VÍCTIMA de un humor abstracto y vacilante, y sola en casa, la nostalgia y la desazón me juegan una mala pasada y todos los buenos propósitos de dejar pasar algo de tiempo antes de volver a contactar con Arthur sucumben cuando la parte irracional de mi persona vence de manera definitiva a la racional, sobre cuya existencia dudo en más de una ocasión.
Hola, Arthur. ¿Cómo estás? ¿Has llegado a Darfur? ¿Sabes que hace unos días vi a Cordelia en la televisión? Es muy buena. Parece una princesa. Tengo muchas cosas que contarte…, un poco sobre todo. No te digo las ganas de escucharte. Tal vez cuando tengas un poco de tiempo podríamos charlar un poco. A.
No me responde, al menos durante los dos días siguientes al envío.
—Tal vez le haya ocurrido algo —se anima a decir tímidamente Alessandra, al tiempo que estrecha la mano de mi hermano Marco.
Estamos cenando en una taberna del Trastevere.
—Eso es lo que más me asusta, pero me niego a creerlo. Prefiero pensar que es un capullo.
—Llámalo —propone mi hermano, pragmático.
Me resulta extraño verlo así, como un joven cualquiera, como el novio de una de mis mejores amigas, sin esmalte negro en las uñas.
Jugueteo con la orilla del mantel.
—No quiero forzarlo —contesto mohína.
—Marco tiene razón, debes llamarlo. Teniendo en cuenta dónde está, podría haberle sucedido algo. Pobre Arthur, no soporto la idea de que esté en ese lugar perdido de la mano de Dios.
Alessandra adora a Arthur.
—Es el mejor tipo con el que has salido —me dijo después de conocerlo. Lo peor es que estoy de acuerdo, y por eso lo he pasado tan mal—. Te habría contestado, puedes estar segura —insiste soltando la mano de Marco—. Coge el teléfono y llámalo. Ahora mismo —suelta, al final.
Marco la mira con admiración, asintiendo valientemente con la cabeza.
—No puedo —respondo.
—¿A qué viene eso? ¿Acaso no te morías de ganas de hablar con él? —dice asombrada.
—Claro que sí.
—Vamos, llama. El orgullo no te llevará a ninguna parte. Si me hubiese dejado llevar por el orgullo con tu hermano… —insinúa dejando la frase a mitad y mirando dulcemente a Marco, quien le devuelve una sonrisa cuya ternura me recuerda a mi padre, lo que me produce un extraño efecto.
—Tal vez su móvil no funciona.
Trato de ganar tiempo volviendo a sacar a colación mis desgracias.
—Vamos, Alice, no te reconozco. No está en la Luna.
—Tengo la batería del teléfono descargada.
—Pues usa el mío —propone mi hermano tendiéndome el aparato.
Cuatro ojos me miran fijamente como si esperasen el desenlace de una película de amor.
¿Qué hago? No quiero ponerlo en un aprieto. No quiero saber que algo anda mal. No quiero saber que no me ha contestado porque no ha tenido ni tiempo ni manera de hacerlo. En realidad, es el mismo principio por el que no controlo la cuenta corriente desde hace varios meses: me asusta la evidencia.
Aun así, acepto el móvil de mi hermano, un modelo que debe de estar fuera del mercado desde hace, al menos, diez años, y lo llamo. Sé ya que me arrepentiré al instante y que esta llamada me pudrirá la sangre, pero, una vez obtenida la línea, no puedo echarme atrás.
Suena durante un buen rato. Estoy a punto de dejarlo, me he relajado. Por fin, Arthur responde.
—¿Dígame? —dice irritado.
—¿Arthur?
—¡Elis! —exclama cambiando completamente de tono.
Mi nombre, pronunciado por su voz, es una sacudida de nostalgia tan intensa que de inmediato me arrepiento de haberme puesto en la tesitura de tener que experimentarla.
—Arthur… —¿Qué le digo ahora?—. ¿Cómo estás? Te he escrito…, estaba un poco preocupada por ti —le explico con un tono que revela la fragilidad que caracteriza mi vida en este momento histórico.
—Disculpa. Tienes razón, tenía intención de responderte cuanto antes. No sabes qué lío hay aquí.
—Ten cuidado, por favor.
—Sí, sí.
Me siento un poco cohibida. No ha encontrado un momento para escribirme unas líneas. Aunque, por otra parte, ¿qué me esperaba? Si no era atento cuando estábamos juntos, no digamos ahora.
—Bueno, si todo va bien…, entonces adiós —balbuceo.
—¡Espera! ¿Cómo estás tú, Elis? —Su voz manifiesta un sincero interés.
—Estupendamente, gracias.
—¿Y el Instituto?
Quizá mi único problema sea haber encontrado la solución a mis dificultades en el centro.
—Sí, de verdad.
—Mi padre te aprecia más de lo que parece.
—Bien, eso es alentador.
Sigue un silencio terrible, uno de esos que no se producen debido a la carencia de temas, sino a la absoluta incapacidad de afrontarlos.
—Te escribiré pronto, te lo prometo —concluye, por fin.
—En ese caso, te espero —respondo, pese a que no creo en sus palabras.
Regreso a la mesa donde me esperan mis amigos, que me escuchan con los cinco sentidos.
—¿Has hablado con él? —pregunta Alessandra. Asiento con la cabeza mientras pruebo el pastel de patatas que he pedido—. ¿Y qué te ha dicho?
—Nada. Ha sido una llamada completamente inútil. Ah, no. Me ha dicho que su padre me aprecia mucho.
Alessandra y Marco se miran a los ojos, levemente mortificados.
—Ha sido muy amable por su parte. Claro que habría sido mejor si hubiese dicho que él te aprecia más que su padre —comenta Alessandra.
Cabeceo tristemente y no respondo porque, por banal que sea, prefiero no hablar del tema.
—Tal vez no deberíamos haberte forzado —se anima a decir mi hermano, compungido.
Alessandra no es de la misma opinión.
—Debe enfrentarse a la realidad cara a cara, sin importar cuál sea su apariencia.
Exhalo un suspiro y ahogo todos mis disgustos en los carbohidratos.
A la mañana siguiente, tras volver a casa del trabajo, decido echar una ojeada a las cartas que hay amontonadas sobre el escritorio. Se trata de los extractos de cuenta de mis tarjetas de crédito y verificarlos no es, lo que se dice, divertido, motivo por el cual lo estoy posponiendo desde hace varias semanas.
Entre los sobres encuentro uno del Colegio de Médicos.
Veamos. Este año he pagado ya la cuota de inscripción y he votado al nuevo presidente, así que no comprendo de qué puede tratarse.
Estimada colega Alice Allevi:
Lamentamos tener que comunicarle que hemos iniciado una investigación a fin de determinar la veracidad de una denuncia relativa a un comportamiento poco conforme a la ética profesional.
En tal sentido, le rogamos que se presente el 19 de mayo a las 18.00 horas en la sede del Colegio para aclararla cuestión. No es necesaria la presencia de un abogado.
Atentamente.
—¿Silvia?
—Vaya, Alice, por lo que veo no te has muerto ahogada en tu saliva.
—No estoy para bromas, Silvia. Tengo un problema gravísimo.
—¡Caramba! Menuda sorpresa. ¿Qué sucede?
Le leo la carta.
—No hagas ni caso respecto a lo del abogado. Mañana te acompañaré. Y tranquila, no pueden hacerte nada.
—Silvia, tanto tú como yo sabemos que…
—No hables por teléfono. Pasaré a recogerte a las cinco.
Soy una pobre desgraciada. Me expulsarán del Colegio, lo sé ya. Volveré a la casa de Sacrofano y me encerraré en mi habitación, de la que jamás volveré a salir, como Emily Dickinson.
Estoy segura de que ese nazi de Jacopo de Andreis tiene algo que ver con la cortés misiva.
Tan puntuales como la lluvia durante el periodo del monzón, Silvia y yo llegamos a la sede del Colegio de Médicos. Estamos tan tensas como las cuerdas de un violín.
A pesar de que ella se esfuerza por mantener cierto aplomo para que no me inquiete, salta a la vista que está tan preocupada como yo de que las cosas puedan salir mal, diría que incluso más.
—Doctora Allevi —me llama un secretario señalándome la puerta donde varios miembros del consejo del colegio me esperan ya.
Tengo la sensación de entrar en la arena de los leones.
—Tranquilízate. Ni siquiera han expulsado a la que se presentó al Gran Hermano —me dice Silvia, tratando de que recupere la calma.
—Yo he hecho algo mucho más grave, Silvia.
—Eso es opinable. Vamos, que no te vean preocupada. Recuerda que has venido para callar o, como mucho, para negarlo todo. ¿Está claro?
La cabeza me da vueltas. No logro dominar la angustia.
Siento que está a punto de sucederme algo terrible.
Siento que no saldré bien parada.
Los miembros del consejo se muestran corteses. Los tonos son moderados, nadie lanza una acusación. Me explican, con sobriedad y moderación, que la denuncia procede del abogado De Andreis, quien ha planteado los hechos con el único deseo de comprenderlos mejor, y no como revancha.
¿Por qué participó en la autopsia de Giulia Valenti, doctora?
¿Por qué visitó a De Andreis en su casa, doctora?
¿Qué tipo de relación mantiene con Bianca Valenti, doctora?
Por último, ¿es cierto que efectuó un examen comparativo del ADN que se encontró en el cadáver de Giulia Valenti con el de Doriana Fortis, doctora?
Logro responder con toda calma, como alguien que no tiene nada que ocultar, a las primeras preguntas, pero, al llegar a la última, no puedo dominar por más tiempo la turbación.
—¿En qué se basa el abogado De Andreis para acusarme de una cosa similar?
Silvia me da un pisotón y formula de nuevo la pregunta con mayor sosiego.
El representante del colegio contesta con absoluta naturalidad.
—El abogado De Andreis se ha enterado por la señora Bianca Valenti. ¿Es cierto, doctora? —insiste.
Pero yo estoy ya muy lejos.
Me ha traicionado con Jacopo de Andreis, a sabiendas de que con ello ponía en riesgo mi carrera.
Dios mío, menuda cabrona.
—Obviamente, es falso —responde Silvia en mi lugar—. Bianca Valenti pidió a la doctora Allevi que realizase ese servicio, ofreciéndole la debida retribución. ¡Habría que denunciarla a ella! En cualquier caso, la doctora Allevi rechazó la oferta, porque era consciente de que, con ello, podía cometer un delito. Por lo demás, la doctora aún no es capaz de realizar sola un análisis genético. Todavía no ha finalizado su formación, no es una especialista. Basta hablar con sus tutores. Se lo confirmarán. Considero que el abogado De Andreis dio crédito a las palabras de alguien que pretendía instrumentalizar este asunto. Es muy probable que la señora Valenti tenga intereses personales en él y, por ello, quiso involucrar a mi clienta. Además, no tienen ustedes ninguna prueba.
—No, ninguna prueba. De hecho, el abogado se ha limitado a pedir una aclaración. No cuenta con nada más; de ser así habría denunciado ya penalmente a la doctora.
Por suerte que no dejé el menor rastro de mi gamberrada.
—Todo quedará en un buen susto, ya lo verás —me dice Silvia cuando salimos de la sede del colegio y mientras nos dirigimos a su espantoso Smart—. Espero que, al menos, te sirva de lección.
El consejo se ha reservado la formalización ulterior de los resultados de la investigación, de manera que ahora me encuentro al borde de un nuevo abismo. Sin embargo, no puedo decir que me esté acostumbrando a la situación, al contrario, estoy extenuada.
—Supongo que habrás entendido que ha sido una advertencia —me dice Silvia mirándome a los ojos.
—¿En qué sentido?
—¿En qué sentido, Alice? En el sentido de que Jacopo ha querido darte un susto de muerte para que entiendas que debes permanecer al margen de esta historia. Es más, me sorprende que no te haya mandado un documento de intimación.
—De acuerdo, pero si reflexionas un poco, el hecho de que se haya comportado así demuestra que tiene algo que esconder.
—No, demuestra que estás como una cabra. Te advertí que tu buena fe acabaría metiéndote en un buen lío. Te supliqué que no le dijeses nada a Bianca Valenti. No hay que fiarse de la gente, nunca, aún menos de una extraña.
—No pensaba, de verdad… No comprendo cómo me puedo haber equivocado tanto con ella.
—Es evidente. No la conoces. No sabes nada de ella. Te pidió que violases la ley y tú lo hiciste sin pensártelo dos veces.
—No banalices. No lo hice por Blanca, sino por Giulia.
—Lo tuyo se está convirtiendo en una obsesión, Alice, ¿te das cuenta?
Molesta por la palabra en sí, que no me parece congruente, la miro irritada.
—Obsesión. ¿A qué vienen esos estereotipos? Yo lo llamaría más bien investigación y tenacidad. ¿Puedo hacer algo bueno en mi vida sin que se considere patológico?
—Ahí es donde te equivocas. No estás haciendo nada bueno. No has repetido el curso gracias a Claudio y a Malcomess Jr. El colegio profesional al que perteneces te ha convocado por motivos disciplinarios. Estás agotando las posibilidades que te ofrecieron tus profesores. ¿Te parece un buen resultado?
¡Qué dolor! Qué cruel y brutal puede ser la realidad.
—No y, de hecho, me siento tremendamente desorientada y confusa. ¡Pero pasará!
—Recupera la razón, Alice. No puedes salir bien parada eternamente. Esta vez es el caso Valenti. La próxima te dará por cualquier otra cosa y, si no decides cambiar radicalmente tu manera de comportarte, acabarás atrapada en una maraña de líos.
—Sé que me lo dices por mi bien. Lo sé —reconozco.
Silvia suspira y dobla el volante para enfilar la calle que lleva a mi casa.
—¿Puedes dejarme en la calle Manzoni, por favor?
—¿Así me lo agradeces? ¿Me dejas aquí sin más? Como mínimo me esperaba que me invitases a un Tía María.
—Tienes razón. Esta noche, te lo prometo. Ahora tengo que irme. Es importante.
Silvia, inusualmente tolerante, accede y me deja delante del número 15 de la calle Manzoni.
Toco el telefonillo.
—¿Sí?
Reconozco de inmediato su voz de contralto. El corazón me late a toda velocidad y tengo la impresión de no ser muy coherente al hablar.
—¿Bianca? Soy Alice. Te diré una única cosa: cabrona. Es posible que me expulsen del Colegio de Médicos. No sabes cuánto te lo agradezco.
—No me quedó más remedio que hacerlo. Y te protegí como pude —se apresura a replicar, hasta el punto de que ni siquiera tengo tiempo de alejarme de inmediato como tenía intención de hacer—. Sube y hablaremos de ello.
Podría subir. Podría escuchar sus justificaciones, que, en cualquier caso, no valdrían para hacer que su comportamiento resulte moralmente aceptable. Podría subir a su casa y, estoy segura, me volvería a conquistar con su gracia. Podría subir y quizá me metería en un nuevo aprieto, porque es evidente que no puedo fiarme de ella. Pero si no hablamos, jamás sabré por qué me vendió, y si siente algún remordimiento por haberlo hecho.
Podría ir a su casa, pero no lo haré.
Después de todo, qué más da. Ya hay tantas cosas ambiguas en mi vida que Bianca Valenti puede seguir siendo una de ellas.
—No, gracias. Te he dicho lo que quería, y me siento mejor. Adiós, Bianca.