Historia de una residente mediocre

LA reacción de Arthur a mi desgracia le confiere, en cierto sentido, la justa medida. Se echa a reír sin poder contenerse.

—Jura que es verdad —me pide.

Está tumbado en la cama y juguetea con un mechón de pelo.

—Por supuesto que es verdad, idiota.

—¿Y toda esta tragedia por semejante tontería?

—¿Tontería? Quizá no te acabas de dar cuenta de lo que hice —replico cabeceando al tiempo que me levanto de la cama para ir a buscar un vaso de agua.

Son las diez de la mañana y no he ido a trabajar: experimento un extraño sentimiento de culpa por haberme tomado este día de vacaciones en un momento tan delicado. A esta hora, en el Instituto debe de circular ya un chiste sobre mí.

Pero, al mismo tiempo, me siento libre: sé que habría sido incapaz de presentarme esta mañana y mirar a todos a la cara. De todos los ridículos que he hecho —y, desde que empecé, han sido bastantes; por poner solo un ejemplo, en una ocasión destrocé un viejo cráneo que el Supremo quería mostrar a los estudiantes de Medicina dejándolo caer sin querer al suelo—, este es, sin lugar a dudas, el peor. Se recordará año tras año como una auténtica leyenda.

—¡En el fondo no me parece tan dramático! Encontraron el cadáver veinte minutos después. La verdad es que, si te soy sincero, no entiendo todos esos obstáculos. La culpa la tiene Conforti, que lo ha convertido en un asunto de Estado. Podía no habérselo dicho a Boschi.

—No me atrevo a imaginar lo que pensará tu padre.

—Mi padre dará al problema el peso que se merece. Es severo, pero al menos también es objetivo. No te preocupes. —Daría lo que fuese porque tenga razón—. Y, en cualquier caso, mañana volverás al Instituto.

—No, te lo ruego. Necesito desintoxicarme. No quiero volver a salir de esta habitación. Mejor dicho, de esta cama.

—Ausentándote no resolverás nada: cuanto más tiempo dejes pasar, mayor se volverá el problema —replica con aire sabihondo.

—Arthur…, hay algo que no sabes —le digo tapándome los ojos con las manos.

Ha llegado el momento de poner mis cartas sobre la mesa: solo que, a diferencia de la escalera real que se espera, ni siquiera tengo en las manos una doble pareja.

—¿Otro lío? —pregunta sin saber, claro está, lo que estoy a punto de decirle.

Así pues, se lo cuento todo. Realmente todo, sin censura.

Arthur se queda asombrado.

—¿Cómo es posible que te guardases todo eso y que nunca me lo hayas mencionado?

—No me lo reproches, te lo ruego. No me resulta fácil afrontar el tema.

Ahora que le he hecho partícipe de todos mis problemas, me siento como si me hubiese quedado desnuda e inerme frente a él. Aunque, si he de ser sincera, la sensación es mucho peor, porque tengo la impresión de haber estropeado la imagen que tiene de mí. Casi me arrepiento de habérselo contado todo.

—Lo siento mucho, Alice.

Oh, no, te lo ruego, no quiero tu compasión. No la soporto.

—¿Quieres que hable con mi padre?

Abro desmesuradamente los ojos. Debe de haberse vuelto loco de remate. Me siento en el centro de la cama y me recojo el pelo detrás de las orejas.

—Fingiré que no te he oído.

—No tiene nada de insultante —se justifica él; su rostro moreno se ha ensombrecido—. No pretendo decirle nada que no sea cierto. Te has metido en un buen lío y, al margen de lo que podamos pensar de él, es alguien que cree en el mérito de las personas.

—¿Cuál es la verdad? ¿Tú qué sabes? Si todos me consideran una mediocre, será por alguna razón.

—Alguna hay, en efecto —contesta él asintiendo con la cabeza enérgicamente—. ¿Quieres saber cuál es? Pues que no sabes venderte. Si no crees en ti misma, ¿cómo pretendes que lo hagan los demás?

—Sea como sea, no quiero que hables con tu padre.

Arthur agacha su cabeza dorada y se lleva una mano a la boca para morderse las uñas.

—Lo único que quiero es ayudarte…

—Si hablas con él no me ayudarás, al contrario. Me harás sentir como una perfecta idiota que no sabe arreglárselas sola. Y, además, tu padre pensará que te pedí que lo hicieras, y eso sí que no podría soportarlo.

Arthur cabecea sin mirarme.

—Con todos los respetos, la tuya es una demostración de la mentalidad típicamente italiana. En este caso no se trata de nepotismo. No quiero recomendarte. Odio las recomendaciones.

—Me cuesta verlo de otra manera.

—Vamos, no te enfades. Tienes la posibilidad de resolver un problema y no la aprovechas.

—¿Tú lo harías? Piénsalo bien. Si yo fuese la hija de tu jefe y pretendiese convencerlo de que estás desperdiciando tu talento como reportero de viajes, que debería asignarte un puesto de mayor relevancia y prestigio, y mandarte como corresponsal a una zona de crisis internacional… ¿no sentirías que no lo has logrado por ti mismo? ¿No pensarías que has perdido la dignidad?

—No, porque es cierto.

—No te creo. Hablas así porque no estás en esta situación.

—Eres muy libre de pensar lo que quieras. No hablaré con mi padre a menos que me lo pidas, ¿OK? Y ahora voy a darme una ducha —concluye, y desaparece sin darme tiempo a replicar.

Las paredes del Instituto jamás me han parecido tan hostiles como hoy, un maravilloso y prometedor día de sol primaveral que me encuentra hierática en mi puesto, indiferente a las manifestaciones de burla pública que mi desgracia ha desencadenado incluso en el más serio de mis colegas y en las secretarias. Pero quizá sea mejor que se rían en lugar de considerar el hecho extremadamente grave.

A diferencia de lo que me esperaba, Ambra no hace ninguna alusión al asunto y Lara sigue su ejemplo; las dos solo se dirigen a mí para hablar de trabajo, y lo hacen en tono amistoso.

En cuanto a Claudio, aún no ha hecho acto de presencia. Ha estado encerrado toda la mañana en el despacho de Wally y todavía no he tenido el honor de verlo. La verdad es que no siento el menor deseo; de todas las reacciones, la suya no solo me irritó y me decepcionó, también me indignó.

Siento que cada momento que transcurro aquí forma parte de una cuenta atrás que me llevará directamente a convertirme en un espantapájaros; me pregunto si de verdad puedo hacer algo para arreglar in extremis la situación. Recuerdo a Giulia y me viene a la mente una idea de escasa relevancia, pero que, cuando menos, me mantiene viva y ocupada; escribo un artículo científico sobre el choque anafiláctico como complicación del abuso de sustancias estupefacientes. El trabajo me lleva todo el día, pero su resultado no me satisface, de manera que ni se me pasa por la cabeza presentárselo al Gran Sapo, lo único que conseguiría sería que me tomase el pelo. Con un cedé del Buddha Bar como música de fondo, mordisqueo patatas mientras me concentro en un caso que Anceschi ha tenido la amabilidad de pasarme. En ese momento mi móvil suena con insistencia.

—¿Tienes algo que hacer esta noche?

Es Arthur. Menos mal que existe.

—No, y además me siento un poco sola. ¿Por qué no vienes a mi casa? —le propongo mirando el reloj y descubriendo, maravillada, que ya son las ocho.

—Estupendo, nos vemos más tarde.

Cuando le abro la puerta de casa son más de las diez; al igual que con muchos otros aspectos de la disciplina, Arthur tiene una relación conflictiva con la puntualidad.

—Te he traído tu plato preferido: take away del Burger King.

—Mano de santo para el hígado. Gracias por el detalle.

Arthur tira distraídamente al sofá la maqueta de su revista.

—¿Por qué la has traído? —pregunto.

—Hay un artículo sobre el caso Valenti, es para ti.

—Eres un encanto. Gracias.

Empiezo a hojearlo mientras mordisqueo una patata.

—Mmm… El mar de Mikonos, de Arthur Paul Malcomess. ¿Puedo leerlo?

—Es uno de los peores artículos que he escrito en mi vida. Por si fuera poco, además es viejo.

—Exageras, como de costumbre.

—No, la verdad es que debería dejar de hacer un trabajo que ya no me aporta nada —replica con dureza.

—Arthur… —murmuro entristecida.

—Olvídalo. El artículo que te interesa está en la página diecinueve.

—Puede esperar, Arthur. Hablemos del tema.

—Si lo hacemos, te diré cosas que no te gustarán como, por ejemplo, que quiero dejar la redacción.

—No digas idioteces. No puedes dejarla.

Una extraña luz ilumina los ojos turquesa de Arthur mientras me responde.

—¿Y por qué no? Por supuesto que puedo hacerlo, pero no tengo la menor intención de hablar de eso ahora. No es el problema más acuciante —concluye, perfectamente coherente con la que, según me parece ya evidente, es su filosofía vital.

—El hecho de que ciertos problemas no sean acuciantes, Arthur, no significa que no valga la pena afrontarlos.

—Diferencia de puntos de vista —se limita a responder, mordisqueando una patata.

Pongo dócilmente la mirada sobre el borrador y lo abro en la página diecinueve.

Veo una fotografía preciosa de Giulia, un primer plano intenso en el que su mirada es de una pureza tal que da la impresión de que está concentrada en algo que no es de este mundo. Devoro literalmente el artículo, que, en efecto, es bastante agudo.

Se trata de un resumen razonado de la historia de Giulia: arranca con la muerte de sus padres y describe su vida con los De Andreis, además de la estrecha relación que la unía a Jacopo y Doriana. Incluye varios fragmentos de entrevistas a Jacopo, quien da la impresión de ser la clásica persona que puedes tratar durante años sin llegar a conocer a fondo jamás. Bianca y Abigail Button intervienen también y describen a Giulia como una joven especial. La segunda parte del artículo está totalmente dedicada a Sofia Morandini de Clés. El autor la denomina «la princesita», no en tono de alabanza, precisamente, y la usa para asestar un golpe a su padre, que es subsecretario en el Ministerio del Interior. Leo a toda prisa la parte que no me interesa para concentrarme después en los pormenores del caso.

Sofia ha confesado que el doce de febrero, día en que falleció Giulia, consumió droga poco antes de comer. La difunta en persona le había suministrado la heroína, que esnifó en lugar de inyectarse. Es imposible determinar si se trataba de la misma partida de droga, porque, según asegura, las dosis estaban separadas. Además la joven lamenta lo extraño del caso, dado que no sabía que Giulia se inyectaba la heroína, sino que la esnifaba, al igual que ella. Sofia ignora el origen del estupefaciente, pero sabe quién pudo suministrársela a su amiga. Se trata de un estudiante de Arquitectura, un pariente lejano suyo, florentino de nacimiento, pero romano de adopción, llamado Saverio Galanti. Si bien es cierto que Giulia y Sofia compartían el vicio y se solían drogar juntas, ese día no lo hicieron.

«Le pregunté si quería hacerlo conmigo, pero Giulia me respondió que no, que tenía que estudiar para el examen que tenía al día siguiente. Salí nada más comer y ella todavía estaba en casa. Me dijo que le dolía la cabeza y que pensaba irse pronto a la cama», declaró, según el periodista. El resto es historia: Sofia regresó a casa alrededor de las diez y media de la noche y encontró a Giulia en medio de un charco de sangre.

En cuanto a Savero Galanti, Sofia explica que, en los últimos tiempos, él y Giulia se habían hecho muy amigos; en realidad Sofia sospecha que los unía algo más que una simple amistad.

Siendo así, a buen seguro no tardaré en ver pasar a Saverio Galanti por los pasillos del instituto para someterse a los análisis genéticos y toxicológicos de rigor.

—El autor del artículo es muy bueno. Debería dedicarse a la narrativa, escribiría unas novelas negras estupendas —comento restituyéndole el texto.

—Se lo diré. Él también acabará dejando esa mierda de periódico.

—Yo no llamaría «esa mierda de periódico» a una de las mejores cabeceras del país.

—Todo es relativo —replica, a todas luces irritado.

Resoplo a la vez que me levanto para coger un Merit del bolso.

—Tengo miedo de que hagas algo irracional, Arthur; y de que te marches.

—Te recuerdo que viajo para vivir, aunque también es cierto que vivo para viajar, así que, razonablemente, se me puede definir como un vagabundo. Debes acostumbrarte a la posibilidad de que me vaya en cualquier momento.

—Bueno, pero siempre lo haces durante un periodo determinado —me aventuro a replicar.

—¿Quién sabe? —dice encogiéndose de hombros—. Ten cuidado con la idea que te haces de mí, Alice. Soy un inconstante. No soy un hombre con el que se puede proyectar un futuro estable. No es una cuestión de esfuerzo, sino de prioridades.

Lo observo de reojo. La naturalidad con la que sonríe, el leve descuido que solo las personas de elegancia innata se pueden permitir sin parecer desaliñadas. Su perfil estatuario, la expresión insondable que tienen sus ojos cuando me mira, tan huidiza, tan ajena al pragmatismo de mi cotidianidad.

Me siento fulminada.

Si bien es muy reciente, no puedo volver atrás.