EL día anterior a la muerte de Giulia la oí hablar por teléfono.
Claudio alza la mirada estupefacto. Estamos en su despacho trabajando en un caso que lleva retraso. Hace casi una semana que Giulia falleció.
—Ciertas cosas ni siquiera suceden en la televisión —comenta Claudio escupiendo un chicle en la papelera.
—Pero esta me ocurrió a mí.
—Porque eres un imán para las desgracias. Debes decírselo a la policía, estás obligada.
—Sí, lo sé. He esperado demasiado. —Mientras lo digo, casi me siento culpable hacia Bianca Valenti—. A propósito, Claudio… Tengo que decirte una cosa, pero antes quiero que me prometas que no me tomarás el pelo.
—¿Otra?
—Sí. También tiene que ver con Giulia Valenti. Cuando salía del depósito ayer por la noche, vi a una chica, una pariente o, quizá, una amiga de la muerta. Estaba fuera de sí y… No sé, por alguna razón parecía sospechosa.
—Cosas de tu fantasía galopante.
—¿No me crees? ¿Me consideras tan poco fiable?
Claudio se enfurruña.
—No, no —replica—, pero no es creíble.
—Hazme caso, Claudio. ¿Y si se hubieran inyectado algo juntas? Tenía un cardenal en la mano que podría ser debido a un pinchazo o a cualquier otra cosa, a saber.
—Aun en el caso de que fuese así, no entiendo tu interés.
—¿Y si no hubiese sido un accidente?
—Nunca me cansaré de decir que CSI ha echado a perder a varias generaciones.
—Deja ya de bromear, estoy hablando en serio.
—Por desgracia, lo he entendido. Escucha, Alice. Las heridas que viste pueden ser casuales. Fue un accidente y no un homicidio.
Pocas sensaciones son tan frustrantes y deprimentes como la de notar que uno apenas cuenta profesionalmente para una persona que estima tanto como yo estimo a Claudio.
—No te fías de mí, ¿verdad, Claudio?
Él me dirige una mirada poco menos que afligida.
—Todavía te falta experiencia. Puedes cometer errores. Es normal.
—De acuerdo, pero ¿crees que tengo talento? ¿Potencialidades? —le pregunto con una franqueza que jamás he tenido el valor de mostrarle—. Necesito saberlo. Necesito creer que, a pesar de todos mis errores y, pese a todas las ocasiones en que me siento inadecuada para una profesión que adoro y que me supera, puedo salir adelante. Me refiero a convertirme en una buena forense.
A todas luces desarmado, me acaricia ligeramente una mejilla y me mira con incertidumbre. Noto que le gustaría decir algo positivo, pero no sabe si es conveniente.
—¿Claudio?
Esboza una ligera sonrisa y, por unos instantes, da la impresión de perder algo del cinismo que lo caracteriza. Sus ojos se colman de empatía, hecho equiparable a un tormento.
—Los médicos forenses no necesitan tener un talento especial. Todo se puede aprender y tú… puedes hacerlo. Ven —dice, por fin, cogiéndome una mano—. Hablaremos con Anceschi. Conoce al inspector Calligaris, el responsable de la investigación del caso Valenti.
Acto seguido llama a la puerta de Anceschi y le explica sucintamente la situación. Anceschi, haciendo gala de su legendaria flema, no parece nada turbado.
—Puede hablar tranquilamente con Roberto Calligaris. Es un querido amigo. Lo llamaré y lo pondré en antecedentes. Cuando se presente, diga que va de mi parte, ¿de acuerdo?
Anceschi parece tener cierta prisa por deshacerse de mí, de manera que no tardo en encontrarme fuera de su despacho. Excitada por la humanidad que irradia en ese momento, se me escapa un ruego.
—¿Me acompañas, Claudio?
—No —contesta secamente.
—Qué imbécil eres, ¿por qué no?
—Porque no, tengo cosas mejores que hacer.
—¡Anda!
Claudio suspira ruidosamente y pone los ojos en blanco.
—Debes quitarte ese vicio que tienes de enternecerme, Allevi.
—De vez en cuando no te viene mal un poco de ternura. Te humaniza un poco.
Claudio asiente con la cabeza sin demasiada convicción; recupera las llaves del coche de la bandeja de Hermes que hay en su despacho —por lo visto, se trata de un regalo de una amante superior a él, una famosa magistrada— y me lleva con su SLK, con los asientos de piel. En la radio reconozco So lonely, de Police.
—Te espero en el coche, ¿OK? —me dice al llegar, mientras desabrocha el cinturón de seguridad con evidente desinterés.
—No…, no pretendía que hicieses de chófer. Habría podido coger un taxi. Necesito tu apoyo moral.
—Allevi, eres peor que las plagas de Egipto. Haz lo que tengas que hacer e intenta ser rápida, te lo suplico, porque no dispongo de toda la tarde.
—Eres todo un caballero, Claudio —murmuro con tristeza dando un golpe a la ventanilla.
—Comprendo —masculla por fin, y apaga el motor y se apea del coche con aire irritado.
Sé que, con frecuencia, resulta insoportable, porque su brusquedad puede rayar en la mala educación. Pero se trata de Claudio y no hay nadie en el Instituto por el que sienta un afecto similar.
Uno de los colaboradores de Calligaris nos conduce a su despacho. Nos invita a entrar en él; el ambiente es caótico y apesta a humo rancio.
Roberto Calligaris es un tipo anónimo, con entradas en las sienes y delgado. Luce una camisa blanca con una corbatita negra, triste a más no poder, y tiene la típica cara del hombre al que le huele el aliento.
—La envía Giorgio Anceschi, ¿me equivoco? ¿La doctora Alice Allevi?
—En persona —respondo un tanto agitada.
—Doctor Conforti, veo que también ha venido —dice acto seguido dirigiéndose a Claudio, que es el vivo retrato de la irritación. De hecho, se limita a responderle con un ademán.
—Giorgio me ha dicho que desea hablarme del caso Valenti —explica Calligaris a continuación mirándome a los ojos.
—Eso es.
—Tomen asiento, por favor —nos invita, en tanto que Claudio mira el reloj dejando entrever que tiene mucha prisa. Si lo que pretende es pasar por arrogante, no puede hacerlo mejor.
Calligaris tose y me dirige una sonrisa amistosa.
—Veamos, doctora, ¿en qué puedo ayudarla? —pregunta.
Le cuento con pelos y señales la conversación telefónica de Giulia. Calligaris me escucha con suma atención.
—De manera que, por lo que veo, fue una conversación bastante breve —comenta.
—Bueno, no estoy del todo segura. El fragmento que oí sí que lo fue.
—¿Diría que, por el tono en que hablaba, la señora Valenti estaba irritada?
—Más bien estaba exasperada.
—¿Agresiva también?
—¿Agresiva? Sí, un poco. Le repito que, sobre todo, transmitía sufrimiento.
—¿Y no oyó ningún nombre, ninguna referencia especial?
—Exceptuando el sexo del interlocutor, nada más. Se lo habría dicho ya, ¿no le parece?
—He de reconocer que es una coincidencia inquietante —comenta cabeceando perplejo.
—¿En qué sentido? —pregunta Claudio con la voz ligeramente alterada.
—¿Le parece algo creíble, doctor Conforti? Me refiero a conocer casualmente a una chica y al día siguiente encontrársela en la sala de disección, y además, por si fuera poco, después de haber oído una conversación telefónica cuando menos preocupante. El caso Valenti está movilizando a los mitómanos, por lo que debemos analizar los testimonios que recibimos con gran prudencia.
—¿Está sugiriendo que soy una mitómana? —le pregunto asombrada.
—Solo hago mi trabajo, no tengo nada personal contra usted.
—Vámonos —dice bruscamente Claudio.
—No es necesario alterarse, doctor Conforti. Además debo redactar el acta de la declaración.
—No hay ningún problema, Claudio —contesto sencillamente ignorando a Calligaris.
—No pretendía ofenderla, doctora Allevi; hablo en serio. Dudar forma parte de mi oficio. Aun así, iré hasta el fondo, se lo garantizo.
Redactar el acta no le lleva demasiado tiempo. Cuando termina firmo la hoja mecanografiada.
—Muchas gracias, doctora —concluye Calligaris con suma cortesía.
—De nada.
El inspector mete el acta en una carpeta y hace ademán de despedirse, pero yo lo interrumpo de improviso.
—Doctor Calligaris —digo. Claudio me observa intrigado—, creo que no debería pasar por alto esa llamada telefónica, es muy importante.
—Por supuesto, doctora.
Bajo la mirada con la vaga sensación de que me falta algo. Claudio se despide de Calligaris con la profesionalidad que ni siquiera lo abandona cuando va al cuarto de baño, y me acompaña fuera del despacho.
—Cretino —comenta desdeñoso mientras descendemos la escalera del edificio—. Menos mal que no le has dicho nada de las lesiones que aseguras haber visto en el cuerpo de la otra chica.
—Quizá tenga razón. Debe ser prudente. A saber cuántos avisos falsos recibe. Me gustaría trabajar en la policía.
—Ya me he dado cuenta.
—¿Y a ti?
—No, gracias —contesta reluctante.
—Me olvidaba de que eres el gran heredero del Supremo.
—Ja, ja.
—Claudio —digo apretando la mano que tiene apoyada en el cambio de marchas—, gracias por haberme acompañado. Era importante.
Me guiña un ojo con una sonrisa cordial, inusual en su rostro intenso y consciente de su belleza.
—De nada. No permitas que te hundan, Allevi. Eres una pequeña bruja entrometida, pero tienes pasión, y si hay algo que todo buen forense necesita es precisamente eso.