Segunda cita

ESta noche Arthur y yo volveremos a vernos en el restaurante indio. No ha respetado el plazo de veinticuatro horas por motivos de trabajo, pero nada más pasar cuarenta y ocho ha mantenido su promesa.

El local está abarrotado y el aire cargado de humo, como sucede en los ambientes pequeños y caóticos. Además, huele a tandoori.

Un camarero nos trae la carta, a la que apenas presto atención, estoy muy distraída.

—Sí, esto va bien —digo indicando en el menú un plato cuyo nombre no oso pronunciar.

El hecho es que apenas tengo hambre: estoy demasiado concentrada en Arthur como para pensar en la comida.

—¿Estás segura? Es muy fuerte —me advierte él mirando de reojo lo que he elegido.

—Sí —contesto indiferente.

Los platos me parecen todos iguales, de manera que da igual dejar la elección en manos del camarero. La comida se hace esperar, hasta el punto de que, antes de que llegue, me he bebido ya mi Coca Zero, pero me da igual. ¡Estoy con Arthur! Que, en este preciso momento, me está hablando sobre algo que no estoy muy segura de entender…, algo que tiene que ver con Balako o Bamako, un lugar que, en cualquier caso, no tengo la menor idea de dónde se encuentra.

El camarero regresa con nuestros platos. El mío se compone de unas albóndigas de carne con una salsa roja picante a más no poder y una guarnición de arroz basmati; parece muy apetitoso. Sin dejar de escuchar a Arthur, embelesada como una heroína de Jane Austen, hundo la cuchara en la comida, lista para saborearla.

—¿Alice? ¿Estás bien?

¡Claro que no! Acabo de tragarme una especie de residuo radiactivo.

Aferro instintivamente la botella de vino —en la mesa no hay nada más— y lo escancio en la copa, que, acto seguido, apuro de un trago empeorando, en caso de que sea posible, la situación. Empiezo a toser convulsivamente. Sin dejar de mirarme, como si hubiese aparecido una araña en el plato, Arthur llama con un ademán al camarero y le pide con calma un poco de agua fría. Al tiempo que intento contener los espasmos, infructuosamente, compruebo aterrorizada que debo de haberlo salpicado, porque veo que se limpia señorialmente con la servilleta varios granos de arroz que han ido a parar a una de sus manos.

—¿Alice? —dice de nuevo, apartando los cubiertos.

Se levanta y se acerca a mí, pero no consigo responderle. Entretanto, mis chillidos han llamado la atención del apuesto camarero.

—¡Pero… se ha puesto azul! —exclama.

Poco a poco, la tos empieza a calmarse. Arthur me enjuga las lágrimas con los dedos.

—¿Estás bien?

Ahora que ha pasado todo, Arthur, que no se ha apartado de mí ni un milímetro, me parece más divertido que preocupado.

—Dis-cúl-pa-me un mo-men-to —digo con la dignidad vejada mientras el camarero me acompaña a los servicios.

Cuando me miro al espejo, daría lo que fuese por desvanecerme en ese mismo instante. El rímel no ha resistido y varios churretones surcan mis mejillas. Tengo los ojos hinchados y estoy congestionada. Un sinfín de granos de arroz cubren la camiseta azul que, además de ser preciosa, me sentaba de maravilla antes de que me convirtiese en un payaso. Cuando regreso a la mesa veo que Arthur no ha tocado la comida y que continúa estudiando el menú.

—¿Cómo estás? —pregunta, demostrando serio interés.

—Estupendamente —digo con una prolongada y, espero, convincente sonrisa, que él me devuelve con dulzura—. Era demasiado picante —añado.

Arthur frunce el ceño y, haciendo gala de una gran clase, omite recordarme que me advirtió a su debido tiempo.

—Precisamente ahora estaba buscando algo que puedas comer como alternativa.

—Gracias, pero no quiero nada más —añado valerosamente.

Sonríe burlón. A continuación se dirige al camarero y le señala un plato del menú.

—Nada de pimentón, se lo ruego, ni de guindilla o curri. Nada de nada.

El camarero asiente con la cabeza al tiempo que anota los platos.

Me siento un poco aturdida, el aire cargado del local me marea.

Al cabo de unos segundos, el camarero vuelve con el plato que Arthur ha elegido para mí.

—¿Te parece bien? —pregunta Arthur después de haberme observado mientras lo probaba.

—Está muy bueno. ¿Has estado alguna vez en la India?

Los ojos de Arthur se tiñen de nostalgia.

—Fue mi primer reportaje. Quizá el mejor que haya escrito en toda mi vida, pese a que todavía carecía de experiencia. Se trataba de una operación ambiciosa: dos meses a bordo de un tren con el que debía recorrer toda la India, un reportaje especial. El cuaderno, la cámara fotográfica y yo viajábamos completamente solos. Fue mágico. Lo repetiría mañana mismo, a pesar de todas las dificultades que tuve que padecer.

—Me gustaría leerlo.

—Puedo procurártelo. Entonces sí que sabía escribir. Quizá porque todavía sentía un gran entusiasmo. Ahora me aburro.

—Tal vez visitas lugares que no te dan la carga que necesitas.

Arthur me mira impresionado.

—Es cierto. Si tuviese que escribir sobre un sitio estimulante, quizá volvería a hacerlo como antes.

—¿Qué lugares te gustaría visitar?

—Por ejemplo… Uganda, Irak, Bolivia… —contesta tras reflexionar por unos segundos.

—Pero esos no son países en los que haya mucho que ver —objeto vacilante.

—Son lugares a los que nadie va de vacaciones. Justo por eso empiezan a interesarme.

—No sé por qué tengo la impresión de que tu trabajo no te entusiasma lo más mínimo.

Arthur se aclara la voz, dueña de un intrigante acento anglosajón.

—No es eso. Al principio me sentía realmente feliz de lo que hacía. Acababa de volver de París, tenía solo veintiocho años y poca experiencia en este campo, no era fácil. No obstante, la verdad es que es un trabajo superficial. Al menos para mí. Visitar restaurantes, parques y museos no me basta, me gustaría cruzar la frontera. No quiero ser un turista, quiero viajar. La diferencia es enorme.

Arthur se atusa el pelo risueño. Cuando sonríe, su rostro se ensancha y resulta aún más atractivo.

—Sí, he comprendido lo que quieres decir. Si eso es lo que te gusta, deberías intentarlo.

Acto seguido da unos sorbos al vino, vagamente distraído por las taraceas de una estatua de Krishna que parece haber llamado su atención.

—¿Qué te gusta hacer en el tiempo libre, Alice in Wonderland? —me pregunta con toda naturalidad.

¿Tiempo libre? Gracias a tu padre he olvidado lo que es.

—Me gusta leer, solo que no lo hago tanto como quisiera. El Instituto me ocupa muchísimas horas.

—¿Puedo ser totalmente sincero contigo? —pregunta frunciendo el ceño y mirándome intensamente a los ojos—. No te veo manipulando cadáveres. ¿Te han dicho ya que te pareces a Sophie Marceau?

—Alguna vez, sí —respondo notando que me ruborizo—. Lo cierto es que es una profesión muy interesante.

En cuyo ámbito no logro obtener ningún resultado, y esa es también una realidad ineluctable.

—¿Es lo que siempre has deseado hacer?

—Yo no trabajo como médica forense. Soy una médica forense. La diferencia es similar a la que antes señalabas entre el turista y el viajero, igual de grande.

Arthur me contesta sonriendo y arqueando sus pobladas cejas.

—En cualquier caso, no era ese el sueño que tenía cuando era niña. Elegí este camino porque me fascinaba, ya incluso desde los primeros años de universidad.

—¿Y estás satisfecha?

—Tu padre no tanto —suelto a mi pesar con una sonrisa de amargura en los labios.

—Su opinión no es fidedigna, nada le basta. Sea como sea, te he preguntado si estás satisfecha —precisa.

—¿De la elección? Es mi vida —respondo con sencillez.

—¿Nunca sueñas con dedicarte a otra cosa?

—No podría dedicarme a otra cosa.

Arthur alza con delicadeza la copa de vino.

—En ese caso propongo un brindis por el futuro de la medicina forense.

—Y yo por el futuro del periodismo socialmente comprometido.

Arthur sonríe y brindamos. Nuestros dedos se rozan levemente. Me siento feliz.

Tras acabar de cenar nos encaminamos hacia el coche.

—¿Vives solo? —pregunto.

Asiente con la cabeza.

—En la calle Sistina. ¿Quieres ver mi piso? —propone sin demostrar gran interés.

¡Calma!

—¿No te parece que vas un poco deprisa?

—Sí, lo sé —responde sin más—. ¿Alguna propuesta alternativa?

—Tal vez podríamos dar un paseo, como ayer.

Arthur asiente con la cabeza.

—¿A qué te dedicas cuando no viajas?

—Preparo los artículos para mi sección, y además escribo otros, de todo tipo, que presento a mi jefe y que este rechaza invariablemente. Además tengo un segundo trabajo.

Lo miro intrigada.

—¿De qué se trata?

—Es casi un pasatiempo. Traduzco libros de todo tipo de editoriales menores. Del francés al inglés.

—¿Tan bueno es tu francés?

—Viví tres años en París —me explica y, en efecto, recuerdo haberlo leído en alguna parte.

—Veo que estás lleno de recursos —comento fascinada—. ¿Cuál es tu próximo viaje?

—Creta. Parto dentro de dos días.

—¿Nunca te sientes desestabilizado? Quiero decir, ¿no te sientes un poco aturdido por el hecho de viajar constantemente?

Bajo sus tupidas cejas claras, los ojos de Arthur muestran una expresión divertida, como si le hubiese hecho una pregunta que se responde sola.

—No, al contrario, me muero si permanezco en el mismo sitio durante más de dos meses. Siempre regreso a casa con ganas de volver a marcharme. Siento una curiosidad infinita por el mundo, aunque no niego que puede ser también una forma de inestabilidad. En el fondo, soy una persona muy inquieta.

—¿Y eso no penaliza tus relaciones con los demás?

—Ve al grano. ¿Quieres saber si me cuesta tener una historia sentimental?

—Bueno, en parte…

—OK. La respuesta es sí, tengo alguna dificultad. Pero creo que es únicamente una cuestión de buena voluntad y de esfuerzo: es posible que hasta ahora no haya puesto en mis relaciones ni una cosa ni otra.

—¿Por qué?

Se queda callado durante unos minutos como si estuviese sopesando la respuesta. Mientras tanto, empiezo a reconocer los edificios que nos rodean y me doy cuenta de que hemos llegado a mi casa.

Arthur saca del bolsillo del pantalón azul oscuro que lleva un paquete de Marlboro Light. Coge un cigarrillo y me ofrece otro.

—Por varios motivos.

Se enciende el cigarrillo y mira distraído alrededor; me doy cuenta de que no le gusta mucho el rumbo que ha tomado la conversación.

—¿Por ejemplo?

—El hecho de que esté ausente con gran frecuencia no ayuda y, por lo general, no me convierte en un partido deseable; por lo demás, soy bastante inconstante y eso no suele considerarse una cualidad. Pero no te preocupes, pese a ello no soy un monstruo. —Sonríe con una imperceptible asimetría—. Solo prometo lo que puedo cumplir. No miento sobre mi manera de ser y dejo que los demás decidan si quieren aceptarme o no como soy.

Arthur acerca sus largos dedos a mi cara y acaricia levemente mis mejillas encendidas. Hay algo turbador en la forma en que nos estamos mirando.

—Tienes la piel más suave que he tocado en mi vida —susurra.

Me humedezco los labios.

—Gracias —contesto, cohibida como una debutante.

Acaricio su mejilla, perfectamente afeitada.

—Tú también.

Él sonríe enternecido; me echo a temblar.

En cambio, Arthur parece imperturbable. Ni un solo velo de emoción ofusca su rostro. Tiene la capacidad de dejar que lo observen sin inhibiciones, de manera que lo miro a los ojos con una calma absoluta, y él no desvía en ningún momento los ojos.

—Así que te marchas pasado mañana —murmuro como si estuviese haciendo una consideración personal.

—No tardaré en volver —responde casi susurrando.

—¿Me traerás un regalo?

Arthur arquea las cejas, cenicientas y muy pobladas. Son desmesuradas. Cuánto me gustaría tenerlas así.

—¿Un regalo? Por qué no. ¿Qué te apetece?

Adopto un aire pensativo.

—No sé, algo personal.

—De acuerdo.

Tras echar una última mirada al reloj, me despido de él sin el menor deseo de apearme del coche. Apenas abro la puerta, Arthur me agarra una muñeca y me mira a los ojos.

—¿Puedo darte un beso de buenas noches?

Asiento con la cabeza e, instintivamente, me inclino hacia él, que emana un aroma esencial y natural.

Me coge el rostro entre las manos y, por fin, roza mis labios con los suyos. Lo hace con una delicadeza muy personal; pese a ello, el contacto genera una corriente eléctrica que no tarda en transformar la delicadeza en algo mucho más fuerte.

Y arrebatador.

E increíble.

Jamás he paladeado un sabor tan exquisito.

Todo parece desvanecerse alrededor.

Le acaricio el pelo, suave; deseaba hacerlo desde el primer momento en que lo vi.

—Espero que no tardes mucho en volver, de verdad.

Me sonríe y me besa en la frente.

—Eres tierna —murmura como si el hecho lo sorprendiese.

Encuentro a Yukino despierta. Escucha a Rajmáninov mientras estudia inclinada sobre el escritorio.

—¡Yukino! ¿Todavía estás estudiando? ¿A estas horas? —le pregunto.

Parece exhausta. Está pálida y tiene el aspecto de alguien que no ha tomado aire fresco desde hace tiempo.

Yukino asiente cansinamente con la cabeza al tiempo que se sirve un vaso de zumo de fruta y apaga el estéreo.

—Estoy agotada —admite con candor—. ¿Cómo ha ido la noche? —pregunta a continuación mientras desentumece los brazos y las piernas sobre su silloncito giratorio de color rojo.

—Bien, creo.

—¿Te gusta?

—Podría incluso enamorarme de él. Te encantaría, ¿sabes? A primera vista parece una persona límpida y radiante, pero cuando lo observas con más atención transmite una inquietud… Hay algo abismal en él. Una especie de hambre insaciable de conocimientos. Y, además, tiene una forma de mirar la realidad que la embellece.

Yukino esboza una sonrisa.

—Parece el personaje de un libro.

—De hecho me recuerda a Shinobu de Haikara-san ga toru, para que lo entiendas. O puede que sea yo la que lo veo así. Quizá sea un tipo corriente y moliente.

—Shinobu es guapísimo —murmura Yukino en tono ensoñador antes de bostezar de cansancio.

—¿Nos vamos a la cama? —le propongo—. Estás demasiado cansada para seguir estudiando. No te servirá de nada.

—Tienes razón. Me estoy cayendo de sueño. Buenas noches, Alice.