Códigos de geometría existencial

AL día siguiente, un lunes cargado con el peso de la vuelta a la vida cotidiana después de un domingo particularmente exaltante, me entero de que Claudio tiene pensado ir a la Fiscalía a última hora de la mañana para presentar el informe pericial sobre los análisis genéticos y toxicológicos que ha realizado con la colaboración de otro joven toxicólogo forense. No sé nada sobre estos últimos análisis, y el hecho me corroe. No soy toxicóloga, pero creo que los mismos no revelarán nada sobre los detalles de la muerte de Giulia. En cualquier caso, solo Claudio sabe la respuesta definitiva del toxicólogo. Perder la libertad de preguntarle todo lo que quiero es un precio muy alto por la satisfacción de haberle dicho bien claro lo que pienso.

Dos personas caminan en dirección contraria por el pasillo de suelo de linóleo desgastado que alberga los dos despachos. Una, la más menuda, que debería erguir más la espalda, soy yo. Voy mirando al suelo, tan concentrada en él que podría llegar al infierno. La otra, que a diferencia de mí mira hacia delante como hacen los triunfadores natos, es Claudio. Hace tiempo me habría gastado una broma o, cuando menos, me habría sonreído. Por aquel entonces nuestra relación era distendida y amigable. Ahora todo parece haber cambiado. No hay vuelta atrás y puede que yo tenga parte de culpa. De algo, sin embargo, estoy segura: lo echo mucho de menos.

Nuestros hombros chocan uno contra otro. El golpe no es del todo casual. Nuestras batas blancas se rozan apenas; alzo la mirada y hago amago de disculparme, por instinto, pero él ya ha pasado de largo. Lo miro por la comisura de los ojos, volviendo levemente la cabeza. Camina muy tieso, apretando el culo, y con las manos en los bolsillos de la bata. Cuando estoy a punto de girarme, inspirando la estela de Declaration de Cartier que ha dejado a sus espaldas, noto que, por fin, ha vuelto la mirada. Nuestros ojos se cruzan rápidamente, casi indiferentes. Y esa indiferencia es la que me causa un profundo dolor.

Yo creía en Claudio. Me ayudaba a sentirme menos sola en este lúgubre y tétrico Instituto. Me guiaba y me corregía. Buena parte de lo poco que sé lo he aprendido de él. De buena parte de las decepciones que he sufrido me ha consolado él con una estúpida broma.

Todo cambia y es necesario adaptarse para no morir. En esto también se concreta, por definición, la inteligencia: en el espíritu de adaptación, además de en la capacidad para encontrar soluciones. Quizá la mía sea tirar la toalla.

Hay que aprender el arte de decir adiós a las cosas y a las personas.

Aprender el arte.

Mañana, quizá.

—Claudio. —Se vuelve, un poco sorprendido—. Claudio —repito con un tono que incluso a mí me suena atormentado.

Tras mirar alrededor se acerca a mí.

—¿Sí?

—¿Por qué?

—¿Qué quieres decir? —pregunta con indiferencia—. Te advierto que si pretendes dar de nuevo el coñazo con la historia de Valenti, no quiero saber nada.

Me callo. ¿Vale de verdad la pena?

—Bueno, era simple curiosidad. Da igual —farfullo.

Claudio exhala un suspiro.

—He comprendido lo que quieres, los resultados de los análisis toxicológicos.

No. Por una vez Giulia no está en primer plano. Pese a ello, cómo puedo decirle que únicamente quería… Ni siquiera yo sé lo que quería. ¿Aclarar las cosas? No hay nada que aclarar.

—Sí, eso es.

Él recibe mi petición con cierta irritación.

—Te advierto que no dispongo de mucho tiempo.

—No importa, necesito poco.

—Ven conmigo —concluye apresuradamente pasando por delante de mí y esperando que lo siga.

Vamos al laboratorio y, nada más entrar, cierra la puerta.

—Las noticias todavía no son oficiales, de manera que procura no decir nada.

Me tiende la copia del análisis. Necesito un mínimo de concentración, la toxicología forense no es mi punto fuerte.

—Entiendo, deja que te explique —me dice al tiempo que coge un taburete y me indica con un ademán que me siente en él.

Por un instante, mientras él, como el magnífico docente que es, me explica todo lo que no entiendo y me envuelve en su perfume, tan personal, y mis ojos se cruzan con los suyos, imperfectos, tengo la impresión de haber retrocedido en el tiempo.

Como era de prever, el toxicólogo no es capaz de establecer la hora del consumo de la droga basándose en los metabolitos que se encontraron en la sangre, y ello porque, según me explica Giulio, la farmacocinética individual es muy variable y no existen parámetros fiables al respecto. Así pues, hay que excluir por completo la posibilidad de averiguar a través de la dosis de droga que se inyectó Giulia el tiempo que transcurrió entre ese momento y su muerte. No obstante, los análisis toxicológicos son especialmente interesantes en lo que respecta a sus amigos.

La única que ha resultado positiva ha sido Sofia Morandini de Clés, lo que confirma las suposiciones de Bianca Valenti. Los metabolitos que se encontraron en su sangre son idénticos a los de Giulia. Con una única excepción: el paracetamol.

—No pueden haber utilizado la misma droga —comento, buscando la confirmación de Claudio.

—Piénsalo bien. Hay dos posibilidades: o que la droga no fuese la misma o que Valenti no ingiriese el paracetamol con la heroína.

—Pero Giulia jamás lo habría tomado voluntariamente. Sabía que era alérgica y que se arriesgaba a sufrir un shock. Sus parientes lo han confirmado. No te dejes convencer por la obviedad, Claudio. Hazme caso, es una historia terrible. Sobre todo si la droga que consumieron las dos chicas era la misma. La heroína, la jeringuilla en el contenedor, el paracetamol… Nada encaja.

—El material genético que encontramos en la jeringuilla no pertenece a Sofia. Dicho esto, su posición es, en todo caso, incómoda. Sea como sea, y como he intentado explicarte ya varias veces, el rastro femenino que había en la jeringuilla es controvertido y poco fiable.

—¿Quieres decir que, pese a todo, Sofia se drogó con ella esa noche?

—Es posible. Quizá con otra jeringuilla, con la de Giulia no, desde luego. Será difícil demostrarlo, pero, después de todo, eso a nosotros no nos importa. ¿Entiendes, Alice? A nosotros no nos debe importar. Nuestra tarea finaliza aquí. Acabará hoy, en el momento en que expliquemos al magistrado que: primero, no somos capaces de especificar el momento en que Valenti se drogó; segundo, consideramos probable que la droga consumida por Morandini sea la misma; tercero, el paracetamol puede ser tanto una sustancia para alargar la droga como una sustancia que Valenti ingirió en otro momento.

—Y si Sofia declarase que la droga era la misma… ¿qué pasa con el paracetamol?

—En ese supuesto la historia asumiría un perfil realmente equívoco —contesta Claudio—. Entonces sí que podría justificar el interés que has tenido desde el principio por una historia de drogas como tantas otras.

—¿Hay alguna manera de saber la versión de los hechos de Sofia?

—No lo sé, siguiendo el telediario, por ejemplo.

—Vamos, Claudio, estoy hablando en serio.

—Ya lo sé. ¿Qué quieres que te diga? Ve a pedir información a Calligaris, si te atreves —dice crispado.

¿Por qué acabo siempre por irritarlo? No me considero una persona petulante ni pesada. Y, pese a ello, es un hecho incontrovertible: me soporta, como mucho, diez minutos, luego no me aguanta más.

—¿Y por qué no debería tener el valor de hacerlo? ¿Qué hay de malo? —replico desafiante.

Claudio cabecea, como si estuviese hablando con una colegiala.

—Es evidente que bromeaba.

—Yo no —contesto con descaro.

—Sal del laboratorio, Alice. Vete a trabajar. Te recuerdo que tienes un plazo, que han pedido tu cabeza, y que si no cumples como Dios manda tus deberes, acabarás mal. ¡Deberías pensar en esto y no en el caso Valenti!

—¿Ah, sí? A ti que te gusta tanto ejercer de maestro de vida… Podrías haberme ayudado —le digo sin ocultar la decepción que siento.

—¿Nunca te han dicho que la vida no es fácil y que no siempre encontramos a alguien dispuesto a sacarnos las castañas del fuego? Tienes que salir del paso sola y sé que, a pesar de todo, puedes lograrlo.

Después de soltar una perla tan obvia, y tras darme un ligero empujón que no es ni rudo ni descortés, pero que, en esencia, equivale a una delicada patada en las posaderas, aferra mis hombros y me guía a la puerta del laboratorio, cabreada por el bochorno.

Justo en ese momento, Arthur me llama para proponerme que vayamos el miércoles a ver a Cordelia al teatro. Acepto, claro está.

La compañía de Cordelia pone en escena un espectáculo vanguardista en el Teatro dell’Orologio, en una perpendicular de la calle Vittorio Emanuele; el director le asignó el papel en el último momento para sustituir a otra chica que había renunciado de repente. A pesar de que no entiendo nada del espectáculo —creo que se debe al problema de la conceptualidad a cualquier precio— constato que se las arregla bastante bien en el escenario: es dueña de una buena presencia escénica y sabe impostar la voz de manera bastante profesional. Arthur y yo intercambiamos varias sonrisas y miradas de complicidad; él se siente a todas luces orgulloso de su pequeño trasto.

Fin del segundo acto.

Si se tratase de una película sonaría la melodía de Tiburón como música de fondo.

Es el Supremo.

Ha sido una idiotez por mi parte no prepararme a la idea de que podía encontrarlo allí, a pesar de que sé que las relaciones entre el padre y la hija son más bien precarias.

La expresión de su mirada cuando comprende que su hijo Arthur y yo salimos juntos es ininteligible. No es exactamente de decepción, sino más bien de absoluta incredulidad. Como si no solo no entrase en la categoría de mujeres que había imaginado para su hijo, sino que ni siquiera entrase en la de las mujeres en general. En cualquier caso, y dado que sabe fingir como nadie, me saluda como Dios manda. Me siento fuera de lugar, tengo la impresión de haber sido arrastrada a una reunión familiar en la que nadie deseaba mi presencia. No tengo nada de que avergonzarme y, sin embargo, me siento cohibida.

Le tiendo una mano sudada y estrecho débilmente la suya, atormentada.

—Creo que ya conoces a Alice, papá —dice Arthur con un tono de absoluta normalidad, pese a que no se me escapa su expresión irónica.

Se ve a la legua que la situación lo divierte.

—Tengo ya esa suerte —responde el Jefe, glacial.

Luego, Arthur y él se ponen a charlar como dos extraños sobre la representación de Cordelia.

El Supremo ha acudido acompañado de la famosa candidata al papel de cuarta esposa, una tipa insípida y altiva. Me saca del apuro la llegada de la condesa de Saglimbeni, que, con su amenazadora presencia, hace escapar al Jefe y a su consorte; según parece, las relaciones entre ellos están al rojo vivo.

La condesa de Saglimbeni tiene el pelo de color platino y en esta ocasión lo lleva recogido en un sofisticado moño. Cordelia se parece de manera sorprendente a ella, hasta el punto de que uno podría pensar que fue concebida sin la contribución del Supremo. Demuestra el sincero afecto que siente por Arthur sin ninguna afectación.

—¿Soy la única que piensa que este espectáculo es hogogoso? —pregunta acto seguido con su acento aristocrático.

—Horrible es lo mínimo que se puede decir, pero ella es feliz —contesta Arthur con imperceptible ternura.

—Me gustagía que alguien loggase disuadigla. Está pegdiendo el tiempo. Agthug, eges el único al que escucha. Inténtalo, te lo güego.

—Te prometo que lo intentaré —contesta él risueño.

Apenas la condesa se aleja de nosotros, me dirijo a Arthur.

—¿Qué habrá pensado de nosotros?

—¿Quién, Anna? ¿Por qué te interesa?

Sospecho que está fanfarroneando.

—¡No, ella no! ¡Tu padre!

—¡Ah, mi padre! —repite él con voz de falsete.

—¡Vamos! Tú lo conoces bien… Estoy hablando en serio.

—No es precisamente exacto decir que lo conozco bien. En cualquier caso, estoy seguro de que no le ha gustado nada vernos juntos. Nada personal contra ti, trata de entenderlo. Quizá sea la idea de que tú puedas considerarlo como algo distinto a tu jefe.

—Nunca podré verlo de otra manera —comento secamente.

—Yo mismo tengo alguna que otra dificultad en considerarlo mi padre. Sea como sea, no veo qué importancia puede tener.

—A mí…, a mí me importa —balbuceo.

—Canalla —dice sacudiendo la cabeza, a todas luces divertido.

En el coche, mientras nos dirigimos a un restaurante para cenar, escucho con interés un programa radiofónico. Es un especial sobre el asunto Giulia Valenti.

Sofia Morandini de Clés está siendo sometida a un largo interrogatorio y Calligaris pretende exprimirla como a un limón. Evidentemente, tampoco a él le cuadra el resultado del análisis toxicológico. Creo que mañana iré a verlo. Tengo algo que decirle.

—Sigues metida hasta el cuello, reconócelo —comenta Arthur al ver, probablemente, mi semblante inexpresivo.

Me ruborizo.

—Bueno, la verdad es que sí, pero ahora no tengo ganas de hablar de eso.

—¿Te apetece cenar?

—Sí, pero en tu casa —respondo con audacia.

Él desvía la mirada de la calle y me escruta asombrado.

—Be my guest.

Una vez en su piso, delante de los raviolis al vapor que acabamos de comprar en el restaurante chino de la esquina, nuestras miradas se cruzan de repente.

—No sé si quiero cenar —afirma.

El silencio nos envuelve y la habitación parece convertirse de repente en una isla. Me acerco tímidamente a él y acaricio sus mejillas con los dedos.

Dejamos de hablar.

Dejamos de cenar.

Es una noche muy especial.