Si la vida es un campo de golf, los lunes son los agujeros en la arena

DESPUÉS de un fin de semana de absoluto relax, volver al trabajo el lunes me produce un efecto que definiría como devastador.

—Reunión plenaria en el despacho del director. Hay que avisar a los demás —me anuncia la Abeja Reina, que hoy parece Amanda Lear vestida de fulana.

—Pero ¿no teníamos que hacer la autopsia de Giulia? —le pregunto.

La verdad es que me he pasado el fin de semana pensando en ella, me he tragado todos los programas que hablaban del caso, e incluso lo he comentado con mis padres.

—Claudio no tiene tiempo, la ha pospuesto para mañana. Me acaba de llamar para decírmelo —me explica con un tono que pretende ser amable, pero que, en realidad, es de revancha, como si se sintiese compitiendo conmigo por el corazón de Claudio.

Probablemente ignora que no se puede competir por algo que no existe; se dice que la última que intentó llegar a algo serio con él todavía sigue tomando paroxetina para superar la depresión.

Poco después nos encontramos todos en el despacho de la encarnación del poder: el Jefe.

Se trata de un profesional famoso y aclamado en todo el país que, si bien ha superado el umbral de los sesenta, no por ello ha perdido sus recursos; en cualquier caso, los que obtiene de su increíble condición de cabrón son inagotables. Es inglés, no recuerdo si de Londres o de Birmingham, o tal vez de Brighton, aunque en el fondo da igual, y no sé bien con qué tipo de intrigas profesionales logró llegar hasta aquí con el objetivo de maltratarnos. Al igual que muchos de los que se encuentran en la cima de un sector —especie de rango social y académico muy elevado—, es un reputado infame, circunstancia que no le impide ser un auténtico genio de la medicina forense. Como no podía ser menos, se ha divorciado en varias ocasiones y se dice que tiene un número indeterminado de hijos esparcidos por todo el globo terráqueo. No sé dónde ha encontrado el tiempo de concebirlos y criarlos, ya que, para haber llegado a esa posición, debe de haber trabajado siempre de manera inhumana.

El Jefe está de espaldas, detrás del escritorio. Unas nubes del humo de un puro se elevan siniestramente de su persona; a pesar de que está prohibido fumar, nadie se atreve a recordárselo. Wally, apelativo cariñoso de la profesora Valeria Boschi, que es su ayudante y una emanación directa de su genio, ha ocupado ya su puesto en la pole position, con un bolígrafo y unos folios en la mano, unas gafas de hipermétrope que agrandan desmesuradamente sus ojos y confieren a su mirada un aire endemoniado, un dedo de raya gris en el pelo y un vestidito de muselina tirando a verde de esos que estaban de moda cuando mi madre era joven.

El Jefe empieza a hablarnos de un caso aparentemente muy serio; se trata de la atribución de responsabilidades en un accidente de carretera mortal. Nos da a cada uno una tarea específica que desempeñar. Ambra se hace notar con unas observaciones muy oportunas; siempre se comporta así, a pesar de que no es, desde luego, un lince, sería capaz de vender hielo a los esquimales. Capto parte de lo que dice, porque mi mente vaga por otros derroteros: estoy pensando en la llamada que Giulia recibió aquel día, la que pude presenciar, y la exasperación que se percibía en su voz me inquieta. Me pregunto si no debería habérselo comentado a alguien, quizá sea un detalle relevante.

—¿Usted qué opina, doctora Allevi? —me pregunta de repente el Supremo. Maldita sea, lo ha hecho a traición. La verdad es que no sé a ciencia cierta lo que pienso, además ¿sobre qué? Estaba distraída.

—Tal vez habría que recoger las células epiteliales del airbag —sugiero cohibida.

—Exacto, aunque no me parece una idea muy original. Lo acaba de decir su colega. ¿Está aquí de verdad o solo en apariencia? —dice con tono severo; en la cara de Ambra, digna de una estrella del porno, se dibuja una sonrisita maligna.

Estoy harta de hacer el ridículo todos los días, si bien es cierto que no le pongo remedio.

Al final de la reunión, la pérfida de Wally me indica con un ademán que me acerque.

—La espero en mi despacho —dice recalcando las sílabas, aunque sin elevar demasiado la voz.

No sé por qué, pero cada vez que alguien me dice «tengo que hablar contigo» siento palpitaciones.

Estoy tan absorta en mis pensamientos intentando imaginar el motivo por el que el Gran Sapo me ha convocado —circunstancia nada habitual, dado que, normalmente, se comporta como si yo no existiese— que al final me quedo sola en la sala; todos han salido ya y no tengo la menor idea del tiempo que ha pasado desde entonces.

Corre, Alice.

Me dirijo apresuradamente al despacho de Wally.

Llamo a su puerta. La encuentro sentada al escritorio con los brazos cruzados y el rostro inusualmente liberado de las gafas.

—Siéntese, doctora Allevi.

—He venido lo antes posible —digo para defenderme.

—Siéntese.

En el aire flota olor a tragedia.

—¿Hay algún problema? —pregunto, resignada y lista ya para una de sus chácharas.

—Doctora Allevi, antes que nada quiero que sepa que hablo en nombre de todos sus profesores. No estamos satisfechos con su trabajo.

El inicio altera ya mi sistema nervioso hasta el punto de que mis ojos empiezan a brillar descontroladamente.

—Hemos puesto en marcha varias unidades de investigación, pero usted no ha logrado integrarse en ninguna de ellas ni ha producido ningún resultado útil. —Agacho la cabeza sin saber qué decir—. En lo que concierne a la técnica autóptica, he constatado que sigue estando muy retrasada. La semana pasada estuvo a punto de cortarse un dedo y de aplastar un encéfalo. Las dos cosas a la vez. Esperamos mucho más de una residente del segundo curso.

Mi orgullo, moribundo, encuentra, sin embargo, la fuerza suficiente para reaccionar:

—Con toda probabilidad, mejor dicho, sin lugar a dudas, puedo mejorar en mi trabajo. Ahora bien, lo que me resulta imposible es cargar con más cosas. Es evidente que tengo unos límites insuperables. No obstante, seguiré su consejo.

Wally pone una expresión atroz.

—No necesito mentiras obsequiosas. Si no está de acuerdo es porque no posee una sola pizca de humildad y de sentido de autocrítica.

Pero ¡si soy la primera a la que tortura mi mediocridad! Puede que tenga razón, quizá no hago lo que debería para superarme. Solo que hay maneras y maneras de decir las cosas. Se puede usar un tono firme sin olvidar por ello la comprensión humana. O se puede ser demoledor y sádico. Como ella.

—Cuando hay que remangarse, no me echo atrás.

—Le pondré un ejemplo: el trabajo sobre la virtopsia. Es la única de sus colegas que no participa en el proyecto.

La virtopsia es una autopsia virtual que se realiza a través de unos exámenes instrumentales radiodiagnósticos. Una chulada, en opinión de muchos. El problema no es que no me guste, sino que me asusta, igual que cualquier otra novedad.

—La verdad es que no me interesa mucho el tema —suelto sin querer. Mis palabras la desbaratan.

—No solo es ignorante, además es presuntuosa. —Dicho esto, me mira de manera crítica y severa—. Doctora Allevi, yo…, mejor dicho, hablo en nombre de todos…, queremos advertírselo: si continúa así, no le quedará más remedio que repetir el curso. Tenemos ciertas responsabilidades en lo que a usted concierne y no podemos permitir que las cosas sigan de esta manera.

Siento caer sobre mí una cascada de agua gélida. ¿Repetir el curso?

No hay nada más temible y trágico para un residente.

No llores. Te lo ruego, no llores. Levántate.

—¡No estará hablando en serio! —le espeto, a todas luces fuera de control.

—¡Por supuesto que sí! —replica ella con una sonrisa desafiante—. Le pondré un plazo: si antes del próximo trimestre no notamos alguna mejora, sustanciosa, se lo advierto, perderá el curso. Quiero que al final de cada semana deje aquí, en mi escritorio, un informe del trabajo que ha realizado. En la próxima autopsia le meteré presión: al mínimo error seré implacable. ¿Queda claro?

Como el agua.

—Todo esto me parece… excesivo —digo haciendo acopio de todas mis fuerzas.

—Estas son las reglas. Su futuro está en sus manos, no en las mías. Puede marcharse.

Me siento como si me encontrara fuera de mi cuerpo. Tengo la impresión de haber asistido a una masacre y de no haber movido ni un dedo para impedirla. Regreso tambaleándome a mi despacho, resuelta a ocultar todo a mis colegas, sobre todo a Ambra.

—¿Qué quería Wally? —me pregunta, chismosa como una portera.

—Nada de particular. Comentar un trabajo que le presenté.

Ambra arquea disimuladamente las cejas con expresión de incredulidad. Acto seguido se pone a trabajar de nuevo en el ordenador sin añadir palabra. Me siento en mi sitio aturdida y confusa.

Por Dios y todos los santos. Cáspita. ¡Coñooooooooo!

La situación es, y me quedo corta, dramática. Siempre he sabido que en este Instituto, en este palacio de la tortura en el que para sufrir todo tipo de abusos no solo hay que aprobar un concurso, sino que además hay que pagar las tasas anuales de matrícula, me consideran una suerte de objeto ornamental. Siempre he sospechado que nadie sentía una particular consideración por mí, pero jamás, subrayo, jamás habría imaginado que mi final estaba tan próximo.

Que a uno lo suspendan en el examen para pasar de un año a otro es algo inusual y, precisamente por ello, también espantosamente grave. No recuerdo a nadie que haya sufrido una suerte similar, y la idea de que me pueda ocurrir a mí me deja sin aliento. Me va a dar un infarto. Me siento como el hombrecito del Grito de Munch, solo que, entre estas cuatro paredes, ni siquiera puedo dar un alarido.

Cuando uno está metido en la mierda hasta las orejas, debe tener la inteligencia suficiente para salir de ella.

Usa la cabeza. Tienes tres meses para remediar la situación. Ya verás como no es tan difícil.