FRENTE a ciertos golpes, uno tiene dos alternativas: sobrevivir o sucumbir.
Yo sobrevivo.
No repetiré curso, tan cierto como que me llamo Alice Allevi, soy una distraída y me gusta Johnny Depp. No me convertiré en la leyenda del Instituto aunque para ello tenga que vender el alma al diablo.
Quizá me haya equivocado en todo hasta ahora, pero tengo la posibilidad de remediarlo.
Puedes lograrlo, Alice. Puedes lograrlo, Alice. Puedes lograrlo, Alice. Puedes lograrlo, Alice.
Lo que me aplico esta mañana es una especie de entrenamiento autógeno que me desconcentra más de lo habitual, hasta el punto de que mientras bajo del metro corro el riesgo de tropezar y de acabar mis días como Ana Karenina.
Tras llegar al Instituto antes que los demás, recorro el pavimento encerado de sus largos pasillos, saboreo el silencio etéreo y observo el mobiliario austero y rico de historia.
Adoro este sitio y me gustaría permanecer siempre en él.
Es una sensación desgarradora, semejante a la que produce cualquier amor no correspondido digno de ese nombre, y quizá jamás haya existido un amor menos correspondido que el que siento por el Instituto.
Asomada a una de las ventanas del pasillo, estoy tan ensimismada que no me doy cuenta de que hay alguien a mis espaldas.
—¿Alice? ¿Qué haces aquí a esta hora?
Es Claudio.
—Estaba despierta, ¿por qué esperar en casa? Más bien, ¿qué haces tú?
—¿Te has olvidado de que hoy hacemos la autopsia de Giulia Valenti?
¿Cómo podría olvidarlo? Lo estoy esperando desde el viernes por la noche.
—¿Cuándo empiezas?
—A las nueve, esté quien esté. Ah, Allevi, te lo advierto: como te oiga soltar una de tus hipótesis de ciencia ficción, te sacaré de la sala a patadas en el culo.
A las 8.50 estoy en el depósito.
Extendida sobre el frío acero, la pobre Giulia parece aún más delgada e indefensa.
—El cadáver yace boca arriba sobre la mesa anatómica. Viste una camisa blanca de algodón y una falda de lana de cuadros escoceses. En las piernas lleva unas medias de nailon de color negro. Altura, ciento setenta y siete centímetros. Leve descomposición orgánica. —Como un auténtico profesional, Claudio dicta sus apuntes a su grabadora Olympus—. Livor mortis de color rosa morado de segundo estado, difundido por la superficie posterior del tronco y de las extremidades superiores e inferiores. Rigidez válida y generalizada. No hay señales externas de putrefacción.
A continuación, los técnicos empiezan a desvestirla. Le cortan la falda y la camisa dejando a la vista la ropa interior de color gris perla que llevaba la muerta. Claudio prosigue:
—En la región occipital, una amplia solución de continuo, lineal, con márgenes quebrados intercalados de franjas de tejidos.
Claudio efectúa el examen externo ayudado por Ambra, que actúa en calidad de colaboradora personal. Le tiende la regla para medir el tamaño de las lesiones; saca varias fotografías; le pasa las jeringuillas para extraer los líquidos biológicos. Encuentra material epidérmico bajo las uñas de Giulia, si bien en escasa cantidad; toma muestras y, obviamente, anuncia que realizará su examen genético lo antes posible.
Observo a Claudio mientras efectúa el reconocimiento ginecológico a fin de averiguar si hubo violencia sexual. Oigo que dicta a la grabadora que no hay huellas de agresión, pero que, antes de morir, Giulia mantuvo relaciones sexuales consentidas.
—Dame una probeta para guardar el material residual, nunca se sabe —dice a Ambra, que hoy es, a todas luces, su ayudante del alma.
Apenas finaliza el examen externo, se procede a efectuar la autopsia. Claudio realiza el corte en forma de Y con el bisturí.
Está tan delgada que los tejidos se separan con facilidad. No logro mirarla como debería, es decir, con los ojos de una residente que debe considerar cualquier cadáver como una simple fuente de aprendizaje. Me gustaría decirle a Claudio que vaya poco a poco, o que mantenga la mesa anatómica limpia, de manera que la cabellera resplandeciente de Giulia no se manche de sangre más de lo que ya lo está. Preferiría no tener que asistir a esta autopsia, pero no soy capaz de dar ni un solo paso. Miro atontada la mano de Giulia, que cuelga a un lado de la mesa. Existe un extraño fenómeno que, al final, puede que solo sea simple inercia, en virtud del cual el hecho de mover un cadáver imprime a este una especie de fuerza que parece pertenecerle. Debido a ella, da la impresión de que el cuerpo se mueve, se abandona, pero se trata de una ilusión de una tristeza imborrable a la que, todavía hoy, no me he acostumbrado.
—Esto sí que es una sorpresa —oigo que dice Claudio.
Me acerco a la mesa anatómica y observo la laringe que tiene entre las manos. Incluso yo comprendo a qué se refiere. Alzo la mirada buscando confirmación en la suya.
—¿Choque anafiláctico?
—El edema de la glotis es relevante. La herida en la cabeza, sin embargo, carece de importancia: mira, es un simple surco en la piel, sin más. Más llamativo que esencial. Creo que se hirió al chocar contra el marco de la puerta cuando perdió el conocimiento. Los pulmones pueden darnos la respuesta. Negri, ponte los guantes y eviscera los pulmones. Enseguida.
Ambra obedece con celo, desempeña su tarea con sumo decoro.
—Edema pulmonar agudo —constata Claudio mirándolos atentamente—. ¿A qué se debe, Nardelli?
—A la emanación descontrolada de mediadores como la histamina, que conlleva un aumento de la permeabilidad capilar, vasodilatación con edema de las mucosas e hipotensión, broncoespasmo —se apresura a decir Lara.
—¿Y eso qué supone? —insiste Claudio seccionando él mismo los pulmones.
—Una combinación de shock y asfixia.
—Muy bien, Nardelli. Te mereces seccionar el corazón.
—¿Eso quiere decir que no la mataron? —pregunto.
—Un caso puede ser interesante sin necesidad de constituir un homicidio, Allevi —replica irónico en tanto que la Abeja Reina sonríe pérfidamente.
—Por supuesto, solo que el hecho de saber que nadie quiso hacerle daño me reconcilia con el mundo.
—En lo que a mí concierne, me irrita mucho más pensar que murió de una manera tan banal. A causa de una porquería que le estimuló el sistema inmunitario. Reflexiona, ¿no te parece mucho más insensato? —me pregunta Claudio.
—¿De verdad estás seguro de que no la mataron?
Claudio pone los ojos en blanco.
—Por el momento carezco de los elementos necesarios para pensar que haya sido así.
—¿Y las equimosis en los brazos? ¿Y el material epidérmico que tiene bajo las uñas?
—Bueno, Alice, las equimosis pueden haber sido causadas también por un golpe sin importancia contra un mueble…
—Pero ¿no te sugieren nada? Esto es, alguien podría haberle hecho esos cardenales. ¿Cuándo? ¿Quién?
—Lo señalaré, claro está. Cuándo es asunto mío. Durante la inspección ocular pensé que se habían producido ese mismo día, porque eran rosáceas. ¿Ahora pretendes que te diga también quién se las hizo?
—¿Qué le produjo el shock? —le pregunto cambiando de tema.
Claudio se encoge de hombros.
—¿Quién sabe? Intentaremos averiguarlo mediante la anamnesis y la investigación toxicológica.
—¿Y el contenido gástrico?
Ambra me mira impaciente. Él me escruta perplejo y casi ofendido, como si estuviese intentando enseñarle su oficio. Claudio es una buena persona, pero no tolera que nadie ponga objeciones a su trabajo, exceptuando el Supremo.
—Estaba vacío, Allevi.
—En ese caso no se trata de algo que ingirió; de ser así, habríamos encontrado algún rastro en el estómago.
—Exactamente, si bien no es evidente: depende de la sustancia en cuestión y de la rapidez del vaciamiento gástrico.
—¿Tal vez la picadura de un insecto?
—¿En casa? Además, ¿has visto alguna señal de picadura? ¿Urticaria?
—No —contesto desolada sacudiendo la cabeza—. ¿La ingestión de algún fármaco? —sugiero incansable.
—Alice, me estás repitiendo ciegamente todas las causas de la anafilaxis y no entiendo con qué objetivo.
—Pues para comprender lo que pudo ocurrir.
Claudio exhala un suspiro mientras se quita los guantes manchados de sangre.
—De acuerdo. Si fue un fármaco, lo sabremos gracias al análisis toxicológico.
Me acerco al cadáver para observarlo de nuevo con todo detalle. En apariencia no hay nada nuevo. Sin embargo, algo se ha escapado a la atención de Claudio. Y a la mía.
Examino el cuello blanco de Giulia, sus brazos claros y rígidos.
—¡Claudio!
Se vuelve de golpe. Estaba diciendo alguna porquería a la Abeja, que me mira iracunda por haberle roto el hechizo.
—¿Qué ocurre?
—¡Lo sabía! Mira esto.
Casi invisible, imperceptible. Minúsculo hasta el punto de parecer un pequeño lunar. No me sorprende que nadie se haya percatado antes.
—La marca de un pinchazo de aguja —afirma él después de haber estudiado atentamente con una lente de aumento el minúsculo agujero—. Aun así, me parece extraño. Abajo no hay equimosis. Coge un bisturí, Negri, tengo que cortar para ver si hay una infiltración hemorrágica. ¿Por qué debo hacerlo, Allevi?
—Para saber si se trata de una lesión que se produjo en vida o con posterioridad a la muerte —me apresuro a responder.
—Muy bien. —Ambra le tiende el bisturí y él, tras titubear unos instantes, me lo tiende—. Considéralo un premio a tu tenacidad, Allevi. Corta.
Ambra palidece disgustada. Por una vez le cedería la gloria de buena gana.
No quiero tocarla.
—Vamos, Alice, se está haciendo tarde —insiste Claudio tras echar una rápida ojeada al reloj. Al constatar mi indecisión, me presiona—: Corta, Alice. Ahora.
Me demoro con el bisturí en la mano. El cuerpo, martirizado por la autopsia, se encuentra delante de mí, a la espera, pero yo me he quedado paralizada.
—Entiendo. No quieres —dice al final con una punta de ternura en su tono severo—. No sirves para este trabajo, Allevi —concluye bruscamente, al tiempo que coge el bisturí de mis manos y efectúa una incisión en el brazo de Giulia, en la parte interior del codo—. Aquí está, el infiltrado hemorrágico.
—Se inyectó algo —murmura Ambra sumisa.
—O le inyectaron algo. No encontramos nada durante la inspección —observo.
—Puede que le sacaran sangre sin más —añade Ambra.
—De ser así, debemos verificar ese dato. En cualquier caso, el análisis toxicológico será conclusivo —asevera Claudio.
Lo único que puedo hacer por el momento es marcharme. Debo olvidar a Giulia, dejar de pensar en ella. Como si fuera tan fácil… Claudio me detiene.
—Allevi, lleva a los familiares de Valenti los efectos personales que le quitamos. Seguramente estarán fuera. Hay una pulsera que debe de valer por lo menos cinco mil euros y no quiero tener problemas. Acuérdate de que firmen el formulario de entrega.
Claudio me da la bolsa de plástico que contiene las pulseras de Giulia y los pendientes que llevaba puestos ese día. Es un procedimiento rutinario, nada excepcional, pero su encargo me irrita porque siempre es desagradable tratar con los parientes de los difuntos. El impacto con el dolor no me va y esta es, precisamente, una de las razones por las que elegí la medicina forense. Cuando el cadáver yace sobre la mesa anatómica, el dolor ya ha pasado.
Meto la bolsa en el bolsillo de la bata y me encamino hacia la sala de espera, que se encuentra fuera del depósito. Allí hay una joven sentada en un banco, sola. Su pelo es de un indefinible color castaño con reflejos rojizos, y lo lleva recogido en una coleta. Lleva un traje de chaqueta marrón oscuro de tweed, y unos pendientes de perlas en los lóbulos. Hay algo en ella que me recuerda a los cuadros prerrafaelistas. Ondea el tronco como suelen hacer los distónicos.
—Todo va bien. Todo va bien. No ha ocurrido nada. Todo va bien. Todo va bien.
Habla sola con la mirada perdida en el vacío.
—¿Oiga? —la llamo acercándome a ella con cautela—. ¿Necesita ayuda?
—Giulia. Giulia. Pobre Giulia.
La joven sacude la cabeza como si fuese incapaz de tranquilizarse. Tiene las manos entrelazadas sobre las rodillas. Al observarla me doy cuenta de que tiene un cardenal en una mano.
La joven se percata de que la estoy observando con curiosidad e, instintivamente, retira la mano. Me mira con aire aterrorizado.
—¡Doriana! —grita una voz imponente y, a todas luces, crispada.
La joven se vuelve de golpe. A pesar de que la llamada no tiene nada que ver conmigo, me siento más pequeña.
Alrededor de nosotras hay tres personas. Sus caras me resultan familiares y de inmediato caigo en la cuenta de que las he visto en las fotografías que están colgadas en las paredes de la habitación de Giulia.
La primera es una señora de cierta edad con el pelo color ratón recogido en un moño, el aire irreprensible de una aristócrata apergaminada, y los dedos cubiertos de anillos y deformados por la artritis.
El segundo es un joven de expresión intransigente. Resulta bastante atractivo, pese a que cierta aspereza en los rasgos le resta encanto. Luce una trenca azul oscuro de estilo puramente británico.
La tercera es una joven que se parece mucho a Giulia, a todas luces mayor que ella y menos guapa, pero con una mirada que definiría como magnética sin caer en la exageración.
—¿Qué haces, Doriana? —pregunta la señora artrítica.
Doriana ni siquiera logra hablar como es debido:
—Na-da.
—¿Quién es esta señora? —pregunta después la mujer dirigiéndose a mí.
—Soy la doctora Alice Allevi, una de las residentes del Instituto de Medicina Legal —contesto con desenvoltura—. Me he acercado a ella porque…, bueno, da la impresión de que ha sufrido un shock —le explico como si tuviese el deber de hacerlo a la vez que miro a Doriana.
—Muchas gracias —responde cordialmente, aunque con firmeza, el hombre, que debe de tener unos treinta años.
Me sonríe levemente, si bien de manera seductora. Tiene unas ojeras muy marcadas que ensombrecen su mirada, de por sí glacial.
—Levántate, Doriana —dice, por fin, rozando el hombro de la joven con una mezcla de prontitud e irritación—. Ponte los guantes —le ordena como si fuese algo evidente.
Doriana se pone en pie. Camina con la mirada clavada en el suelo, evita la mía.
—Lo siento, me refiero a Giulia —digo. Acto seguido, asombrándome incluso a mí misma, añado—: La conocía.
La chica que se parece de manera increíble a Giulia alza los ojos, están empañados.
—¿De verdad? —pregunta con voz trémula.
Asiento con la cabeza sintiendo que ocho ojos me escrutan.
—No muy bien, a decir verdad. En realidad de forma muy superficial y casual.
—Bueno, Giulia no era una persona fácil de olvidar —añade ella con tono quejumbroso. Tiene una voz baja, de contralto, muy sensual.
—Es cierto —asiento.
Es todo tan doloroso…
Será porque los ojos de la anciana están próximos al llanto. O porque ese hombre, en apariencia gélido, tiene pintado en el rostro un sufrimiento tácito y extremo que domina con un admirable autocontrol. O, sencillamente, porque Giulia, tan joven, tan hermosa todavía, no tardará en verse resquebrajada por el horror que consume a todos los cadáveres sin que nadie pueda remediarlo. Tarde o temprano, de ella solo quedarán los huesos; tarde o temprano caerá en el olvido.
Un silencio cargado de exasperación llena la sala. Me siento incómoda y comprendo que ha llegado el momento de marcharme.
Poco antes de dejarlos de nuevo solos me percato de que Doriana se masajea la mano y mira al hombre buscando un consuelo en sus ojos que, sin embargo, no llega.
Me despido, pero ellos casi no se dan cuenta.
Cuando llego al depósito recuerdo el encargo de Claudio: las joyas de Giulia siguen en mi bolsillo. ¡Mierda! ¿Cómo he podido olvidarme?
Regreso a toda prisa a la sala con la esperanza de encontrarlos todavía allí.
Como no podía ser menos, y en línea con la mala suerte que se ceba sobre mí a todas horas, se han marchado ya.
—¿Has hecho lo que te dije? —pregunta Claudio alzando los ojos del formulario de denuncia de las causas de la muerte que está cumplimentando con su nítida caligrafía.
Oh, no. Y ahora ¿qué hago?
—Claudio, yo… fui a verlos con la intención de entregarles la bolsita, pero luego, no sé cómo, nos pusimos a hablar y charlé por los codos con ellos, de manera que, al final, me olvidé de dársela.
Claudio da una palmada en la mesa.
—Coño, Allevi, no puedes ser tan distraída.
—Lo siento, Claudio, de verdad.
—Luego me explicarás qué puedo hacer con tus disculpas, que, francamente, no sirven para nada. Te agradecería que, en lugar de eso, buscaras una solución.
—¿Cómo?
—Encuentra un número de teléfono, lo que sea. Ocúpate tú y no me hagas perder tiempo. La responsabilidad es tuya.
Sentada en el silloncito de la secretaría, con el estrépito de la lluvia como ruido de fondo, deslizo el dedo por el listín telefónico buscando el apellido Valenti sin saber muy bien el fin que persigo con ello. Hay un montón y cada uno de ellos podría ser pariente de Giulia.
Creo que hoy no lograré nada. Ya pensaré mañana en ello.
Algo más tarde me hundo en el sofá de mi casa con el mando del televisor en una mano y un paquete de Oreo en la otra.
Escucho la televisión con vago interés.
«Prosigue la investigación sobre la muerte de la estudiante Giulia Valenti. Todavía se desconocen las causas de su fallecimiento; por el momento parece imposible excluir que se tratase de un homicidio, si bien parece probable la hipótesis de un accidente. Se esperan los resultados de la autopsia. Esta mañana los encargados de la investigación han interrogado a los familiares y a algunos amigos. Tras quedarse huérfanas a temprana edad, las hermanas Giulia, de veintitrés años, y Bianca Valenti, de veintiocho, se criaron con sus tíos maternos. Corrado de Andreis, tío de la víctima, era un famoso miembro de Democracia Cristiana que fue elegido en varias ocasiones diputado en los años setenta. Fallecido en 2001, sus ambiciones políticas reviven ahora en su hijo Jacopo, un joven y prometedor abogado especialista en Derecho Penal. Jacopo de Andreis, portavoz de la familia, se ha negado a hacer declaraciones».
Perfecto, ya sé a quién debo buscar.