—ENTONCES, resumiendo, ¿has entendido lo que debes hacer?
Miro a Claudio con desdén. Le ha costado bien poco encontrarme una tarea a la altura de su perfidia y eso que prometió que se comportaría correctamente.
—Es un trabajo de camillero —tengo el valor de objetar.
—Yo en tu lugar no le haría tantos ascos —replica malicioso arqueando una ceja. Ambra intenta disimular una risita despreciable—. Y, además, no es para tanto. No veo en qué modo puede menoscabar tu matrícula de honor en Medicina y Cirugía el hecho de que vayas a recoger un cadáver al depósito para llevarlo a radiología, donde realizaremos la virtopsia. Además, te acompañará un guardia jurado, el señor Capoccello. Normalmente lo hace todo él, porque es una persona muy dispuesta. Lo único que debes hacer es cruzar con el cadáver el túnel que une los dos edificios. En pocas palabras, Allevi, no pongas tantas pegas, ¿eh?
—Pero ¿por qué yo? —insisto, dado que no me entusiasma demasiado la idea de tener que pasear con un cuerpo en una camilla—. ¡Es una tarea propia de hombres! —suelto mirando fijamente al gusano de Massimiliano Benni, que se hace el sueco.
Y eso que, por antigüedad, está por debajo de mí en el escalafón.
—Si quieres saber mi opinión, la medicina forense es una especialidad propia de hombres —responde Claudio con una punta de ironía—. Pero vosotras, las mujeres, habéis querido entrometeros y ahora no podéis echaros atrás cuando os conviene —concluye con una expresión tan inflexible que me gustaría darle una bofetada.
Y eso que quería ayudarme. Me pregunto qué habría hecho si hubiese pretendido acabar conmigo.
—No seas sexista, cariño —le intima Ambra con resentimiento.
A pesar de que me sonríe con complicidad, tiene en cualquier caso el aire de ser la reina de una fiesta a la que ni siquiera me han invitado.
—Si no hay más remedio… —murmuro sin ocultar mi rencor.
Mi salvación está en sus manos, de manera que, si quiere humillarme hasta el final, que lo haga. Si pienso en el sentimiento de culpa que he experimentado cada vez que he puesto en tela de juicio sus decisiones… Cuánta nobleza de espíritu malgastada.
—Perfecto —responde en tono melindroso apoyando las manos en los costados—. Te esperamos en radiología a las catorce treinta, Alice, es importante. No te retrases, por el amor de Dios —subraya recalcando las palabras, como si se estuviera dirigiendo a una idiota, la que, a todas luces, cree que soy—. Tenemos ya demasiados problemas logísticos y no podemos añadir otros inútiles: el aparato sirve para realizar exámenes a personas vivas y los de radiología no pueden permitirse ninguna pérdida de tiempo.
—Supongo que no pretenderás que vuele. Son ya las 14.06, ¿por qué no me lo has dicho antes?
—Noto una inflexión polémica en tu voz, Allevi —replica con los brazos cruzados—. Y, sobre todo, tu actitud no me parece en manera alguna colaboradora.
El resto de mis colegas me mira fijamente mientras el tiempo sigue pasando. De nada sirve perder más.
Me pongo manos a la obra; oigo el taconeo que producen mis botas en el suelo del túnel subterráneo que une el instituto con el depósito, un trayecto que, como media, requiere entre cinco y diez minutos. Al llegar al depósito encuentro al guardia jurado abatido en una silla, con un color alarmante, apretándose las entradas con un pañuelo a cuadros de algodón.
—¿Se encuentra bien?
El buen hombre, que pasa en un instante de la palidez cadavérica al verde bilis, sacude tristemente la cabeza y me cuenta con un fuerte acento de Apulia lo mucho que le ha costado digerir los dos platos de sopa de mejillones a la tarantina que se comió anoche. Se levanta de la silla reprimiendo una arcada.
—Vamos, doctora. Acabemos cuanto antes —me exhorta con evidente malestar.
Por mucho que me preocupe la idea de tener que trasladar sola el cadáver y de saltarme el procedimiento, la parte más altruista de mi persona prevalece.
—Oiga —le digo—, salta a la vista que apenas puede mantenerse en pie. ¿Por qué no se va a casa?
Guiñando los ojos al sentir la llegada de un cólico, el señor Capoccello se acurruca de nuevo en la silla y me mira con el aire de una persona que está a punto de aceptar una propuesta indecente.
—¿Y quién la acompañará a usted?
—Puedo ir sola. El recorrido no es muy largo.
—¡Nos meteremos en un lío! —masculla, aunque sin demasiada convicción.
—¡Qué lío ni qué ocho cuartos! Nadie se enterará. Le ruego que se cuide, eso sí.
Así pues, tras recibir su gratitud y sus bendiciones, a las 14.19 salgo del depósito en dirección a radiología arrastrando el cadáver y sujetando con fuerza los mangos de la camilla con las manos enguantadas. A las 14.27, cuando casi he llegado a mi destino, suena el móvil, circunstancia que es, ya de por sí, un milagro, dado que aquí, en el reino de Hades, por lo general nunca hay cobertura. No conozco el número.
—¿Dígame?
—schschschsch… Alice… schschschsch…
Habría sido pedir demasiado que se oyese bien. Abandono el cuerpo por un momento y me alejo con la esperanza de entender algo.
—¿Alice?
Es Arthur, desde Estambul.
—¡Hola! ¡Perdona, pero ahora no puedo hablar por teléfono! —le digo a la vez que compruebo la hora: son las 14.29.
—Disculpa, no quería molestarte. Solo quería decirte que todo va bien.
No quiero cometer la descortesía de liquidarlo en un pispás. A fin de cuentas, ¿qué me puede llevar? ¿Dos o tres minutos de retraso? Además, estoy a dos pasos de mi destino.
—No molestas… El momento es un poco crítico, eso es todo. Luego te lo explico. ¿A qué hora tienes el vuelo?
—Esta noche, a las 21.10.
—¿Quieres que vaya a recogerte?
—No te preocupes, cogeré un taxi. Pero mañana nos vemos. Ha sido una estupidez que no hayas venido conmigo; Estambul es una ciudad…
Tiene razón, es una oportunidad que he rechazado, movida por un impulso de conciencia profesional. ¿Cómo podía marcharme en un periodo tan crucial, aunque fuese por poco tiempo y con Arthur?
Arthur empieza a contarme sus impresiones, pero cuando verifico la hora y veo que son ya las 14.35 pienso que ha llegado la hora de terminar la conversación.
—Tengo que colgar, en serio… ¿Hablamos más tarde? —le digo, encantada ya por el hecho de que mañana lo volveré a ver.
Estoy extasiada. Siento que nuestra relación avanza.
Meto de nuevo el móvil en el bolsillo de la bata y me voy a recuperar el cadáver.
Pero ¿dónde está?
En caso de que sea una broma, es de pésimo gusto.
Apenas me he alejado un centenar de metros.
¡No pueden haberme robado el cuerpo en las narices!
Dios mío.
El móvil vuelve a sonar y, esta vez, la llamada no tiene nada de afectuosa.
«Alice, ¿dónde coño te has metido?». Obviamente, es Claudio.
«Enseguida estoy ahí». Lo liquido apresurándome a colgar.
Miro alrededor, extraviada e incrédula. Del cadáver no hay ni rastro, ni siquiera de un ser vivo.
Mierda. Mierda. Mierda.
Vuelvo hacia atrás en el túnel con la esperanza de toparme con el que ha tenido la desgraciada idea de mover la camilla, en vano.
Estoy en un tris de sufrir un ataque de pánico. Ha sido una pésima idea decirle a Capoccello que no hacía falta que me escoltase, incluso arriesgándome a que sufriese un cólico renal en medio del túnel subterráneo. De nada sirve hacer trampas, no me queda más remedio que ir a radiología y enfrentarme a Claudio. Y a Ambra. Y a Wally.
¿Por qué soy tan desgraciada? ¿Por qué? ¿Qué mal he hecho a nadie? En el fondo soy una buena persona. He adoptado un niño a distancia. Doy dinero a Emergency. De acuerdo, reconozco que, de cuando en cuando, despilfarro un poco cuando voy de compras, pero no deja de ser un pecado venial.
Cuando se abren las puertas correderas azules de radiología tengo la sensación de que no voy a poder soportarlo. Claudio y Ambra me salen al encuentro agitados. Son las 14.48.
—¿Dónde está el cadáver? —masculla Claudio mirándome como si fuese una uña encarnada.
—Claudio, yo… no lo sé —confieso de golpe.
Por poco sufre una apoplejía.
—¿Qué significa que no lo sabes?
—Que no sé dónde está.
Dadas las circunstancias, Claudio adopta la siguiente actitud: «Soy un genio, pero en ocasiones no me queda más remedio que enfrentarme a los idiotas».
—Alice, a ver si lo entiendo. ¿No has encontrado el cadáver en el depósito?
—Sí, estaba allí. Lo cogí. Mientras cruzaba el túnel…, bueno, me distraje un momento. Unos segundos, ¿eh? Pero luego…
—¡El cadáver había desaparecido! —exclama Claudio con un sarcasmo que es la antesala de la explosión—. ¿Y Capoccello? ¿Dónde estaba? Porque supongo que no habrás salido sola del depósito…
Bajo la mirada.
—No se encontraba bien y le dije que… podía ocuparme de todo sola. En el fondo, no es tan grave.
Mientras el ojo que bizquea vuelve a su sitio para poder clavarme una mirada rebosante de desprecio, y la yugular parece a punto de estallar debido a la congestión, Claudio se lanza en tromba a hacerme recriminaciones.
—¡Muy bien! No solo no respetas el procedimiento, ¡Capoccello me va a oír, desde luego!, sino que, además, pierdes al muerto. Solo te pedí una cosa. Sabía que era una pésima idea permitir que entrases en el proyecto. De todos los inútiles…
—Cálmate —le dice Ambra, no sé si por piedad, por solidaridad o por ambas cosas.
Puede que le haya turbado ver que de mis ojos están empezando a brotar las lágrimas, que no puedo contener.
—¿Puedes explicarnos mejor lo que ha ocurrido? —me pregunta la Abeja Reina con un tono sosegado que apenas puedo reconocer.
Le resumo el desarrollo de los hechos. Claudio y ella se miran inquisitivamente a los ojos.
—En tu opinión, ¿qué debo decirle a Wally? —me pregunta el Gran Capullo golpeando convulsivamente el suelo con el calzado de la marca Tod’s.
¿Sabes qué te digo? Pues que le digas lo que te parezca. Incluso mi dignidad tiene un precio. No imploraré ni conspiraré.
—Antes que nada, intentemos encontrar el cadáver —tercia Ambra con calma guiñándome un ojo.
No sé cuándo la odio más, cuando se comporta como la canalla que en realidad es, o cuando se esfuerza por parecer magnánima.
—Sabía ya que es usted distraída. Un poco alelada, a decir verdad. Ha cometido unos errores irrepetibles. Se ha equivocado al cumplimentar ciertos documentos, ha despedazado literalmente los cuerpos del delito, se ha echado atrás en varias exhumaciones. Pero jamás habría pensado que sería capaz de perder un cadáver. Usted ha logrado algo único, Allevi: nadie que yo conozca, mejor dicho, nadie en este mundo ha alcanzado un nivel similar de ineptitud. Perder un cadáver…
Boschi parece terriblemente decepcionada.
Desearía que la tierra se abriese bajo mis pies y me engullese.
—¿Se da cuenta de los problemas que ha causado?
Debería ser más idiota de lo que soy para no entenderlo.
—Por suerte los enfermeros de gastroenterología han recuperado el cuerpo.
De nada sirve repetirle que si se hubiesen ocupado de sus asuntos, sin más, nos podríamos haber ahorrado este lío.
—Me alejé un momento para responder a una llamada telefónica… —murmuro exánime.
—¿Y a eso lo llama seriedad? Le habían encargado una tarea de-li-ca-dí-si-ma, dejó sin vigilancia un cadáver en medio de un pasillo hospitalario común para responder a una llamada telefónica. ¿Qué se esperaba, que los operadores sanitarios, al darse cuenta, no intervinieran de inmediato?
—Me ausenté durante cinco minutos —insisto mirando al suelo.
—¡Que bastaron para que se organizara todo este lío!
Agacho una vez más la cabeza, que, por un momento, he tenido el valor de levantar.
—¿Me han expulsado de la unidad de investigación? —pregunto con voz trémula.
—No sé qué decirle. Hable de ello con Conforti.
Por el amor de Dios.
Vuelvo a casa en un taxi; la llovizna moja la ventanilla por la que miro ensimismada. Pocas veces me he sentido más idiota.
Soy una fracasada. Una inútil incapaz de concluir nada. He destrozado miserablemente la única oportunidad de salvarme que tenía.
Pago al conductor y camino hasta el portón sin ni siquiera abrir el paraguas; Yukino no está en casa y, en parte, me alegro: explicarle lo que me ha ocurrido me remataría.
Me meto de inmediato bajo la ducha tirando desordenadamente la ropa al suelo. Mis lágrimas se confunden con el agua caliente que cae copiosa, diluye el rímel y, con él, el resto del maquillaje, pero no logra borrar la angustia que me atenaza.
Menos mal que Arthur vuelve esta noche.
No logro leer ni seguir un programa en la televisión.
No consigo hablar y, por ello, concluyo a toda prisa la conversación telefónica con mi madre.
Son las diez. Solo hay una manera de calmarme.
Me visto con lo primero que encuentro y cojo el metro hasta la estación de Termini, donde subo al autobús que se dirige a Fiumicino. En un momento como este pienso que debería comprarme un coche viejo: podría ser útil.
A la hora prevista para el aterrizaje deambulo por el aeropuerto sin sueño, sin paciencia ni esperanza.
Me dejo caer en un silloncito echado a perder por una mancha amorfa y engaño la espera escuchando Why, de Annie Lennox, en el iPod y leyendo cansinamente varias páginas de un maravilloso libro de Nadine Gordimer.
Cuando la pantalla anuncia la llegada del vuelo Estambul-Roma de las 21.10, siento que, por fin, la jornada ha tocado a su fin.
Veinte minutos después, sujetando en una mano una bolsa North Face de color azul y en la otra el inconfundible Marlboro que se dispone a encender, Arthur me mira con cierto malestar.
—What a surprise —murmura dándome un beso en la frente.
Lo abrazo y rompo a llorar soltando las lágrimas que todavía no he liberado. Arthur deja en el suelo la bolsa y se pone el cigarrillo detrás de la oreja.
—¿Qué pasa? —pregunta un tanto alarmado.
Sacudo la cabeza con tenacidad. Él responde a mi abrazo acariciándome la nuca.
—¿Alice? ¿Qué ha pasado? —insiste.
—Nada que valga la pena contar —respondo alzando la cabeza de su cazadora, en la que ahora se distingue una mancha de lágrimas y rímel—. Basta que hayas regresado. ¿Me albergas esta noche? —pregunto sorbiendo ruidosamente por la nariz.
Me mira un tanto afligido y me rodea los hombros con un brazo, en tanto que con el otro recupera la bolsa y me guía hasta la salida.
—¿Estás segura de que no quieres contarme lo que ha pasado? —pregunta mientras nos metemos, muertos de frío, en su cama.
—Mañana. Ahora es tarde… No quiero pensar en eso.
—¿Vas a trabajar mañana?
—No. No sé si volveré.
Y con estas catastróficas palabras cierro los ojos y pongo fin a este día nefasto.