Cordelia

MIENTRAS contemplo el mundo que hay al otro lado de la ventana de mi Guantánamo, un rabioso día de marzo después del encuentro con Bianca, sigo sin poder quitármela de la cabeza. En la amabilidad que demostró aclarándome los puntos oscuros: al hacerlo puso en evidencia la misma apertura confiada hacia el mundo que tanto me impresionó en Giulia la primera vez que la vi.

El timbre del móvil interrumpe mis pensamientos.

—¡Hola, bienvenido!

Me alegro mucho de oír su voz.

—¡Gracias! Escucha, no puedo entretenerme hablando por teléfono, así que seré breve. ¿Tienes algo que hacer esta noche?

—Creo que no.

—¿Te apetece acompañarme a una cena informal? Se trata de una pequeña reunión entre colegas de la redacción.

Oigo un auténtico bullicio al fondo, también una voz femenina que lo llama con irritante insistencia.

—Me gusta la idea, mucho —contesto con un tono que manifiesta a las claras lo honrada que me siento por la propuesta.

No se trata de una simple cena cuyo objetivo subliminal es copular, sino de una invitación formal a un encuentro en el que se me considerará su acompañante oficial. Y todo esto después de dos citas. Las cosas están yendo, como poco, por buen camino.

Esa misma noche, en el interior de su Jeep, percibo el delicioso aroma que emana de Arthur, una mezcla de champú reciente y de colada fresca. Parece abatido.

—Desde que volví de Creta he tenido que trabajar día y noche. Me queda poco tiempo para presentar una traducción que, debido al viaje, llevo muy retrasada —me explica—. En realidad, por ética laboral habría debido quedarme en casa para acabar un capítulo, pero es la fiesta de despedida de Riccardo, un colega de la redacción que está a punto de marcharse a Jartum; tiene previsto regresar dentro de un mes, pero, dado que suelen enviarlo a zonas críticas, ironiza sobre el hecho de que nunca volverá, y por eso quiere despedirse de todos como se debe.

—Me parece una idea bastante lúgubre —comento, impresionada.

—Pues yo pienso exactamente lo contrario.

—Tengo la sensación de que te gustaría estar en su lugar.

Arthur sonríe con amargura.

—Tendré que conformarme con Estambul.

—¡Conformarte! Siempre he deseado ir a esa ciudad, pero jamás he encontrado la compañía adecuada.

Antes de que me dé cuenta de que le acabo de pedir indirectamente que me lleve con él, Arthur vence en rapidez a la sinapsis de mis neuronas y me lo propone.

—Ven conmigo. Me marcho dentro de unas dos semanas, ¿te bastan para organizarte?

—Tengo la impresión de que te he forzado a pedírmelo. Disculpa, no era mi intención. No te sientas obligado —replico, ruborizada.

—Todavía no me conoces. Si te lo he pedido es porque me apetece la idea.

—¿Estás seguro?

—Sí y, además, no es una propuesta indecente. Si el objetivo fuera llevarte a la cama, podría pedírtelo ahora mismo, puedes estar segura.

—Arthur —murmuro atónita.

Él no parece mínimamente turbado.

—Creo que es una propuesta interesante y útil para los dos. Solo estaremos fuera cinco días. Así tú visitarás Estambul y yo disfrutaré de una buena compañía —concluye sin más, como si me hubiese hecho una oferta de negocios.

—Eres muy amable. Gracias —respondo, intentando recalcar su descuido—. Me lo pensaré.

Arthur no insiste ni cambia de tema; se limita a buscar en la radio algo que le guste. El silencio solo se ve interrumpido por el ruido de protesta que hace el motor cuando cambia, de manera un tanto deportiva, una marcha.

—De nada —dice, por fin. Las notas de Cayman Islands de los Kings of Convenience colman nuestro mutismo.

Aparca delante de un edificio moderno de la Tiburtina.

Subida a lo alto de mis vertiginosos tacones, me acerco a él por detrás y tropiezo. Llevo un vestido de noche de un bonito color verde oscuro, un poco llamativo, y con un escote un tanto descarado, que compré porque se parece al que llevaba Keira Knightley en Expiación.

Me tiende la mano y me sonríe. Es tan apuesto como un príncipe, y yo me siento como Cenicienta en el baile.

Apenas entramos en el piso —nos abre una chica a la que Arthur saluda calurosamente—, una maldita alfombra tiende una trampa a mis tacones de aguja, resbalo y acabo de bruces en el suelo.

—¡Dios mío! —exclama la joven que nos ha abierto.

De Cenicienta en el baile, nada.

Arthur contiene la risa por pura gentileza, pero la expresión divertida de su cara resulta igualmente humillante.

—¿Estás bien? —me pregunta solícita la chica que resulta ser una redactora de la sección de espectáculos.

Me muero de vergüenza y daría lo que fuese por poder regresar de inmediato a casa.

—Sí…, no ha sido nada —respondo con la autoestima dañada.

El dueño de la casa se acerca a nosotros con dos copas en las manos. Por suerte, al menos él no parece haber presenciado mi número de trapecista.

—¡Nuestro trotamundos! —exclama, aproximándose a Arthur.

Riccardo Gherardi es un tipo chispeante de unos treinta y cinco años, más bien robusto y atractivo, pese a que la suya no es una belleza convencional. Tiene una sonrisa preciosa y una conversación muy amena.

No parece nada inquieto por la idea de estar a punto de viajar a un lugar tan peligroso y salvaje como, pienso, debe de ser Jartum. Por puro egoísmo me alegro de no tener que celebrar que una cosa así le haya sucedido a Arthur, a pesar de que para él sea en este momento su mayor ambición profesional.

No es leal pensarlo. Sobre todo porque él es sumamente delicado. Pero no puedo evitarlo.

Mientras tanto, varios colegas más de Arthur nos reciben agitados.

Luego la veo.

Es la joven más atractiva de la sala.

No es guapa. Al contrario, mirándola bien, resulta más bien feúcha. Solo que es intensa y descaradamente elegante. Altísima y flaca, luce una túnica de color celeste de Chanel y lleva su melena clara recogida en un peinado que haría parecer descuidada a cualquier otra mujer, pero que en su caso le confiere una gran clase. Se acerca a nosotros con la gracia impalpable de las personas de sensualidad innata, y saluda a Arthur abrazándolo como si no lo hubiera visto en varios siglos. Tiene los ojos brillantes.

¿Será una ex? Sea quien sea, parece no haberme visto, a pesar de que su actitud no es conscientemente maleducada. Al contrario, da más bien la sensación de estar absorta en sus pensamientos, y de desear compartirlos exclusivamente con él.

Me siento fuera de lugar, de manera que me alejo de ellos y pego la hebra con Simona, la redactora que nos ha recibido, quien se apresura a preguntarme de nuevo si me encuentro bien.

Cuando, al cabo de un rato, recupero a Arthur, no parece que haya sucedido nada. No me atrevo a preguntarle quién es la tipa en cuestión y él, a su vez, no la menciona: está ya concentrado en otra cosa. Charla con todos, me presenta a varios colegas, me trae copas y pinchos con unas flores y unas frutas tan monas que da pena comérselas.

—Disculpa un momento —dice a media velada, y a continuación lo pierdo de vista.

Me quedo sentada en un sofá de piel negra dando sorbos a mi bebida y mirando alrededor un poco menos perdida que al principio.

El tiempo que no pasa conmigo Arthur lo dedica a la joven misteriosa, con la que lo une una complicidad más que evidente. Se nota en las sonrisas que se intercambian, en el hecho de que, cuando él le acaricia una mejilla, ella le responde con una mueca infantil; en la alegría que leo en los ojos de ella cuando él le habla con toda confianza, excluyendo al resto del mundo de sus juegos.

Me resulta extremadamente desagradable asistir a esta escena y juro que jamás me habría imaginado que Arthur podía ser capaz de mostrarse tan poco delicado conmigo.

Aprovechando un momento en que él se pone charlar con Riccardo, la desconocida se sienta a mi lado y me invade la angustia de quedar bien. La observo mejor y saco la conclusión de que hay algo inquietante en ella. Pertenece a esa categoría de chicas de las que te gustaría hacerte amiga en cuanto las conoces.

—¿Dónde está Arthur? —me pregunta con un aire distraído que me toca las narices.

—Se ha alejado un momento —contesto fríamente.

Ella exhala un suspiro como si estuviese en el momento culminante de un melodrama. A primera vista parece más joven que yo. Mientras hago ademán de levantarme, veo que Arthur se dirige, por fin, hacia nosotras.

—Arthur, esta chica… te estaba buscando desesperadamente —le comunico con aire altivo.

La miro con desdén para señalarla. Ella responde a mi mirada frunciendo el ceño, como si mi descortesía la hubiese herido. Arthur la escruta en primer lugar, luego su mirada se posa en mí. Arquea una ceja y, con ella, la cicatriz. En su atractivo rostro se dibuja una sonrisa divertida.

—Qué desconsiderado soy. Alice, te presento a Cordelia, mi hermana. Cordelia, Alice.

Cordelia me alarga una mano menuda y noto en su muñeca una pulsera de perlas fantástica. También la expresión de su semblante es ahora divertida, por lo visto ha comprendido por fin la situación.

—Encantada —digo con voz chillona.

¡Menudo alivio!

—Me alegro de conocerte, Alice —contesta ella educadamente.

Me pregunto qué le habría costado presentarse antes.

Pero da igual, porque a continuación dedica varios minutos a hacerme un rapidísimo y vagamente histérico resumen de su vida.

Cordelia Malcomess es la segunda hija del Jefe y de su tercera esposa. Esta es la heredera de una familia de antigua tradición aristocrática y ostenta el título de condesa. La condesita Cordelia, actriz de profesión —o, al menos, eso es lo que intenta—, es la maldición de sus padres, con los que se lleva fatal desde que emprendió la que ambos consideran una carrera indecorosa. Vive sola en un minúsculo apartamento que le concedió su madre y solo congenia con Arthur. Según ella, es el único que jamás la ha juzgado. Se encuentra en la fiesta de Riccardo Gherardi porque el dueño de la casa, que, según me dice la propia interesada, ha perdido la cabeza por ella sin esperanza alguna de ser correspondido, la ha invitado. Por su parte, la condesita parece destrozada a raíz de una trágica desilusión amorosa. Acaba de ser abandonada por el tipo con el que vivía, un actor de origen polaco más pobre que las ratas y sin excesivas ganas de trabajar. Estos últimos detalles me los susurra en realidad Arthur, aprovechando el momento en que ella está en el baño.

Antes de despedirnos, Cordelia me pide el número de móvil y me promete que me llamará lo antes posible para que salgamos juntas. Tiene un aire irresistiblemente vacuo.

—Reconoce que sentiste celos de Cordelia.

—¿Celos? ¿Por qué? —respondo altanera.

—Mentirosa. —Sigo negando con la cabeza, pero me echo a reír—. Me halaga, puedes reconocerlo —insiste él conduciendo a tal velocidad que me entran ganas de vomitar.

—Está bien, lo admito, pero frena un poco, te lo ruego.

Arthur parece pesaroso.

—Lo siento —dice aminorando inmediatamente la velocidad—. Todos se quejan de mi manera de conducir. —A saber por qué—. ¿Mejor así?

—En cualquier caso, no podía ser peor —contesto con los ojos fuera de las órbitas.

Impertérrito, Arthur retoma el tema que le interesa.

—No sé por qué, pero sospecho que era una excusa para hablar de otra cosa. Estabas celosa —repite ufano.

—¿Te parecí maleducada? —le pregunto un poco preocupada.

Él niega firmemente con la cabeza.

—No, maleducada no. De todas formas ella es tan distraída que ni siquiera se habría dado cuenta. Además, debería haberos presentado enseguida para evitar malentendidos.

¡Desde luego!

—¿Tienes algún plan para la segunda parte de la velada? —me pregunta a continuación con un tono natural, sin aparentes segundas intenciones.

—Es muy tarde, en serio. Y mañana me espera un día muy pesado —explico con pesar.

Circunstancia que, además, es cierta, no lo digo solo para fanfarronear. Quiero trabajar un poco en el caso de Giulia para profundizar en varios elementos de fisiopatología, es más, la verdad es que me gustaría comentárselos…, quizá la próxima vez. No quiero que me tome por una fanática, pese a que si lo hiciese no andaría muy desencaminado.

Arthur asiente con la cabeza con aire de saber muy bien a qué me refiero.

—Te acompaño a casa.

En la atmósfera tenebrosa de este cielo plúmbeo, las luces de la ciudad brillan con insistencia. Me fumo un cigarrillo en silencio, sentada en el cómodo asiento de su coche. Noto que he perdido el control de mí misma, o al menos, en parte.

De vez en cuando, Arthur y yo nos miramos y nos sonreímos.

Ah, la levedad del enamoramiento. Es terrible que casi la hubiera olvidado.

Cuando llegamos a la puerta de mi casa, Arthur se acerca de improviso a mi asiento. Sorprendida, abro desmesuradamente los ojos: ¡qué impetuoso! Pero, en realidad, ni siquiera me roza: abre la puertecita del salpicadero y saca un paquete.

—Tu regalo —explica con sencillez.

Vaya, el regalo que le pedí. Lo aprieto encantada con las manos.

—Pensaba que no te acordarías.

—Te agradezco la confianza —comenta sarcástico.

Esbozo una sonrisa.

—Gracias a ti, Arthur —murmuro.

—Vamos, ábrelo.

Es un pequeño broche de madera, una minúscula mariposa que parece tallada a mano.

—Es precioso…, Arthur.

Él se limita a cogerlo de mis manos sin pronunciar palabra.

—¿Lo probamos? —pregunta.

Asiento con la cabeza y la acerco a él. Me roza lentamente las sienes —con una delicadeza inaudita— y luego pasa los dedos por mi pelo. Es un gesto sencillo, inocuo, pero a la vez cargado de sensualidad.

—Siempre he pensado que lo más bonito que se puede traer de un viaje es una pulsera. Siento que el lugar me retiene aferrándome la muñeca. Una idea absurda, lo sé. —Se calla por un instante—. Pero no encontré nada lo suficientemente bonito para ti.

—Ahora entiendo por qué llevas a menudo esa maravillosa pulsera de ébano —digo, retomando torpemente el hilo de la conversación.

Puede que no se haya dado cuenta, pero acaba de decir algo que me ha sonado muy romántico. Y puede que sea así, no ha dicho nada impresionante. Es él el impresionante. Es su manera de hablar, tan seductora, la que me impresiona.

—Me gusta mucho. Tiene el encanto de los objetos cargados de historia.

—Procede de Tanzania. El indígena que lo vendía me lo dio a cambio de un cedé. Hace ya muchos años.

—¿Un cedé?

—Sí, le fascinaban los colores que aparecían en la superficie cuando la luz se reflejaba en ella. Pensaba que era un objeto mágico.

Nos callamos. Apoyo la cabeza en su hombro, digno de un jugador de rugbi.

Él se queda paralizado, como si el gesto lo hubiese sorprendido.

Le sonrío y lo abrazo.

Y el abrazo, prolongado y envuelto en un silencio que no tiene la menor nota de inquietud, sino que, por el contrario, es de una gran intensidad, me parece insólito y encantador.