¡Al abordaje!

DE esta forma me encuentro en la afortunada circunstancia de poder atribuir un rostro a los nombres que, hasta la fecha, me he limitado a leer en los periódicos.

Sofia Morandini de Clés. A decir verdad, la vi la noche de la inspección ocular, poco antes de que la llevaran a la sede de la fiscalía. Pertenece a una familia ítalo-francesa de rancia nobleza. Sus antepasados eran rectores universitarios, presidentes de tribunales y notarios. Es la clásica exponente de la clase alta romana, pese a que no me parece una persona altiva. Es rubia, aunque teñida, la melena le roza los hombros y sus ojos son dorados, más bien insólitos; la combinación de ambas cosas confiere algo especial al conjunto. Tiene la barbilla hundida y la nariz puntiaguda. Sus formas son redondeadas, y tiene las uñas mordidas y cortísimas. Su porte es el de una persona que se sale siempre con la suya, pese a que salta a la vista que en estos momentos es víctima de la confusión y del dolor. A decir verdad, parece aterrorizada. No sé si es el clima austero el que la consume o la idea de ser, en cualquier caso, una acusada. Camina con paso incierto y toda su fisonomía me resulta opaca. Una mujer débil, en pocas palabras.

Claudio ordena a Ambra que le realice las debidas tomas. La Abeja Reina intenta calmarla, en vano.

Damiano Salvati. Asquerosamente esnob y altanero, de estatura mediana y pelo oscuro y corto. Los labios finos, los dientes imperceptiblemente manchados de tabaco y de café, la tez olivácea. No parece alterado, diría más bien que no ve la hora de que finalice la tortura. Claudio ha decidido que será Massimiliano el que lleve a cabo los análisis, cosa que parece resultarle extremadamente difícil, hasta el punto de que al final lo aparta con brusquedad y prosigue solo.

Abigail Button. Tiene el pelo de color miel con reflejos pelirrojos, voluminoso y rizado, y los ojos celestes, es altísima y descoordinada en los movimientos; por lo demás, sonríe a todos como si estuviese asistiendo a una fiesta. Pide descaradamente un vaso de agua, se remanga el suéter verde que viste con gracia y ofrece el brazo a Lara, a quien Claudio ha encargado que efectúe las tomas y, a continuación, el análisis.

Y, por fin, mi conejillo de indias: Gabriele Crescenti. Sus ojos están cargados de una tristeza insoportable. No diría que está atemorizado, porque no es esa exactamente la impresión que me da. Más bien me parece resignado. Es un muchachote guapetón y moreno, un poco rubicundo en conjunto, pero atractivo, en cualquier caso. Huele a desodorante de talco.

—Buenos días —digo con el tono más profesional del que soy capaz.

—Hola —responde él; su voz es límpida y sin dejes, el tono grave.

Se aparta el pelo, largo y oscuro, y deja a la vista una frente amplia. Su punto fuerte es la mirada: tiene unos ojos magníficos, los más oscuros que he visto en mi vida, además de intensos y profundos como los de un oso.

—Descúbrase el brazo, por favor —le pido con una sonrisa cordial en los labios.

Gabriele obedece sin vacilar. Su antebrazo es fuerte y está cubierto de vello oscuro. Todos sus gestos emanan virilidad. Preparo la aguja y el algodón empapado de alcohol. Aprieto alrededor del brazo la cinta hemostática al tiempo que le pido que cierre el puño.

—Espero no hacerle daño —añado con algo de apuro antes de iniciar mi tarea.

—Le garantizo que me da igual. Desde el 12 de febrero ya no siento nada.

Debería ser fría. Neutral. Indiferente.

Dejar caer la alusión como una gotita en el mar. Aun así, me hace naufragar.

—Usted… ¿quería a Giulia?

Gabriele alza la mirada, con el corazón encogido, asombrado.

—¿Que si la quería? —repite casi atontado—. Lo que sentía por ella era mucho más que amor, y ahora estoy como vacío. Y, por si fuera poco, he tenido que presentarme aquí, a someterme a unas pruebas, porque hay gente que está convencida de que yo era capaz de drogarme con ella. Yo, que odiaba esa porquería. No sé cuántas veces le dije que la dejara. Una infinidad.

—¿Eran novios? —murmuro.

—No —contesta secamente. En un principio no da la impresión de querer añadir nada más, pero de repente no se contiene y precisa—: Yo quería, era ella la que me rechazaba.

En realidad me parece que se iban el uno al otro, pero no se lo digo.

—Acabemos de una vez con esta agonía. Dese prisa, doctora, se lo ruego.

Claudio se acerca y nota el retraso.

—Muévete, Allevi —susurra, golpeando con el dedo índice la esfera del reloj.

Asiento apresuradamente con la cabeza y realizo la toma.

—¿Cómo podía Giulia pincharse sola? —murmura Gabriele, casi para sus adentros—. Era una miedica y, además, me parece muy difícil, ¿no?

—Digamos que yo no sería capaz de hacerlo, pero por lo visto ella había aprendido.

—En los últimos tiempos aseguraba que lo había dejado; las mentiras de siempre.

—Tal vez no fuese una mentira. Quizá intentaba desengancharse de verdad. No es fácil.

Gabriele exhala un suspiro.

—No lo sé; lo único cierto es que Giulia no podía privarse de esa mierda.

Le desinfecto el brazo. El algodón blanco absorbe su sangre oscura. Finalizo el trabajo que debía hacer con él.

A la mañana siguiente Claudio está listo para iniciar los análisis. Parece armado de las peores intenciones, ya que pretende acabar en un día.

No obstante, reconozco que la idea de trabajar a destajo no me pesa: me muero de curiosidad.

—Y ahora, mis pequeñas y atontadas residentes, pongámonos manos a la obra —afirma Claudio.

—¿Por qué te diriges solo a nuestras colegas? Te recuerdo que nosotros también existimos —le hace notar Massimiliano Benni, que habla también en nombre de la nueva adquisición del primer curso, un residente tan brillante como una bacteria intestinal.

—¿Y me preguntas por qué, Benni? Pues porque tus colegas femeninas son mucho más interesantes.

—La centrifugadora no se pone en marcha, Claudio —le comunica Ambra.

—Mierda. Es por tu culpa, Nardelli.

—¿Y yo qué tengo que ver?

—Cuando algo va mal, tú siempre tienes algo que ver.

Sus palabras van seguidas de unas risotadas en un contexto de serena jovialidad del que yo me siento completamente al margen.

—Los guantes, Allevi, o en el ADN de Gabriele Crescenti encontraremos también el tuyo —me regaña, tan pronto como mi habitual distracción le da un pretexto.

Exceptuando la reducida pausa que nos concede para comer, trabajamos hasta última hora de la tarde. A través de la ventana veo que el cielo se va ensombreciendo con los colores del crepúsculo. Sin embargo, Claudio no tiene la menor intención de parar hasta que tengamos los resultados. Por una cuestión de principio, con el objetivo de parecer el genio incansable que en realidad no es, Ambra no da muestras de decaimiento. Hiperactiva como una hormiga a primera hora de la mañana, se prodiga en consejos e incitaciones. Es ya tarde cuando, por fin, obtenemos mi resultado, el de Gabriele. Un resultado que, por otra parte, no sorprende a nadie.

Ninguno de los dos perfiles masculinos le pertenece. Ni cogió la jeringuilla ni, a pesar de las alusiones, fue el último hombre que estuvo con Giulia.

—El resultado del análisis no me sorprende lo más mínimo —le explico a Lara mientras nos encaminamos juntas a la parada del metro—. A pesar de que Gabriele me dio a entender que entre ellos había algo más que una sencilla amistad, él no era su tipo.

Lara me escruta con el desconcierto que la caracteriza y que no parece del todo sincero.

—Me pregunto a quién pertenecerá el ADN de las muestras ginecológicas. Dado que no es de Gabriele Crescenti, ¿quién era su novio?

—Tal vez no tenía novio —objeta Lara.

—Novio, amante, amigo…, qué más da, lo que interesa es saber con quién se acostó poco antes de morir. ¿Cómo es posible que todavía no se haya identificado a esa persona a través, por ejemplo, de los listados telefónicos?

—Eso no tiene tanta trascendencia, Alice —replica tímidamente—. Por lo demás, el ADN de la jeringuilla no coincide con el vaginal. Así pues, uno es el compañero de merienda y el otro, el amante. Y, en este caso, no creo que conocer a fondo la vida privada de Giulia Valenti sea relevante.

—Puede que tengas razón.

—Incluso en el caso de que lo identificásemos, saber con quién estuvo en la cama antes de morir no cambiaría mucho las cosas. Este caso nunca se resolverá. Ya lo verás. Puede incluso que no haya nada que resolver: estamos dando vueltas alrededor de un presunto delito y quizá al final descubramos que se trata de algo bien distinto.