DURANTE los días sucesivos que, fríos y lluviosos, inauguran el mes de marzo, nos dedicamos a analizar la sangre de la jeringuilla, las células epidérmicas halladas en su cilindro y todos los objetos que se encontraban junto a ella en la basura para comparar el ADN y excluir que pudiera tratarse de meras contaminaciones ambientales. Los resultados son más bien contradictorios. En mi opinión, al menos.
En la sangre que había en el interior de la jeringuilla, en contacto con el émbolo, está el ADN de Giulia, hecho que demuestra que la utilizó. En la superficie del cilindro, en cambio, encontramos un ADN extraño que corresponde a dos perfiles: un sujeto de sexo masculino y otro de sexo femenino.
—Es evidente que se trata de una contaminación —sentencia Claudio—. El ADN femenino es el mismo que encontramos en un pañuelo que había al lado de la jeringuilla y que estaba impregnado de lágrimas y de mucosidad nasal. Estaban muy juntos y, por ello, ese ADN procede de él. Así pues, el más valioso es el masculino, porque no hemos hallado ningún objeto contaminante.
—¿Podrías explicarte mejor?
Claudio resopla.
—Es increíble que todavía no sepas estas cosas, Alice.
—¡Para eso te tengo a ti, para explicármelas, mi héroe!
—Veamos, dado que el ADN no vuela, sino que se adhiere a un objeto cuando entra en contacto con él, es obvio que los protagonistas deben de ser dos: el contaminado y el contaminador. En este caso el cilindro de la jeringuilla presenta unas huellas que pertenecen, sin lugar a dudas, a Giulia Valenti, que se inyectó la heroína. Ahora bien, en la superficie aparecen asimismo las huellas de un sujeto XX, esto es, de una mujer, y otras cuyo propietario es un sujeto XY, un hombre. ¿Cómo llegó este ADN a la jeringuilla?
—¿Hablas en serio o es una pregunta retórica?
Claudio me mira pasmado.
—Hablo en serio.
—OK. Siendo así, puede haber llegado de dos formas: una, procedente de alguien que tocó la jeringuilla esa noche. Dos, del pañuelito que estaba en la basura.
—Bien. En el caso del ADN femenino, ¿qué te parece más probable? —pregunta con tono irónico.
—La segunda hipótesis, por supuesto. Lo que quiero decir es que… ¿y si el pañuelo perteneciese a la persona que esa noche se drogó con Giulia?
—Disculpa mi franqueza, Allevi, pero creo que tu entusiasmo, unido a tu colosal ignorancia en materia de genética forense, está pariendo un monstruo. ¿Por qué debería haber sido el sujeto de sexo femenino y no el de sexo masculino, del que yo, en cambio, excluyo la contaminación?
No puedo confesarle que baso mi convicción en la llamada telefónica que escuché aquel día y en las palabras inconexas de la tal Doriana. No lo entendería.
—Disculpa, Claudio, ¿por qué no reconoces que el ADN femenino que encontramos también en el pañuelo podría pertenecer a una persona que esa noche estaba con ella?
—Es impropio decir que encontramos. Diría más bien que encontré. Hoy estabas increíblemente distraída. Has corrido el riesgo de causar numerosos daños y considero ya mucho que, a pesar de tu presencia, haya podido llevar a cabo los análisis.
—Qué brusco eres.
—No soy brusco, me limito a decir la verdad, y tú deberías aprender a escucharla, porque, como sabes, estás corriendo un gran riesgo.
—De acuerdo. Olvidemos mis fallos por una vez. Escúchame como si la que te estuviese hablando fuese Ambra.
He dado en el blanco, porque el rostro de Claudio se ensombrece.
—¿Qué tiene que ver Ambra con todo esto?
—Pues que estás convencido de que es el diamante en bruto en la canalla de residentes. ¿Me equivoco? —le pregunto taimadamente guiñando los ojos.
—Es buena —reconoce—, pero jamás he hecho ninguna diferencia entre vosotras y, si quieres saberlo, ella no es el diamante en bruto.
Por un instante mi corazón se acelera. ¿Seré…? ¿Seré yo?
¿Será posible que Claudio esté intentando decirme a su manera que me considera la mejor de todos los residentes?
—Si quieres saber la verdad, pienso que la más dotada, aguda e inteligente es Lara. Lástima que sea un adefesio. El aspecto le perjudica como no te puedes imaginar.
Dado el resultado, pierdo todo interés por profundizar en el tema, a pesar de que no puedo negar que estoy totalmente de acuerdo con él. Será mejor que volvamos a centrarnos en la cuestión.
—En ese caso escúchame como si fuese Lara.
—De acuerdo, ¿cuál es el problema?
—El problema es que te niegas en redondo a tener en cuenta una posibilidad.
—Alice, el rastro femenino no es relevante para la investigación, ¿no lo entiendes? Es muy posible que se trate de una contaminación, y no es verosímil que corresponda al ADN de alguien que se chutó con Valenti esa noche. Sobre todo porque he identificado el perfil de la persona que tuvo en mano la jeringuilla esa noche y se trata de un sujeto de sexo masculino. ¿He sido claro ahora? El ADN femenino es una huella que no tendría la menor posibilidad de ser considerada fiable en la sala de un tribunal. Algunos procesos han acabado de mala manera por mucho menos.
—Puede ser, pero no por ello es inútil. Hablo en serio, Claudio, escúchame. Se trata de un descubrimiento que tiene un significado bien preciso. No debes ignorarlo. Lo digo por ti.
Claudio cabecea.
—Y, de hecho, no lo ignoro. Comunicaré la presencia, pero manifestaré lo que pienso. Me niego a dar alas a tus teorías novelescas. Como esa vez… —se calla sin poder contener una sonrisa—. La vez en que estabas convencida de que las señales de asfixia de una mujer se debían a un homicidio y no al desplome de un edificio.
Se ríe sarcásticamente al mismo tiempo que saca del armarito los reactivos que necesita.
—No le veo la gracia —replico herida—. Es mi manera de profundizar en las cosas.
—No, es tu manera de ver la realidad. Carente de toda lógica, por otra parte. Pero la buena suerte me ha puesto en tu camino y creo que puedo hacer algo por ti. Enseñarte a razonar, sin ir más lejos.
No hay otra persona más firme que Claudio cuando se trata de trabajo. No logro comprender por qué no se abre al diálogo; al contrario, lo esquiva como la peste. Aunque también es posible que solo se niegue a dialogar conmigo. Sea como sea, yo sigo sin estar convencida. El timbre del teléfono interrumpe nuestro intercambio de pareceres. Una de las secretarias lo avisa de la llegada del inspector Calligaris.
—Desaparece, Allevi, estoy ocupado.
—¿No puedo quedarme aquí mientras hablas con él?
—¿Por qué tengo que llevarte siempre pegada como una lapa? No tengo nada más que decirle de lo que ya sabes.
—Comprendo.
Salgo de su despacho, sin saber que pasará mucho tiempo antes de que pueda volver a entrar en él con el ánimo sereno de siempre.
Mientras cruzo el pasillo que conduce a mi despacho, me topo con Calligaris.
—¿Cómo está, doctora? —me saluda con tono sumamente amable.
—Bien, gracias. ¿Ha venido para hablar con el doctor Conforti? —le pregunto, pese a que ya sé la respuesta.
—Sí, tenemos una cita, porque debe comunicarme unos resultados. Mientras esperaba, he saludado también a Giorgio. Debería visitarles más a menudo, el Instituto es muy agradable.
Esbozo una sonrisa de circunstancias. Me gustaría tener la osadía de preguntarle si ha verificado lo que le dije, pero me dejo vencer por el pudor y omito la cuestión. Nos despedimos cordialmente.
Sin saberlo, Calligaris me ha inspirado una idea; solo una persona puede resolver mis dudas sin arrogancia y con honestidad intelectual, el orondo Anceschi. Su candor y su placidez hacen que uno se sienta a sus anchas y pueda meter la pata sin sufrir ningún tipo de consecuencia relevante. Además, Anceschi no traga a Claudio, todos lo saben. Lo considera un crío mimado y presuntuoso, en lugar de un enfant prodige.
Llamo a la puerta de su despacho. Me guardaré muy mucho de decirle que se trata del caso Valenti y de las actuaciones de Claudio. Procuraré ser lo más vaga posible.
Anceschi me recibe y me escucha con inusual interés.
—De manera que considera que el doctor Conforti está descuidando los detalles.
Me ruborizo.
—No me refiero al doctor Conforti. La mía es curiosidad general.
—Vamos, doctora Allevi, evitemos los rodeos. Salta a la vista que me está hablando del caso Valenti. Todas esas preguntas sobre el ADN del contenedor de basura… Ganaría tiempo si lo admitiese. Por lo visto, no aprueba la conducta de Claudio Conforti.
Planteado así, da la impresión de que tengo algo personal contra Claudio, que hago de espía, pero, obviamente, no es así. No en mi mente, al menos.
—No. Tal vez sea yo la que está equivocada. Quizá estoy atribuyendo demasiada importancia a unos elementos que no la tienen.
—En cualquier caso, es necesario profundizar en la cuestión.
Dicho esto, coge con aire irritado el auricular del teléfono.
—Debo hablar contigo, Claudio.
Abro desmesuradamente los ojos. Lo ha convocado para comunicarle mis sospechas, lo que solo puede ser el preludio de una perspectiva aterradora: Claudio se pondrá hecho una fiera.
Claudio se incorporó hace poco al instituto, antes era un simple médico investigador que había sabido ganarse la adoración de Wally, pese a que esta contaba mucho menos en la política de la medicina forense de lo que él mismo deseaba creer. Pues bien, tras dar un salto hacia delante en la cadena alimentaria, ha adquirido varios de los rasgos que caracterizan al docente universitario sin experiencia: para empezar, cierta aventurada fatuidad. El hecho de que yo pueda cuestionar su trabajo e incluso hablar de ello con Anceschi es para él una eventualidad de ciencia ficción.
O, mejor dicho, era una eventualidad de ciencia ficción, porque en este momento la está viviendo a su pesar.
En tanto que Anceschi lo pone prudentemente al corriente de su perplejidad (de mi perplejidad), Claudio se traga el marrón a la vez que me mira descaradamente. Sus ojos, que siempre han tenido un aire ligeramente torvo (clave de su mefistofélico encanto), en este momento reflejan su absoluto desconcierto y desdén.
—¿De acuerdo, Claudio? Pese al cargo que ocupas, todavía eres muy joven y lamentaría ver cómo te despedazan en la fosa de los leones —concluye Anceschi, al tiempo que yo empiezo a considerar la posibilidad de poner pies en polvorosa.
Ni siquiera logro comprender lo que están diciendo, me siento profundamente incómoda.
Al final Anceschi se despide de los dos a la vez. Claudio cierra la puerta. Sus manos, que, por lo general, son extremadamente firmes, tiemblan un poco.
—Claudio…
—No digas ni una palabra —me interrumpe con brusquedad, al tiempo que me lanza una mirada de resentimiento que me hace sentir como un gusano.
Me planta allí mismo y se dirige a su despacho a toda prisa. Echo a andar, apretando el paso, y le doy alcance.
—Con tu permiso —dice fríamente con una sonrisa de hastío antes de cerrarme la puerta en las narices.
Oso llamar, pero no me contesta. Al final, consciente de que sería mejor dejar que se le pasase la rabia, irrumpo en el despacho con la evidente intención de impedir que me liquide de un plumazo.
—No pretendía hacerte una putada, te lo juro. Lo único que quería era aclarar unas cosas y, como tú te irritas enseguida, pensé en hablar con Anceschi. Solo que él comprendió al vuelo que me estaba refiriendo al caso Valenti. Ahora bien, te repito que no era mi intención mencionarte ni ponerte en un aprieto. Créeme, te lo ruego.
Claudio me responde esbozando una sonrisa malvada.
—¡Ah, de manera que ahora me debo tragar que ha sido una ingenuidad por tu parte! Eres estúpida, pero no hasta ese punto. —Me fusila con la mirada—. Te he dicho mil veces que no debes abrir la boca. Cuando tengas tus asuntos, siempre y cuando te lleguen a atribuir uno, y como sigas así, a saber si eso llega a producirse alguna vez, podrás hablar todo lo que quieras.
—Sea como sea, no me parece haber dicho nada grave. Tú te obstinabas en no hacerme caso. El único al que podía comunicar mis dudas era Anceschi —argumento para defenderme, sosegada.
—Te has hecho la sabihonda para quedar bien con Anceschi, y el hecho de que él te haya creído es un simple golpe de suerte porque, si he de ser franco, eres una inútil.
Me siento aturdida y enormemente decepcionada.
—Sé de sobra que nuestros superiores no me estiman. No obstante, creía que tú…, que… —Ni siquiera puedo hablar—. Creía que éramos amigos.
—Amigos —repite con una sonrisa fugaz—. Te lo he demostrado contándote algo que debería haber callado. Pero también somos colegas; es más, a pesar de que en ocasiones pareces olvidarlo, yo ocupo una posición ligeramente superior a la tuya, de manera que deberías esforzarte por comportarte en consecuencia.
Me dan ganas de llorar. Tengo la emotividad y el autocontrol de una adolescente.
—¿Sabes qué te digo, Claudio? Pretendes que te demostremos una excesiva deferencia. Por lo demás, la culpa es mía, porque siempre te he hecho creer que te considero un dios. Estoy harta de hacer de figurante. Puede que no sea tan brillante como tú, que sea incluso una mísera residente que, en la economía de la medicina forense, tiene el espesor de una loncha de queso, pero todavía me queda un poco de decoro profesional y no serás tú el que lo destruya.
Claudio contiene la risa.
—Hablar con Anceschi ha sido profesionalmente incorrecto y éticamente mucho peor —afirma dejándose caer sobre el sillón.
—Lo hice de buena fe —le explico—. Y, aun así, poco importa lo que hice, porque, de todas formas, no justifica el desprecio que me has demostrado, justo ahora además, y sabes de sobra a qué me refiero.
—Aprende a pensártelo dos veces antes de actuar.
Me callo, estoy demasiado turbada para añadir nada más. Mis sospechas se han visto confirmadas. Él también me considera una incapaz. Él, que me conoce mejor que nadie.
Es inútil. Uno puede soñar cuanto quiera, la realidad se abate sobre nosotros tarde o temprano.
Al ver mi consternación y animado, a todas luces, por una brizna de bondad, Claudio alegra la cara.
—De acuerdo, vamos, después de todo no es tan grave. Sé que no lo volverás a hacer.
Si mi semblante le da a entender cómo me siento, mi mirada es atormentadora. Cabeceo con tristeza.
—Te equivocas, yo lo considero verdaderamente grave. Has sido el primero que me ha hecho sentirme una nulidad, no me había sucedido hasta ahora.
Claudio agacha la cabeza sin responder. Se pone en pie y me tiende una mano.
—Olvidémoslo.
Rechazo su ramita de olivo, estoy demasiado herida para responderle con una sonrisa y borrar de mi mente lo que ha ocurrido.
—No puedo dejar de pensarlo —le digo distraída y sin mirarlo a la cara—. Será mejor que me vaya —concluyo a la vez que me doy cuenta, sorprendida, de que tengo los ojos empañados.
Lo más doloroso es que no hace nada, absolutamente nada, para detenerme. Y, sobre todo, no dice lo que mis oídos y mi corazón destrozado necesitan.
La verdad es que no te considero una inútil; lo dije movido por la rabia.