AL día siguiente estoy pensativa y con la cabeza en las nubes, de manera que no logro centrarme mucho en el trabajo; en parte porque a eso de las doce el teléfono del despacho suena, Ambra responde, arquea las cejas y, mostrando un ligero asombro que resulta ofensivo, me llama.
—Es para ti.
Me apresuro a coger el auricular.
—¿Alice? Soy Bianca Valenti.
—Buenos días —respondo con tono neutro, dado que la Abeja me observa.
—Necesito hacerle unas preguntas, pero preferiría que nos viéramos, siempre y cuando siga estando dispuesta a reunirse conmigo.
—Por supuesto, dígame dónde podemos quedar.
—Por el momento me he mudado a casa de mi tía Olga; necesita un poco de consuelo e intento que no pase demasiado tiempo sola. Si no le importa, podría tomarse un chocolate caliente con nosotras, en casa.
Acepto, sin pensar en que me voy a presentar en casa de unas personas que desconozco por completo y en lo cohibida que me voy a sentir por ello; la historia de Giulia me atrae como un imán sin que pueda hacer nada para evitarlo.
A las cinco en punto, luciendo una chaqueta de Chloè —que es, con toda probabilidad, la prenda de vestir más elegante que poseo y que compré una tarde enloquecida, bajo la égida desviadora de Silvia—, me encuentro frente al número nueve de la plaza Ungheria, delante de un edificio cuya belleza deja sin aliento. En el telefonillo no figura ninguna referencia a la familia De Andreis, de manera que llamo a Bianca al número de móvil que me dio esta mañana.
—Perdone, me olvidé de decirle que no aparecemos en el portero automático. Le abro de inmediato el portón. Suba al último piso.
Cojo el ascensor, que, con cierta lentitud, me conduce al quinto piso. Cuando salgo de la minúscula cabina, me encuentro con un rellano abarrotado de plantas exuberantes, dignas de un invernadero, y con una sola puerta. Un instante antes de que apoye la yema del dedo en el timbre dorado, Bianca me abre y me recibe con la mejor de sus sonrisas.
—¿Me perdona por haber sido tan entrometida? —pregunta.
Me resulta difícil creer que ignore de verdad que es imposible no perdonarle lo que sea. Posee el mismo carisma que Giulia emanaba por cada poro de su cuerpo. Puede que incluso más.
—Faltaría más. Después de todo, me alegro de poder ayudarla.
—Entre, por favor. Si no le importa, podríamos tutearnos. Si no me equivoco, tenemos la misma edad, me parece mucho más natural.
—Por mí, encantada.
La puerta se cierra. Estoy en la casa donde creció Giulia, lo que me produce un extraño efecto, una especie de desazón.
Le tiendo a Bianca el abrigo, al tiempo que observo el vestíbulo. Las paredes están cubiertas por un papel pintado a rayas finas y verticales, de color marfil y verde bosque, y los muebles antiguos de caoba son dignos de estar en un museo. Hay varias fotografías en blanco y negro de la señora Olga con su marido. Imágenes de la boda, de diferentes vacaciones, y en las que aparecen acompañados de personajes políticos relevantes del periodo posterior al sesenta y ocho. A ellas se añaden varios retratos de Jacopo, Giulia y Bianca Valenti.
—Mi tía está descansando. Creo que en este momento abusa un poco de los somníferos, pero quizá convenga que duerma todo lo que pueda: cuando está despierta se pasa el tiempo llorando.
—Supongo que es normal.
—Mi tía adoraba a Giulia. Vivieron juntas hasta el año pasado, hasta que mi hermana decidió irse a vivir con Sofia. Mi tía era reacia a que se marchase por muchas razones, pero al final todos pensamos que podía venirle bien responsabilizarse un poco. Preferiría que fuésemos a mi antigua habitación. Ven.
La sigo por un piso enorme en el que podría perderme fácilmente. No obstante, lo que más me impresiona de él no es la dimensión, que, de por sí, es imponente, sino la falta de luz. Está oscureciendo y, pese a ello, Bianca no enciende ninguna lámpara. Respirar el aire de esta casa, que, a pesar del servicio doméstico que se ocupa de ella las veinticuatro horas del día —nos hemos cruzado con dos criadas asiáticas uniformadas—, huele un poco a cerrado, me hace sentir fuera de lugar.
Bianca abre la puerta de su dormitorio, que imagino como el de la princesa de un cuento. Una gran cama con dosel, un baúl cerrado y un gran jarrón lleno de flores. Bianca apaga un viejo lector de cedés interrumpiendo la canción Incontro, de Guccini.
—¿Te gusta Guccini? —le pregunto un poco extrañada. Es una preferencia minoritaria.
—Muchísimo —contesta asintiendo con la cabeza—. ¿A ti también?
—Es la música de mi adolescencia. Lo escuchaba mi hermano, quien, a su vez, lo había conocido gracias a mi padre. Por ósmosis, yo también acabé enamorándome de él.
Bianca sonríe con simpatía.
—A Giulia también le gustaba.
En ese instante noto que lleva en el brazo la valiosa pulsera de Giulia.
—Dejé aquí muchas cosas, entre ellas estos viejos cedés. Los saltos al pasado me enternecen, aunque también me llenan de tristeza.
Me siento en un silloncito tapizado con una tela típica del siglo XIX.
—A mí me sucede también a menudo, cuando voy a casa de mis padres, que viven en Sacrofano. Los sentimientos que experimento allí son muy contradictorios.
Bianca sonríe amablemente y asiente con la cabeza.
—¿Puedo ofrecerte algo? ¿Un té, un chocolate, un café?
—Un vaso de agua, gracias.
Bianca llama por un teléfono con forma de corazón, muy de los años noventa, y pide a una de las criadas que traiga agua para mí y un té con licor para ella.
Ha anochecido ya y, tras el fragor de un trueno, varios rayos iluminan de improviso la habitación.
—Intentaré no hacerte perder mucho tiempo, Alice. Has sido muy amable conmigo…, pero no quiero aprovecharme.
—No hay problema, en serio. Dime.
Bianca exhala un suspiro.
—Calligaris nos ha explicado que han encontrado otras huellas en la jeringuilla con la que Giulia se inyectó la droga, y que las mismas podrían pertenecer a la persona que estuvo con ella esa noche. Por lo visto, se trata de huellas masculinas y femeninas. No obstante, añadió que las femeninas podrían carecer por completo de valor, habló de contaminación… No estoy muy segura de haber comprendido a qué se refería, por eso me gustaría que me dieses tu opinión. —Al ver mi mirada de perplejidad, añade—: Según lo que la policía ha podido averiguar, Giulia no estaba sola cuando se inyectó la dosis de heroína esa noche. Varios vecinos de la casa han asegurado que oyeron voces, casi gritos, procedentes de su piso, durante las horas inmediatamente anteriores al hallazgo del cadáver. Solo que nadie vio quién era. Así pues, ahora los investigadores suponen que la persona que estaba con ella escapó y que las huellas en cuestión podrían ser suyas, ¿me equivoco?
—Te explico. Las huellas masculinas pertenecen, sin ningún género de dudas, al hombre que estaba esa noche con ella. De no ser así, no se explica por qué el ADN del desconocido en cuestión estaba en la jeringuilla, dado que no había más huellas en el contenedor de basura. Ahora bien, este argumento no vale para el rastro de ADN femenino, cuyo significado es, sin lugar a dudas, más ambiguo e incierto.
—El problema es que los testigos han dicho que las voces eran tanto femeninas como masculinas. Así pues, los dos tipos de huellas deberían tener un sentido, ¿no te parece? —insiste Bianca.
—No formo parte del equipo investigador. La única información que puedo darte es de orden médico-legal.
Y ni siquiera debería darte esta, me gustaría añadir, porque, hasta prueba en contrario, debo respetar el secreto profesional. No obstante, dado que Bianca sabe ya muchas cosas, ¿qué secreto violo, a fin de cuentas?
—En cualquier caso, no es seguro que el ADN femenino pertenezca a una mujer que estuviera presente en la casa esa noche. Lo único cierto es que pertenece a la persona que tiró el pañuelo impregnado de mucosidad y lágrimas. El pañuelo en cuestión estaba al lado de la jeringuilla. Eso es todo lo que sé por el momento —le explico.
Bianca se queda absorta por unos segundos.
—Otra pregunta, Alice. Giulia murió de un choque anafiláctico, lo sabemos porque Calligaris nos lo explicó. ¿Crees que podría haberle dado tiempo a tirar la jeringuilla al contenedor?
—Si la reacción anafiláctica no fue inmediata, Giulia podría haber tenido tiempo más que suficiente de tirar todo el material al contenedor. Por supuesto que sí.
—¿Eso quiere decir que nadie es responsable de lo sucedido?
—Supongo que hay dos posibilidades: la muerte de tu hermana fue inmediata y la persona que la acompañaba se desentendió de ella y tiró el material al contenedor; o, en caso de que el malestar se produjese más tarde, Giulia murió sola después de haberse deshecho de la jeringuilla.
—Eres médica, ¿no? ¿Qué te parece lo más probable, desde tu punto de vista?
—¿Calligaris no os comentó nada al respecto? —pregunto cautelosa.
—Dijo que el juez había planteado varias preguntas muy específicas al forense encargado de la inspección ocular, quería saber cuánto tiempo había permanecido el paracetamol en la sangre. Por lo demás, fue muy vago. En realidad nos expuso varias hipótesis idénticas a las tuyas, pero no se decantó por ninguna. Por eso te llamé.
—No se decantó porque es muy difícil saber cuál es la más probable. Estadísticamente hablando, las dos hipótesis son plausibles, y lo mismo se puede afirmar desde un punto de vista científico. Identificar los metabolitos del paracetamol podría ser, en efecto, orientador, aunque no creo que se logre establecer una escala temporal breve, porque las sustancias que se encuentran en la sangre se modifican incluso después de la muerte, de forma que resulta casi imposible reconstruir una cronología. Sea como sea, Giulia había sufrido otros choques, ¿verdad? ¿Cómo fue en esos casos?
—No me acuerdo, en serio. De todas formas, pedimos al inspector Calligaris que interrogase a todos los amigos de Giulia, uno a uno, y que se concentrase en los posibles consumidores de sustancias estupefacientes. Se trata de gente que podría haber estado con ella esa noche y que luego no le prestó el debido auxilio. Calligaris dijo que se trata de un caso en apariencia banal, pero más bien insidioso.
Bueno, pues estoy de acuerdo con el magnífico Calligaris. El límite entre la causa accidental y la homicida es, cuando menos, sutil y en este momento ni siquiera yo sé por qué decantarme.
Seguimos intercambiando opiniones sobre el caso; cuando puede, Bianca se abandona a los recuerdos de Giulia, hasta el punto de que tengo la impresión de conocerla cada vez mejor, pese que, a la vez, su imagen resulta cada vez más parcial. Por lo visto, Bianca necesita hablar de su hermana y me parece normal: ella misma me explica que tras la pérdida de Giulia se siente completamente sola.
—Era mi último vínculo de sangre. Sí, reconozco que quiero mucho a mi tía, a Jacopo y a Doriana, a mis amigos. Son mi familia, pero…, pero Giulia… Ella era diferente —dice exhalando involuntariamente un suspiro.
La verdad es que es la única superviviente de la familia Valenti e imagino que el hecho debe de producirle cierta impresión. Necesita creer que hablando de su hermana la mantiene con vida. Por otro lado, es una creencia muy común. Si dependiese de ella, seguiríamos conversando, pero de repente me doy cuenta de que son casi las ocho y de que mi visita ha durado mucho.
—Tienes razón —corrobora después de mirar el Cartier con la correa negra que lleva en la muñeca—. Se ha hecho muy tarde. No sé cómo agradecértelo, Alice. Tienes tanta paciencia conmigo…
Si he de ser franca, no suelo comportarme así, pero ella me gusta y la escucho encantada.
Para llegar al vestíbulo pasamos por un salón de paredes de color carmesí que parece el escenario de una novela regency. Los protagonistas son: la señora De Andreis, muy tiesa y vestida de negro, que está sentada en un sillón de piel blanca y, como tiene por costumbre, lleva el pelo recogido en un moño del que no se escapa ni un solo mechón; su hijo Jacopo, de pie y acodado a la repisa de la chimenea, que concentra su mirada desdeñosa y altiva en mí; la chica que me ha parecido sospechosa, que está sentada al lado de la señora De Andreis y hoy luce un traje de chaqueta rosa modelo Chanel que, a decir verdad, será todo lo chic que quiera, pero le hace parecer diez años más vieja.
Los tres me observan más bien intrigados. Busco ayuda en Bianca quien, haciendo gala de una rapidez de reflejos nada común, explica a su tía y a su primo que me ha invitado a tomar el té para agradecerme la cortesía que demostré cuando restituí las joyas de Giulia.
—Ah —comenta sin más Olga de Andreis—. Creía que no estabas en casa —añade a continuación frunciendo la frente, surcada de arrugas. Decididamente, lleva muy mal la edad.
—Sí, nos hemos entretenido charlando —replica Bianca sin mentir.
—¿Conoce a Doriana Fortis, la novia de mi hijo Jacopo, doctora? —pregunta Olga posando su fría mirada en mí.
—Mamá —la interrumpe Jacopo con aire de suficiencia—, Doriana estaba allí esa mañana. Es inútil que se la presentes ahora.
Doriana Fortis tiene una expresión de absoluta apatía. Me tiende la mano como si, en cualquier caso, no se acordase de mí.
Se la estrecho con voluntaria energía y ella la retira instintivamente.
—¡Disculpe! —exclamo con descaro—. ¿Le he hecho daño? Ahora me doy cuenta de que está herida.
Doriana cabecea.
—No se preocupe, no es nada.
Jacopo se acerca a ella con una dulzura que jamás habría imaginado en él.
—¿Estás bien, tesoro? —Luego, mirándome a los ojos con indiferencia, me explica—: Su perro, que por lo general es muy pacífico, la mordió el otro día.
—No hay que fiarse nunca de los animales —comenta Olga con desdén—. Les das demasiadas confianzas, Doriana. Un perro es un perro, y no un niño.
Doriana baja la mirada y me sonríe.
—Fue un estúpido accidente. Intentaba quitarle de la boca una bufanda que me había cogido. Todos los perros reaccionan así: son posesivos.
—Tienes razón, tía. Puede suceder —interviene Bianca mientras se sienta en el sofá al lado de Doriana.
—Espero que esté vacunado. Solo nos falta que cojas la rabia —prosigue Olga, despreciativa, tratándola como a una idiota.
—La rabia está casi erradicada, mamá —precisa Jacopo.
—Y, en cualquier caso, el perro de Doriana no es peligroso, tranquilízate —añade Bianca—. Es un caniche que parece haberse tragado un hervidor, se pasa el tiempo tumbado en una cesta y no hace otra cosa que dormir y comer.
—¿Quiere que eche un vistazo a la herida? —pregunto haciendo acopio de valor—. A pesar de que me ocupo de… otra cosa, no dejo de ser una médica —explico con tono solícito.
—No es necesario, se lo agradezco —responde Doriana con firmeza, sin llegar a ser brusca.
En una mesita baja que hay delante del sillón de la señora De Andreis veo varias fotografías de Giulia particularmente bonitas. No logro apartar la mirada de ellas. Olga de Andreis se da cuenta y mi admiración le provoca un orgullo no exento de tristeza.
—La belleza de mi sobrina era muy especial, ¿no cree?
—Oh, sí. Era tan guapa como una princesa oriental.
Jacopo y Doriana se miran perplejos. Bianca inclina la cabeza, confusa.
—¿Quiere que le enseñe algunas fotografías más? —prosigue con calma la señora De Andreis.
—A decir verdad me tengo que marchar —murmuro, aunque únicamente por educación, porque lo cierto es que me gustaría verlas.
—Solo la entretendré unos minutos. Si le apetece… —continúa Olga.
—¿Por qué no, Alice? No te demorarás mucho —insiste Bianca.
—En ese caso, encantada —contesto convencida.
—Bianca, cariño, ¿me traes el álbum?
Bianca se aleja sin pronunciar palabra. Olga de Andreis apoya una mano reseca y artrítica en el brazo de Doriana.
—¿Has llamado por teléfono a los Salani para comunicarles la nueva fecha de la boda, querida?
Doriana se muerde los labios.
—¡No! Se me olvidó. Lo haré esta misma noche.
Olga se dirige a mí.
—Jacopo y Doriana debían casarse el mes que viene. Giulia era una de los testigos. Por motivos obvios hemos decidido posponer el enlace.
—Entiendo —digo con aire comprensivo.
Doriana esboza una sonrisa.
—Hemos perdido el entusiasmo por completo —explica.
—Lo siento mucho.
Doriana asiente con la cabeza. Bianca regresa con un álbum encuadernado en piel de cabra, que tiende a su tía.
Olga lo abre como si se tratase de un objeto sagrado.
—¡Mira! Casi me había olvidado ya de ese viaje —dice mientras lo hojea—. Es Boston. ¡Giulia estaba tan contenta durante el viaje a la Costa Este! Aquí, en cambio, estábamos en Singapur, en el Raffles. Y aquí aparece con Sofia, el año en que nos acompañó. Se conocían desde la época de la guardería y eran inseparables, a pesar de que, en los últimos tiempos, su relación se había enrarecido… Nunca entendí por qué.
Bianca exhala un suspiro.
—Asuntos del corazón —explica.
—¿Ah, sí? —pregunta Olga animosa, como si la curiosidad la hubiese hecho revivir.
Bianca asiente con la cabeza.
—Sofia estaba enamorada de un chico que, obviamente, había perdido la cabeza por Giulia.
—Obviamente —repite Doriana.
No obstante, no logro interpretar el tono en que lo dice. Olga sacude la cabeza con amargura.
—Mi sobrina era tan indescifrable… —Sigue hojeando el álbum con atención—. Mira, Jacopo, esta fotografía es preciosa. Aquí estáis en su fiesta de cumpleaños. No me acuerdo… ¿cumplía diecisiete o dieciocho años?
—Diecisiete —precisa él sin titubear.
Sus ojos rebosan añoranza y lo expresan con tal claridad que no puedo por menos que verlo bajo una nueva luz. Pasa las páginas del álbum con lentitud, hasta el punto de que da la impresión de que ve las fotografías por primera vez; es evidente que no le resultan indiferentes. Su mano tiembla.
—Esta es mi preferida —me explica la señora De Andreis. En la misma aparecen Giulia, Bianca y Jacopo juntos en una casa con vistas al mar. Morenos, despreocupados, tan guapos como los actores de una serie americana. Bianca está a un lado, Jacopo se ríe de buena gana —su sonrisa es magnífica—, y Giulia está haciendo una mueca bastante cómica. La complicidad que emanan es extraordinaria. Parece uno de esos maravillosos instantes en que la armonía de las personas entra en sintonía con la del mundo y la vida nos sonríe.
La infelicidad que demuestra Jacopo cuando mira la imagen y, con toda probabilidad, recuerda ese momento lejano e irrepetible, no puede ser más evidente. Se aparta de nosotros, inquieto y angustiado. Se sienta en un sillón y Doriana le estrecha una mano haciendo gala de una infinita comprensión. Bianca sorbe por la nariz y se enjuga una lágrima con un movimiento rápido y torpe de los dedos. Tengo la sensación de haber desencadenado un remolino de sufrimiento y de nostalgia.
Llego al final del álbum, aguardo un momento, y después aprovecho la ocasión para marcharme.
Todos se muestran muy educados conmigo cuando me despido. Bianca, de manera especial, no puedo por menos que reconocer que me ha conquistado por completo, al igual que me sucedió con Giulia esa tarde que me parece ya tan remota.