ME siento una entidad que flota entre la porquería y lo peor de la porquería. Yukino intenta distraerme sacándome de casa para ir de compras; está convencida de que la raíz de todos mis males es la ruptura con Arthur. No puede saber que, en realidad, mi malestar es mucho más amplio, es una confusión que me anula, es la pérdida de un centro de gravedad.
Estoy enfermando de debilidad. Las lágrimas surcan mis mejillas. Llorando encuentro, por fin, alivio.
Arthur.
Solo él podría escucharme, entender, aconsejarme.
Estoy en el Instituto, son las diez de la mañana. En Jartum debe de ser mediodía. Y esto no es algo que se pueda explicar por correo electrónico. Necesito hablar con él, oír su voz, que sea él el que me diga que no me preocupe. Lo llamo repetidas veces, pero a la una de la tarde, hora italiana, todavía no he obtenido respuesta, el móvil parece muerto.
Así que me veo forzada a escribirle.
Arthur,
Hace mucho tiempo que no sé nada de ti. Estoy un poco preocupada y me encantaría recibir noticias tuyas.
En cuanto a mí, ni siquiera sé por dónde empezar.
Tal vez me convenga admitir la realidad: necesito ayuda. ¿Puedo contar con la tuya?
No sé qué hacer. Aconséjame, te lo ruego.
Se trata de Giulia Valenti…
Prosigo tratando de resumir los hechos y me doy cuenta de que es muy difícil exponerlo todo con orden y método, sin que el conjunto parezca el delirio de una obsesa. Escribo, borro, reescribo, salvo diez borradores y, al final, envío una historia que parece la sinopsis de una novela negra.
Responde. Respóndeme, Arthur, te lo ruego.
La respuesta llega. Y es esta.
Disculpa por no haber dado señales de vida durante estos días. Aquí todo bien, sí. No puedo demorarme en el ordenador, perdona. Hasta pronto.
Arthur
Una respuesta que, claro está, me abstendré de comentar.
En parte porque es tan necia que, realmente, no sabría cómo justificarla.
Me esfuerzo en olvidarla.
Y con este humor me siento a la mesa a eso de las tres de la tarde, nada más llegar a casa del trabajo; como comensal, una Yukino que ha perdido ya cualquier sentido de la medida.
—¡Te estaba esperando! He preparado sorpresa, pasta italiana para ti.
—Gracias, Yuki —digo con aire distraído.
—Tú hoy eres pasiva más de lo habitual.
—Sucede —replico probando los espaguetis al pesto que ha preparado y sin lograr entender cuál es su verdadero sabor.
—¿Vamos al cine esta noche?
—Si te parece hablamos más tarde, ¿OK?
—No te ríes desde hace varias semanas. No es normal.
—No tengo ningún motivo ni para reírme ni para sonreír, Yuki.
Yukino niega tenazmente sacudiendo la cabeza.
—En Japón se dice: no sonreímos porque nos ha ocurrido algo bueno, sino que algo bueno sucederá si sonreímos.
—Lo recordaré —digo sin prestarle demasiada atención.
—¿Es tu móvil el que hace ruido?
En efecto, una vibración sorda, procedente del bolso que he dejado en el sofá, me avisa de que estoy recibiendo una llamada.
Es Lara, que susurra como si estuviese llamando a escondidas.
—Ven lo antes que puedas al Instituto, Alice.
—Acabo de entrar en casa, estoy comiendo y he pasado unos momentos terribles. No tengo la menor intención de moverme de aquí —replico molesta.
—Te acabo de decir que te des prisa.
—¿Problemas con el Jefe? ¿Con Wally? —pregunto mientras siento que la sangre se me hiela en las venas.
—No. Se trata del caso Valenti. Ahora tengo que colgarte, pero, te repito, ven enseguida.
Yukino me ve abandonar la mesa en menos que canta un gallo, me pongo al vuelo la chaqueta y ni siquiera la escucho cuando me grita.
—¡Tienes algo entre los dientes, lávatelos!
Nada más llegar al Instituto intento averiguar qué ha sucedido; veo únicamente hombres uniformados, y a ninguno de los nuestros. Tecleo el número de Lara al vuelo, pero ella rechaza la llamada.
Mi despacho está desierto, la secretaría también.
Veo llegar a Claudio a lo lejos, me ignora por completo.
—¡Claudio! —lo llamo mientras acabo de abrocharme la bata.
Él se vuelve con el aire sofisticado que lo caracteriza y me observa intrigado.
—¿Allevi? Menudo sentido de la oportunidad. Siempre a punto cuando se trata del caso Valenti.
—Pura casualidad —replico, encogiéndome de hombros.
A todas luces incrédulo, me ajusta distraído el cuello de la bata. Al ver que alarga una mano hacia mí, me sobresalto.
—El fiscal ha ordenado que efectuemos el análisis genético y toxicológico de Doriana Fortis.
La noticia produce el efecto de una detonación, pero su mirada deja bien claro que no tiene el menor deseo de profundizar en el tema.
—¿Has visto? —le pregunto con sobriedad—. Estoy esperando tus disculpas.
—No empieces a dar el coñazo, Allevi. No es el momento.
Mejor me callo.
—¿Sabes dónde está Lara? —le pregunto en un último acto de osadía.
Claudio se vuelve y me escruta con una ferocidad que me deja fulminada.
Mientras tanto, se acerca Ambra: explosiva, profesional, luce unos tacones altos y el pelo con mechas recientes.
—Cariño, te estás retrasando, la señora Fortis está ya en la sala de tomas de muestras.
Él responde rugiendo algo similar a una maldición y los dos se alejan de mí como si no existiese. ¿Qué otra cosa puedo hacer que no sea correr tras ellos?
Fuera de la sala de tomas, orbitan Jacopo de Andreis y el inspector Calligaris, deseosos, respectivamente, de que todo se acabe y de encontrar una solución. Jacopo me saluda con frialdad y yo sigo su ejemplo; sabedora de la denuncia que ha presentado al colegio, me sobresalto al volver a verlo. Siento que las piernas me tiemblan cada vez que, por casualidad, mi mirada se cruza con la suya. Parece turbado y pesaroso, casi me da pena. El inspector Calligaris, en cambio, se muestra tan bonachón y amistoso como siempre.
En el interior de la sala, Doriana, que mira alrededor entre extraviada y ausente, parece frágil e inerme, justo como la primera vez que la vi.
Claudio da la impresión de estar particularmente tenso; en realidad, el suyo es un temblor que la masa no percibe pero que yo sé detectar a la perfección. Y, sobre todo, reconozco por experiencia el olor del miedo. Detrás de la apariencia profesional de celebridad imperturbable y despiadada que se ha construido a saber con cuánto esfuerzo, Claudio teme algo.
Teme haberse equivocado por completo en este caso.
Teme que se pueda decir que ha tratado el asunto con superficialidad.
—Le ruego que se descubra el brazo, señora Fortis.
Doriana lanza un gemido y, acto seguido, un sollozo.
—Le ruego que me permita extraerle un poco de sangre, señora Fortis.
Dorina parece catatónica. Al final mira a Claudio con los ojos empañados.
—No quería. Juro que no quería. Dios mío —solloza llevándose las manos a la cara como una niña que no encuentra la paz.
¿Qué es lo que no querías, Doriana?
Su abogado se apresura a intervenir.
—Contrólese, señora Fortis. Le ruego que suspenda por unos minutos la operación, doctor Conforti. Usted mismo puede ver que mi representada no está en condiciones de colaborar.
Claudio resopla impaciente.
—Si quiere saber mi opinión, abogado, las condiciones de su clienta no cambiarán en diez minutos.
—Un poco de paciencia, demonios, doctor Conforti.
Los rasgos de Claudio se endurecen.
—Le doy veinte minutos, ni más ni menos, luego efectuaré la toma sea cual sea la condición en que se encuentre la señora Fortis, abogado.
A continuación nos pide que abandonemos la sala, momento que aprovecho para arponear a Lara.
—¿Puedes hablar ahora?
—Gracias por haberme avisado, Lara. A esta hora estaría en mi casa vegetando y me habría perdido un acontecimiento importante —replica ella, sarcástica.
—No sabes cuánto te lo agradezco, Lara, de verdad.
—Mmm —murmura—. En cualquier caso, el hecho es el siguiente: según parece, Doriana confesó algo sobre la noche de autos a un testigo clave, que, como era de esperar, habló con la policía, de ahí la investigación.
—¿Podrías ser más precisa?
—No, porque no sé más, y he de decirte que me lo contó Ambra, así que imagina el esfuerzo que tuve que hacer para obtener esta información.
Lara saca del bolsillo de la bata un paquete de Polo —¿todavía existen?— y me ofrece un cigarrillo.
—Tengo la impresión de que Doriana está completamente fuera de la realidad —afirma; sus palabras no son todo lo claras que cabría esperar debido al ruido que produce el caramelo que está mordisqueando.
—Es cierto. Aunque también es posible que sepa realmente algo que la oprime. Desafío a quien sea a vivir con el remordimiento de haber tomado parte en un asesinato.
Lara asiente comprensiva.
—Empieza a dolerme la cabeza. Si no detengo el dolor a tiempo, me dejará hecha polvo. ¿Tienes una aspirina?
—Voy a coger una al despacho —respondo encaminándome hacia él.
Recupero el bolso y, cuando me dispongo a volver al ala del Instituto donde están los laboratorios, una voz masculina llama mi atención.
Una voz que, a estas alturas, me resulta familiar.
Pertenece a Jacopo de Andreis, que ha buscado refugio y discreción en un pequeño cuarto vacío, adyacente a mi despacho. Habla por teléfono lo más bajo que puede.
—No me vuelvas a llamar. ¡Estoy harto!
Sé que no es correcto, que no se debe escuchar a escondidas. Aun así, no me separo del azulejo, es más, busco la posición más adecuada para mejorar en lo posible la percepción de mi oído.
—Me gustaría que la vieras, de verdad. Es una larva humana. ¿No te remuerde la conciencia?
Pausa.
—No puedes saberlo. Ella… es especial. Es mi mejor amiga.
Otra pausa.
—Es ese el objetivo —prosigue al cabo de unos segundos de silencio—. Qué error —murmura con un tono que manifiesta un terrible disgusto—. ¡Un error espantoso! Sal de mi vida, no quiero saber nada más de todo esto. Yo no te he prometido nada. Y, si he de ser sincero, me importa un comino.
Apenas me aparto, Jacopo sale a toda prisa de la sala con un humor de perros. La mirada que me dirige manifiesta a las claras que si tuviese ocasión de matarme lo haría de buena gana.
—¡Otra vez usted! —exclama furibundo.
—Es mi despacho —explico para justificarme señalando la puerta con los nombres de Ambra y de Lara, que figuran al lado del mío.
—Claro, claro —dice con idéntica furia.
Me deja plantada en el centro del pasillo y se dirige a la sala de tomas. Parece realmente fuera de sí. Cuando lo veo de nuevo, unos minutos después, parece haber recuperado la calma, aunque su semblante sigue reflejando una gran inquietud.
Antes, sin embargo, intercepto a Claudio, que se dirige hacia la sala en la que ha dejado a Doriana, y lo sigo.
Al entrar la veo aún más pálida, pero, exceptuando este hecho, sus condiciones no parecen haber cambiado mínimamente.
—Es el final —murmura hundiendo el rostro en las manos.
Claudio pone los ojos en blanco e interrumpe el tormento valiéndose de su savoir faire.
—Vamos, señorita Fortis. El brazo.
Le coge la mano y estira el miembro. Ella no opone resistencia, lo deja actuar mostrando la más absoluta indiferencia.
—Le juro que no la maté.
—¡Señorita Fortis! —exclama su abogado—. Siga, doctor Conforti, se lo ruego.
—Eso es, precisamente, lo que me gustaría hacer —replica Claudio con acritud.
Acompañada del brusco sonido de estas últimas palabras, la aguja se adentra en la piel blanca y fina de Doriana.
Tengo la impresión de que, por fin, todo ha concluido, porque ahora se sabrá la verdad, sea cual sea, y la revelación dejará de depender de lo que yo haga.