Cuando no sepas qué hacer, pide consejo

—¿Silvia? Necesito verte. Se trata de un asunto muy urgente e importante. Además de delicado.

—¿Estás embarazada? —me pregunta.

—No —respondo secamente—. ¿Estás en casa? ¿Puedo pasar a verte?

—La verdad es que estaba viendo Desayuno con diamantes en la televisión, pero si quieres, puedes venir y hacemos una fiesta de pijamas.

—Podría llevar una caja de Häagen Dasz… —propongo.

—Yo lo quiero de nueces de macadamia.

Dado que no ando muy bien de dinero —y en previsión de la cada vez más probable reducción como consecuencia de la pérdida de mi salario—, renuncio al taxi y cojo el metro que me lleva a los Museos Vaticanos, la zona en que vive Silvia desde hace casi cinco años. Quiero hablar con ella antes de comunicar el resultado del análisis a Bianca Valenti.

Me recibe con las manos manchadas de mayonesa.

—Estoy preparando unos sándwiches con ensalada de pollo para cenar —me explica con sencillez.

—¿Los estás haciendo tú? —pregunto mientras me desprendo del impermeable y miro fugazmente a Audrey Hepburn cantando Moon River.

—Te sorprenderás.

—Tenemos que hablar de muchas cosas —digo al tiempo que me instalo en una silla de plexiglás transparente que hay en la cocina.

—En ese caso empecemos —contesta sirviéndome un sándwich.

Le explico todo, de cabo a rabo. Silvia me deja hablar sin interrumpirme, pero las múltiples expresiones que se van alternando en su cara me revelan lo que piensa. Al final, está tan desconcertada que apenas puede pronunciar palabra.

—Llamo enseguida a tu padre —dice, por fin, al tiempo que coge el móvil.

—¿Estás loca?

—No, la que has perdido la brújula eres tú, Alice. Creo que no acabas de comprender el alcance de lo que has hecho. ¿No te das cuenta de que has cometido un delito?

—Claro que me doy cuenta, y tengo miedo hasta de mí misma, pero no entiendo qué puede resolver mi padre.

—Necesitas a alguien que te ponga en tu sitio. A mí no me haces caso, a tus jefes tampoco. Has roto con Claudio por el mero hecho de que no avala tus insubordinaciones. Espero que tu padre lo consiga.

—Déjalo al margen de esta historia, a estas alturas ya no tiene remedio.

—Puedes decirle a Bianca Valenti que te lo has pensado mejor y no comunicarle el resultado. Abandona este asunto.

—No quiero.

—¿Ves como no razonas?

—¿Acaso no te das cuenta de que el resultado hace encajar todas las piezas? Las lesiones sospechosas que noté en Doriana justo después de la autopsia de Giulia; la llamada que escuché por casualidad; la ausencia de paracetamol en la sangre de Sofia Morandini; el amante de Giulia, que jamás ha sido identificado. Doriana debía detener unos motivos más que válidos para desembarazarse de ella.

—Todo cuadra, no lo niego, pero la manera en que has obtenido el resultado… es más que censurable. Y, por si fuera poco, perseguible penalmente.

Silvia suspira cansada. Acaricia mis manos y me observa con ojos suplicantes, de una forma inusual en ella.

—Por el amor de Dios, Alice, renuncia a esta historia. Incluso en el supuesto de que tengas razón, te destrozará.

—Pienso comunicarle el resultado a Bianca, y dejar que luego tome la decisión que le parezca. El trato es claro, no debe involucrarme.

—Dile a Bianca Valenti que no has podido hacer el análisis y sal de esta situación cuanto antes; una vez incumplida la ley, te expones a ser una reincidente.

—Comunicaré el resultado a Bianca, no puedo ocultárselo, es demasiado importante; tengo que asumir la responsabilidad de mis actos.

Silvia sacude la cabeza pensativa.

—Alice, no me obligues a tener que decirte que te lo advertí.

Un consejo inútil. Lo haré, lo sé ya, de manera que me arrojo a la incertidumbre del peligro casi con resignación.

No obstante, por el momento ahogo la inquietud que siento en poco menos que medio kilo de Häagen Dasz.

Nada más salir de casa de Silvia, agotada pero sin haber perdido un ápice de energía, llamo a Arthur.

Una de las cosas que más me gustan de él es que puedes llamarlo en cualquier momento para salir sin que él ponga impedimentos por la hora.

—Gracias por venir —digo mientras le abro la puerta de casa a la medianoche en punto.

—He venido para quedarme —afirma dejando caer la bolsa en el suelo y dándome distraídamente un beso en la mejilla—. Tienes ojeras —comenta al mismo tiempo que se dirige a la cocina para coger un bollo de la despensa.

—Estoy exhausta… y asustada.

Arthur frunce el ceño.

—¿Más problemas en el Instituto?

—No exactamente. Me he metido en un buen lío, pero esta vez la culpa es solo mía.

—¿Has perdido algo más?

Arthur aventura una sonrisa.

—Te garantizo que no es cosa de broma.

—Exageras —replica bostezando.

Por unos instantes siento la tentación de contárselo todo, pero ahora que estoy con él tengo la ligera impresión de que todo va bien; la fase del enamoramiento comporta, entre otras, estas sensaciones similares a la ansiedad, este calor que, como un escudo, me hace sentir que, en el fondo, no todo se ha perdido.

—¿Hay alguna novedad sobre Giulia Valenti? —me pregunta de improviso.

Me sobresalto.

—¿Novedad? —balbuceo confusa, igual que cuando exagero con el Cointreau.

—Sí, novedad. ¿La hay?

—No exactamente. Se trata de algo que he hecho.

Arthur me escruta con aire inquisitivo. Tratando de ser lo más breve posible y procurando que todo parezca menos grave de lo que es —cosa, como mínimo, difícil—, le explico lo último que me ha ocurrido con Bianca Valenti y el edificante trabajo que he realizado, indiferente a la serie de delitos penales que, con él, estaba cometiendo.

Mi relato le preocupa sobremanera, al igual que a Silvia, solo que, a diferencia de ella, no lo manifiesta.

—Quizá te has arriesgado un poco —se limita a comentar con una circunspección muy british.

—¿Tú crees? —pregunto sarcástica.

Arthur asume una expresión que muestra la inquietud que siente.

—No exagerabas —concluye, por fin, exhalando un suspiro.

—¿Qué debo hacer, Arthur? Todavía estoy a tiempo, puedo detenerme. Puedo decir que no he logrado realizar los análisis. Me siento angustiada, me gustaría librarme de todo esto, pero, a la vez, sé que puedo ayudar a Bianca Valenti con esta información y me niego a ocultársela.

—Quiero estar convencido de mi consejo y, por el momento, no lo estoy.

—Comprendo, pero no puedo esperar, no sirve de nada.

—Tampoco sirve de nada meterse en líos, ¿no te parece? Como si no tuvieras bastantes.

—Siempre me has animado a seguir adelante en esta historia.

—Y, de hecho, no estoy seguro de haber hecho bien. ¿Qué es esto? —pregunta de una forma que me parece un recurso para cambiar de tema.

Echo una ojeada a los folios que tiene en las manos.

—Nada —contesto decepcionada—. Un artículo que escribí hace unos días sobre el caso Valenti. Pensaba presentárselo a Boschi, como muestra de buena voluntad. Pero es horrendo, y no procede —digo arrebatándoselo y rompiéndolo en dos, después de lo cual lo tiro a la papelera. Él observa mis gestos con aire ausente—. ¿Qué harías en mi lugar?

Me besa con dulzura en la cabeza.

—Ya sabes la respuesta.

—Le entregarías el resultado a Bianca, ¿verdad?

Asiente con la cabeza.

—Puede que no sea lo más adecuado, Alice, no pondría la mano en el fuego. Quizá deberías hablar con alguien que pueda darte un consejo más sensato.

Miro el reloj; es tardísimo.

—Dejemos el tema para mañana.