partiréis rumbo a Jartum el sábado a las 15.00. La llegada está prevista a las 18.35. ¿Cuánto pensáis quedaros en Jartum? Es necesario que tengáis el billete de vuelta de antemano.
—¿Y si no nos conceden el visado?
—Intentaré cambiar el vuelo para otra fecha a fin de que no perdáis todo el billete. Podría posponerlo dos semanas, para entonces tendríais ya el visado. Os lo he advertido, el riesgo es vuestro. Y, sobre todo, el viaje sale espantosamente caro. ¿Entonces, la fecha de regreso?
—Al menos una semana después. Démonos prisa, venga —insiste Cordelia.
Igor nos escruta con una expresión enigmática.
—¿Qué te parece? ¿Vamos al Hilton? —propone Cordelia.
—No, mejor al Acropole Hotel —respondo.
—¿Por qué? —pregunta ella, desconcertada.
—Pues porque Arthur se aloja allí.
Me parece obvio.
—Para ser más precisos, Arthur se aloja en el hospital.—Igor nos escucha cada vez más abatido—. Yo ni siquiera tomo en consideración otro hotel que no sea el Hilton.
Cuando se comporta así la estrangularía.
—O el Acropole o me voy de inmediato a casa.
Parecemos dos crías caprichosas.
Cordelia patea con el piececito calzado por Gucci el parqué, pero, al final, acepta de mala gana.
Con los billetes electrónicos en el bolso me siento desestabilizada. Una parte de mí daría lo que fuese por estar ya en Sudán. La otra piensa en todo lo que está dejando pendiente.
Por si fuera poco, Silvia se entromete y empeora la situación.
—¿Debo recordarte que el colegio todavía no ha tomado una decisión oficial y que sigues al borde del precipicio? ¿Debo recordarte que Arthur no tiene la menor intención de construir algo contigo que sea remotamente estable? No te quiere bastante, Alice. O puede que no te quiera en absoluto.
—No voy a Sudán para volver con él, sino porque me necesita.
—Yo diría más bien que prefieres considerarlo de esa forma.
—No, él mismo me lo ha dicho.
—También ha dejado bien claro que no tiene la menor intención de regresar. ¿Qué futuro puede tener una relación así?
—¿Quién sabe?
—Yo te lo diré: ninguno.
—Deja que me vaya.
—No puedo impedírtelo, pese a que me encantaría hacerlo. Lo único que puedo hacer es desearte buena suerte.