A la vez que en el trabajo todo parece ir de mal en peor sin que yo haga nada para impedir que la marea me arrastre; mientras la investigación sobre la muerte de Giulia se hunde cada vez más en una fangosa ciénaga de confusión; mientras mi mente fluctúa entre el éxtasis y el miedo, alguien está viviendo su momento de gloria imparable en el Instituto.
Tras haberme eliminado, Ambra disfruta de las atenciones de Claudio, que, guapo y terrible como solo él sabe ser, juega con ella como con un saltamontes antes de la cópula. Cosa que, por otra parte, tarde o temprano acabarán haciendo, si no ha sucedido ya. A pesar de que lo ha intentado alegremente con todas, Claudio jamás se ha atrevido a mezclar el trabajo con los sentimientos (de los que, sospecho, carece por completo). Circunstancia que, en el pasado, en los momentos en que sentía algo por él que superaba ligeramente la mera veneración profesional, debilitaba mis esperanzas y las llamaba al orden. Al mismo tiempo, cuando lo veía coquetear con Ambra, la idea me consolaba y daba a la situación, y a su figura en particular, la certeza de un absoluto y resistente equilibrio. Ahora, el hecho de ver que está olvidando su aparente sentido común, con el que siempre ha desempeñado el papel de garduña en el gallinero, por una criatura tan miserable hiere en lo más profundo mi inconsciente y me recuerda que existió un tiempo, lejano ya, en el que, por mucho que me lo negase a mí misma, identifiqué a Claudio con el arquetipo de mis deseos. Lo único que queda de todo eso es el espanto de comprobar que el arquetipo de los suyos era una tipa como Ambra.
Sin embargo, no solo es el descaro de Claudio el que hipertrofia el ego ya desmesurado de la Abeja Reina. Wally, de quien se ha convertido en objeto de deseo, añade su granito de arena. Ambra ha captado a la perfección la clave para ascender en el mundo laboral: hacerse indispensable para las actividades que requieren un elevado nivel intelectual como ir a comprar el pienso para el chihuahua de Wally o recoger a Anceschi en el aeropuerto. Arrastrada por una indestructible capacidad de convertirse en el punto de referencia por antonomasia, en virtud de lo cual se ha proclamado a sí misma experta en esto y aquello, parece el ombligo del mundo del Instituto de Medicina Legal. Su exaltación es tan molesta como un grano en el culo, sobre todo si se piensa que en el momento de su apoteosis yo, de manera absolutamente refleja, me arriesgo a retroceder. Todo ello debería inducir, cuando menos, a la reflexión. A preguntarse por qué ella gana y yo pierdo. No hay que cometer el error de ceder a la recriminación y decir que todo es profundamente injusto. Creo que el hombre es el artífice de su destino. Ambra es una gran artífice; la cuestión es por qué no lo soy yo. Ambra posee varios rasgos estereotipados de la colega capulla, pese a que no lo es del todo, y por eso cuesta creer que logre todo lo que hace gracias a la ley de Murphy. Porque hay que reconocer que a veces resulta incluso simpática. Y, paradójicamente, eso me irrita aún más.
Como sucede, precisamente, en este momento, en que la observo con un gran resentimiento mientras está inclinada sobre el escritorio. Hay algo profundamente inicuo en el hecho de que Claudio le haya propuesto que redacte el acta de la autopsia de Giulia. La veo ocupada con las notas y las fotografías y siento que debo dar un vuelco a esta vida laboral de mierda. El tibio sol que se filtra por la ventana, que ensució la lluvia de hace unos días, acaricia su melena, larga y clara. Sus llamativos pendientes parecen dos lámparas de las que cuelgan piedras multicolores. Está sumamente absorta y concentrada; da la impresión de que el mundo laboral gira a su alrededor.
—Lara —dice un instante después, interrumpiendo mis divagaciones—. Escucha, dime si funciona —le pregunta únicamente a ella porque es obvio que piensa que la opinión de la residente-ameba, servidora, carece por completo de valor.
—De acuerdo con los datos que figuran en la documentación, de la fase de los fenómenos cadavéricos hallados durante el examen necroscópico, de la constitución del sujeto, de la modalidad de su muerte y de las condiciones ambientales y estacionales, cabe afirmar que la muerte se produjo a las 22.00 horas del 12 de febrero de 2010 —recita con su voz educada, lentamente, con las vocales cerradas.
—Perfecto —comenta Lara un tanto distraída.
Levanto las antenas, asombrada.
—Disculpa, Ambra, pero recuerdo perfectamente que estábamos allí a eso de la medianoche y que Giulia presentaba ya algo de livor mortis, pese a que todavía estaba caliente. En mi opinión, llevaba muerta al menos tres horas.
Ambra me mira, desdeñosa.
—Querida, no creo que la hora de la muerte sea objeto de discusión. Claudio ha establecido que tuvo lugar alrededor de las 22.00, se lo ha comunicado ya a los investigadores; además, está bastante seguro. Ahora bien, si pretendes poner en tela de juicio…
—No, en absoluto. Solo que me parece un dato relevante —respondo con cierta convicción.
Lara me observa, intrigada.
—Te recuerdo que esa noche yo también estaba presente. En cuanto a los datos del reconocimiento, estoy de acuerdo con Claudio —insiste Ambra, altiva y presuntuosa como nunca.
Asiento con naturalidad, si bien no logro ocultar que estoy algo alterada.
—Salta a la vista que consideráis una hipótesis surrealista que yo pueda tener razón.
—Bueno, no te lo tomes como algo personal —replica la Abeja indiferente, como si pretendiese darme a entender que la opinión que tiene de mí no le basta para entrar en ese ámbito.
Resuelta, me levanto de mi sitio y voy a ver a Claudio a su despacho. Me presento con aire combativo, porque, pensándolo bien, no tengo nada que perder, y mostrando absoluta deferencia, como he hecho hasta ahora, no he obtenido, lo que se dice, buenos resultados. Va siendo hora de sacar a relucir mis cualidades, siempre que él me lo permita.
—¿Te molesto, Claudio? —Alza los ojos del Mac cromado—. Seré breve —preciso sentándome delante de su escritorio.
—Dichosos los ojos. Por lo visto has decidido dirigirme de nuevo la palaba, vaya un honor.
—Que yo sepa nunca he dejado de hacerlo.
—Por supuesto que sí. Te declaraste enemiga acérrima después de que, para empezar, te echara una buena bronca, y luego hiciera valer mi autoridad.
—Yo no definiría una buena bronca al asalto que cometiste contra mi autoestima. En cuanto a hacer valer tu autoridad, el intento de mantenerme apartada de un trabajo que me interesaba me pareció, sobre todo, un abuso.
—No sé por qué sospecho que esos días tenías la regla. Esa hipersensibilidad es nueva, Allevi. En el pasado te he dicho cosas mucho peores y el resultado era, invariablemente, que luego me apreciabas más que antes.
—No tenía respeto por mí misma —respondo con acritud.
Tal vez exagero un poco, pero conviene hacer un poco de autocrítica de vez en cuando, y estoy convencida de que he cometido graves errores.
—Vaya, de manera que romper conmigo por unas presuntas ofensas sanciona el nacimiento del respeto por ti misma. Me alegro por ti —comenta con un sarcasmo que me parece odioso.
—Nunca es demasiado tarde para liberarse de la dependencia psicológica.
—Dependencia. Psicológica. De manera que era eso. —Me escruta con una mirada llena de segundas intenciones. Como, por otra parte, suele tener por costumbre. Con cualquiera—. ¿Nada más? —añade.
—No.
Parece tenerlo en cuenta.
—Si es así, ¿por qué has venido a verme?
—Porque tengo ciertas dudas sobre la hora de la muerte de Giulia Valenti.
—¿Aún? —pregunta con tono de fastidio, aunque confidencial—. La verdad es que no entiendo adónde quieres ir a parar.
—Bueno, escúchame. Según me han dicho aseguras que la muerte se produjo a las 22.00 horas, ¿de acuerdo? Eso sin tener en cuenta que nosotros estábamos ya en el escenario del crimen a eso de la medianoche. Giulia no pudo morir a las 22.00, tenía ya livor mortis, aunque tenue. La mandíbula empezaba a endurecerse, si bien no puedo por menos que reconocer que seguía estando caliente. Giulia llevaba muerta más de dos horas.
Con estas simples reflexiones de carácter meramente técnico he transformado a Claudio Conforti, el investigador con manías de grandeza, en una furia humana.
—Estoy hasta la coronilla. Por lo visto no te basta haberte presentado a Anceschi como una capulla cualquiera para hacerle notar mi presunta superficialidad. Hecho que, entre otras cosas, te he perdonado. Ahora pretendes enseñarme cómo se determina la hora de la muerte. Cuando tú hacías saltos mortales para aprobar Fisiología humana —continúa, cada vez más despreciativo— yo era ya residente de medicina forense. Desde hacía varios años. Las únicas personas que todavía pueden enseñarme algo tienen bastantes más canas que tú.
—No hace falta que te pongas tan agresivo, deberías matricularte a uno de esos cursos donde enseñan a controlar la ira.
Sus ojos verdes y oscuros parecen a punto de saltar fuera de las órbitas.
—Veamos, Alice. Hablemos de los fenómenos cadavéricos y de los grados para establecer la hora exacta de la muerte —replica con suficiencia.
—No soy yo la que se somete a examen —respondo con una sonrisa descarada en los labios. Reconozco que inquietarlo me divierte de lo lindo. Hace tiempo temía equivocarme en su presencia porque sabía que luego me tomaría el pelo durante semanas enteras. Ahora me da igual. Ahora que estoy dejando a mis espaldas el temor psicológico que me infundía, me siento finalmente libre. Es extraño que lo esté superando en el mismo momento en que corro el riesgo de perderlo todo. De hecho, lamento todas las lágrimas que he derramado y me digo que tal vez lo único que he perdido durante estos años ha sido el tiempo.
—Yo tampoco —replica fríamente.
—Sí que lo estás, porque, en caso de que te hayas equivocado, no seré la única que apuntará el dedo contra ti, también media Italia lo hará.
Me mira asombrado.
—No me he equivocado en nada —proclama.
—¿Estás seguro? ¿Por qué las 22.00 horas?
—Porque hay dos datos circunstanciales. A las 20.00 horas Giulia Valenti llamó a su hermana, y a las 21.17 llamó por el móvil a su primo, Jacopo de Andreis. Ambas llamadas figuran en los listados telefónicos. Luego a esa hora seguía viva y coleando. Ahora bien, si eres capaz de decir que murió a las 21.30 y no a las 21.45 o a las 22.00 basándote exclusivamente en los fenómenos cadavéricos y en ausencia de otros datos circunstanciales, me inclinaré ante semejante ciencia.
Me ausento por un instante. Mientras que Claudio está deseando librarse de mí, reflexiono y siento que mi cerebro se encuentra en un estado de auténtica exaltación científica.
—En mi opinión, murió antes de las 21.00.
—Entonces ¿quién llamó a su primo? ¿Su fantasma? —me pregunta, contrayendo su atractivo rostro en una mueca burlona.
—El cadáver que vi esa noche llevaba muerto más de dos horas.
—Te olvidas de que estaba esquelética. En un sujeto con escasas condiciones de nutrición los fenómenos cadavéricos aparecen antes.
—En este caso me parece que sucedió demasiado deprisa.
—Ni siquiera te detiene la evidencia. Empiezo a pensar que Wally tiene razón y, si he de ser franco, no debería limitarse a obligarte a repetir el curso, debería impedirte que te especializases, porque organizarás un sinfín de líos.
Lo miro fijamente con rencor. Me parece, cuando menos incorrecto que, diga lo que diga, me replique hiriendo mi punto débil, que, por otra parte, conoce a la perfección.
—Piensa en los problemas que estás causando tú, Claudio —le contesto solemnemente antes de abandonar su despacho sin que haya logrado hacer mella en mis convicciones.