EN un estado entre catatónico y abatido miro la pantalla sin concentrarme en ningún programa en particular.
A las diez de la noche recibo una llamada de Cordelia. Hace tiempo que no hemos hablado. En lo que a mí concierne, para evitar posibles situaciones embarazosas. En cuanto a ella, no estoy muy segura. Y el caso es que lo lamento, porque siento debilidad por ella. Es una persona especial.
—Alice, soy Cordelia.
—¡Hola! No sabes cuánto me alegro de oírte —le digo con sinceridad.
—Esto…, yo también. Mejor dicho, yo no. En el sentido de que me gustaría tener noticias tuyas como cuando salías con Arthur; creo que eres la mejor chica que me ha presentado, y no porque haya salido con muchas, pero algunas eran terribles. En cualquier caso, lo que no me gusta es hablar contigo en una situación como esta.
—¿Qué situación?
—Intenta mantener la calma, ¿OK?
—¿Arthur? —pregunto instintivamente.
—Está en el hospital de Jartum. Me acaba de llamar Riccardo.
—Sabía que le sucedería algo. Lo sabía. ¿Está herido? ¿Lo capturaron y lo torturaron? ¡No me ocultes nada, Cordelia!
—Bueno, la verdad es que se trata de algo mucho menos pintoresco. Menos a lo John Le Carré y más al estilo Rosemunde Pilcher. Ha contraído la malaria; pero no te preocupes, no es grave.
—¿Sabes de qué tipo de malaria se trata? —pregunto.
Si antes me sentía ya confusa, esta noticia me ha dado el golpe de gracia.
—¿En qué sentido, qué tipo de malaria?
—En el sentido de que existen tipos más graves, en su mayoría fatales, y otros que, en cambio, se pueden curar —respondo irritada.
—No sé mucho más, Alice, pero, si está mejor eso, significa que no era fatal. ¿O no? En cualquier caso, Riccardo no me ha dado más detalles. Se ha limitado a decirme que lo peor ha pasado, que ahora está en el hospital y que no nos preocupemos.
—¿Tu padre lo sabe?
Cordelia permanece unos instantes en silencio.
—Sí, lo he llamado. Me ha atiborrado la cabeza de cosas sobre las que no he entendido una sola palabra: profilaxis, quinina, y no sé qué más. Ha llamado al jefe del hospital de Jartum… Por lo visto, Arthur está fuera de peligro, pero su estado era grave.
—¿Has podido hablar con él personalmente?
—No. Todo es muy reciente, Alice —subraya—. Cosa de hace una hora.
—Quiero hablar con él —digo, más a mí misma que a ella.
—Te dejo el número de Riccardo y del hospital —me ofrece con gran amabilidad.
—Gracias por haberme avisado, Cordelia. No tenías ninguna obligación de hacerlo, dado como están las cosas entre tu hermano y yo.
—¿Cómo no iba a llamarte? Al margen de todo, sabía que agradecerías que te informásemos, así que lo he hecho. Sobre todo porque vuestra relación no me parece resuelta —añade meditabunda—. Ahora te tengo que dejar. Llama a Riccardo, nos mantendremos en contacto para comentar las novedades.
Sin pensármelo dos veces llamo a Riccardo, que contesta al móvil después de tres intentos con un tono acompasado y relajante.
—No tienes nada que temer, Alice. Todo está bajo control. Eres médica, de manera que lo sabrás. El doctor me ha dicho que existen cuatro formas distintas de malaria, y que Arthur no ha contraído la mortal —intenta explicarme, solo que su voz me llega con interferencias.
—¿Estás seguro? —digo alzando instintivamente el tono de la voz.
—¡Por supuesto!
—¿Puedes pasármelo?
Silencio.
—Lo siento, Alice, pero está descansando y el médico nos ha pedido que lo dejemos dormir. Ha estado tan mal… Acabábamos de volver de Darfur y al principio pensaba que no era nada grave. Decía que se sentía un poco cansado, eso era todo. Pero luego empezó a temblar y a vomitar…, no sabes cómo ardía. Entonces lo llevé al hospital.
—¿Y por qué has tardado tanto en llamar a Cordelia? ¡Eres un irresponsable!
En este momento solo se me ocurre agredirlo.
La voz trémula con la que me responde manifiesta con toda claridad su malestar.
—Quizá no debería haberle hecho caso, pero, créeme, insistió hasta el último momento. Me pidió que no se lo dijese a nadie. No podía oponerme a su voluntad —me explica con tono enigmático—. Lo obsesionaba la idea de que si sus padres se enteraban le harían la vida imposible. Por eso me pidió que controlara el correo electrónico, y que respondiese a todos de su parte. Te contesté también a ti, ¿sabes?
Necesito varios instantes para metabolizar los acontecimientos.
—¿Y tú le hiciste caso? Él deliraba, pero ¿tú? Apenas puedo creerte, Riccardo, de verdad. Era una carta importante y la respuesta me dejó hecha polvo.
—¿Qué otra cosa podía hacer? —se defiende.
—Tal vez no responder, sin más. Así habría pensado que no se había enterado de mis problemas en lugar de creer que le traían sin cuidado.
—Lo siento mucho, Alice, de verdad. No debería haberle hecho caso. Pero él insistía en que debía tranquilizarte… y yo lo hice. Por lo demás, no quiero verme involucrado en vuestras cosas.
—¿Puedo llamarte más tarde para hablar con él? —pregunto fríamente.
—Por supuesto —responde, si bien me parece un tanto molesto por mis invectivas.
Cuando colgamos estallo en sollozos, es un llanto absoluto, que engloba todas mis tensiones. Lloro por Arthur, lloro por mí, lloro por Bianca y por Giulia. Pero las lágrimas no me producen ningún alivio.
Tengo que hacer un gran esfuerzo para esperar una hora, antes de volver a llamar a Riccardo, y es en vano, porque Arthur sigue durmiendo cuando me contesta.
—¿Es normal? —pregunto.
—Dicen que sí, Alice, si la situación fuese grave, te lo diría. A Cordelia quizá no, pero a ti sí —precisa—. Fíate de mí.
No me queda más remedio que creerle. Y esperar, esperar más tiempo.
No puedo leer, dormir, no logro hacer nada. Víctima del insomnio, miro la televisión durante toda la noche, presa de un gran desasosiego. Me duermo a eso de las cinco, pero a las siete me veo obligada a levantarme para ir a trabajar. No obstante, lo hago sin sentir en exceso el cansancio: he decidido superar el pudor y hablar con el Supremo.
También él —lo noto enseguida— parece cansado. Se está fumando un cigarro de pie, delante del escritorio, imponente debido a su metro y ochenta y cinco de estatura.
—Profesor… —digo titubeante después de haber llamado tímidamente a la puerta.
—Imagino lo que quiere saber. Es una forma benigna. Se salvará, por esta vez.
—¿Ha hablado con él?
—Sí, y asegura que está bien.
Conociéndolo, Arthur juraría que se encuentra bien incluso agonizando con tal de evitar cualquier recriminación.
—¿Sabe si volverá?
—Pregúnteselo a él. Pero ahora vuelva al trabajo, doctora Allevi. Tiene un montón de cosas pendientes —concluye, por fin, tratándome como si fuese una insignificancia.
Cuando estoy a punto de salir, con la cabeza gacha, me detiene.
—¿Cómo me llamó el otro día, Allevi?
Dudo unos segundos, si bien soy consciente de que no tengo escapatoria.
—Supremo.
Si su semblante no me engaña, el apodo dibuja en sus labios una leve sonrisa.
A media mañana vuelvo a llamar a Riccardo: me dice que no puede pasarme a Arthur porque en ese momento está hablando con un tipo de una empresa farmacéutica sobre la investigación que él y Arthur habían iniciado sobre las vacunaciones a la población de Darfur. Decido llamarlo al hospital, al número que me ha facilitado Cordelia.
Me responde una enfermera que no habla inglés y que, después de una espera interminable, me pasa a un médico de la sección, un italiano, por suerte.
Se llama Fragassi. Al principio se muestra un poco reacio a darme información alegando problemas de confidencialidad, pero al final, gracias al tono implorante con que le hablo, que aflige incluso a mis orejas, logro que se compadezca de mí y venzo sus reticencias. De esta manera me entero de que Arthur ha pasado bien la noche, que el diagnóstico es sustancialmente bueno y que solamente tiene unos problemas renales que, en cualquier caso, se encuentran bajo control.
No, no puede pasármelo porque está haciendo diálisis.
¿Diálisis? ¡Entonces está muy grave!
—No, no se preocupe, colega. Le retiraremos la máquina cuanto antes. Los riñones no han resultado dañados irreversiblemente. Tuvo una insuficiencia renal debida a la intensa hemolisis.
El breve informe que me acaba de hacer no corresponde mínimamente a una situación que, como aseguran todos, está bajo control.
—¿Cuándo puedo volver a llamar para hablar con él? —pregunto con un hilo de voz.
—Dentro de unas horas, ¿de acuerdo? —contesta el doctor Fragassi.
Tras colgar me preparo para una nueva espera, pero no resisto mucho. Presa de un aburrimiento al que se añade una angustia oprimente, llamo a Cordelia.
—Por fin he podido hablar con Arthur —me anuncia. ¿Por qué soy la única que no consigue hacerlo?—. Poco tiempo, porque la línea se cortó enseguida. Parecía tranquilo. Es duro como una piedra; en una ocasión casi se muere de apendicitis porque su madre, que jamás le ha prestado demasiada atención, no dio la debida importancia a los síntomas. Se salvó casi de milagro y, a partir de ese momento, lo ha resistido todo. Jamás he oído hablar de Arthur enfermo, jamás. Ya verás como, al final, atribuirá a esta enfermedad la importancia de una gripe.
La malaria, una gripe: Cordelia tiene una manera de pensar, cuando menos, particular. Al cabo de un rato intento llamar de nuevo a Riccardo. Tiene el móvil apagado. Llamo al hospital y pregunto directamente por Fragassi, pero la línea se corta y tampoco en esta ocasión logro hablar con él.
La situación está empezando a sacarme de quicio. Estoy a punto de estallar de rabia; no soporto esta sensación de impotencia.
Por la tarde, cuando estoy al borde del colapso nervioso, una llamada me devuelve a la razón; aunque, pensándolo bien, quizá me la haga perder del todo.
—Elis.
Es él. Su voz inconfundible parece vacilar.
—¡Arthur! —exclamo sin poder contenerme—. Si supieses cómo te he buscado…
—Me lo han dicho. Debes estar tranquila, ¿de acuerdo? —dice, exhausto.
—Arthur… ¿cómo estás?
Tengo un nudo en la garganta y hasta mi voz me suena extraña.
—He vivido tiempos mejores —responde él con calma.
—Te creo. Pero ¿no habías hecho la profilaxis?
Vaya una pregunta idiota. ¿Qué más me da la profilaxis?
—Sí, la empecé, pero luego me olvidé de tomar la píldora… varias veces.
Es evidente lo mucho que le cuesta hablar. Me gustaría preguntarle un sinfín de cosas, pero, al mismo tiempo, no quiero cansarlo.
—Lo siento mucho, Arthur. —Es lo único que logro decir.
—Pasará.
—Pareces muy cansado. ¿Te llamo más tarde?
—No estoy cansado. Y puedes llamarme cuando quieras —responde.
Se oyen unas voces al fondo, no está solo.
Lo que me gustaría decirle no logra emerger de la confusión en que están sumidos mis pensamientos. El caos vence incluso a los que predominan sobre los demás, y se manifiesta descontrolado.
—Arthur… Dios mío, Arthur, no sabes cuánto te echo de menos.
Arthur parece vacilar entre lo que le convendría decir y lo que le convendría callar. Al final me contesta bajando la voz.
—De todo lo que echo de menos aquí y, créeme, me falta hasta el aire, tú eres, sin lugar a dudas, la ausencia más difícil de soportar.
Resbalo por el suelo apoyando la cabeza en la pared.
—Vuelve a casa, te lo ruego —oigo que murmuro con una vocecita débil y quebrada por la inminencia del llanto.
—No quiero —responde como si la razón fuese evidente. Suspiro y permanezco en silencio—. En cualquier caso, ahora no podría hacerlo aunque quisiera. Todavía debo permanecer en esta porquería de hospital.
—En Italia te curarían mejor.
Ya no sé a qué aferrarme.
—Lo dudo mucho —responde con firmeza—. Tengo que dejarte —concluye, y así, sin dejarme posibilidad alguna de apelación, da por zanjada una conversación que, si por mí fuese, podría haberse prolongado durante varias horas.
Me siento más frustrada que antes. Me levanto y me dirijo al cuarto de baño para lavarme la cara. Escudriño mi imagen en el espejo. Parece el vivo retrato del furor impotente.