—¿Alice? ¿Has acabado el trabajo? Wally y el Jefe regresan hoy y no podemos verlos sin la debida preparación, dado que han pasado una semana fuera.
Lara está alarmada, cosa que no me sorprende, porque es aprensiva. Lo que me desconcierta es la noticia.
—¿Hoy? ¿Dices que vuelven hoy? —pregunto sorprendida.
—Por desgracia sí.
Se estaba tan bien sin el Supremo y sin Wally. Me sentía en estado de hibernación. Mis problemas personales casi me habían hecho olvidar las enormes y aniquilantes cuentas que tengo en suspenso con el Instituto.
Cuando el teléfono suena y la secretaria anuncia que el Supremo quiere verme, no puedo evitar soltar una palabra malsonante.
—Mierda.
Lara me mira inquisitivamente; salgo del despacho, camino de la dirección, con una fuerte sensación de inexorabilidad.
Ha llegado el momento.
Por lo demás, debía esperármelo. En los diez días que han pasado juntos —Supremo y Wally, Wally y Supremo— habrán tenido ocasión de consultarse y, al final, de tomar una decisión que es, en esencia, obvia.
El Supremo está sentado al escritorio. Ni siquiera me mira a la cara.
—Tengo que hablar con usted —anuncia.
Su voz es distinta a la de Arthur, está alterada por el tabaco, pero, a pesar de los años que los separan, el timbre es idéntico. Es un hombre duro y más bien desdeñoso. Ahora que, además, lo considero también como el padre de Arthur, me parece aún peor.
—¿De qué se trata? —pregunto con aire sosegado y lúcido.
Alza la cabeza y por un instante —pura sugestión— me parece idéntico a su hijo. En realidad no pueden ser más distintos: la verdad es otra.
La verdad es que veo a Arthur por todas partes.
—Siéntese —dice el Supremo con un tono poco alentador y expeditivo—. ¿Ha entregado a la doctora Boschi el trabajo sobre las lesiones uretrales de accidente de tráfico?
No lo he hecho. Su hijo me ha dejado plantada y me siento fatal. Las lesiones uretrales me importan un carajo.
—Me queda poco para acabarlo, profesor. Lo estoy reexaminando.
—¿Qué significa reexaminar?
—Pues que he redactado un primer borrador y ahora lo estoy modificando para afinar las cuestiones técnicas.
Navego en aguas tempestuosas y el Supremo tiene todo el aire de estar deseando asestarme un buen golpe y hundirme.
—Debe aprender a hablar como escribe y viceversa —dice fríamente.
—De acuerdo —respondo con un hilo de voz.
—No obstante, no es eso lo que quería decirle. Creo que ha llegado el momento de abordar un tema un poco delicado.
Ya está. Inicia el proceso. Qué extraño que Wally no esté aquí para desempeñar el papel de fiscal.
—Estoy preparada para aceptar lo que me tiene que decir, profesor —anuncio mostrando una dolorosa dignidad.
Frunce el ceño y, a continuación, esboza una leve, casi imperceptible sonrisa antes de sacar de debajo de un montón de papeles un cuaderno fino que me parece reconocer.
—Alguien me ha entregado este trabajo, que, por lo visto, es suyo —empieza a decir; coge un par de gafitas de présbite del bolsillo, se las pone y lee el título.
Es el artículo que escribí hace tiempo y que rompí, esa noche, en presencia de Arthur.
Alguien.
Quién sino él.
—Sé que no estaba muy convencida del mismo…; sin embargo, sus dudas eran infundadas. Es un buen trabajo, doctora. Muy bueno.
El corazón empieza a latirme enloquecido. El Supremo vuelve a colocar los folios sobre el escritorio y me mira.
—Me he enterado de los problemas que ha tenido con la doctora Boschi.
Bajo los ojos, mortificada.
—Lo siento muchísimo, profesor. No crea que no lo intento…, daría lo que fuese por estar a la altura de mis colegas y del estándar de su equipo, pero no puedo hacer más de lo que hago.
—Valeria no cree en usted y considera que está por debajo de la media; se queja, sobre todo, de su falta de determinación. ¿Está de acuerdo?
Alzo los ojos y miro atentamente los suyos, fríos como el hielo.
—En parte.
Si bien no pondría la mano en el fuego —es un hombre impenetrable—, tengo la sensación de que mi respuesta le complace.
—Siempre he pensado que hay que conservar cierta seguridad en los propios medios, incluso cuando el resto del mundo trata de imponernos lo contrario.
Lo miro sorprendida: jamás he considerado al Supremo un auténtico ser humano, sino una criatura que flota en el Instituto como una divinidad incorpórea; no pensaba que fuese capaz de sentir empatía.
El Supremo se pone en pie y coge una fotografía enmarcada que hay sobre el escritorio. Me la tiende y la recibo de sus manos con cierta solemnidad. En ella aparecen todos sus hijos. Reconozco a Arthur en el muchachito huesudo de pelo rubio y aire enfurruñado, y a Cordelia en la niña insignificante con dos coletas adornadas con unos lazos rosas.
—Profesor…
—Déjeme acabar. A pesar de las apariencias, es usted una joven muy dotada. El problema es que necesita estabilidad y estímulos incesantes para producir. No es una crítica, no se la tome como tal. La mía es una simple constatación. Arthur es… muy diferente de usted. Su rendimiento disminuye con la presión. Da la impresión de que nunca se siente satisfecho y de que se niega obstinadamente a perder. No es una persona resuelta. Al principio lo atribuí a la juventud, pero ahora es un hombre hecho y derecho. Es intolerable que un periodista de más de treinta años abandone un puesto como el que tenía para trabajar como free lance. Está completamente desorientado. —Intento replicar, pero él frena mis propósitos—. Estoy divagando y alejándome de lo que pretendía decirle. La cuestión es que la doctora Boschi no se equivocó cuando empezó a someterla a esa especie de terrorismo psicológico. Con una persona como Arthur no habría funcionado, pero con usted sí. La doctora Boschi le ha dado el impulso que, de otra forma, le habría faltado.
Si es por eso, también ha matado una pequeña parte de mí.
El Supremo carraspea antes de continuar.
—Estuve con mi hijo antes de que se marchase a Jartum. Me entregó este trabajo, que usted minusvaloró erróneamente, y me contó sus hazañas… —Me pongo roja como un tomate, siento que los pabellones auriculares me arden—. Hazañas que el doctor Conforti me confirmó.
—La verdad es que siempre me he sentido emocionalmente involucrada en el caso Valenti. No sabría decir qué aspecto lo diferencia de los demás, pero he de reconocer que me ha afectado mucho.
—Una reacción reprobable, recuérdelo para las próximas ocasiones.
—Solo me ha sucedido esta vez.
—En cualquier caso, ha hecho un buen trabajo. —El Supremo me acompaña a la puerta, en lo que constituye un gesto de consideración sin precedentes—. Valeria la está esperando para comentarle un proyecto de investigación en el que participaba usted. Vaya a verla.
—Sí, profesor.
Cuando estoy a punto de cruzar el umbral él se dirige de nuevo a mí.
—Alice. Deseo tranquilizarla. Puede que no sea el elemento más brillante o fiable de este Instituto, pero, personalmente, no puedo decir que esté tan insatisfecho con su rendimiento que me vea en la obligación de comprometer su futuro suspendiéndola ahora. Se ha salvado y el mérito es suyo.
Si hubiese estado en mi lugar, una persona como Ambra habría reaccionado con clase y firmeza.
Lara, con circunspección y agradecimiento.
Yo reacciono a mi manera y me deshago en un mar de lágrimas y de sollozos como si los grifos de un calentador rebosante se hubiesen abierto de improviso. El Supremo enmudece sin saber cómo comportarse.
—Por favor, doctora. Domínese —dice con evidente crispación.
Me tiende un pañuelo de algodón marcado con sus iniciales. Me sueno la nariz ruidosamente, me siento tan confusa —al menos esta vez se debe a una buena noticia— que no logro hablar como corresponde.
—He acumulado… tanta… tensión durante estos meses que… saber ahora que todo se ha terminado…, que estoy a salvo… No logro contener la emoción —le explico con una sonrisa estrujando el pañuelo con las manos.
El Jefe no ve la hora de que desaparezca.
—Siendo así, me alegro de haber sido yo el que le ha dado la buena noticia. Ahora, sin embargo, vuelva al trabajo antes de que me arrepienta —concluye con aire huraño.
El problema es que las lágrimas me retienen. Me siento tan aliviada que, de manera involuntaria, le suelto sin querer:
—Gracias, Supremo.
Silencio.
—¿Cómo me ha llamado?
—Yo…
—¿Supremo? Supremo… La verdad es que el apodo me describe bien. No obstante, ahora le vuelvo a rogar que se vaya. Vamos.
Al salir de su despacho, con varios chorretones de rímel y una expresión alelada en la cara, paso por delante del despacho de Wally y venzo la tentación de asomarme y hacerle una fatal y liberadora pedorreta. En lugar de eso llamo a la puerta y me enfrento a ella con altivez, tras haber recuperado la serenidad.
—El profesor Malcomess me ha dicho que quiere hablar conmigo.
Wally me mira fijamente arqueando una ceja descuidada.
—Siéntese. —Obedezco y la miro con una tranquilidad que jamás he sentido en su presencia—. Le aconsejo que se lave la cara nada más salir de aquí. Parece una máscara.
—He perdido el control —admito.
—No es la primera vez —comenta con acritud—. No le puedo dedicar mucho tiempo, doctora, pero, dado que hoy el profesor Malcomess ha decidido evaluar su situación, no me queda más remedio que adaptarme a sus deseos.
—Se lo agradezco, profesora —respondo sumisa, a mi pesar.
—Las dos sabemos el sinfín de problemas que ha causado en el proyecto virtopsia. —La consabida exagerada. El sinfín. Como mucho, uno—. No obstante, en el momento de presentar el informe de su trabajo, el doctor Conforti se ha expresado en términos positivos, incluso de alabanza, sobre él. Imagino que debo creerlo, hasta que se demuestre lo contrario.
—Supongo que sí —respondo, tratando de disimular mi asombro.
Doble sorpresa: hoy los dos hombres que, de una forma u otra, más me han herido en mi vida, que han sido capaces de hacerme sentir una nulidad, me han salvado del abismo en que me estaba precipitando.
Es obvio que Wally no los cree. Pero Claudio tiene su importancia y no es fácil oponerse a él, ni siquiera Wally, que, entre otras cosas —y al igual que todas las criaturas de sexo femenino—, ha caído en las redes de sus encantos. Que le haya mentido supone un gesto de gentileza que jamás me habría esperado.
—Tengo por costumbre mantener mi palabra. Le prometí que se salvaría en caso de que hubiese una respuesta positiva en el proyecto virtopsia. Ya que ha sido así, considere superado el problema.
La muy pérfida omite deliberadamente comunicarme la opinión de Malcomess.
Qué más da.
He salido del paso.
Lo mínimo que puedo hacer a continuación es darle las gracias a Claudio. Así que llamo a la puerta de su despacho.
—Adelante.
Abro con cautela. Qué lejos quedan los días en que su presencia me paralizaba.
Está sentado al escritorio y parece muy concentrado. El sol que se filtra por la ventana pone en evidencia las canas que se entrelazan con los relucientes rizos que le cubren las sienes. Alza sus ojos verdes, oscuros y taimados.
—Ah, eres tú.
—Claudio —murmuro tímidamente. No entiendo por qué me azora tanto darle las gracias—. Todo se ha arreglado. Gracias por haber hablado bien de mí a Wally.
Claudio me mira a los ojos. Nadie me ha observado jamás con tanta intensidad. Experimento una sensación de calor en las mejillas.
—¿Por qué me miras así? —le pregunto con un hilo de voz.
Él parpadea y una sonrisa fugaz ilumina por unos instantes su rostro. Sacude la cabeza, como distraído.
—Nada, nada —repite.
Acto seguido se levanta de la silla y se acerca a mí con naturalidad.
—Los chorretones de rímel te dan cierto aire gótico, aunque, a decir verdad, tú eres gótica —comenta sin dirigirse a mí. Más bien parece que habla solo—. Sea como sea, mi pequeña Alice, ha sido un placer ayudarte.
Está a un paso de mí. Siento que el corazón me late febrilmente.
—¿Te parecería un canalla si te pidiese algo a cambio? —pregunta con una voz que nunca me ha parecido tan turbadora.
—Depende de lo que quieras —replico con una rapidez que me sorprende.
—Esto —responde inclinando la cabeza para besarme.
Me estremezco, sin valor para rechazarlo. Es un beso breve, pero tan sensual que me turba. Acto seguido Claudio se aparta enseguida de mí al tiempo que lanza una rápida mirada a la puerta, que, por suerte para él, se encuentra cerrada a cal y canto.
Lo escruto, incrédula. No acabo de creerme que haya ocurrido de verdad.
—De hecho, te has comportado como un canalla —balbuceo acariciándome los labios con los dedos.
Claudio parece encantado de haberme desconcertado.
—Lo sé —admite con candor—, pero tú no te has echado atrás.
Es cierto, de manera que responderle sería como admitir que una parte de mí sentía curiosidad por ese beso.
—Me voy —digo retrocediendo hacia la puerta. Las piernas me flaquean.
—No te preocupes. No volveré a hacerlo —concluye exhalando un suspiro.
—Eso espero —reconozco haciendo un gran esfuerzo para hablar, porque el embarazo que siento me paraliza.
Claudio vuelve a mirarme fijamente. Sonríe tolerante.
—¿De verdad es eso lo que prefieres, Alice? ¿Estás segura?
Segura… Menuda palabra. Reconozco que hubo un tiempo en que soñaba con que se produjese una escena de este tipo. Pero ese tiempo queda ya muy lejos.
Totalmente desestabilizada y víctima de una absoluta incredulidad, lo celebro con Silvia y a las seis de la tarde estoy casi borracha.
Me lleva a casa en un taxi, apenas me puedo tener en pie.
Nada más entrar en mi habitación, enciendo el ordenador y hago un esfuerzo para concentrarme valiéndome de la escasa lucidez que me queda para escribir algo decente.
«Gracias. Sabes ya por qué. A.».
A las nueve casi en punto me quedo dormida. Tengo una deuda crónica con el sueño, por eso me derrumbo de esa forma. Arrastro un enorme cansancio. Y, por si fuera poco, ahora me siento como si me hubiesen suministrado el remedio absoluto para todos los males.
A la mañana siguiente encuentro la respuesta de Arthur.
No te lo mencioné antes porque me parecía más justo que fuese mi padre el que hablase contigo. Por lo demás, el parecer es suyo; así pues, no tienes nada que agradecerme. Al contrario, te pido disculpas por haber traicionado tu confianza.
Arthur
Arthur.
Esta alegría no es alegría si tú estás lejos.
No estoy enojada contigo, en absoluto, ni siquiera por tus errores pasados.
Lo único es que me gustaría que volvieses. Enseguida.
El hecho de haberle escrito una vez, aunque haya sido con un motivo válido, ha creado un eslabón.
Es cierto que el objetivo era no volver a tener noticias el uno del otro y perderse, de manera que, mandándole el mensaje, me he opuesto a su voluntad.
Pero lo echo demasiado de menos para poder mantener la promesa que me hice a mí misma, así que, fiel a la mejor tradición, la incumplo sin el menor remordimiento.
Me encantaría saber qué haces, dónde vives. ¿Por qué tenemos que desvanecernos como si hubiéramos muerto el uno para el otro? Yo no te siento muerto, en manera alguna. Y me pesa muchísimo no saber nada de ti. Tengo la sensación de que solo hemos sido unos simples meteoros en nuestras recíprocas vidas. Poco importa cómo hayan ido las cosas entre nosotros. No quiero desaparecer. ¿Me dejarás leer tu artículo?
Tuya,
A.
P. D.: No fue una suerte que durase poco.
Envío el mensaje y me vuelvo a prometer que no verificaré Outlook continuamente ni pondré demasiadas esperanzas en su respuesta. El problema es que también esta promesa me resulta particularmente difícil de mantener.
Qué maravilla encontrar, dos horas después, su respuesta en la bandeja del correo recibido.
Has atinado con la palabra, meteoro. Es muy triste, si bien comparto tu impresión. En cuanto a la posibilidad de perdernos, creo que fui excesivamente drástico. No debería haberlo hecho, te ruego que me perdones.
En Jartum me alojo en el hotel Acropole.
Jamás he sentido tanto calor, este bochorno tiene algo de infernal. Y el clima no es el único problema, aunque puede que sea el mayor.
Paso los días recopilando material, preguntando, escuchando y caminando. Por la noche lo elaboro todo y, a menudo, trabajo hasta la madrugada.
A fin de cuentas, era lo que soñaba hacer, de manera que estoy bien.
Tengo muchas cosas que contarte. Espero poder hacerlo pronto, ahora tengo que dejarte: dentro de unas horas partimos rumbo a Darfur.
No sabes qué alegría sentí al encontrar tu mail.
Hasta pronto,
Arthur
¿Cómo va el trabajo sobre los fondos humanitarios? ¿Habéis encontrado algo interesante Riccardo y tú?
Ten cuidado, Arthur. No quiero parecerte patética, pero siento cierto temor.
A
Me responde en un abrir y cerrar de ojos, lo que indica que está conectado. Lamento no tener Messenger.
Estoy bastante satisfecho. Intentaré explicártelo mejor en cuanto pueda.
Arthur