ESTOY leyendo un libro, tirada en el sofá, cuando suena el móvil y veo alarmada que se trata de Marco. No sabía que tenía mi número de teléfono.
—¿Marco? ¿Ha ocurrido algo?
—No, no. Tranquila —responde con dulzura—. No quería molestarte.
—No me molestas, solo que me sorprende, porque nunca me llamas.
—Hoy tengo un buen motivo para hacerlo. Me gustaría invitarte a una exposición. Está muy bien, ¿sabes? Yo también expongo algunas obras… ¿Te apetece? —me comunica con la gracia infantil de los duendes.
—Una invitación last minute, Marco…
—Tienes razón… Disculpa, te habría llamado antes, pero se me olvidó. No te hagas de rogar, venga. ¿Vienes o no?
—¡Por supuesto que voy! —exclamo recuperándome de mi inmenso cansancio.
Quizá Marco no esperaba que aceptase la invitación, pero lo cierto es que no me perdería por nada en el mundo la exhibición fotográfica de mi misterioso hermanito.
—¿Puedo ir con Silvia? —pregunto.
Silvia Barni, abogada. Mi compañera de pupitre desde el primer día de escuela primaria. Tiene un coeficiente intelectual que me hace sentirme una inepta. Pese a ello, asegura que su aguda inteligencia es la causa de su soledad.
—Por supuesto. La verdad es que me gustaría invitar también a Alessandra.
Alessandra Moranti es una magnífica pediatra, además de mi colega de estudios de toda la vida; inexplicablemente, le gusta mi hermano. En una ocasión colaboraron en un proyecto de payasos en hospitales—Marco realizó el cartel— y sé —por ella, claro está— que simpatizaron, si bien nunca se llegó a producir un desenlace digno de ese nombre.
—No me lo explico —me dijo en su día Alessandra.
—Esto, Ale…, tengo la sospecha de que a Marco no le interesan las mujeres —le confesé.
—No, te equivocas —replicó—. Tengo un sexto sentido para estas cosas. No es homosexual. Lo único que ocurre es que no le gusto.
No quise ahondar en el tema.
—Por desgracia ya no tengo su número —prosigue mi hermano.
—Se lo diré yo, no te preocupes.
—No, prefiero hacerlo yo personalmente.
—Lo siento, Marco, en su día perdiste la ocasión que tenías con Alessandra.
Ni que decir tiene que jamás he creído que Alessandra pudiese interesarle.
—En realidad nunca se produjo tal ocasión. Pero da igual, no la invito para ligar con ella.
—Marco, ¿puedo preguntarte si tienes novia? ¡Es tan raro que no sepamos nada de ti!
Marco enmudece. No parece haber recibido con entusiasmo mi tono jovial.
—No, no tengo novia —responde al cabo de unos segundos. Y añade—: Lo que tengo es prisa, Alice. ¿Me das su número? ¿Sí o no?
A las ocho en punto me encuentro en compañía de Yukino y de un taxista de Foggia en la puerta de la casa de Silvia, que, con toda probabilidad, todavía no ha acabado de arreglarse. De hecho, baja veinte minutos después. Yo estoy furibunda y Alessandra, convencida de que la invitación oculta un posible interés, me ha llamado ya media docena de veces.
Glamurosa a más no poder, con su cabellera cobriza cayendo como un manto de seda sobre la estola de cebra de Dior, se sienta a mi lado emanando ráfagas de Samsarade Guerlain.
—Podías haberte molestado en ponerte algo más elegante, Alice. ¿No sabes que los eventos artísticos son los más chic? No se parecen en nada a esas fiestas tan tristes que organizáis los médicos —dice desdeñosa—. En estas veladas participa gente para la que ostentar su estatus equivale a ir al estadio para los hooligans. Se trata de personas acaudaladas y deseosas de malgastar su dinero con la excusa de que entienden de arte. Si quieres saber mi opinión, el arte no existe. Murió con el Renacimiento.
—Ignorante.
—Tengo razón, y tú lo sabes. En cualquier caso, no se lo diré a Marco, no te preocupes.
Pasamos a recoger a una encolerizada Alessandra, que ignora abiertamente a Silvia. Al final, llegamos a nuestro destino.
Por la galería —inspirada a todas luces en la arquitectura neoclásica— pulula un público intelectual y esnob que se siente por encima de la mezquindad terrenal, pero que, pese a ello, no resiste la tentación de comprar vestidos de Armani. Disertan sobre el arte con el mismo tono sabihondo con el que Negri della Valle habla de virtopsia, y ya solo por eso me resultan insoportables. En cambio, Yukino se siente a sus anchas: su nacionalidad atrae a muchas personas y a ella le encanta entablar nuevas amistades. Silvia y Alessandra, por el contrario, charlan como dos viejas amigas —ellas, que no se aguantan— con tal de no parecer solas y desafortunadas.
Como música de fondo me parece reconocer las melodías de Thelonious Monk.
La galería está dividida en varios pisos y sectores; dado que no me interesan particularmente los artistas que exponen, me dirijo hacia la zona reservada a las obras de Marco.
Ahí están, colgadas de las paredes a modo de laberinto, las famosas fotografías conceptuales de mi hermano, que veo por primera vez. Una hoja de color rojo otoño sobre el asfalto; un mendigo dormido en un banco con un sombrero de vaquero sobre su cabeza gris; los reflejos iridiscentes de una gota captada con el zoom. El surtido es de lo más variado, sin lugar a dudas no se puede decir que Marco sea monotemático.
Y, entre las imágenes, una en especial: la menos bonita, objetivamente; se trata de mi retrato, para el que no estaba preparada.
La sorpresa es tal que lo miro con cautela. El letrero que hay debajo recita: La belleza inconsciente.
Es una fotografía de hace varios años; me había quedado dormida en el jardín con un libro entre las manos, que había apoyado en el pecho. Las sombras hábilmente matizadas con las luces, mis rasgos nítidos; el cielo turquesa es la única nota de color en un cuadro blanco y negro.
Puede que mi vida sea un desastre, pero tengo un hermano que es un fuera de serie.
Mientras observo atontada la fotografía, Marco se acerca a mí y me rodea los hombros con un brazo. Viste de negro de pies a cabeza. Dios mío, qué delgado está. Y qué atractivo es. La verdad es que es una persona increíblemente especial.
—Marco…, estoy tan… ¡conmovida! ¡Qué bueno eres! Y esta fotografía es…, no encuentro las palabras… —Mi voz se quiebra con la emoción. Marco me acaricia una mejilla con dulzura.
—Temía que te enfadases; quizá habría debido pedirte permiso…
—¡No! Ha sido una sorpresa magnífica, has llenado de significado un momento banal. Es un don maravilloso. Estoy orgullosa de ti.
Sus mejillas diáfanas se tiñen levemente de rosa.
—Me alegro de que hayas venido y de que te gusten mis fotografías.
—Quiero esta.
—Te haré una copia, y otra para nuestra madre; le ha encantado.
Contoneándose como una gatita, Alessandra se acerca a nosotros.
—Marco —murmura con un tono que intenta ser seductor—, te superas cada vez. Tus fotos han madurado mucho en los últimos años.
—Gracias, Ale, eres muy amable.
—Me gustaría comprar la que se llama Bellayl; quedará preciosa en mi dormitorio.
—Si quieres te la regalo.
Los dejo solos, quizá sea el inicio de algo, nunca se sabe, y paso el resto de la velada deambulando por mi cuenta. Alessandra hace todo lo que puede para llamar la atención de Marco; Silvia ostenta sus profundas reflexiones sobre el conceptualismo del arte contemporáneo; Yukino está rodeada de una nube de intelectuales con los que conversa sobre literatura japonesa.
Tras examinar todas las fotografías llego a la conclusión de que la que más me gusta es La belleza inconsciente.
La imagen representa mi transformación personal. Incluso una perdedora como yo se puede convertir en un objeto artístico. Y ello a pesar de que, para comprender que soy yo, hay que mirarla con suma atención; pero la cuestión no es esa. El valor artístico radica en la gracia de la escena.
Un desconocido en vena de abordaje interrumpe el hilo de mis pensamientos.
—¿Es usted la chica de la foto? —pregunta una voz a mis espaldas. Me vuelvo de golpe.
La voz, más bien grave, un tanto ronca, extremadamente turbadora y con un leve acento anglosajón, pertenece a un ejemplar alto y enérgico del sexo masculino de alrededor de treinta años que se asemeja a mi personal iconografía del hombre que acaba de pasar un largo día navegando a bordo de un velero por una región soleada y ventosa. De hecho, su pelo, claro y ondulado, aparece desgreñado, a pesar de lo cual su apariencia no es en absoluto la de una persona descuidada. La piel es de color ámbar y de aspecto sano, y la camisa blanca que luce remangada por encima del codo exalta su leve tono dorado. Sus manos son bonitas, pese a que lleva las uñas demasiado cortas. Los ojos, de color azul intenso y coronados por dos cejas claras y espesas, una de las cuales está atravesada por una pequeña cicatriz, irradian cierta autocomplacencia. En una de las muñecas luce una llamativa pulsera de ébano que evoca historias remotas. Y lo cierto es que, en general, parece encontrarse muy lejos de mí.
—Sí —contesto desenvuelta.
—Estaba muy relajada —observa.
—Es probable. La verdad es que no me acuerdo. Es una foto robada.
—De hecho, las imágenes robadas son las más interesantes —comenta el desconocido—. ¿Le gusta leer? —pregunta señalando el libro. Veo que se acerca a la fotografía y fuerza la vista intentando leer el título del libro.
Mierda, no se me había ocurrido. Dio mío, te ruego que no sea una de las noveluchas románticas que leía de cuando en cuando. La belleza inconsciente no puede haberme inmortalizado mientras leía Prisionera de amor. Todavía hay alguien que me considera una intelectual.
—¿Por qué a los hombres les gustan las capullas? —recita el desconocido con una punta de ironía en la voz.
Suelto una carcajada.
—Fue una lectura muy instructiva —explico recuperando la compostura.
—¿Y entendió por qué a los hombres les gustan las capullas?
Él también sonríe, de forma abierta, que inspira confianza.
—La verdad es que solo sirvió para confirmar lo que ya pensaba. ¿Qué opina usted, como representante de esa categoría? —pregunto inclinando la cabeza pensativa.
—Pues que vale lo mismo para las mujeres.
Touché. El desconocido da un sorbo a su mojito y me sonríe de nuevo.
—¿Quién le sacó la fotografía? —pregunta mirándome intensamente a los ojos.
—Mi hermano. Parte de las obras que se exponen hoy son suyas. Marco Allevi —explico orgullosa—. A propósito, me llamo Alice —añado tendiéndole la mano.
—Arthur Malcomess —contesta alargándome la suya.
—¿Malcomess? —pregunto frunciendo el ceño—. ¡Caramba! Como el gilipollas de mi jefe.
Sé de sobra que el comentario no ha sido, lo que se dice, de buen gusto, pero me he pasado con los mojitos y me siento ligeramente desinhibida.
Él arquea las cejas.
—¿Paul Malcomess?
—Sí —contesto.
El corazón me late a toda velocidad. ¿Cómo he podido ser tan estúpida? No creo que en Roma haya muchos Malcomess… Ahora resultará que son parientes.
—¿Se refiere a Paul Malcomess, el forense?
—Sí —asiento con un hilo de voz.
En el rostro de Arthur Malcomess se dibuja una sonrisa maliciosa.
—Es mi padre —responde afablemente. Por el tono, no parece haberse ofendido.
Mierda. Mierda. Mierda.
Siento las mejillas encendidas. Me llevo instintivamente las manos a la frente y apelo a los restos de mi dignidad para no romper a llorar.
—No te preocupes —susurra él acariciándome levemente la cabeza con unas maneras que parecen manifestar su capacidad, en caso de que así lo desee, de ser amable de forma delicada y viril a la vez—. Si he de ser franco, a mí también me parece un capullo.
No logro mirarlo a los ojos. El mundo es injusto. Es inadmisible. Conozco a un tío estupendo y lo único que se me ocurre es tildar de capullo a su padre. Que, por si fuera poco, es el Supremo.
Sigo mirando al suelo.
No debo desanimarme, por nada del mundo. A fin de cuentas, no tiene tanta importancia. Todos odian a su jefe. Seguro que Arthur Malcomess odia al suyo. Además, acaba de asegurar que está de acuerdo conmigo.
Dios mío, la verdad es que Arthur está para comérselo. El Jefe tiene su atractivo, para qué negarlo, pero está a años luz de este esplendor.
—De manera que eres forense —dice con toda naturalidad.
—Era —corrijo desconsolada.
Hace unos diez días pusieron precio a mi cabeza y no solo no he resuelto el problema, sino que he logrado agravarlo.
—Te prometo que guardaré el secreto, aunque he de decirte que él lo consideraría un cumplido.
Se me escapa un gemido de desesperación.
—Son cosas que se dicen así, sin pensar; la verdad es que lo considero un gran profesional y en realidad no es tan capullo. Bueno, un poco sí… Lo justo, todos los jefes lo son, en cierta medida. Es el precio que hay que pagar por cualquier cargo dirigente.
Mi discurso desarticulado no parece interesarle en lo más mínimo.
—Por supuesto —contesta con aire distraído.
—¿A qué te dedicas? —pregunto para cambiar de tema e intentar recuperar un poco de terreno.
—Soy periodista.
—¿En qué diario trabajas?
Cuando, como quien no quiere la cosa, me suelta el nombre del rotativo, apenas puedo contener una exclamación de sorpresa. Quizá no sea consciente —o tal vez sea justo lo contrario— de que trabaja para uno de los mejores periódicos de Italia.
—¿Y de qué te ocupas?
—De viajes.
—En una ocasión leí en tu revista un artículo sobre Buenos Aires que me pareció fascinante, hasta el punto de que me entraron unas ganas inmensas de viajar allí, y hoy en día sigue siendo una de mis metas preferidas.
—¿Buenos Aires? ¿Hace poco más o menos un año?
—Sí, eso creo.
—Lo escribí yo —admite con una mezcla de candor e incomodidad.
—Bueno, en ese caso, te felicito retroactivamente. Menudo chollo —digo sin poder evitarlo—. El trabajo que a todos nos gustaría hacer: en realidad te pagan por irte de vacaciones.
—No es tan maravilloso, créeme —responde. Al ver mi expresión de perplejidad, añade—: Bueno, he de reconocer que tiene muchas ventajas. Me divierto en lugar de los demás y les enseño lo que pueden ver, pero la verdad es que me gustaría viajar por otros motivos.
Su tono es ahora más vago.
—No te entiendo —confieso.
Arthur esboza una sonrisa.
—Nos hemos conocido hace cinco minutos y no quiero aburrirte.
—Me interesa, de verdad —insisto.
—Tal vez podemos usar ese pretexto para volver a vernos —replica guiñándome un ojo con una expresión alegre y desenfadada.
Lo acabo de conocer y ya me muero por él. Y es el hijo del Jefe. Carezco por completo de pudor.
—¿Te apetece beber algo? —prosigue él.
Asiento con la cabeza y nos dirigimos hacia el bufé. Mientras conversamos, me doy cuenta de que Arthur es aún más interesante que guapo, que ya es decir.
Resumiendo, un reportero de viajes. Hecho que explica: primero, el bronceado carente del tono albaricoque que se obtiene con las lámparas de rayos uva; segundo, la exótica pulsera que me ha impresionado tanto y que evoca a Bali o a cualquier otro sitio por el estilo; tercero, la indefinible elegancia fascinante que suelen poseer los que desempeñan unas profesiones tan interesantes.
Mientras charlamos sobre su último viaje a Río de Janeiro, nos interrumpe un amigo suyo, que resulta ser un fotógrafo colega de Marco. El Tercero en Discordia manifiesta cierta prisa por marcharse y, sin que yo pueda hacer nada para impedirlo, se lleva al hermoso Arthur.
—Me alegro de haberte conocido —le digo abandonando de mala gana la atmósfera de absoluto encanto que se ha creado entre nosotros.
A partir de hoy cada vez que vea al Supremo pensaré inevitablemente en lo que estará haciendo en ese momento Arthur Malcomess.
—Yo también, mucho, Alice in Wonderland —contesta un tanto distraído a la vez que me manda un beso con la punta de los dedos.
A continuación, se pierde con el Tercero en Discordia entre la gente, acompañado de las notas de una canción desgarradora cuyo título no consigo recordar.
Al final de la velada, cuando me encamino hacia la salida, me parece fluctuar en mi personalísima Wonderland, porque he coqueteado con un tío bueno del calibre de A. M., porque me siento tan agraciada y chic como Keira Knightley en el anuncio de Coco Mademoiselle y, por último, last but not least, porque, y me quedo corta, he exagerado con los mojitos y tengo la sensación de haber perdido el contacto con mi cuerpo, como la vez en que probé un colchón memory foam en un centro comercial.
En el taxi les cuento a mis amigas mi última hazaña. Silvia no logra contener la risa. Alessandra está desconcertada. A Yukino le tengo que repetir dos veces el episodio para que pueda captar sus matices semánticos.
—Vamos, Yukino. No hace falta una especialidad en Filología para entender que llamó capullo al padre del tío bueno que se puso a hablar con ella, y que, además, es su jefe —suelta Silvia.
Las tres siguen hablando, haciendo caso omiso de mi presencia. Aunque, a decir verdad, yo ya no las escucho.
Nada más volver a casa busco en Google «Arthur Malcomess».
Internet me manda a la página web del diario para el que trabaja, en la que encuentro una breve biografía.
Arthur Malcomess. Nace el 30 - 3-1977 en Johannesburgo, ciudad en la que vive hasta los dieciocho años. Licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad de Bolonia con la máxima nota. En 2004 finaliza un doctorado de investigación en Ciencias Internacionales y Diplomáticas en La Sorbona (París). Se ocupa de la sección de viajes desde 2005.
Encuentro también varios artículos suyos en diferentes blogs, citados en su totalidad o solo en parte. En los fragmentos transcritos se refleja a la perfección la persona exquisita y magnética que he conocido esta noche y, a pesar de que el cansancio empieza a vencerme, sigo leyendo y soñando que él me habla todavía.
Buenas noches, Arthur.
Eres la prueba evidente de que la tan discutida importancia de los genes es, por lo menos, variable. Debería proponer a Anceschi una investigación al respecto.