Si una mañana veo que has partido al amanecer…

DESPUÉS de pasar en el Instituto un día que podría definir como tan venenoso como cualquier otro, Arthur y yo nos encontramos en el coche. Es una noche especialmente fría y seca, considerando que estamos a finales de abril, circunstancia que empeora la sensación de mezcolanza injustificada que siento de vez en cuando. Es evidente que no me ayuda el hecho de que Arthur no haya pronunciado una sola palabra desde que hemos subido al coche, salvo alguna que otra respuesta seca a mis preguntas.

Una vez en su casa, intento averiguar si le ha ocurrido algo.

—Luego —contesta. Acto seguido se encierra en el cuarto de baño sin añadir nada más.

Tamborileo con los dedos en la superficie de madera de la mesa hasta que, por fin, decido ponerla y pedir dos pizzas. Arthur sale del cuarto de baño con el pelo mojado, la camisa empapada y el semblante furibundo.

—Se ha roto el sifón del grifo —anuncia.

Al verlo en ese estado, suelto una carcajada.

—¿De qué te ríes? —pregunta, agresivo.

Jamás se ha mostrado tan brusco conmigo.

—Cálmate.

Arthur ruge algo indefinido, se seca el pelo con una toalla y se sienta a la mesa con la evidente voluntad de hacer lo que le venga en gana.

No sé muy bien cómo comportarme.

Tal vez debería marcharme.

Arthur rompe el silencio. El anuncio es minimalista, típico de él.

—He dejado el periódico. Tengo intención de viajar a Jartum para reunirme con Riccardo.

Me quedo petrificada. Tampoco él parece contento: no obstante, en más de una ocasión me ha dicho que esta elección era la única manera de remediar su insatisfacción, que ya es crónica.

—¿Te han despedido?

Por toda respuesta me mira como si hubiese pronunciado una herejía.

—¿Te has despedido tú? Al final lo has hecho —añado en voz baja sacudiendo la cabeza.

—Ya era hora —responde cogiendo una Tuborg de la nevera.

—¿Estás loco?

Está en el paro. Como si no supiese que vivimos una crisis económica mundial.

—Al contrario, diría más bien que he recuperado la razón —me corrige, al tiempo que bebe la cerveza directamente de la botella.

—¿En tu opinión recuperar la razón consiste en despedirse de la redacción de uno de los periódicos más importantes del país y dejar un trabajo que cualquiera desearía realizar?

—No entiendes nada. Tengo treinta y seis años, no sesenta. Me niego a conformarme. Hace años que estudio y trabajo como reportero. He perdido demasiado tiempo con esos artículos de mierda.

—Puede ser, pero sigo pensando que no era necesario despedirse. Podías haber buscado cualquier otra cosa en lugar de marcharte como un loco desesperado, sin dinero, a una ciudad de mierda como Jartum.

—No estoy obligado a explicar a nadie mis decisiones —afirma con tal rotundidad y franqueza que me deja aturdida por un instante.

Ignoro la indirecta, no me doy por vencida.

—Sí que lo estás, a mí.

—I beg you, no me pongas entre la espada y la pared. Evita los chantajes morales, please.

Me acerco a él apuntándolo con el dedo índice, temblando de rabia.

—Apelar a la libertad de elección es demasiado cómodo, Arthur.

—No me negarás que a menudo, incluso corriendo el riesgo de resultar repetitivo, te he puesto en guardia sobre mi manera de ser. Ahora veo que no ha servido para nada.

—Razona, Arthur. Eres brillante, tienes tesón. No hay ningún motivo que te impida realizarte. Solo te pido que no lo hagas así.

—En mi trabajo se premia la inconsciencia. El espíritu de sacrificio, las renuncias, son beneficiosos, y no ir de la ceca a la meca escribiendo banalidades sobre los lugares que visito.

—He leído tus artículos, y te aseguro que no escribes banalidades. Te lo digo en serio.

—Estoy convencido, pero no eres objetiva —replica con una amarga sonrisa—. Y, en cualquier caso, no es mi camino —concluye con firmeza.

—¿Cuánto tiempo estarás fuera? —pregunto, por fin, agotada, solo me cabe esperar el golpe de gracia.

—Elis… —pronuncia mi nombre con un tono a caballo entre la rabia y la compasión—. Ni siquiera sé si volveré a Italia.

Siento que me va a dar algo. Experimento el mismo extravío paralizador, no exento de incredulidad, que se siente cuando se pierden las cosas importantes, como las llaves de casa.

—¿Por qué? —murmuro.

—He contactado con Michel Beauregarde, el director de crónica internacional de AFP. Me ha encargado el artículo que escribiré con Riccardo.

—¿AFP? —repito con aire de desaliento.

—Agence France Presse. La agencia de prensa francesa. He decidido instalarme de nuevo en París.

Durante el tiempo en que nos hemos querido con el abandono de dos adolescentes ha ocultado una decisión que no puede por menos que cambiar el curso de los acontecimientos. Mientras yo me quedo aquí, aprisionada en mi caricaturesco papel de residente, Arthur pretende alzar el vuelo, alejarse de Italia, de mí.

Aunque, después de todo, ¿qué otra cosa podía esperar?: no es la historia de una vida. No nos unen los años, ni siquiera largos meses. Aún menos las experiencias, la cotidianidad y todo lo que contribuye a hacer importante una relación. Tal vez, el hecho de que esté enamorada de él no guarda proporción con los acontecimientos reales y cuando te lanzas sin paracaídas debes, cuando menos, tener presente la posibilidad de que puedes romperte algún hueso.

Jamás me ha ocultado su verdadera naturaleza, es cierto. Soy yo la que he soñado, como me ha sucedido en demasiadas ocasiones, con una relación ideal. Soy yo la que ha asignado a Arthur el papel de príncipe azul, un papel que poco o nada tiene que ver con él.

—Escúchame, Arthur. Hay algo en tu interior que te devora —le digo tratando de saltar el abismo que ahora siento entre nosotros—. Me gustaría tener también esa fuerza que te impulsa hacia lo alto, que te empuja a buscar tu camino. Por desgracia, soy diferente. Y si te vas…, no sé qué giro podrá tomar nuestra relación.

Él desvía la mirada.

—No tengo la menor intención de renunciar. Ni siquiera por ti —replica mirándome de reojo, pero con un tono muy natural.

No hay palabras para decir lo herida que me siento.

—Nunca te lo he pedido —susurro pasmada.

Me asoman las lágrimas a los ojos.

—¿Lo entiendes? Tengo que marcharme —añade con un tono de voz turbador.

—¿Te das cuenta de la gravedad de lo que me acabas de decir? O, mejor dicho, ¿de cómo lo has planteado?

—Quería ser claro y no he logrado mostrarme amable. Lo siento.

—Si tuvieses que elegir entre irte y realizar ese trabajo sin mí o quedarte conmigo y buscar otra cosa, optarías por la primera cosa, es obvio. —Su silencio resulta más espantoso que una respuesta afirmativa—. Está claro que no estamos hechos el uno para el otro —prosigo, ofendida.

Continúa callado. Me acaricia levemente la mano, como si tuviese miedo de romperme.

Cojo mis cosas con intención de marcharme, prefiero lamerme las heridas en privado.

Cuando casi he llegado a la puerta, una tímida e inconsciente súplica me atraviesa el corazón.

—No te vayas.

—Me asustas —murmuro, apoyando la mano en el picaporte.

—Me gustaría decirte que te equivocas, y que cambiaré. Pero sería una sarta de mentiras —dice, por fin—. Unas mentiras que, tal vez, lograrían que nos reconciliásemos esta noche. Pero solo sería una noche, mañana todo volvería a empezar. Si no compartimos una visión de la vida tan fundamental como la voluntad de realizarse… ¿qué futuro podemos tener?

—Eres un cabrón, tengo tanta ambición como tú.

—Eso debes decírselo a mi padre.

El corazón me da un vuelco. Aunque, a decir verdad, no es un auténtico vuelco, sino más bien una fractura descompuesta. Me siento inundada por mi sangre, que en este momento empobrece mis tejidos y me deja sin fuerzas.

Parpadeo ligeramente y agacho la cabeza.

A pesar de todo, me bastaría un gesto para caer de nuevo a sus pies, aun siendo consciente de que, quizá, nada volverá a ser como antes. El tren que transportaba nuestra historia ha cambiado de vía, o quizá ha llegado al final de su recorrido.

Pero él no habla, no se mueve.

—Te acompañaré a casa. —Es lo único que consigue decir.

No tengo palabras para expresar mi decepción. Del paraíso al infierno en apenas dos horas. Me siento tan dolida y desamparada que no puedo soportar por más tiempo su presencia. Temo que nuestras miradas se crucen y acabar implorándole que volvamos a intentarlo.

—Prefiero que no —contesto.

—Por favor.

—No estoy de humor para concederte favores. Volveré a casa en taxi, no te preocupes. No me ocurrirá nada malo.

Es imposible, ya estoy muerta.

—Yo…

—Te lo ruego. No-a-ña-das-na-da-más.

Arthur baja la mirada. Casi parece tentado de hacer algo, ¿retenerme? A saber.

La puerta se cierra a mis espaldas y, la verdad, no sé de dónde saco la fuerza necesaria para marcharme.

No cojo un taxi: prefiero aplacar la turbación que experimento caminando.

Y caminando.

Caminando sin parar.

Hasta que llego a casa, exhausta.

Por el rabillo del ojo, mientras introduzco la llave en la cerradura, veo su coche aparcado en una esquina de la calle. Afligida, desvío la mirada y abro la puerta.