POR la tarde, mientras estoy absorta en la lectura del Men’s Health, oigo sonar el móvil a la vez que en la pantalla aparece un número que no reconozco.
—¿Alice?
El desconocido ha pronunciado mal mi nombre. Para ser más precisa, a la inglesa: Elis, como Alice in Wonderland.
No me lo puedo creer. La parte más perspicaz y dotada de mi persona acaba de caer en la cuenta de que al otro lado de la línea se encuentra Arthur Malcomess. Han pasado más o menos diez días desde que coincidimos en la exposición de Marco. El hecho de hablar con él ahora me parece magnífico y asombroso a la vez.
—¿Arthur?
—Buenos días —dice relajado, en modo alguno sorprendido de que lo haya reconocido enseguida sin titubear.
—Buenos días —logro contestar por fin.
—¿Te molesto?
A caballo entre la excitación y el espanto, niego con excesiva tenacidad.
—Tu hermano me dio el número. He comprado La belleza inconsciente y quería decírtelo personalmente.
—¿De verdad?
—Me gustaría colgarla en la redacción. ¿Tienes algo que objetar?
—Pues la verdad es que no. Si lo haces, gratificarás la parte más egocéntrica de mi persona.
—Mejor aún.
—¿Dónde has estado?
—En Haití.
—¡Qué preciosidad! Polinesia… Me sorprende que hayas vuelto.
—En realidad Haití está en el Caribe —dice, y me lo imagino conteniendo, por pura cortesía, la tentación de soltar una sonora risotada—. La que está en Polinesia es Tahití.
—Ah.
—Muchos las confunden, no eres la única —añade a modo de justificación. Antes de que pueda añadir algo y volver a hacer el ridículo, Arthur me deja con la boca abierta—. Me gustaría volver a verte. ¿Te parece bien esta noche?
—Esta noche… Sí, de acuerdo.
—Si me dices dónde vives, paso a recogerte.
Me siento incluso más feliz que la vez en que compré en eBay un pañuelo de Hermes de 90 × 90 centímetros por setenta euros.
Arthur Malcomess está para comérselo. Solo tiene un defecto: unos ascendientes pe-li-gro-sí-si-mos. Pero uno como él puede permitirse el lujo de ser hijo de cualquiera.
Mientras estoy delante del armario tratando de elegir la ropa más adecuada para la velada, una llamada de Marco rompe mi concentración.
—Alice, he vendido La belleza inconsciente a un tipo que me dijo que te conocía y que antes de hacerlo quería pedirte permiso. Me pidió tu número de teléfono y se lo di. ¿Hice mal?
—¡Para nada! Me acaba de llamar. Puede que gracias a tu exposición logre, por fin, dar un vuelco a mi vida sentimental.
Marco se ríe entre dientes.
—La exposición ha traído buena suerte.
—¿Tú también ligaste?
—Qué trivial eres, Alice —contesta con tono de superioridad—. En cualquier caso, él me pareció un tipo interesante.
Ese él es, como poco, ambiguo, o quizá yo soy excesivamente maliciosa.
—¿Quién?
—El tipo ese, el inglés que ha comprado la fotografía, tonta. Me parece interesante, de verdad.
—Ya veremos, en cualquier caso gracias por todo, Marco.
—De nada.
A las nueve menos cinco estoy debajo de casa, inmóvil como un camaleón y víctima de la colitis propia de las grandes ocasiones. Un poco tensa, no demasiado segura de mí misma, pero electrizada. Me siento como si me estuviese enfrentando a un examen.
—Disculpa el retraso —dice con el timbre un tanto ronco que lo caracteriza interrumpiendo mis cavilaciones.
—Diez minutos no son lo que se dice un auténtico retraso —respondo conciliadora.
Jadea, como si hubiese salido de casa con el tiempo más que justo. Cuando me sonríe, de forma distraída y sensual a la vez, una sensación de irreversibilidad atraviesa mi cuerpo.
—¿Alguna preferencia para la cena? —pregunta.
Será porque es de lengua materna inglesa, pero he notado que el léxico de Arthur es, cuando menos, minimalista.
—Me gustaría ir a ese restaurante indio… El de la plaza Trilussa, subiendo la escalera, tiene jardín, aunque imagino que ahora estará cerrado.
—Supongo. Esta noche hay cuatro grados. Así que indio. Mmm.
—¿No te convence?
—La comida india se come en la India.
—Deduzco que, si por ti fuera, dejarías que se hundieran todos los restaurantes étnicos.
—No, entiendo la curiosidad, pero estamos en Roma y hoy comeremos romano. Mañana por la noche te llevaré al restaurante indio para compensarte por mi arrogancia.
La propuesta me seduce, por no hablar de la idea de pasar dos noches consecutivas con él.
Tras indicarme su coche, me abre la puerta. Arthur es dueño de un Jeep muy llamativo, que huele inconfundiblemente a coche nuevo, y en el que solo escucha música americana de los años setenta. Por si fuera poco, lo conduce como si estuviese en el circuito de Montecarlo. Apenas aparca en las proximidades del Teatro Marcello me apeo de él con la sensación de haber viajado en una montaña rusa.
Cruzamos la calle ateridos. Frente a nosotros se erige, majestuoso, el Vittoriano.
—Jamás he entendido qué son esa especie de casas que hay sobre el teatro —digo señalando con la mirada las ventanas del edificio que hay sobre la parte alta del teatro que, cuando era una niña, confundía con el Coliseo.
—Durante la Edad Media era la fortaleza de los Pierleoni y después, en el siglo XVI, un arquitecto lo convirtió en la residencia de una familia ilustre. No me preguntes cuál, porque no me acuerdo.
Lo miro asombrada, Arthur sigue caminando con las manos hundidas en los bolsillos, su aliento forma pequeñas nubes a causa del frío.
—¿De dónde eres exactamente, Arthur?
—Mi padre es londinense, aunque supongo que ya lo sabes. Mi madre es sudafricana y yo viví con ella en Johannesburgo hasta que terminé el bachiller.
—¿Y luego?
—Me licencié en Bolonia, viví tres años en París y a continuación encontré trabajo en Roma.
—¿Por qué Roma?
—Porque en el mundo no existe una ciudad más excitante que esta, y porque el trabajo que me propusieron me parecía estimulante.
—Hablas en pasado.
—Porque, de hecho, lo es.
Entre nosotros se percibe una leve turbación. Una turbación que es más bien la sutil ansiedad que se siente cuando deseas estar a la altura de las circunstancias, la que te asalta cuando te gustaría parecer una persona brillante e inteligente y sabes que tendrás que hacer un esfuerzo, porque no te resulta natural. No obstante, cuando mis ojos se cruzan con los suyos, increíblemente luminosos, tengo la impresión de que entre nosotros está sucediendo algo mágico.
Llegamos al barrio judío, y una vez allí entramos en una típica taberna romana estilo años cincuenta, con un aire cálido y acogedor.
El camarero nos conduce a una mesita apartada y tiene la delicadeza de encender una vela. Unas plantas de ajo trepador adornan el muro y a mí me parece todo, como poco, inusual. La mera elección del local es ya de por sí extraña.
El menú llega rápidamente y no me queda más remedio que fingir que lo estudio, porque no consigo apartar la mirada de él. De sus rasgos atípicos, de su mentón firme, de sus labios, tan bonitos como los de una mujer, y de sus ojos ensimismados, cuyo color evoca el azul de un soleado día de junio.
—No es el tipo de restaurante que frecuentas, se ve a la legua. Por eso he querido venir.
Abro desmesuradamente los ojos.
—Toda una audacia por tu parte —comento.
—Sí, pero también una nueva experiencia. Piensa en la paradoja: una romana que no solo no ha estado nunca, sino que además no aprecia un local como este. Aquí se respira el aire de Roma, para quienes no lo conocen resulta mucho más exótico que un tailandés.
Los platos que hemos pedido no se hacen esperar. Y son exquisitos. Dulces, ricos, aceitosos. Una experiencia gustativa que me hace retroceder al periodo en que mi abuela vivía todavía y mis padres y yo pasábamos el fin de semana en Sacrofano. La cena me pone de buen humor, el vino tinto altera levemente mi lucidez, me siento embriagada por su compañía y lo veo todo bajo una luz optimista y entusiasta.
Tras beber un licor de hierbas, abandonamos el local y damos un buen paseo. Cruzamos el puente Fabricio, la isla Tiberina, y llegamos al Trastevere. Los minutos y las horas pasan sin que yo me dé cuenta. Ni siquiera noto el frío, tampoco él. Nos detenemos para mirar a los saltimbanquis y a los tragafuegos —mañana es Carnaval—, a las jóvenes enmascaradas y risueñas, las luces que se reflejan en las aguas del Tíber.
Le pido que me cuente cosas sobre sus últimos viajes. Me habla de Haití y, acto seguido, de Tahití —con una punta de ironía—, luego de otras metas. Podría escucharlo durante horas.
—Había estado ya, hace siglos, de vacaciones con mis padres —me explica a propósito de Haití—. Se pasaban el día riñendo y, de hecho, al cabo de cierto tiempo se divorciaron.
—Sé que el Jefe ha tenido una vida privada muy movidita.
—Era y es un gran putero.
—¿Es cierto que ha tenido cinco esposas y diez hijos?
Arthur esboza una sonrisa.
—No exageremos. Ha tenido tres mujeres: una inglesa, como él, una sudafricana, mi madre, y la tercera, que es italiana. Cuatro hijos de la primera, uno, yo de la segunda, y una de la tercera. Ahora está con una mujer de treinta años que combate para convertirse en la cuarta. A pesar de ello, no tiene una auténtica relación con nadie.
—¿Te duele?
—No —contesta secamente.
—Es un hombre con un carácter muy fuerte —comento.
—Como suele suceder en estos casos, su carácter no solo es fuerte, sino también terrible.
—¿Por qué no os veis?
—Quién sabe —responde él titubeante—. Nunca ha tenido mucho tiempo para dedicarse sus hijos; y nosotros somos muchos y estamos muy desperdigados.
—¿Lo lamentas?
—No —contesta con brusquedad—. He gozado de mucha libertad y de todo cuanto que un joven puede desear.
Arthur no se parece en nada a mí. Procedemos de dos mundos tan distantes que casi parecen paralelos, pertenecientes a dos universos diferentes. Ni siquiera mirábamos los mismos dibujos animados cuando éramos niños. No hablamos la misma lengua madre. No tenemos los mismos intereses y, quizá, ni siquiera los mismos objetivos. Y, sin embargo, entre nosotros se está creando una especie de hechizo.
De la radio de un coche nos llega Seven Seas of Rhye de los Queen. Son casi las doce, el aire de esta noche fría pellizca mis mejillas. Mi mano busca la de Arthur. Él la aprieta cuando la aferro; su mano está caliente, levemente descamada, como a menudo les ocurre a los hombres en invierno.
Arthur ejerce sobre mí una atracción irresistible, y no sé en qué medida se debe a su belleza y encanto cosmopolita o a su personalidad, un tanto excéntrica. Su presencia genera un sinfín de pensamientos, las sensaciones que experimento se entremezclan y me confunden. El riesgo de que me enamore de él es muy elevado.