Este viento me agita también

ARTHUR y yo estamos en la playa de Ostia. Es un domingo de finales de marzo; un domingo en que el sol y las nubes se alternan, uno de esos que podría resultar aburridísimo o memorable dependiendo por completo de la meteoropatía o del acompañante.

La tenue luz del sol acaricia sus rizos rubios; sus labios tienen el color de una fruta estival. La humedad no tardará en encresparme el pelo, pero me da igual. Nada me molesta de verdad, dado que estoy con él, sentada en la playa, como en un desierto.

Me siento tan bien que casi me olvido de mis problemas y me parece que todo carece de importancia, salvo ser feliz ahora. Me ajusto la bufanda de lana de color berenjena al cuello y garabateo tonterías en la arena con una rama seca.

—Estás ausente —dice Arthur mirando la espuma blanca de las pequeñas olas que rizan el mar.

—Siempre estoy un poco ausente.

—Sí, pero hoy más de lo habitual.

—Porque estoy relajada. Debería halagarte. Es domingo, estoy tranquila, siento que nada puede angustiarme, al menos hoy. En los últimos tiempos he experimentado pocas veces este tipo de bienestar. No estoy viviendo lo que se dice un buen momento.

Y es cierto. No me había vuelto a sentir tan bien desde que, hace unos meses, soñé que nadaba sola en la piscina del Park Hyatt de Tokio en plena noche. Durante varias semanas cada vez que recordaba las sensaciones que me había producido ese sueño me sentía bien.

—¿Problemas?

No creo que sea el momento más adecuado para contarle que me encuentro en la base de la cadena alimentaria del Instituto.

—No, ninguno. Es que… —me interrumpo indecisa, no sé si contárselo o no.

—¿Qué? —insiste él animándome.

—Que…, bueno, pues que estoy muy metida en un caso. Jamás me había ocurrido, o al menos no de esta forma. Cuanto más pienso en él, más me doy cuenta de que las cosas no encajan, y no logro relajarme.

Arthur frunce el ceño intrigado.

—Hablemos de él —propone sin más.

Bajo la mirada.

—No, no quiero aburrirte —respondo tímidamente.

—No eres una persona que aburra, Elis. —Su tono me da a entender que se trata de un cumplido.

Vuelvo a bajar la mirada. Quizá…, si le hablara de Giulia, sus ojos me permitan ver la realidad con mayor lucidez.

—Se trata de una chica, se llamaba Giulia. —Arthur ha extendido sus largas piernas casi hasta la orilla y me escucha con atención—. El caso, obviamente, no es mío. Es de un colega. Giulia murió de un choque anafiláctico causado por el paracetamol con el que había cortado la heroína que se había inyectado. Tenía veintiún años y era tan guapa como la princesa de un cuento.

—¿Giulia Valenti?

—Exacto.

—He oído hablar de ella en la redacción.

—De hecho, la prensa está comentando mucho el asunto.

—¿Qué diferencia este caso de los demás? —me pregunta interesado.

—Sobre todo, que me sentí involucrada en él desde el principio. Supongo que se debe al hecho de que conocí a Giulia el día antes de su muerte. Estaba en una tienda eligiendo un vestido —empiezo a contárselo con la voz un tanto quebrada por la emoción, porque dudo que alguna vez pueda recordar ese momento y todo lo que ocurrió después con indiferencia—. Ella me aconsejó cuál debía comprar. A decir verdad, fue una magnífica adquisición. Cuando, al día siguiente, la vi muerta, me impresioné mucho. Nunca lo olvidaré, fue una sensación de extravío, de miedo, de impotencia. Puede que te parezca estúpido, pero, de manera irracional, deseé poder retroceder en el tiempo para advertirle que debía tener cuidado.

—Quizá sea esa coincidencia lo que hace que todo te resulte más difícil.

—Sí, pero eso no es todo. Hay varios detalles que no me cuadran.

—¿Qué tipo de detalles?

No debería hablar del tema con él, porque mucha de la información que obra en mi poder es confidencial y no se puede revelar. Pero, a la vez, siento el deseo incontenible de hacerlo. Creo que es por instinto, tengo la impresión de que él me puede comprender de verdad. Considerando lo poco que sé de Arthur, es, cuando menos, insensato. Y, sin embargo, hay algo entre nosotros que va más allá de todo lo que nos decimos y, sobre todo, de lo que no nos decimos. Parecemos unidos por una afinidad intelectual y de carácter que prescinde de cuánto nos conozcamos mutuamente. Puede que sea cierto que resulta más fácil abrirse con los desconocidos; ahora bien, también es verdad que yo no percibo a Arthur como un desconocido. Tengo la sensación de que, en el Hiperuranio en que residen mis sueños, lo conozco de toda la vida; de que, instintivamente, él viaja, al igual que yo, por los mismos raíles de un universo paralelo.

—Júrame que no se lo dirás a nadie.

—Te doy mi palabra.

—Mmm. La palabra de un periodista…

—Es la palabra de un caballero. ¿O crees que venderé esta primicia al mejor postor?

—No, no lo harás. No eres tan terrible como te gusta hacer creer a los demás.

—Lo soy, y prefiero que quede bien claro, pero no vendería jamás un secreto, es una cuestión de ética.

—Me parece honesto —comento con calma—. En cualquier caso, no te creo capaz de vender mis confidencias.

—Te lo agradezco —contesta con una nota de sarcasmo apenas perceptible—. ¿Crees que podrías tenerme al margen de tus confidencias? —pregunta con el mismo registro.

—Quizá hayas oído decir que el asunto no está nada claro.

—Debo reconocer que no soy aficionado a la crónica negra.

—Trataré de ser breve. Encontraron la jeringuilla que había usado Giulia en un contenedor de basura que había cerca de su casa. En ella no solo había rastros de su ADN, sino también de los de otra persona. De una mujer y de un hombre, para ser más exactos.

—Eso significa que no estaba sola.

—Pues sí, y es posible que la persona que estaba con ella tirase la jeringuilla y la dejase morir de choque anafiláctico.

—¿No murió de sobredosis?

—No.

—Tal vez porque su acompañante ni siquiera se dio cuenta de que estaba agonizando. Supongo que estaría bajo los efectos de la heroína. Cuando se repuso del viaje, vio que su amiga estaba muerta y no supo qué hacer.

—Es cierto, esa es otra hipótesis verosímil. De hecho, no es seguro que alguien sea responsable de su muerte. El problema es que no lo podemos excluir y, en este sentido, tengo una serie de ideas que contrastan con las del forense encargado de las diligencias: para empezar, no estoy de acuerdo con la hora de la muerte que ha establecido. Circunstancia nada desdeñable, porque cambiaría el valor de las coartadas de los sospechosos que han sido interrogados, sin abandonar la hipótesis de omisión de auxilio.

—¿Cómo es posible que no consigáis determinar con exactitud la hora de la muerte? Creía que era una cuestión científica —me pregunta intrigado.

—Pues porque fijar la hora de la muerte de una persona no es tan fácil y aritmético como parece —le explico enfervorizada.

—¿No? —pregunta asombrado.

—No. Hay que tener en cuenta toda una serie de variables que pueden influir mucho en la determinación del momento. Datos ambientales, pero también circunstanciales. La temperatura, sin ir más lejos, o la complexión del sujeto, si era una persona robusta o delgada. No creas que estar en desacuerdo sobre esta cuestión es tan inusual.

—¿Entonces? —insiste; se ve a la legua que quiere ahondar en el tema.

—Tengo la sensación de que se ha cometido un error, pero a la vez me siento con las manos atadas, ¿comprendes? Yo no soy quién para manifestar una opinión.

—Te equivocas. Ese concepto es completamente erróneo.

—Tú vives en el mundo de los ideales. Yo, en otro en que mi parecer no vale nada.

—¿Incluso para mi padre?

—La verdad es que tu padre no se ocupa demasiado de los residentes. Tiene cosas mejores que hacer.

—Mi padre no logra mantener unas relaciones decentes con sus hijos, imagínate con sus alumnos. Ahora bien, es contrario a cualquier forma de abuso, de eso estoy seguro. Te aconsejo que comentes tus ideas y sospechas a alguien que pueda hacer realmente algo. Te lo digo en serio. Podrías tener razón. No te pueden excluir por el mero hecho de que todavía eres inexperta.

Arthur se pone en pie y me tiende una mano para ayudarme a levantarme.

—¿Quieres marcharte ya? —pregunto decepcionada en tanto que él se abrocha su Belstaff azul.

Ahora yo también estoy de pie y me tambaleo a causa de mis zapatos, que no son muy adecuados para la ocasión. Lo miro de abajo arriba, dado que soy más baja que él, sobre todo en la arena, en la que tengo la sensación de hundirme.

—Mira las nubes que se aproximan. En menos de veinte minutos empezará a llover. Te acompañaré a casa.

Mientras caminamos por la playa en dirección a su coche, envueltos en una humedad pegajosa que es casi tangible y que crea una capa blancuzca alrededor, respirando el aire impregnado de sal y de todos los olores del mar y de la arena, un pensamiento martilleante me dice que en mi nebulosa vida tengo pocas cosas claras, pero una lo afecta directamente.

Poco a poco, dulce y profundamente, me estoy enamorando como no me había sucedido hace mucho, muchísimo tiempo.

El aire, en el coche, es eléctrico. Empieza a llover, tal y como Arthur había previsto. Unas pequeñas gotas que caen incesantes, sin llegar a transformarse en un chaparrón. Ni un solo rayo de sol logra ya filtrarse por las nubes, que han adquirido una fabulosa tonalidad glicina. De vez en cuando Arthur se vuelve, me guiña un ojo y me sonríe.

Qué más da progresar. Al infierno con las reglas. Llega un momento en que la vida te arrastra y hay que dejarse llevar por los acontecimientos.

Un momento en que razonar no sirve de nada.

—¿Por qué no vamos a tu casa? —pregunto.

Él arquea las cejas. El instante que me separa de su respuesta se prolonga.

—Estupendo —me contesta, y gira bruscamente.

Aparca en un garaje y nos dirigimos al edificio donde vive a pie, sin paraguas, mojándonos un poco, y la dimensión turbadora y tierna en que me muevo en este momento me hace evocar ciertos momentos de mi adolescencia. Hurga en el bolsillo, busca las llaves con las que abre el portón, una puertecita, la puerta del ascensor y, por último, la de casa. Me siento tan atemorizada como una novata.

Cuando entramos en el piso no enciende las luces, nos quedamos a oscuras, el uno frente al otro.

No dice nada y se lo agradezco.

Las palabras lo arruinan todo.

Deja que sean los gestos los que hablen. La gracia con la que me quita la bufanda y, a continuación, la trenca gris. La delicadeza con la que me acaricia el pelo.

—I like you so much —murmura en inglés, y el hecho me sorprende y me intriga a la vez.

Me pregunto en qué idioma pensará. A saber. Aunque, en el fondo, ¿qué más da?

—Maybe, I’m falling in love with you, Maybe.

Me mira con ternura, quizá sea eso lo que más me impresiona de él. La afabilidad que manifiesta.

—Maybe, I’m too.

Al final, no son las palabras las que dan al traste con todo.

Es el timbre fuerte, tenaz e insistente, el que nos sobresalta.

En un principio, Arthur lo ignora y yo imito su ejemplo. No obstante, la insistencia de la llamada rompe el hechizo y, una vez roto, de nada sirve fingir.

—Lo siento —murmura antes de encaminarse hacia el vestíbulo para abrir la puerta.

—¡Arthur! —maúlla una voz llorosa que reconozco de inmediato.

Cordelia, equipada con una bolsa de viaje de Louis Vuitton que deja caer al suelo apenas se encuentra en presencia de su hermano, le echa los brazos al cuello llorando desesperadamente. Al ver la bolsa y sus ojos grises hinchados por el llanto, me doy cuenta de que mis expectativas para la velada se han esfumado.

—Hola, Cordelia —la saludo con un leve ademán de la mano sintiéndome de más.

Cordelia mira a su hermano con aire de disculpa y luego me abraza también.

—¡Alice! ¡Me alegro de volver a verte! —exclama sin dejar de llorar.

Con su bonito pelo rubio ensortijado en largas ondas, una falda de estilo gitano con una blusa de color turquesa y, en los pies, unas bailarinas doradas, Cordelia resulta realmente deliciosa. Miro a Arthur con ternura. Él estrecha los hombros de su hermana.

—¿Qué hacíais a oscuras? —pregunta ella sollozando.

Arthur y yo nos miramos un largo instante a los ojos y sonreímos con una mezcla de apuro y pesar.

—Acabábamos de entrar.

—Sí, hacía apenas unos segundos.

—Ah, comprendo. ¿Puedo quedarme?

—Por supuesto —contesta él, en apariencia sincero.

La lleva al salón, cuyas paredes están pintadas de color ocre rojo, aunque en realidad apenas se ve, dado que los cuadros, los pósteres y las fotografías ocupan todo el espacio.

—¿Qué ocurre? —pregunta a su hermana como si se estuviera dirigiendo a una niña.

Las lágrimas de Cordelia parecen imparables. La condesita acepta sin vacilar los kleenex que le ofrezco y los impregna de mocos y de lágrimas.

—¡Sebastian! —exclama como si el nombre bastase para aclarar la razón de su sufrimiento.

—¿Otra vez? —pregunta Arthur frunciendo sus pobladas cejas grises—. Hace semanas que te dejó plantada.

Cordelia se sobresalta y rompe de nuevo a llorar dando rienda suelta a su desesperación. Se suena ruidosamente la naricilla y a continuación mira a su hermano con un aire atroz.

—Precisamente, la novedad es que no me dejó plantada —se lamenta un tanto irritada.

—¿Entonces? —pregunto.

Cordelia, en manera alguna molesta por mi intromisión, empieza a contarme, esta vez con todo lujo de detalles, la historia entre ella y Sebastian, el actor de origen polaco del que Arthur me ha hablado ya. Una tarea que le lleva horas y horas, y que solo interrumpe para comerse la pizza que Arthur ha pedido, pero que retoma inmediatamente sin dar señales de ir a concluir en breve. El momento peor es cuando se demora contando la novedad que la ha reducido a ese estado: el tal Sebastian se ha enamorado.

Cuando la condesita, exhausta, empieza a dar las primeras muestras de decaimiento, yo estoy ya a punto de sucumbir.

Por fin admite que tiene sueño.

—¿Puedo quedarme aquí, Arthur? No quiero volver a casa. No quiero estar sola —dice con un tono que no admite objeción.

Arthur y yo nos miramos, y nos comprendemos al vuelo.