Bianca tiene un póquer en la mano

AL día siguiente, Claudio, escoltado por Ambra, que va pegada a él como una prótesis, entra en el Instituto con el encargo oficial de reconstruir el perfil genético de Saverio Galenti y de realizar un análisis toxicológico del mismo.

—Esta vez trabajaremos a puerta cerrada —subraya en la biblioteca durante la pausa para el café dirigiéndose a mí—. Intentad comprenderlo, muchachos, la situación es delicada y no puedo perder tiempo.

—De acuerdo, Claudio, ¿pero después no puedes compartir los resultados? —se aventura a preguntar Lara.

Claudio arquea una ceja.

—Sí, por supuesto —responde fríamente, consciente de que no se puede echar atrás.

A eso del mediodía, un individuo que encarna a la perfección la idea que me he hecho de Saverio Galanti llega al instituto.

Es alto, discreto y esbelto. Lleva el pelo cortado casi al cero, un par de gafas de sol Rayban Gota que ni siquiera se quita en este momento, cuando está a oscuras, un anillo en el dedo índice de la mano izquierda, una cazadora de piel de magnífica manufactura, unos vaqueros oscuros y un par de zapatos deportivos y, mirándolos bien, muy caros.

Saverio Galanti no saluda ni habla con nadie, sigue a Claudio hasta el laboratorio y la puerta se cierra tras ellos.

Se me llevan los demonios, porque, como no podía ser menos, todo se produce en presencia de su residente del alma, y todo resulta profundamente inicuo. Pero ¿de qué me extraño?

Carente por completo de dignidad, orbito como quien no quiere la cosa alrededor del laboratorio, a la espera de captar una señal, una impresión.

Y, al final, recibo mi recompensa.

—Allevi —me dice Claudio sin ni siquiera mirarme a la cara—. Indícale dónde están los servicios.

Imperturbable, Galanti, que, por fin, se ha quitado las gafas, me lanza una ojeada.

Parece impaciente. Lo guío en silencio hasta los aseos.

Es un contacto que apenas dura unos minutos y que no basta para brindarme el detalle que codicio en mi fuero interno.

—Adiós —le digo poco antes de que abra la puerta para salir del Instituto, cosa que, a todas luces, está deseando hacer.

Él no se molesta en contestarme.

Me cruzo con Claudio en las proximidades de su despacho y, a pesar de que me cuesta lo mío dirigirle la palabra, no logro contenerme.

—¿Cuándo tendrás los resultados? —inquiero.

—No es asunto tuyo. Cuando estén listos…, te lo comunicaré.

Maldito sea, qué pérfido es.

Mientras me como unas galletas en el despacho al tiempo que intento trabajar provechosamente, el timbre penetrante de mi móvil me sacude del torpor.

—¿Dígame?

—¿Alice? Perdona que te moleste. Soy Bianca.

Casi me atraganto con las galletas.

—¡No molestas para nada! —respondo con un tono excesivamente entusiasta.

¿A qué viene tanta exaltación?

—Quizá te sorprenda mi llamada, pero me gustaría verte.

Además de su voz, muy grave, percibo el caos que reina en su oficina, el bullicio de los teléfonos, la excitación, las peleas.

—Por mí encantada. ¿Puedes adelantarme algo? —le pregunto muerta de curiosidad.

—Solo que tiene que ver con mi hermana, aunque puede que eso te lo imaginases ya.

Efervescente, me aproximo al lugar estipulado, un bar discretamente sofisticado que queda cerca de la casa de Arthur.

Espero a Bianca media hora. No sé si llamarla, no quiero parecerle apremiante, de manera que me contengo, no sin sentir una leve impaciencia. Al final la veo llegar, jadeante y consternada.

—No sabes cuánto lo siento —dice, y el suyo es, realmente, el vivo retrato de la mortificación—. Me han entretenido en el despacho, no he podido llamarte porque tenía el móvil descargado y, con el lío, no lograba encontrar tu número, en fin, que no sabía qué hacer —trata de explicarme, agobiada.

Creo que, en el caso de personas como ella, cualquier retraso injustificado equivale a una gravísima muestra de mala educación. Pero, dado que el retraso crónico se está convirtiendo en cierta medida en una de mis normas vitales, el suyo hace que la sienta más cercana.

—No te disculpes, da igual.

Bianca deja su Sac Plat de Louis Vuitton en una silla y toma asiento.

Pide un whisky solo —caramba— y se quita las gafas con un sencillo ademán mientras se masajea las sienes con las yemas de los dedos.

—No sé por dónde empezar —dice; a decir verdad, parece vacilar entre la timidez y la osadía.

Me siento bastante extraña, como me sucede cada vez que hablo con ella. Bianca tiene una personalidad explosiva y, a pesar de que prácticamente me ha conquistado, a veces su apremio me incomoda.

—Sé que he sido una entrometida y que a menudo te he puesto en dificultades con unas preguntas que no estabas obligada a contestar, pero… la verdad es que me produce un gran alivio hablar contigo, sobre todo porque, a diferencia de Calligaris, logras aclararme las ideas. Consigues que la verdad me parezca sencilla, en tanto que él…, por lo visto ni siquiera es capaz de contestar a las cuestiones más elementales. Me parece terrible que la investigación sobre la muerte de Giulia esté en manos de una persona tan mediocre como él.

¡Pobre Calligaris! Puede que no sea un lince y, desde luego, no es la lumbrera de la policía italiana, pero es una buena persona y no me parece tan superficial e ineficaz como asegura siempre Bianca.

—No es tan terrible —replico, sintiéndome íntimamente solidaria con él.

Bianca ataja mi tímido intento de mostrarme benevolente.

—Porque no te relacionas con él, es obvio.

Permanezco en silencio esperando a ver cómo se comporta. Hoy lleva una rebeca de color champán que le favorece mucho y que, en caso de que eso sea posible, aumenta el carácter etéreo de sus rasgos.

—Quizá sea mejor que vaya directamente al grano —añade con la voz cálida y sensual que es la clave de su encanto—. Debo hablarte de un sospechoso. Uno que no se fía de nadie, y aún menos de Calligaris.

Frunzo el ceño, al tiempo que siento aumentar los latidos de mi corazón. Me doy cuenta de que la estoy siguiendo en un mundo paralelo en el que Giulia sigue con vida. Un mundo que me atemoriza.

—¿Te parece de verdad conveniente? —la interrumpo antes de que sus palabras sean irreversibles—. Si se trata de algo grave y, sobre todo, fundado, quizá yo no sea la persona más adecuada a quien contárselo.

—Te equivocas, eres la persona idónea —replica ella con firmeza—. Te estoy hablando de un sospechoso cuya relación con mi familia es excesivamente estrecha. Por eso no puedo revelarle mi idea a Calligaris: en caso de que resultase ser infundada, corro el riesgo de generar unas fricciones irremediables entre los míos.

—Siendo así, no veo en qué forma puedo ayudarte. No formo parte del equipo investigador. Ya sabes cuánto me interesa esta historia, pero, por desgracia, no desempeño ninguna función oficial y…

—Escúchame y lo entenderás —me interrumpe.

No sé muy bien cómo comportarme: lo cierto es que Bianca Valenti me inspira un gran temor. Me comporto como si pretendiese su aprobación y, a la vez, me sintiese torpe en su presencia.

—Creía que conocía a Giulia, que lo sabía todo sobre ella —dice con la mirada un tanto perdida, con una aureola de dolor que la envuelve y que podría tocar si su consistencia fuese sólida—. No obstante, su muerte me ha hecho comprender que solo la conocía superficialmente.

—¿Por qué?

Envueltas en una música lounge de fondo, la conversación cada vez me parece más surrealista.

Bianca lleva un perfume con un ligero aroma a talco, un perfume caro, sin lugar a dudas, pero que, aun así, resulta anticuado.

—Giulia era una persona difícil. No le gustaba que la juzgasen, y aún menos que fuese yo la que lo hiciera. Detestaba las opiniones, los consejos, cualquier intromisión en su vida. Muchas, quizá demasiadas, de nuestras discusiones acababan en peleas; ella era consciente de que desaprobaba muchas de sus decisiones y procuraba no hablarme de ellas.

—Supongo que eso te dolía.

Al observarla noto algo distinto en ella respecto a la primera vez que la vi. Cierto estado de turbación que nada tiene que ver con el luto. Bianca apura su whisky.

—Me dolía muchísimo —responde sencillamente sin mirarme a los ojos—. Y me corroe el remordimiento. Debería haberla vigilado, haberme ocupado más de ella. Era como una niña, terriblemente frágil. Pero me resultaba cómodo pensar que Jacopo se encargaba de ella.

—En cualquier caso, tenía veinte años. Era imposible que estuvieseis encima de ella día y noche, y que la conocieseis íntimamente. Ni tú ni Jacopo.

—Puede que lo que hacíamos no fuese suficiente. ¡Cuántas veces me propuse hablarle claramente! Si lo hubiese hecho tal vez seguiría estando entre nosotros. En cuanto a Jacopo…

—¿Jacopo? —pregunto, a mi pesar.

—Jacopo se ocupaba de mi hermana a su manera. Una manera… más que discutible.

—¿Qué quieres decir? —inquiero.

Bianca titubea por unos instantes.

—Es terrible. Ni siquiera soy capaz de decirlo.

¡Suéltalo ya, Bianca!

A pesar de que en un principio pretendía mantener cierta distancia, la escucho con los cinco sentidos.

—Tú misma acabas de decir que soy la única persona con la que puedes hablar, Bianca.

Al final ha logrado llevarme exactamente a donde quería. En un primer momento me sentía casi intimidada y reacia a saber más pormenores de una historia que me atrae como un imán y que, con la misma fuerza, me inquieta. Ahora resulta que soy yo la que le ruega que continúe hablando. ¡Ah, la incauta curiosidad! Mi peor defecto.

—Siempre pasa lo mismo, se acaba hablando mejor de cualquier cosa con los desconocidos. Por lo demás, ¿a quién le puedo contar algo semejante? —comenta con tal delicadeza que no puedo por menos que darle la razón—. Pues bien, esto es lo que pienso. ¿Con quién se acostó Giulia antes de morir? Por lo que me han dicho no fue con Gabriele Crescenti, ¿no es cierto?

—Así es —confirmo circunspecta, tratando de comprender adónde quiere ir a parar.

—Pues bien, mi hermana jamás, repito, jamás tuvo un novio. ¿No te parece extraño, dado lo guapa e interesante que era? Ni siquiera una aventura. O no le interesaban los hombres, cosa que no creo, o le interesaba únicamente uno que, sin embargo, no podía tener. ¿Quién puede ser el amante fantasma del que nadie habla? Quizá alguien que no llamaba la atención, alguien con el que podía mantener una relación frecuente de forma absolutamente normal. Un amante insospechado, en pocas palabras.

Capto al vuelo la cuestión.

—¿Vuestro primo Jacopo? —balbuceo.

—Ni más ni menos —confirma muy seria—. Ha sido como componer un puzle. Después de colocar todas las piezas en su sitio, lo he visto con toda claridad.

—Bianca, seguro que has oído hablar de Saverio Galanti…

—No me lo creo —afirma con firmeza—. Es absolutamente inverosímil que estuvieran juntos; creo que él estaba con ella cuando murió, que se drogaban juntos, ¿qué otra cosa cabe esperar de un amigo de Sofia? Pero me parece imposible que tuvieran una relación.

—Sofia lo ha asegurado.

—Me da igual. A Saverio Galanti no le gustan las mujeres, Giulia me lo dijo.

Me quedo pasmada.

—En cualquier caso, Bianca, no tiene mucha importancia. Quiero decir, el ADN del último hombre con el que estuvo tu hermana y el que encontramos en la jeringuilla no coinciden. Así pues, carece de relevancia saber quién era su novio —le explico dándome cuenta de que con ello repito las palabras que Lara me dijo en su día.

—Espera un momento. No te apresures y deja que te explique cuál es mi conclusión. —Bianca asume el aire confidencial que solo muestra de vez en cuando, y siempre en pequeñas dosis—. Jacopo y Giulia siempre estuvieron muy unidos. Pensaba que su relación era fraternal. Él era el punto de referencia de mi hermana y ella no daba un solo paso sin consultárselo antes. Giulia quería estudiar Lenguas Orientales en Venecia, pero luego, cuando acabó el bachiller, proclamó que deseaba estudiar Derecho, igual que Jacopo, aquí, en Roma. Jugaban al tenis juntos y noté que a menudo tardaban en volver a casa. Siempre pensé que él demostraba una paciencia increíble dedicando a Giulia tardes y noches enteras para preparar unos exámenes universitarios a los que ella casi nunca se presentaba y, en caso de que lo hiciese, obtenía unos resultados invariablemente mediocres. Pasaba mucho más tiempo con ella que con Doriana, tal vez demasiado. Y, por su parte, Giulia lo adoraba.

—Y Jacopo… ¿cómo se comportaba con tu hermana?

Bianca contesta levemente enfurruñada.

—Giulia estaba, sin duda, a la cabeza de sus prioridades. Desde que eran niños su relación fue siempre intensa y compleja, con un sinfín de matices. De hecho, yo me sentía a menudo excluida de ella. Jacopo trataba a mi hermana con suma consideración, como si fuese una pequeña princesa: jamás lo vi comportarse bruscamente con ella. La protegía mucho.

Carraspeo.

—Bianca, en cualquier caso hemos analizado el ADN del líquido seminal de la muestra. Giulia y Jacopo eran primos por parte materna, de manera que, para que lo entiendas, la consanguinidad habría salido a relucir.

Bianca niega con el dedo índice.

—No somos consanguíneos. Jacopo es hijo de Corrado de Andreis, pero no de mi tía Olga, que es la hermana de mi madre. Así pues, es fruto de un matrimonio precedente. Su madre murió cuando tenía un año y por eso él siempre ha considerado a mi tía Olga como a su madre.

Palidezco.

—No lo sabía.

—Ya lo he visto.

—¿Le has mencionado tus sospechas?

Bianca se pone tensa y se muestra reacia a contestar.

—Jacopo nunca lo reconocerá. Creo que se avergonzaría y, además, él y yo jamás hemos tenido una relación tan confidencial. Por si fuera poco, Jacopo es muy reservado —se apresura a añadir—. De todas formas, tal y como has apuntado oportunamente, la cuestión no es esa.

De no ser así, no se explicaría una confidencia tan grave. Bianca tiene un objetivo y lo está persiguiendo de manera bien precisa.

—La cuestión es que esta relación tan ambigua, tan estrecha e intensa, podría haber generado ciertos celos.

—De Doriana —digo de inmediato, planteando la conclusión más obvia.

—Exacto —corrobora Bianca.

En el silencio que sigue a continuación, el sonido del hielo que hay en el vaso que Bianca hace ondear me resulta ensordecedor.

—Tengo miedo de que Doriana esté involucrada —continúa—. Cuanto más lo pienso, más me cuadra. El amante misterioso de Giulia, que no se identifica y que, ya verás, no es Saverio Galanti…, solo puede ser Jacopo. Y si la droga que consumieron Giulia y Sofia resulta ser la misma, el paracetamol… podría habérselo dado ella. Doriana estaba al tanto de los problemas de alergia de mi hermana. Y, pensándolo bien, los arañazos en el brazo de Giulia…, la llamada telefónica que escuchaste… y el ADN que apareció bajo las uñas y que pertenece a una mujer que, sin embargo, no es Sofia… ¿Entiendes lo que pretendo decir, Alice?

No puedo por menos que estar de acuerdo con ella. Sus sospechas son, como mínimo, fundadas, incluso verosímiles.

—Sigo pensando que deberías hablar con Calligaris, Bianca. No es tan incompetente como piensas, de verdad.

Bianca alza su mirada opalada y me escruta. Me siento empequeñecer.

—Intenta imaginarte la reacción de Jacopo o de Doriana. Y el daño que una cosa así podría causar a mi tía Olga. En el supuesto de que me equivocase, piensa en las consecuencias que mi error podría causar. Si, en cambio, mis sospechas se confirman, asumiré mi responsabilidad y seguiré adelante, pero, para ello, necesito tu ayuda. —Enmudece y me escudriña—. Pareces distraída —añade a continuación.

Los nervios le han alterado los rasgos de la cara.

—Estoy pensando —contesto con cautela.

—¿En qué, si me permites preguntártelo?

—En el hecho de que todavía tengo acceso al resultado de la investigación sobre el ADN que se encontró bajo las uñas de Giulia y creo que si tuviese el de Doriana podría efectuar yo misma el análisis genético y verificar si el material es suyo.

Lo he soltado de un tirón. Después de expresarlas, mis intenciones me asustan.

Bianca me observa con evidente admiración.

—Eso es lo que pretendo, pero no me atrevía a pedírtelo directamente. —La miro pasmada—. Sé que puede parecerte una petición absurda, además de audaz. Pero…

Tengo miedo. La interrumpo.

—Bianca, estamos hablando de algo completamente ilegal.

—Recibirás una buena recompensa.

—De eso nada. No quiero dinero.

—Estoy acostumbrada a pagar el trabajo de los demás —replica ella con cierta altivez.

—Es un acto ilícito y el mero hecho de recibir dinero a cambio de realizarlo me haría sentir como una delincuente. Si acepto, será exclusivamente por Giulia —admito en un impulso de inconsciencia.

Bianca insiste.

—¿Lo harás, entonces?

Ahora que la suerte me brinda la complicidad de Bianca, ¿cómo puedo echarme atrás?

—Sí —contesto, y nada más decirlo me doy cuenta de que es la afirmación más grave que he hecho en la vida.

Bianca tiene un aire triunfal.

—Sabía que podía contar contigo. Aprecias tanto a Giulia como a su historia; estaba segura de que no te amilanarías.

—Lo único es que necesito una muestra del ADN de Doriana para compararla con el que ya ha sido muestreado —le explico sintiendo un estremecimiento de ansiedad.

—No sé cómo conseguirla.

—¿Por qué no le robas un cepillo? —sugiero.

En esta situación, tan fuera de lo común, me siento poco menos que inmune a la racionalidad.

—Tendremos que ir a su casa.

—¿Tendremos?

—Por supuesto. Tú me esperarás fuera, en el coche, mientras yo busco algo que pueda servirnos. ¿Crees que debo cogerle un cepillo?

Si no fuera porque raya los límites de lo real, la situación sería cómica.

—Pensándolo bien, el cepillo de dientes sería más cómodo.

Bianca se pone en pie y escarba en el bolso buscando las llaves del coche.

—Vamos, venga.

—¿Ahora?

—¿Por qué perder más tiempo?

En sus ojos brilla una luz de excitación del todo inaudita, al menos para mí.

Es la hora del crepúsculo. El cielo se ha teñido de un tono oscuro que observo desde la ventanilla del Lancia Y rojo de Bianca Valenti, que hemos aparcado frente a la casa de Doriana Fortis. Noto la sensación incontrolable de impaciencia que experimento cuando me paso con el café. No consigo tener quietas las piernas, me atormento los dedos y, mientras espero que Bianca regrese con algo que me pueda servir, comprendo el alcance de la inmensa gilipollez que estoy haciendo. Mi percepción del tiempo se ha alterado y tengo la impresión de que sesenta segundos duran el triple.

Al cabo de una media hora, Bianca sale del edificio del siglo XIX arrebujada en su trenca de color beis.

Se sienta en el lado del conductor con tanta adrenalina en circulación que logra contagiarme.

—¿Hecho? —le pregunto.

Me sonríe, poniendo al descubierto unos dientes que, si bien no están perfectamente alineados, en su caso no la desfiguran. Mete la mano en el bolso y me enseña una colilla envuelta con esmero en un pañuelo de papel. Bianca me inquieta un poco: a pesar de que desea con todas sus fuerzas averiguar la verdad, también puede ser hipócrita hasta el punto de presentarse en casa de una persona con el único propósito de sustraerle algo que podría meterla en un apuro.

—No he encontrado nada mejor —contesta como si pretendiese justificarse tras ver mi mirada de perplejidad.

—Que Dios nos ayude. Rápido, hay que meterla en la nevera —concluyo, nada tranquila.

Alzo los ojos hacia el edificio, movida por el instinto de responder a una mirada insistente.

Me quedo petrificada de miedo cuando compruebo que la persona que me escruta de manera atroz es Jacopo de Andreis; su figura, detrás de los cristales de una ventana del tercer piso, no deja lugar a dudas.

Después de pasar una noche casi en blanco durante la cual no he hecho otra cosa que dar vueltas en la cama, en tanto que la colilla del cigarrillo de Doriana Fortis yacía en el congelador de mi cocina, al alba estoy ya preparada para ir al trabajo. Una vez en el Instituto, me muevo con circunspección para no llamar demasiado la atención, a pesar de que no puedo estar más agitada. Me encierro en el laboratorio, que, por suerte, esta mañana está libre, e inicio el procedimiento.

Mientras me encuentro manos a la obra, Anceschi entra de improviso.

—¿Doctora Allevi? —pronuncia con una inflexión interrogativa.

—Buenos días, doctor Anceschi —lo saludo haciendo un esfuerzo para disimular el apuro que siento.

—¿Puedo preguntarle qué está haciendo? —dice por mera curiosidad, sin pretender ser inquisitorio.

—Un ejercicio —respondo al vuelo—. Perfeccionamiento de la técnica de extracción de ADN de los rastros de saliva.

—¿Y la fuente es esa? —pregunta señalando la colilla, que todavía no he tirado.

—Sí, la saliva es mía. Me ejercito para aprender a extraer en situaciones difíciles en lugar de hacerlo con muestras recogidas adecuadamente.

Anceschi frunce el ceño.

—Muy bien —contesta a continuación, manifestando una sorpresa y una admiración auténticas, a la vez que coge un reactivo de un estante—. Siempre he pensado que, a pesar de las apariencias, usted era la Pasionaria del Instituto. Le deseo un buen trabajo —añade al salir; es el vivo retrato de la bondad.

Si no estuviese tan aterrorizada, habría disfrutado con el cumplido: al menos uno, de cuando en cuando.

Acabo la extracción a pocos minutos de las ocho. Si bien aún me queda mucho para terminar, no puedo acampar aquí. De manera que limpio y guardo las probetas en una caja pequeña susceptible de pasar inadvertida, y, cuando el cielo está oscuro y el Instituto vacío, vuelvo a la vida.