Casualidad y causalidad

EL edificio al que llegamos es un ejemplo de la clásica arquitectura romana de finales del siglo XVIII a la que las calles de esta ciudad deben su encanto. Alto, cargado de historia y con las paredes rosadas, está habitado, como no podía ser menos, por miembros de la clase alta. La entrada conduce a un patio que en estos momentos es un hervidero de periodistas, cámaras y policías; ese tipo de agitación febril que, por la noche, me transmite una sensación de inquietante desorden. Ambra se arrebuja, aterida, en su abrigo rojo y por un instante tengo la impresión de que ella también se siente fuera de lugar.

El que, desde luego, no está en absoluto cohibido es Claudio, que tiene la capacidad de hacer sus apariciones como si fuese el artista invitado. La suya es una seguridad natural que le resulta útil en cualquier circunstancia, y en particular ahora, mientras sube la escalera indiferente a las miradas de los habitantes del edificio que se agrupan en los rellanos con las orejas tiesas como antenas para intentar comprender lo que ha ocurrido. Ambra y yo lo seguimos como dos caniches sujetos por una correa y, en la medida de lo posible, intentamos pasar desapercibidas, lo cual no resulta nada fácil cuando llevas tacones de diez centímetros. Puede que los de Ambra lleguen incluso a doce.

—¿Se ha traído a las bailarinas, dottò? —bromea en voz baja el teniente Visone, convencido de que Claudio es el único que le puede oír.

El teniente, un taimado indomable que forma parte del escenario habitual de cualquier escena del crimen, ronda los cincuenta y es originario de Salerno. En el fondo es simpático, si bien tengo la vaga impresión de que es también un tanto sexista.

«Dottò, pero ¿estas tías buenas son forenses? ¡Eso solo ocurre en la televisión!», le dijo en una ocasión a Claudio, quien después lo contó en el Instituto, imitándolo perfectamente.

—Buenas noches, teniente —lo saludo con una sonrisa.

—Buenas noches, doctora —responde con fingida circunspección.

—¿De qué se trata? —le pregunto en voz baja.

—Una cría, doctora. ¡Qué triste!

Claudio me indica con un ademán que me calle y Ambra me escruta indignada.

Me callo y me pego a Claudio, que empieza a fotografiar mecánicamente todas las habitaciones de la casa. Se trata de un apartamento de diseño minimalista y de gusto muy refinado. La cocina es de roble de color moca, las paredes están tapizadas con fotografías de autor en blanco y negro y, al lado de un sofá de piel negra, hay un bonsái moribundo. Parece un piso de Manhattan, de esos que se ven en las películas; sin embargo, descubro maravillada que en él viven dos universitarias. Las inquilinas son Giulia Valenti y Sofia Morandini de Clés, unas estudiantes de Derecho de familias muy acomodadas. La víctima es Giulia y la autora del crimen es Sofia, a quien solo he entrevisto en medio del marasmo general, una chica refinada de pelo rubio y rizado.

Al llegar a la habitación de Giulia Valenti, siento una punzada en el corazón.

La reconozco de inmediato.

Dado que tenía que acudir a la Terrible Fiesta, había decidido dar un sentido a la velada y aprovechar la ocasión para adquirir un bonito vestido en una nueva tienda superchic de la calle del Corso. Dudaba entre un vestido de seda rojo, cuyo precio estaba muy por encima de mis posibilidades, un vestido de color violeta, quizá poco apropiado para la temporada, y uno negro con un escote estilo imperio y unos encajes deliciosos muy frou frou. Me los probé uno detrás de otro sin acabar de decidirme. Cuando, por fin, descarté el negro, una voz débil, pero melodiosa, me distrajo.

—¿Quieres un consejo?

Me volví y vi a una chica extraordinariamente guapa. Si bien he de reconocer que lo que me impresionó no fue solo su belleza, sino algo que, de alguna forma, la superaba. Parecía una criatura procedente de otro planeta, con una piel más perfecta que la de las modelos que aparecían en los anuncios de Topexan: tenía el pelo voluminoso, liso y negro, largo hasta rozar la cintura, y una gestualidad armoniosa que me llamó de inmediato la atención. Delgada, rayando en la desnutrición, llevaba las uñas pintadas de rojo, en contraste con su evidente juventud. Pero, exceptuando el llamativo esmalte, daba la impresión de no haberse puesto una sola gota de maquillaje, pese a lo cual su rostro perfecto, casi irreal, resplandecía. No era una dependienta, porque no iba uniformada. Al contrario, se estaba probando a la vez que yo un sinfín de vestidos, que yacían amontonados en los taburetes de su probador.

—Por favor —le respondí con inmediata simpatía.

—Debes comprarte el vestido negro. Es tremendamente chic y te sienta de maravilla; de verdad. Con un simple collar de perlas estarás perfecta. Créeme.

Me volví a mirar al espejo como si no me hubiese visto antes.

—¿Lo dices en serio?

—Fíate de mí, tengo cierto talento para elegir los vestidos. Para los demás, por lo menos —respondió con una sonrisa encantadora—. Te sienta como un guante.

La idea de gustarle fue la que me acabó de convencer. Verme a través de sus ojos logró que me sintiese perfecta.

Mientras me ponía de nuevo mi ropa en el vestidor, oí que discutía animadamente con alguien.

—No sé de qué estás hablando. ¿Estás loca? ¿No? Bueno, en ese caso creo que se te va un poco la mano con la fantasía. Me niego a seguir hablando de eso y, si lo que quieres es que te conteste, no estoy muy segura de poder hacerlo.

Salimos casi al mismo tiempo, de hecho estuvimos en un tris de chocarnos. Nos sonreímos, aunque me pareció que su semblante se había ensombrecido.

—Espero que el vestido te traiga suerte —me dijo. La viveza de la que había hecho gala hacía tan solo unos momentos se había evaporado por completo.

Esta noche llevo puesto el vestido que esa chica, Giulia Valenti, eligió para mí.

Luciendo la prenda que, en teoría, debía haberme traído suerte, observo su cadáver, paralizada por el horror.

Giulia yace descompuesta en el suelo, entre su habitación y el pasillo, con los ojos cerrados.

Parece una hoja otoñal, apagada y seca.

Bajo su cuerpo, el suelo está manchado de sangre, intensa y abundante. Las uñas largas y cuidadas siguen siendo perfectas, pintadas de rojo. Claudio se agacha junto a ella, le abre los ojos y la toca para comprobar la temperatura.

—Aún está caliente; examina el livor mortis.

Pateando de manera un tanto ridícula, Ambra se apresura a obedecer sin que se lo repitan dos veces. Es así, le hace falta bien poco para exaltarse, porque buscar las manchas de sangre que se forman en ciertas partes del cuerpo y que son señales irrefutables de la muerte no es una tarea que requiera una especial capacitación. Sin ponerse los guantes —vieja enseñanza del Jefe, que es un forense a la antigua: «Por mucho asco que os dé, hay que tocar al cadáver con las manos, porque no hay nada comparable al tacto de la piel—, Ambra roza el cuello de Giulia moviendo apenas la cabeza; además, para alardear de que sabe hacerlo, le pellizca la barbilla para verificar la rigidez de la mandíbula, otra señal inequívoca de la muerte.

—Poquísimo livor mortis. Una leve sombra violácea, eso es todo. Todavía no hay rigidez.

Son señales de una muerte más bien reciente.

—Te adelantas siempre, Mirti, y eso es un don magnífico. Allevi, tú, que, en cambio, te distingues por ir siempre retrasada, deberías tomar ejemplo de tu colega.

—Por un pelo —murmuro sin contrariarme realmente, resignada más bien, por la evidencia de que la calidad y el éxito raramente van juntos.

Para evitar que esos dos esclavistas, que tienen el valor de lanzar miradas lascivas incluso durante una inspección ocular, me torturen, me concentro en los detalles de la habitación.

Las paredes son de un tono lavanda un poco apagado y frío; la cama está hecha con descuido, un suéter negro que, a todas luces, Giulia llevaba encima de la camisa blanca cuelga del borde y da la impresión de que puede caerse de un momento a otro. En el tocador un neceser lleno de productos de maquillaje de Chanel; un par de sofisticados guantes de piel de color ébano abandonados con elegante desorden; una cartera gris Gucci GG Plus abierta y rebosante de tarjetas de crédito; un antiguo cepillo de plata con las iniciales «GV» grabadas en el dorso; horquillas y pesadores negros para el pelo; polvos compactos; y una caja de anticonceptivos. Colgadas de la pared, varias fotografías: algunas sacadas en la playa, otras en localidades exóticas que no reconozco, unas cuantas que parecen robadas a las horas de aburrimiento durante las clases universitarias. Las observo con curiosidad: en varias de ellas aparece Giulia con una chica que se parece mucho a ella. En otras está con un chico que calza a menudo mocasines. Algunas son de distintos grupos de amigos, en todas ellas Giulia tiene una expresión entusiasta.

Me siento profundamente angustiada. No obstante, vuelvo a mirar el cadáver.

Si no fuese por la sangre, parecería que Giulia duerme; los ojos orientales, las pestañas oscuras y pobladas, y el cutis de color marfil. Recuerda a Blancanieves.

Por desgracia, normalmente lo que más me impresiona y me conmueve son los detalles. En el caso de Giulia, sus pequeños pies descalzos, un poco planos y desproporcionados respecto a su estatura, que es notable, me enternecen hasta el punto de que se me saltan las lágrimas. La pulsera fina, de colores y desgastada, que debió de comprar en algún puesto ambulante, y que contrasta con la otra, de brillantes, me recuerda que ese cadáver contenía una vida en plenitud, y que los momentos de despreocupación, como en el que, con toda probabilidad, eligió la pulsera más sencilla, han tocado a su fin.

Ese tipo de pensamientos son los que mueven a Claudio a decir que no estoy hecha para este trabajo.

Me acerco a mi mentor, que está tomando notas.

—¿Qué piensas que ha ocurrido?

—Tiene una herida lacero-contusa en la nuca, pero hay que estudiarla mejor, con una iluminación adecuada. Mira el marco de la puerta: está manchado de sangre. Tiene también varios cardenales en los brazos; recientes.

—¿Crees que la mataron?

Claudio frunce el ceño en tanto que regula el programa manual de la réflex con la que está sacando fotografías a toda velocidad.

—De momento es difícil asegurarlo. Puede. Aunque la herida podría haberla provocado una caída, por ejemplo.

—De acuerdo, pero ¿qué te parece lo más probable? —insisto.

—¿Crees, de verdad, que puedo saberlo ya? Lo único que puedo asegurar antes de la autopsia es que está muerta —responde bruscamente sacudiendo la cabeza con arrogancia—. No obstante, no hay heridas superficiales de defensa, y eso podría hacer pensar en un hecho accidental —añade. Luego, como si mis preguntas le hubiesen dado la idea, con el aire altivo que adopta cuando se encuentra en un contexto en el que debe afirmar su neta supremacía profesional, y con tono firme para que Ambra y el teniente Visone lo oigan, el Gran Didacta concluye—: Veamos, Allevi, el momento no puede ser más adecuado para hacer un rápido repaso de la metodología de cualquier reconocimiento.

Dios mío, cuánto lo odio cuando se comporta así. Por desgracia, sucede muy a menudo, porque desde que dio el salto cualitativo y ascendió a la categoría de portadores de la bolsa del Jefe, está convencido de que debe adornar sus representaciones médico-forenses comportándose como un maestro y un dispensador de sabiduría. Lástima, sin embargo, que se guarde muy mucho de compartir su saber cuando está solo con los residentes.

Por muy extraño que le pueda parecer, soy yo la que, sin embargo, puede responder. Porque, pese a las apariencias que me condenan a parecer distraída y casi sin interés por mi profesión, yo adoro la medicina forense.

—¿Reglas fundamentales? En pocas palabras, por favor —puntualiza sin prestar demasiada atención mientras sigue sacando fotografías.

Cuando hablo en público, tiendo a tartamudear. Por eso da la impresión de que me cuesta ofrecerle lo que me pide. Hecho que, claro está, no contribuye a dar una imagen brillante de mí misma. Con los brazos cruzados, Ambra espera a que patine en cualquier momento.

—Examinar el ambiente analizando con el mayor escrúpulo todos los detalles; describir todo, incluso los pormenores que puedan parecer superfluos. No olvidar la postura del cadáver, la ropa y las eventuales lesiones, además de los posibles indicios con significado criminológico.

—¿De qué tipo?

—Señales de lucha.

—¿Qué más?

—Evaluar el posible momento de la muerte en función de las condiciones ambientales.

—Perfecto. ¿Eso es todo?

—No alterar la escena del crimen antes de haber sacado las correspondientes fotografías o de haber tomado notas.

—Con eso basta. Anota algo sobre los fenómenos cadavéricos, Ambra. Y tú, Alice, puedes ir al servicio en caso de que te lo estés haciendo encima.

Ambra se tapa con una mano sus labios carnosos, como si pretendiese ocultar la risa, a la vez que Claudio me guiña un ojo con la simpatía que lo caracteriza, gracias a la cual se le puede perdonar hasta la más pérfida de sus exhibiciones.

Por último sale de la habitación para inspeccionar el resto de la casa mientras se pone los guantes que ha sacado de la bolsa. Me acerco a Giulia y la observo. Las córneas todavía no están opacas y aún se puede distinguir su cálido color avellana. Tiene unas pestañas larguísimas. Miro alrededor circunspecta.

Si Claudio me pillara manos a la obra, me las cortaría.

Las condiciones son claras: te llevaré conmigo a todas partes, pero tú debes eclipsarte.

—Doctora Allevi… —oigo que me llaman al cabo de un rato.

Me vuelvo de golpe. Es Ambra, que, en presencia de desconocidos, finge ser una famosa profesional y no una simple residente ambiciosa y aduladora.

—Dime, Ambra.

—Nosotros casi hemos acabado.

Me produce risa el «nosotros», porque Claudio es una vedette sin la menor intención de compartir los honores que le corresponden, y no digamos con dos amebas como nosotras. No obstante, Ambra tiene, cuando menos, una certeza: se considera el eje de rotación de la Tierra. Mira el reloj, me observa impaciente y a continuación sigue a Claudio, que en ese momento sale por la puerta de la casa sin preocuparse lo más mínimo de sus dos caniches.

Una vez en el coche, Claudio me observa por el espejo retrovisor. Exhausta, me he tumbado en el asiento trasero. Ambra, en cambio, charla por los codos.

—¿Qué te pasa? —me pregunta Claudio interrumpiéndola.

—Nada.

—Pareces destrozada. No sé cuántas veces he dicho que no estás hecha para este oficio.

Irritada, me llevo las manos a la frente. Son casi las dos de la madrugada y me muero de cansancio.

—No es cierto, y lo sabes. Estos años he visto de todo, y he soportado cualquier imagen u olor.

—Si es así, ¿qué pasa esta vez? —insiste él. Ambra bosteza.

—Conocía a Giulia Valenti de vista. En cualquier caso, ¿no te sucede nunca que un caso te impresiona más de lo usual?

—Solo desde un punto de vista científico. Allevi, tienes que aprender que es el único aspecto que debe interesarte, o ejercerás tu profesión sin objetividad.

—¿Cuándo piensas hacer la autopsia? —pregunto eludiendo la pulla.

—Ya, el lunes o el martes.

Así pues, a Giulia la encerrarán en una celda frigorífica, en la que permanecerá, como mínimo, cuarenta y ocho horas.

Me siento como si una gran tristeza cósmica me estuviese devorando.

Una vez en casa, me cuesta un esfuerzo sobrehumano subir la escalera del edificio sin ascensor. Vivo en un piso minúsculo por el que pago demasiado que se encuentra delante de la estación de metro Cavour. Es tan pequeño que a veces me falta el aire, y está poco menos que en ruinas, pero el tacaño del señor Ferreri —el propietario— no tiene la menor intención de gastarse ni un euro para que resulte más habitable. «Está muy bien situado», responde siempre a nuestras recriminaciones. Nuestras, esto es, las mías y las de mi compañera de piso: Nakahama Yukino, o a la occidental, que es más sencillo: Yukino. Yukino es japonesa, de Kioto. Estudia Lengua y Literatura italianas y está pasando dos años en Roma para mejorar su formación. Tiene veintitrés años, es de complexión menuda, se viste de manera extravagante y luce una media melena tupida cuyo flequillo es tan perfecto e inamovible que hasta parece falso.

Adoro a Yukino. Es la guardiana de mi casa, una suerte de lar familiar con los ojos almendrados.

Al abrir la puerta de casa, la veo sentada en el sillón en una postura de yoga, con su bonita cara menuda aturdida delante del televisor y un manga entre sus diminutas manos.

—¿Todavía estás despierta? ¿Problemas? —le pregunto dejando el abrigo en la percha.

Ella me mira con la expresión que hace que parezca siempre confusa sin motivo aparente.

—Tres —responde representando el número con los pequeños dedos de su mano infantil—. En primer lugar, he perdido el carné de comedor. Me he tirado toda la tarde intentando obtener otro igual. En segundo lugar, hay boteras y el señor Ferreri no quiere pagar la reparación. Por último, llevo una hora mirando E! en la televisión y siento náuseas, pero no consigo… ¿Cómo se dice? Esperarme de ella.

—Despegarme, Yuki. Y se dice goteras, no boteras.

—Es igual.

—Yo diría que no. Sea como sea, hay que volver a llamar a Ferreri, lo amenazaré con llamar a un abogado.

—No podemos llamar a un abogado. Es inútil. Le pagamos en negro.

Es la única forma de que nos cueste menos.

—Pero ¡tampoco podemos permitir que llueva dentro de casa! ¡Todo tiene un límite!

Yukino apaga el televisor y se pone en pie.

—Tienes razón. En cualquier caso, es mejor que llames tú. Él no me entiende cuando le hablo.

—Lo llamaré mañana —suspiro mientras me hago una coleta a toda prisa.

Yukino esboza una sonrisa deliciosa.

—¿Te apetece que hagamos un pijama party? He comprado un paquete de Pringles Barbecue.

—Estoy agotada, en serio.

—Estabas en una fiesta. No veo qué motivo puedes tener para estar tan cansada —replica ella frunciendo el ceño.

—He ido a una inspección ocular. De fiesta, nada.

Yukino abre desmesuradamente los ojos, de esa forma tan vistosa y frecuente que la hace parecer, en serio, el personaje de un manga. A veces creo que de un momento a otro le saldrá el bocadillo de la cabeza.

—Oh…, lo siento —dice con tristeza—. ¡En ese caso necesitas relajarte! —exclama después, contenta de poder dar un vuelco a la situación en ventaja propia.

—No puedo, de verdad, lo único que quiero es irme a dormir.

—Puedes elegir entre Karekano, Inuyasha y Full metal panic —propone cogiendo las cajas con los DVD—. Sin olvidar a Itazura na kiss, solo que ya lo hemos visto muchas veces.

—¡Yukino, es tarde!

—Precisamente, esperamos a que sean las tres y luego nos vamos a dormir, te lo prometo. Cuando vuelva a Japón, me… ¿Cómo se dice? Me anorarás.

—Me añorarás, Yuki.

No la corrijo por pedantería, sino porque en su día me lo pidió explícitamente.

—¿Versailles No Bara? —insiste.

—Mañana, Yuki.

—¡Tengo una idea! El capítulo de Karekano en que Tsubasa conoce al hermanastro y él cree que tiene doce años. ¡Te lo puedo!

—Se dice te lo ruego.

—Luego yo vuelvo a Kioto…

De manera que, apelando como una canalla al afecto que siento por ella y a la desesperación que me produce pensar que, tarde o temprano, regresará a Japón, elige un capítulo maravilloso de Karekano y de esa forma se apodera de mis últimas fuerzas, con las que me abandono a la atmósfera de infinitas posibilidades típica de la noche.