El final de un célebre latin lover

ESta noche no he vuelto a casa.

Me he despertado al lado de un hombre que, cuando se ha dado cuenta de lo tarde que era, se ha limitado a sonreír graciosamente.

—¿Qué más te da? Ahora te acuestas con el hijo del jefe.

—Eres un monstruo. ¿Puedo ducharme?

—Sure —dice mientras se levanta, descalzo, y se pone la camisa que estaba en el suelo.

Se atusa el pelo, mueve el cuello como para desentumecerlo y desaparece de mi vista. Me pongo las bragas y la camiseta a la espera de poder entrar en el cuarto de baño. Miro el reloj. Mi barriga, vacía, emite unos lúgubres ruidos.

—Arthur…, es muy tarde, en serio. ¡Date prisa, por favor!

Wally colecciona meticulosamente mis retrasos e incumplimientos, y no quiero regalarle nuevos elementos.

Arthur sale del cuarto de baño con una calma olímpica y hace una breve reverencia delante de la puerta.

—Todo tuyo. Te he dejado unas toallas limpias en la cesta de mimbre. ¿Quieres desayunar? La casa ofrece… Veamos —prosigue mientras se dirige a la cocina—. Ofrece… Nada, será mejor que vayamos a un bar.

—¡Un segundo! —grito desde la ducha.

Mientras estoy bajo el chorro de agua caliente oigo Lovers in Japan de los Coldplay procedente de la radio que ha encendido a todo volumen en la cocina. Me visto a toda prisa y me maquillo con las cuatro cosas que llevo en el bolso, estoy preparada para salir.

—¿Te puedo acompañar? —pregunta a la vez que coge las llaves del coche.

—No quiero molestarte —contesto poniéndome el abrigo.

Con una expresión de impaciencia en la cara, abre la puerta.

—Vamos, pero antes pasaremos por un bar, no puedes ir al trabajo sin haber comido algo antes.

Desayunamos en un pequeño bar que hay cerca de la universidad. Arthur pide un café y un cruasán con Nutella. Se quita del cuello la bufanda de cachemira azul y disuelve el azúcar en la tacita. Tiene ojeras.

—Ahora sí que llego tardísimo —digo mirando sin esperanza su reloj y llevándome las manos a la frente.

—Deberías tomarte la vida con más calma. Take it easy.

—Mira quién habla. Como si no conocieses a tu padre. Y a Wally, es aún peor.

Muevo febrilmente un pie bajo la mesa. Apenas las manillas de su reloj marcan las ocho y media me pongo en pie de un salto y le doy un beso fugaz en su hirsuta mejilla.

—¿Me dejas así? —pregunta; todavía no se ha comido el cruasán.

—No puedo quedarme más, lo siento.

Impasible, se seca los labios con la servilleta y se levanta.

—Espera, pago la cuenta y luego te llevo al Instituto.

—No, llegaré antes a pie, basta correr un poco.

Él parece ceder por inercia.

—Te llamo más tarde.

Le guiño un ojo y me largo.

Todo el buen humor que ha generado la espléndida noche que acabo de pasar con él desaparece apenas me entero de una noticia fatal. Cuán cierto es que el hombre es una criatura que jamás se contenta.

No sé qué habría dado por una noche de beatitud con Arthur y, sin embargo, hoy, esa beatitud, que está a la altura de mis expectativas, se evapora en un abrir y cerrar de ojos.

En el despacho somos tres personas.

Ambra está estudiando la ingente documentación relativa a un caso de responsabilidad profesional médica; yo estoy absorta en ciertos detalles no muy castos de las últimas horas; Lara busca mi mirada con insistencia señalando torpemente la salida. No entiendo muy bien lo que quiere decir hasta que proclama la más clásica de las excusas.

—¡Voy al baño! —afirma acompañando sus palabras de una clara invitación para que la siga.

Ambra nos ignora, como suele hacer.

—¿Qué te ocurre? —le pregunto apenas nos encontramos a una distancia segura del enemigo.

—Tenía que hablar contigo cuanto antes. Tengo un chismorreo fabuloso —contesta ufana. Dado que la última vez que aseguró lo mismo al final resultó ser una noticia insignificante, no espero nada prometedor.

Nos encerramos en el baño para discapacitados, menos frecuentado, para poder hablar sin interrupciones.

—Adivina quién está con quién —dice.

—Lara, no lo sé. Ahórrate el suspense, te lo ruego.

—Claudio…

Al oír pronunciar ese nombre me estremezco; un mal presentimiento, una horrenda sensación me sacude violentamente.

—¿Claudio? ¿Con quién está? —pregunto a mi pesar.

—Con Ambra, es oficial.

Un instante.

—¿En qué sentido oficial? ¿Qué dices, Lara? Claudio nunca haría algo así.

—Escucha, lo único que sé es que hoy han llegado juntos al Instituto y se han dado un beso que ni en la película La fiesta.

—Eso no significa nada. A lo mejor se trata de una mera cuestión de sexo.

—No creo. Me han dicho que llevan juntos una temporada.

De alguna forma me esperaba que tarde o temprano sucediese algo entre los dos, porque estaban predestinados. La tensión sexual entre ellos siempre ha sido tan fuerte que, a menudo, incluso se podía palpar.

A pesar de ello, jamás habría imaginado que la noticia me pudiera doler tanto.

A primera hora de la tarde, Silvia me llama para proponerme una velada sushi en un restaurante japonés que se encuentra en la zona de los Museos Vaticanos, a un centenar de metros de su casa. Acepto entusiasmada, en parte porque me muero por contarle los últimos acontecimientos de mi relación con Arthur.

Quedamos delante del local, adonde ella llega con el consabido retraso y tan llamativa como siempre. Cada vez que la veo me pregunto: «¿Será auténtica? ¿Es una estatua de cera del Madame Tussauds o simplemente se ha puesto silicona en varios puntos de su cuerpo?».

—Disculpa el retraso, ma chère.

—Estoy más que acostumbrada. Entremos, te has ahorrado veinte minutos de cola.

Silvia emana un perfume delicioso e intenso. Coge sitio, se quita la chaqueta con estudiada indiferencia y muestra un suéter de manga corta gris con unos diminutos pliegues en el cuello. Lleva en las muñecas un sinfín de pulseras que, cuando mueve las manos, tintinean alegremente. Su voluminosa melena pelirroja, larga y salvaje, le roza los hombros. En conjunto su aspecto es, a decir poco, provocador.

Después de pedir la comida afrontamos una serie de temas. En concreto: el estado de mis tragedias profesionales; mi relación ambigua/patológica con Claudio Conforti; los avances con Malcomess Jr. En el preciso momento en que empezamos a adentrarnos en el territorio de sus historias sentimentales, una voz familiar llama nuestra atención.

—Silvia.

Alzamos los ojos casi al mismo tiempo.

Me quedo boquiabierta al ver a Jacopo de Andreis. Va ataviado con una trenca, como siempre, pero esta noche noto algo diferente en su habitual aspecto impecable. O quizá esté, sin más, metabolizando el luto a su pesar. De hecho, su rostro es más luminoso y, si bien no me atrevería a definirlo como un hombre convencionalmente guapo, no puedo por menos que reconocer que su espléndida sonrisa le confiere un discreto encanto.

Silvia contesta con encanto a la llamada y se levanta afectuosa para saludarlo.

Esta sí que es buena.

Distraídamente, y con una cortesía sorprendente, Jacopo parece acordarse de mí.

—Allevi, si no me equivoco —dice guiñando los ojos como si se estuviese esforzando para ser preciso.

—Sí, Alice.

—¿Os conocéis? —pregunta Silvia calurosa.

—Por desgracia, sí —contesta Jacopo. Se da cuenta de inmediato de su metedura de pata e intenta remediarla—. Me refiero a que las circunstancias en que nos hemos conocido…

Interrumpe la frase a la mitad como si no lograse terminarla. Su semblante se ensombrece y Silvia, sorprendida y perspicaz, relaciona los acontecimientos.

—Me he enterado de lo de tu prima. Lo siento mucho. Quería llamarte, pero… creo que, en ese tipo de circunstancias, el exceso de atenciones puede hartar más que consolar.

—Y, de hecho, es así —contesta él secamente, aunque sin perder las maneras ni renunciar a la sonrisa con la que, a todas luces, suele aderezar sus interludios—. ¿Cómo está, doctora? —añade dirigiéndose, por fin, a mí.

—Bien, gracias —respondo, con la sensación de ser minúscula. Jacopo de Andreis tiene la capacidad de superarme psicoemocionalmente.

Jacopo y Silvia entablan acto seguido una breve conversación sobre asuntos estrictamente legales que comprendo a medias. Aguardo; supongo que tarde o temprano se despedirán.

Hecho que causa la repentina aparición de Bianca.

Sale del servicio, ha perdido mucho peso y la delgadez enfatiza algunos rasgos de su figura aumentando el parecido con su hermana. Se ha cortado un poco el pelo y las ojeras, pese a los esfuerzos evidentes por disimularlas, marcan sus maravillosos ojos, que esta noche me parecen más oscuros que nunca. Se acerca a nuestra mesa, un poco desorientada. Me dirige una leve sonrisa a la vez que parpadea agitando sus largas pestañas, y sus ojos felinos se iluminan por unos segundos.

Parece no sentirse a gusto consigo misma. Mantiene la mirada baja y la espalda un poco encorvada. Da la impresión de estar deseando desaparecer o de estar en un lugar muy distinto.

—¿Te encuentras bien, Bianca? —le pregunto.

Me mira confusa.

—Sí, sí —repite, por fin—. Solo que me duele mucho la cabeza. ¿Podemos marcharnos, Jacopo?

Su primo asiente y se despide de Silvia con sumo interés, y de mí con amabilidad. Por su parte, el que parece el fantasma de Bianca Valenti nos saluda con apatía.

—¿De qué lo conoces? —pregunto de inmediato a Silvia, encantada con el nuevo tema de conversación.

—Chitón, idiota. Todavía nos están mirando —contesta entre dientes mi amiga con una sonrisa melindrosa.

Espero hasta que decide que puede satisfacer mi curiosidad. Sumerge un maki en una de las salsas, que ha mezclado con el wasabi, y por fin me cuenta lo que quiero saber.

—Por si no lo sabes, Jacopo de Andreis es abogado. Esa es la razón de que nos conozcamos.

—¿Y qué tipo de relación tenéis? —inquiero con tono de interrogatorio.

—No demasiado profunda, aunque nos acostamos una vez.

Me atraganto con el sushi, y no por culpa del wasabi.

—¡Silvia!

—¿Qué pasa?

—Jamás me lo habría imaginado.

—¿Por qué? —Silvia parece irritada por mi convencionalismo—. Estábamos en un convenio, en Asti, hace unos dos años. Ya sabes cómo son esas cosas. Sales a beber algo después de cenar, una indirecta, una mirada, vuelves al mismo hotel, y acabas en la misma habitación.

—No me lo habías contado.

—Si tuviese que hablarte de todos los hombres con los que me acuesto… —responde evasiva.

Efectivamente, Silvia es un poco anárquica en el terreno sentimental. Sus aventuras nacen con fecha de caducidad. Tiene instinto de depredadora, es su forma de ser.

—Háblame de él —le pregunto con suma curiosidad, que no puedo por menos que reconocer que no se debe a su relación ocasional con mi amiga—. ¿No tiene novia?

—Sí, ya la tenía hace dos años. Lleva al menos diez con esa idiota de Doriana Fortis, pero la engaña continuamente, todos lo saben. Incluso con la tipa con la que estaba esta noche…, será su nueva amiguita.

—Te equivocas de pe a pa, es su prima. La hermana de la que murió.

—Ah, ¿y tú cómo lo sabes?

—Claudio hizo la autopsia y yo he seguido muy de cerca el asunto.

Omito los detalles de la historia. Después de todo, no son importantes, y quiero saber más cosas sobre ese tipo, al que nunca he acabado de entender. ¿Es un cabrón disfrazado de persona educada o al revés?

—Es guapísima, aunque su aspecto es algo desaliñado.

—Esta noche estaba muy extraña. Cuando la conocí me pareció tan guapa como una actriz de los años cuarenta, y no es desastrada, te lo aseguro. Nos hemos visto varias veces. Quería que le aclarase algunos pormenores médicos sobre la muerte de su hermana. Nos estamos haciendo amigas, me gusta mucho.

—¡Qué tierno! ¡Hacer nuevas amigas, como las niñas de primaria! Tú entablas amistad hasta con las piedras —sentencia Silvia.

—Y tú eres una celosa, siempre lo has sido. Y posesiva. Tienes celos hasta de Yukino.

—Sobre todo de ella.

—¿Y si volvemos a centrarnos en Jacopo y Doriana?

—Es una relación de pura conveniencia. Jacopo tiene buen paladar. Le pone cuernos, pero con criterio, y créeme, el hecho de haberle gustado fue gratificante.

—¿De qué le puede servir una relación de conveniencia? Pertenece a una familia famosa y muy estimada.

—Sí, pero no tan rica como le gusta hacer creer. No olvides que Doriana es la única heredera de Giovanni Fortis, el propietario de ForTek. Tiene tanto dinero que si un día le toca el gordo en la lotería su vida no cambiará lo más mínimo.

—¿Piensas que se aprovecha de ella?

—Puede que me equivoque, pero creo que sí.

Dada la elevada capacidad intuitiva de Silvia, la hipótesis me parece más que probable.

—¿Conoces a Doriana?

—Alice, empiezo a tener la sensación de estar en un interrogatorio. ¡Basta! Aunque, si quieres, puedo contarte cómo es Jacopo en la cama. Excelente. En serio.

—Mejor para él, solo que a mí me interesan otros aspectos.

Silvia esboza una sonrisa al tiempo que cabecea resignada.

—Apenas conozco a Doriana, pero puedo decirte que no es una mujer particularmente brillante.

—Volvamos a la famosa noche. ¿Cómo se comportó Jacopo contigo?

—Es un hombre con clase. Parecía un poco agitado, pero por lo visto había esnifado una raya de coca.

Mis antenas se ponen en alerta.

—¿Cómo lo sabes?

—Me ofreció un poco y yo la rechacé.

—¿Sabes si consume habitualmente?

La conversación se pone cada vez más interesante.

—No lo sé. No sé si lo comenta por ahí y, en todo caso, esa noche no me especificó nada más. Se limitó a ofrecerme la droga. Es un hombre educado. A la mañana siguiente desayunamos juntos y luego cada uno siguió por su camino. Yo regresé a Roma y él a Londres, donde lo esperaba Doriana.

—¿Y luego? ¿Nunca tuviste ocasión de volver a hablar con él?

Silvia reflexiona por un momento.

—Sí —responde al final—. Para felicitarnos por Nochevieja, pero solo el año pasado. Este no. ¿Podemos cambiar ya de tema?

—No…, venga. Al menos este es interesante. ¿Sabes algo de sus primas?

—La pequeña, la que murió, posaba a menudo como modelo. Era guapa, mucho. La noche que pasé con Jacopo ella lo llamó; se llamaba Giulia, ¿verdad? Se mostró muy afectuoso con ella. Diría incluso que fraternal. He de reconocer que, por un momento, sentí envidia de ella. Piensa en tu hermano y en el mío, y luego imagínate lo que debe de ser tener uno como Jacopo de Andreis.

Roma es peor que Sacrofano; parece grande, pero al final uno acaba sabiéndolo todo de todos, en ciertos ambientes, cuando menos. ¡Cuántas sorpresas puede reservar una velada sushi con Silvia!