Scarlet se acercó a Damen por la espalda en la abarrotada sala y le pilló desprevenido.
—¿Qué haces aquí? —preguntó él—. Creí que estabas echando un vistazo a los últimos modelos de sierras para huesos…
—Lo que le estáis haciendo es repugnante —le reprendió Scarlet.
—La elección ha sido suya, Scarlet —refutó Damen—. Nadie la está obligando a nada.
—No me vengas con esa mierda —insistió Scarlet—. Sabéis que os idolatra. Haría cualquier cosa que le pidierais.
—Entonces, ¿por qué no hablas con ella? —dijo Damen—. Yo participo en esto solo para conseguir algo de dinero para Navidad.
—No atiende a razones.
—No, querrás decir que no atiende a lo que tú le dices.
—Que te entierren vivo en Nochebuena es una locura.
—Eres igual que tu hermana —replicó Damen—, siempre queriendo que las cosas se hagan a vuestra manera.
—¡No vuelvas a decir eso! —vociferó Scarlet dándole la espalda—. No podríamos ser más distintas.
Damen se dio cuenta de que la había insultado. La agarró por un hombro y la giró hacia él.
—No te preocupes —le aseguró Damen—. La subiré en seguida. Es solo un montaje publicitario. Acabará en un minuto, cobraremos y todos contentos.
—Querrás decir que Petula estará contenta.
Scarlet trató de mirar a Damen a los ojos, pero su expresión era la de alguien a quien le han lavado el cerebro completa y absolutamente.
—Vale ya, ¿de acuerdo?
—¿Por qué permites que te trate así?
—No sé —respondió Damen—. Tenemos un montón de cosas en común.
—¿De verdad? ¿Como qué? ¿Que los dos sois populares?
El desasosiego de Scarlet le cogió por sorpresa. Se esforzó por encontrar algún punto de convergencia entre Petula y él aparte del obvio, el sexo, sobre el que no deseaba discutir con Scarlet. Ella activó el cronómetro en su teléfono y esperó.
—¿Y bien? —le presionó.
Después de rebuscar a tientas un poco más, se le ocurrió por fin otra cosa.
—A los dos nos gusta la misma música.
—¡Petula no tiene ni la menor idea de música!
—Pues cuando estamos solos pone unos discos y unos CD realmente buenos.
—Esos son míos.
Scarlet hundió las mejillas y frunció los labios, incapaz de decidir si se sentía más ofendida por que Petula hubiera usurpado su gusto musical sin mencionarla en los créditos o por haber proporcionado involuntariamente la banda sonora a sus ruidosas sesiones de morreos. También le resultaba extraño que Damen conectara con algo tan personal para ella. Extraño en el buen sentido. No tenía ni idea de que le interesara la música. La conversación parecía haberse apagado de forma incómoda para ambos.
—Tengo que irme al cementerio —dijo él—. Te veré allí.
—Asegúrate de que nada salga mal, ¿vale?
Damen asintió con la cabeza y, al mirar hacia el enorme ventanal en voladizo del vestíbulo, dejó escapar un grito ahogado.
—¡Está nevando!
Su entusiasmo era infantil y sincero. Real. Cuando Scarlet se giró para contemplar los copos que caían, su ánimo y su actitud hacia él se descongelaron momentáneamente en medio del intenso frío.
—Hablando de música —dijo ella—, parece que vamos a tener una blanca Navidad.
Charlotte, Petula y las Wendys llegaron al stand de Wormsmoth al mismo tiempo. Los fotógrafos y los cámaras de informativos estaban alineados en dos y tres en fondo detrás de las cuerdas de terciopelo que rodeaban los ataúdes de cristal.
—Se está haciendo tarde —dijo el director de pompas fúnebres—. Pongamos en marcha el espectáculo, chicas.
Las Wendys se aproximaron vacilantes a los féretros transparentes mientras Wormsmoth abría las tapas.
—Solo tenéis que subir y meteros —les indicó.
Wendy Anderson fue la primera. Se tumbó y tragó saliva. Wormsmoth cerró la tapa, pero no pudo ajustarla bien. Al forzarla, las puntas de los zapatos de elfo de Wendy Anderson resquebrajaron la tapa del ataúd y la hicieron añicos.
—¡No! —exclamó Wendy Anderson, afligida por el estropicio de sus zapatos.
—¿Sabes cuánto cuestan estas cosas? —se lamentó Wormsmoth secándose el sudor de la frente—. Bueno, aún nos queda el otro. ¿Cuál de vosotras se anima?
—Oh, seríamos incapaces de elegir entre nosotras —aseguró Wendy Thomas con falsedad, al tiempo que se volvía hacia Charlotte—. Así que supongo que solo quedas tú.
—¿Yo sola?
—¿Por qué no? Piensa únicamente en lo popular que te vas a hacer. En tu fotografía en el periódico y todo lo demás.
—Sí, será recordado siempre —añadió Wendy Anderson.
—¿Y vosotras? ¿No queréis un poco de fama?
Las dos Wendys cruzaron los dedos a su espalda.
—Tenemos más de la que merecemos —aseguró Wendy Thomas—. Este es tu momento de gloria.
Charlotte se emocionó.
—Lo haré.
Las Wendys sonrieron y le volvieron la espalda para mostrar a Petula dos pulgares en alto. Charlotte subió al ataúd, se puso de pie dentro y permaneció quieta. Wormsmoth le explicó brevemente que varios de sus porteadores de féretros la colocarían sobre una camilla con ruedas y la escoltarían hasta el cementerio, donde se había excavado previamente un agujero. Ella escuchó con atención, especialmente la última parte.
—Esa palanca de apertura que hay junto a tu mano izquierda es por si te entra el pánico o algo va mal. Hará saltar la tapa. El problema es que si la levantaras dentro de la fosa, podría provocar un derrumbamiento. Así que no la toques. Simplemente hazme una seña y le indicaré a tu amigo que te saque. ¿Entendido?
Con una inclinación de cabeza, Charlotte le confirmó que lo había entendido y luego recorrió con los ojos la multitud que la rodeaba. Fijó la mirada en las Wendys.
—Casi lo olvido —dijo Charlotte—. ¿Tenéis la tarjeta de felicitación de Petula para que la firme?
—Claro que sí —respondió Wendy Anderson metiendo la mano en su bolso de diseño y acercándosela.
—Toma.
Charlotte cogió el bolígrafo y firmó: «Con todo mi cariño, Charlotte Usher».
Petula vio a Charlotte desplegar una sonrisa tan amplia que se sintió conmovida y, por primera vez en su vida, casi invadida por la culpabilidad. Todo este lío por sus regalos navideños. Petula se acercó a Wormsmoth.
—¿Puedes esperar un minutito? —preguntó Petula esperando que sus flirteos previos le proporcionaran cierta influencia.
—Está empezando a nevar con fuerza y me estoy quedando sin público —protestó Wormsmoth—. Tenemos que llevarla al cementerio. ¡Es casi medianoche!
—No tardaré mucho —le aseguró ella.
Petula se acercó a Charlotte y le indicó que se sentara en lo alto de la escalerilla.
—¿He hecho algo mal? —preguntó Charlotte.
—No —respondió Petula, abriendo el kit de maquillaje—. Solo que no podemos mandarte… con ese aspecto.
Agarró suavemente la barbilla de Charlotte, la sujetó y se puso a trabajar. Con la maestría, rapidez y precisión propias de un cirujano fue aplicando polvos, líquidos, cremas, brillos y sprays. En un primer momento, las Wendys sintieron celos de la atención que Petula estaba prodigando a Charlotte, pero luego se convencieron a sí mismas de que todo formaba parte de la maniobra del último adiós. Para variar, no la interrumpieron ni se cogieron una rabieta para captar su atención. Petula se apartó un poco y admiró su obra. Charlotte se volvió hacia el ataúd colocado detrás de ella y contempló su reflejo en la tapa abierta, como en un gigantesco espejo compacto.
—Estoy… —comenzó Charlotte.
—Preciosa —añadió Petula terminando la frase en voz baja para que solo Charlotte pudiera oírla.
—Gracias —susurró Charlotte, sobrecogida tanto por la inesperada generosidad de Petula como por su nuevo aspecto.
—¿Qué opináis, brujas? —preguntó Petula.
—Para caerse muerto —coincidieron las Wendys.
Scarlet llegó justo cuando Charlotte estaba a punto de meterse en el ataúd.
—¿Lista? —preguntó Wormsmoth.
—Lista —respondió Charlotte.
—Adelante.
Una vez que Wormsmoth dio la orden, se escuchó un rápido redoble de tambores, como si la multitud estuviera esperando para ver a un funambulista ejecutando un número temerario o a un hombre-bala saliendo de un cañón. Charlotte entró en el ataúd, se sentó y luego se tumbó. La multitud lanzó un grito ahogado y un rugido de aprobación. Entre el barullo, una única voz consiguió hacerse oír.
—No lo hagas —gritó Scarlet—. Nadie merece esto.
Charlotte le devolvió una sonrisa y con una seña indicó a Wormsmoth que continuara.
Él introdujo la cabeza en el ataúd, acercándola a ella para darle las últimas instrucciones.
—Recuerda, esto es un truco. No te van a enterrar de verdad, solo a bajarte a una tumba en el cementerio durante unos instantes. No tienes miedo, ¿verdad?
Charlotte sacudió la cabeza.
—Bien. Y por lo que más quieras, no toques esa palanca.
Charlotte palpó el tirador de la apertura de emergencia para asegurarse de que estaba bloqueado.
Finalizado el sermón, Wormsmoth devolvió su atención a la multitud.
—Aquí la tienen —exclamó con el entusiasmo de un presentador de concursos de belleza—. Su Miss Morgue para el próximo año.
Vaya, pensó Charlotte, no me imaginaba que este trabajo de modelo fuera acompañado de un título.
Las cámaras fotográficas dispararon sus flashes y las de vídeo empezaron a rodar, capturando a Charlotte en toda su gloria inanimada, rodeada de exuberantes rosas rojas mientras avanzaba a través de la multitud envuelta en cristal.
—¡Síganme! —gritó Wormsmoth, liderando el cortejo de medios de comunicación y directores de pompas fúnebres fuera del centro de convenciones, en dirección al cementerio de Hawthorne, que estaba al otro lado de la calle.
Las campanas navideñas de la iglesia cercana comenzaron a tañer y la ligera nevada se volvió más intensa al tiempo que Charlotte llegaba.
Eric no encontró ni rastro de Charlotte en el cementerio, solo a un joven que se movía nervioso alrededor de un profundo agujero y con un cabrestante con un cable de acero sobre su cabeza. El tipo tenía ese aire de deportista musculitos que Eric detestaba pero que las chicas adoraban. Pelo abundante, sonrisa luminosa, hombros anchos. El tipo de chico por el que las tías se matarían entre ellas; que merecía un desvanecimiento.
Tenía que ser Damen, pensó Eric. Le reconoció simplemente por las historias que había tratado de no escuchar de boca de Charlotte. Los celos le invadieron de repente, pero también sintió crecer su amor y admiración por Charlotte. Pensó que era la chica más bonita del Más Allá, pero la realidad era la que era, y ese tipo estaba fuera de su alcance. Que tanto en vida como una vez muerta Charlotte soñara con perseguirle, por no mencionar con salir con él, era un acto de insensatez o determinación tan extremo que podría considerarse una afección psiquiátrica potencialmente peligrosa.
Eric se acercó a él para conseguir una perspectiva mejor. Para tantearle.
—Podría acabar con él —masculló convencido, mientras el pulgar le temblaba de manera incontrolable—. No es para tanto.
Eric empezó a bambolear el cuerpo lentamente, esquivando puñetazos ficticios de Damen y lanzando algunos golpes invisibles, otorgando un significado completamente nuevo al concepto de boxeo con adversario imaginario.
—Estoy aquí —se burló Eric bajando las manos y haciendo señas a Damen—. ¡¿Quieres probar mis puños?!
Justo en ese momento, Damen alzó los ojos con expresión vacía y Eric lo tomó como un desafío. Que Eric fuera invisible no significaba que no pudiera hacer sentir su presencia.
—¿Es que mi chica no es suficiente para ti?
Golpe. Golpe. Golpe.
—Así es como solucionábamos antes las cosas.
Damen sintió un escalofrío repentino, ahuecó las manos y sopló dentro de ellas. Comenzó a hacer molinillos con el brazo de lanzar para entrar en calor, igual que hacía durante el entrenamiento, y Eric lo consideró una agresión.
—A eso me refiero —dijo Eric—. Venga.
Eric esquivó cada giro con arrogancia, aunque no era lo que se dice un luchador. Lo suyo era la música. Pero su honor estaba en juego y, al contrario que cualquier otro pretendiente rechazado, su vergüenza sería eterna. Literalmente.
Se puso frenético y lanzó un fuerte gancho de izquierda que falló su objetivo, pero que le arrastró hacia el remolino creado por el ejercicio de calentamiento de Damen. Eric giró y giró como el aspa de un ventilador hasta que finalmente Damen cambió de brazo y él salió disparado hacia atrás y se golpeó contra una lápida. No se hizo daño, solo sintió herido su orgullo, un poquito.
—Gracias a Dios, Charlotte no está aquí para ver esto —gruñó.
Eric se levantó y se acercó a Damen justo cuando este alzaba ambos brazos. Eric no estaba seguro de si se trataba de un estiramiento o de una rendición, pero prefería no correr riesgos.
—Está bien, digamos que quedamos empatados.
Eric estiró la mano y acercó los nudillos a los de Damen para chocar imaginariamente los puños, pero al aproximarse, la soberbia se volvió a apoderar de él y se abalanzó de nuevo sobre su adversario. Damen, que en ningún momento se había sentido muy estable sobre el suelo resbaladizo por la nieve, perdió el equilibrio de improviso y ambos cayeron sobre la tierra helada.
—Gracias a Dios, Petula no está aquí para ver esto —dijo Damen ruborizado al tiempo que se levantaba y sacudía la suciedad de sus vaqueros.
La mención de Petula cogió a Eric por sorpresa. Alzó la vista hacia Damen y, recuperando algo de cordura, se dio cuenta de que había estado peleando consigo mismo.
Eric contempló cómo Damen aplastaba con la bota la nieve y la tierra alrededor del agujero para compactarlas, preocupado ante la posibilidad de resbalar durante la puesta en escena.
—Esta tierra está verdaderamente suelta.
De repente, el señor Wormsmoth captó su atención desde la puerta del cementerio, seguido por un bullicioso séquito que cantaba villancicos con actitud sombría. Wormsmoth alzó un gorro de Papá Noel y lo agitó en el aire, haciendo un gesto a Damen.
—No habrá revancha —dijo Eric levantándose del suelo helado.
—Guárdate el gesto —respondió Damen devolviendo la seña a Wormsmoth.