La inspección ocular

LA fiesta anual de beneficencia que organizan los hiperactivos miembros de la sección de Pediatría me recuerda puntualmente que, dada mi calidad de residente de medicina forense, me encuentro en el último eslabón de la cadena alimentaria del mundo de la Medicina, y sin posibilidad alguna de progresión vertical. Los demás, esto es, el resto de los médicos, están convencidos de encontrarse en la cima.

Embriagados por sesiones maratonianas de Urgencias, tienen una percepción distorsionada de la realidad profesional y nadie se toma la molestia de explicar, por ejemplo, a cualquier desgraciado de Pediatría que George Clooney y él no tienen nada que ver. Y no es que yo tenga algo en común con los personajes de CSI, porque en el espantoso Instituto en el que trabajo, el gran santuario en el que la humillación se practica como deporte, la condición de residente, en particular la mía, está al nivel del papel higiénico. Diría que peor aún, porque, por lo menos, el papel higiénico sirve para algo. En cambio, es imposible que a una médica residente de mi nivel se le confíe un caso importante, uno de los que tienen resonancia en los periódicos.

Por tanto, dado que los colegas que juegan a ser el doctor House se mofan de mí y que los que se sienten protagonistas de una novela de Cornwell me excluyen sin más, es lógico que me considere a mí misma un mísero apéndice vermiforme de la medicina forense.

Quizá sea por eso que, desde siempre, la fiesta para la recogida de fondos destinados a la lucha contra las enfermedades neurológicas supone, sin duda, el momento más espantoso de mi año solar.

La tentación de decir que estoy enferma es casi irresistible. Una migraña repentina, un ataque de asma, una salmonelosis resistente al Fortasec. El problema es que en esas fiestas se habla siempre mal de los ausentes y, la verdad, no tengo ninguna gana de padecer ese destino. Por eso considero inútil atormentarme: es menester una gran dosis de buena voluntad —y de alcohol— para soportar la velada.

Vamos, Alice. Como mucho serán tres horas. ¿Qué son tres horas? En cualquier caso será mejor que una lección de Wally sobre la asfixia.

Al llegar a la entrada la tentación de poner pies en polvorosa sigue siendo poco menos que irresistible, pero consigo dominarla.

En la amplia sala, la persuasiva voz de Dusty Springfield canta The look of love. En medio de la confusión —estamos como sardinas en lata— diviso a mis colegas, que están montando un buen alboroto, inmersos como nunca en la fase de madurez psicoemocional propia de la adolescencia.

Al igual que las colmenas, cualquier microcosmos laboral tiene una abeja reina. Nosotros nos sentimos orgullosos de tener como tal a Ambra Negri della Valle, y en este preciso momento mis colegas giran alrededor de ella como lo hacen los planetas del sistema solar. Todos salvo Lara Nardelli, que, tal vez, sea la única que participa en esta fiesta con un entusiasmo inferior al mío. Lara y yo aprobamos juntas la oposición y somos colegas del mismo año; en lugar de entablar una relación competitiva, que, si he de ser franca, habría sido desfavorable para mí, la nuestra se ha basado desde el principio en la solidaridad, y ella es, probablemente, la única persona de la que me fío en el Instituto. Lara me sonríe dulcemente y se acerca a mí tendiéndome un platito rebosante de canapés. Se ha recogido el pelo, horrorosamente teñido de pelirrojo, en un moño espantoso, y el aire de aburrimiento que transmite me reconforta. Juntas nos dedicamos a observar a Ambra, que en ese momento se exhibe en uno de sus mejores monólogos haciendo gala de su incapacidad para captar la diferencia entre tener chispa y ser desagradable.

Pese a ello, el eccehomo de nuestro Instituto parece apreciarla.

Claudio Conforti; curso 1975; signo zodiacal, leo; estado civil, soltero. Tan guapo como James Franco en el anuncio del perfume de Gucci by Gucci. Un capullo, sin lugar a dudas, el hombre más capullo que conozco y, con toda probabilidad, el más capullo del universo. Brillante; en el Instituto lo consideran un genio, el mejor alumno del Jefe. Su currículum es legendario, y es el paradigma del joven universitario emergente que, después de haber untado aquí y allá, acaba de pasar de la ciénaga informe de los médicos investigadores al rango de auténtico investigador.

Sus ojos, de un intenso color verde musgo con algunas briznas doradas, manifiestan un estado de permanente inquietud. Cuando está cansado o fatigado, el izquierdo bizquea un poco, pero sin llegar a menoscabar el aspecto general de su notable belleza. Su rostro aparece ya marcado por los excesos, si bien, justo por ese motivo, emana un indefinido aire de libertinaje muy personal, que, en mi opinión, es la clave de su encanto. En caso de necesidad, puede ser un hombre de acción, pero su carácter es más bien de tipo especulativo-contemplativo. En el Instituto lo adoran porque es eficiente y tiene iniciativa; en mi caso lo adoro de manera especial porque, desde que tuve la fortuna de iniciar esta larga y atormentada trayectoria profesional, ha sido un punto de referencia absoluto en el mar de indiferencia y anarquía que constituye el tejido socio-didáctico del Instituto.

El Instituto de Medicina Legal —el centro en el que trabajo— es un organismo que se dedica principalmente a la actividad necroscópica y, de manera marginal, a la investigación universitaria. A dicha estructura, que no solo resulta gélida por lo que sucede en el interior, sino por el personal que la puebla, el recién licenciado en Medicina y Cirugía accede tras una meticulosa selección de títulos académicos seguida de un doble examen escrito. Tras aprobarlo, ingresa por fin en este territorio hostil y nefasto cuya jerarquía es fácil resumir.

En la cima se encuentra el que todos, incluida yo, llamamos sencillamente el Jefe. Si bien a veces yo lo bautizo con otro nombre, el único que me parece a la altura de su nivel profesional: el Supremo.

El Jefe es una criatura que se ha hecho ya legendaria en el ámbito de la medicina forense. Es más, él es la medicina forense, y cuando se produce un caso intrincado, tiene, invariablemente, la última palabra.

Inmediatamente por debajo de él se encuentra una serie de elementos variopintos y, en su mayoría, mal dispuestos, uno peor que otro por su capacidad de vejación; por encima del resto se erige Wally, un personaje al que, según creo, cabe resumir en un único teorema: «Que quede bien claro que tu pensamiento es libre a menos que decida yo».

Entre los demás, a su manera y en virtud de ciertas cualidades especiales, destaca el doctor Giorgio Anceschi, un hombre dotado de mil virtudes, pero demasiado débil de carácter para abrirse camino con la navaja entre los dientes en esta jungla de guerrilleros andinos. De manera que, pese a ser una persona dulce y sencilla, como a menudo les sucede a los mejores, tiene la desgracia de que las altas esferas lo vean con malos ojos. Penalizado por una obesidad de origen infantil, el buen doctor recuerda a Papá Noel: tolerante y benigno, es un hombre de una rara generosidad intelectual. Tal vez por falta de motivación, el doctor Anceschi considera su trabajo en el Instituto una suerte de afición marginal, algo a lo que uno se dedica cuando puede, en el tiempo libre; no obstante, cuando hace acto de presencia, es el mejor docente con el que uno puede relacionarse: hace caso omiso de los errores, los descuidos y los problemas. Es, en esencia, un epicúreo de la medicina forense y, por ese motivo, nunca da excesiva importancia a las posibles equivocaciones.

Hace poco, en esta institución, de forma muy oportuna, entró Claudio, listo para conseguir que nuestros días resultasen mucho más chispeantes, porque en el fondo de su alma es un gran vanidoso y le encanta llamar la atención, lo cual logra sin el menor esfuerzo. En realidad, a pesar de las frecuentes alusiones y ambigüedades con las que condimenta sus aproximaciones al restringido número de residentes femeninas que dependen de él y que lo idolatran incondicionalmente, Claudio siempre ha respetado el mandamiento «se mira, pero no se toca», probablemente porque considera inoportuno mezclarse con la plebe. Él, el investigador que pasó un año en la Johns Hopkins, el soltero de oro del Instituto de Medicina Legal y, a buen seguro, de toda la Facultad de Medicina, jamás seduciría a una residente —entre otras cosas porque no le gustaría que el Jefe o Wally se enteraran, ¡solo faltaría!—, de manera que se dedica a jugar, a veces cargando incluso la mano, sin llegar a concretar en ningún momento. Pese a ello, es magnánimo en sus atenciones: se las concede a todas.

En este preciso momento soy objeto de su interés. Sostiene en la mano un martini de Bombay Sapphire y se acerca a mí con el aplomo de un depredador de la sabana centroafricana.

—Hola, Allevi —dice a modo de saludo, estampándome un beso en la mejilla y embriagándome con su perfume, que no ha cambiado desde que lo conozco: una mezcla penetrante de Declaration, menta, piel limpia y gomina—. ¿Te apetece? —me pregunta ofreciéndome su bebida.

—Es demasiado fuerte para mí —le contesto sacudiendo la cabeza.

Salta a la vista que para él no lo es, porque se la bebe sin la menor dificultad, como si fuese agua.

—¿Te diviertes? —pregunta mirando vacuamente alrededor.

—Sí, ¿y tú?

Antes de contestarme me mira con aire exhausto.

—Para nada. Cada año es peor. Habría que boicotear estas fiestas, pero sería políticamente incorrecto —comenta dejándose caer en un sofá—. Ven aquí, hay sitio para dos.

Me aproximo alisando el vestido y moviéndome con suma cautela, porque todavía no me he familiarizado del todo con las plataformas de buscona que, si bien me regalan diez centímetros, me confieren también unos andares peligrosamente inestables. De hecho, por un pelo no me abalanzo sobre él, que me sujeta de manera instintiva aferrándome una muñeca.

—Cuidado, Allevi. No sería decoroso caer rendida a mis pies delante de todos.

—¡Ni aunque fueses el único hombre sobre la tierra! —le replico con una sonrisa acre, que, en realidad, es falsa a más no poder, porque, lo confieso, no tardaría tanto en caer en sus redes.

—Por supuesto, e imagino que pretenderás que te crea —contesta con evidente sarcasmo y una mueca burlona en su rostro inquietante—. La verdad, Alice, es que uno de estos días deberíamos concedernos un capricho —me susurra al oído rozando apenas mi hombro desnudo.

Un contacto leve y sencillo que, sin embargo, me estremece.

Me vuelvo y lo miro fijamente a los ojos. La táctica de Claudio es invariablemente la misma: lanza propuestas al aire como si fuesen granadas de mano, aunque ligeras, cuyo mensaje es: «¡No pensarás que estoy hablando en serio!». Suelta ese tipo de ocurrencias casi a diario y si diera crédito a sus continuas proclamaciones de atracción físico-sexual, en lo que a mí concierne, a estas horas habría reventado ya de ilusión.

No tengo tiempo de replicarle porque el himno del Milan interrumpe nuestra conversación.

—¡Qué hortera!

—La fe es la fe.

Votante fiel a más no poder del Popolo della Libertà, poseedor de todas las colecciones de temporada de Ralph Lauren, que renueva anualmente, de un Mercedes SLK y de una pluma Montblanc de edición limitada que exhibe siempre como quien no quiere la cosa, Claudio es, sin exagerar, un personaje de otros tiempos, uno de esos cuya extinción está más próxima que la de los osos panda, ya que su coherencia con la figura por excelencia del médico forense trepa es ejemplar y constante. Es un personaje que se ha construido a sí mismo con esmero; en un mundo en el que el centro de gravedad permanente es, cada vez más, una utopía, Claudio transmite la reconfortante sensación de que uno puede permanecer en todo momento fiel a sí mismo.

—¿Dígame? Sí, soy yo. Entiendo. ¿Dónde exactamente? Calle Alfieri, 6. Sí, es una perpendicular a la Merulana —dice en voz alta indicándome con una señal que anote los datos en alguna parte—. Perfecto, no se preocupe. Voy enseguida.

Se mete de nuevo el iPhone en el bolsillo, se levanta atusándose su abundante cabellera castaña con ademán descuidado, y me mira excitado.

—A pesar de que pareces más ácida que nunca, circunstancia que a buen seguro depende de la abstinencia que mantienes desde hace varios años, te llevaré conmigo a hacer una inspección ocular. Me debes un favor.

Pasando por alto la mezquina alusión al hecho de que no tengo novio desde hace casi tres años, no puedo por menos que entusiasmarme. ¡Genial! ¡Una inspección ocular!

—¿Adónde vais? —pregunta Ambra escrutándonos con hastío cuando nos dirigimos hacia la salida. La saca de quicio perder el control en cualquier situación.

—A una inspección ocular —contesta Claudio apresuradamente.

—¡Os acompaño! —exclama la Abeja dejando su copa en una mesita.

—Como quieras, pero date prisa y, por el amor de Dios —subraya Claudio con tono marcadamente esnob—, no hagas idioteces.

En una fracción de segundo concentra la mirada encantadora que dirige al resto de nuestros colegas y el grito «¡Esperadme!», y echa a correr detrás de nosotros, pisándonos los talones, entrometida y aguafiestas como solo ella sabe serlo en cualquier circunstancia extraordinaria de su vida.