Poco importa si eres un león o una gacela: ¡echa a correr todas las mañanas!

AL día siguiente, después de una jornada de ordinaria sordidez transcurrida por completo en el depósito de cadáveres, como guinda me veo obligada a coger el tren interregional para volver a casa de mis padres, algo que no he hecho en dos meses. Y no porque no quiera o porque no los eche de menos, como a menudo me reprochan. Es por simple y deplorable pereza.

Al otro lado de la ventanilla, el insólito paisaje de estos días mueve a la nostalgia. Hacía no sé cuántos años que no nevaba en Roma y la nevisca ha blanqueado el terreno por doquier; un escenario que recuerda la ternura de la Navidad, y no un día cualquiera de mediados de febrero en que me siento devorada por el aburrimiento y la tristeza. Por si fuera poco, el tren atraviesa la periferia, que, con el abandono que la caracteriza, me transmite la sordidez a la que puede llegar el ser humano.

He olvidado las llaves, así que toco el timbre y me abre mi hermano, Marco. Hace un mes, Marco volvió al redil porque tuvo que dejar el piso en que vivía a su legítimo propietario, que pretendía instalarse en él, y todavía no ha encontrado nada mejor.

Marco podría ser homosexual —circunstancia que considero probable y fundada—, aunque también podría ser el jefe de Al Qaeda, dado que nada se sabe sobre su vida privada.

¿Quién es realmente mi hermano?

Ni idea, solo puedo hablar de él en pasado. Hasta los diecisiete, dieciocho años mi hermano era un tipo corriente y moliente. Quizá un poco solitario e introvertido, muy metido en el mundo de las artes visuales y figurativas, y completamente ajeno a la realidad. En eso nos parecemos bastante, porque, a mi manera, yo también me siento un poco al margen de ella o, al menos, eso es lo que me reprochan con frecuencia en el Instituto. Cuando acabó el bachillerato, y debido al devastador periodo de poco menos de seis meses que transcurrió en Londres y del que regresó con un aire muy parecido al de Freddie Mercury en sus primeros tiempos (melena incluida), mi hermano se convirtió en una suerte de elfo gótico. A partir de ese momento su vida quedó envuelta en el más absoluto misterio.

Este hecho no parece preocupar lo más mínimo a mis padres, quienes viven la diferencia de mi hermano como un valor añadido. Los dos consideran a Marco un alma elevada y se sienten muy orgullosos de él.

Pues bien, el alma elevada me recibe a las ocho menos cuarto de la noche de un sábado de febrero con su hermosa y perfecta sonrisa —jamás he visto unos dientes más bonitos—, una crema vigorizante de pepino en la cara, una camisa ajustada negra (hace ya varios años que se viste de negro de pies a cabeza) y sujetando un cigarrillo entre sus dedos ahusados —siempre ha tenido unas manos preciosas, de pianista—, cuyas uñas lleva meticulosamente pintadas, también de negro, aunque podría ser un tono ciruela oscuro.

—Hola, Marco —gruño—. He olvidado las llaves.

—Hola, Piojo —contesta él.

Me llama Piojo desde que éramos niños y me llevaba todo el día pegada a él, de forma que ni siquiera podía ir solo al cuarto de baño. Por aquel entonces lo adoraba y deseaba intensamente su compañía; con nadie me divertía tanto jugando como con él.

Es un fotógrafo conceptual —jamás he comprendido lo que significa—, pero hace de todo para poder trabajar y ser autónomo. Incluso reportajes de bodas.

—Enjuágate bien la cara, tienes toda la crema incrustada —le digo con un tono más ácido del que, en realidad, desearía.

Él apoya instintivamente las yemas de los dedos en la mascarilla.

—Será mejor que vaya a lavarme —dice un tanto perplejo a la vez que cede el paso a mi madre, que me sale al encuentro con un cuenco en las manos en el que está mezclando una extraña salsa.

—Bienvenida, pequeñaja. Te esperábamos mañana. —Me recibe con un beso en la mejilla. Es cierto, pero he preferido viajar hoy para relajarme del todo, lejos del bullicio de la ciudad, en la glamurosa Sacrofano—. Marco, espera. Coge la bolsa de tu hermana y llévala a su dormitorio.

Resignado, mi hermano coge mi equipaje valiéndose de sus brazos de elfo y se dirige al piso de arriba.

—¿Te parece normal que Marco use cremas de pepino, mamá?

—¿Qué quieres decir, cariño? —responde ingenuamente ella.

—Olvídalo. Nada.

—Alice, te lo ruego, intenta no fumar en tu habitación. Cada vez que vienes, después tengo que abrir la ventana un día entero para airearla.

—Te lo prometo —digo haciendo el gesto de los boy scouts, a pesar de que luego apenas resisto diez minutos antes de encenderme un Merit.

Marco se asoma a mi cuarto para avisarme de que la cena está lista.

Apago el cigarrillo, que está a medias.

—Tranquila, no te delataré —me dice con una sonrisa.

—Es una injusticia. Tú puedes y yo no. Es anticonstitucional.

—Conmigo han tirado la toalla.

—¿Por qué sigues aquí? ¿No te deprime Sacrofano?

Marco se para a pensar unos segundos con la mano apoyada en la puerta entornada.

—En un primer momento, cuando tuve que dejar mi piso, me sentí perdido, sí. No obstante, he comprendido que no hay mal que por bien no venga. Si he de ser franco, me gusta la pureza que emana de este pueblo. La familiaridad que respiro, el hecho de no sentirme siempre de cara a la galería. No añoro el caos de la ciudad. En este momento de mi vida, al menos, no. Si necesito algo, cojo el coche y en un abrir y cerrar de ojos estoy en Roma, pero después puedo volver aquí a depurarme. Es estupendo —concluye con sencillez, aunque con la vaguedad que siempre lo ha caracterizado—. Vamos, no tardes. Te espero abajo.

Abro la ventana para airear el cuarto. El cielo está tan oscuro y cubierto de nubes que no logro divisar la luna.

Es sábado por la noche. Qué tristeza.