Petula llegó temprano a la funeraria. No estaba acostumbrada a ser la primera en escena, pero se sentía obligada por ser Nochebuena y, sobre todo, por tratarse de una recaudación de fondos en su honor. Adoraba los secretos, excepto los que le ocultaban a ella, así que sentía cierto orgullo por haberle arrebatado este a Damen, y ahora incluso había llegado con suficiente tiempo para realizar aportaciones al evento en sí.
Petula divisó a un empleado que esparcía sal y retiraba la nieve con una pala en las aceras, y se aproximó a él.
—¿Quién está al frente de este almacén de carne?
El hombre señaló la acera, hacia la entrada principal y la figura vestida de rojo que estaba de pie junto a ella.
—¿Hay algún carrito de golf o limusina o cualquier otra cosa que me pueda llevar hasta allí? —exigió Petula.
—Solo son unos metros, señorita —el hombre se encogió de hombros.
—¿No podrías colocar tu chaqueta o algo así en el suelo para que camine por encima? —se quejó Petula—. Estos tacones cuestan una fortuna y no podré devolverlos si las suelas están rayadas.
A pesar del gélido ambiente, el hombre se quitó el gastado anorak y lo estiró en el suelo, arrastrándolo unos cuantos centímetros cada vez para que Petula caminara sobre él mientras realizaba el breve trayecto. Petula se sintió conmovida por tal acto de lealtad y creyó necesario algún tipo de reconocimiento por su parte.
—Bien, José Feliciano, o lo que sea que digáis en español en Navidad.
—¿Quiere decir Feliz Navidad?
—¡Qué grosero! Solo trataba de ser amable. Yo no hablo español.
—Yo tampoco —dijo él retomando su tarea.
Exasperada, Petula avanzó con dificultad dispuesta a descargar toda su ira sobre el Papá Noel de exposición. En el frío atardecer, lo único que el señor Wormsmoth pudo distinguir fue una figura resuelta, recortada sobre nubes de ondulante vaho levantadas por la gélida brisa, que se acercaba más y más, como un enfadado dragón salido de una antigua leyenda nórdica. Uno con mucho glamour, nada menos. Uñas afiladas, grandes dientes y una larga melena que se cernían sobre él.
—Bienvenida, señorita. Soy el señor Wormsmoth. ¿Puedo ayudarla en algo?
—¿Es aquí donde se va a celebrar mi fiesta de Navidad? —preguntó Petula soltando vaho por la boca.
—¿Fiesta? —preguntó Wormsmoth confundido, al tiempo que le tendía la mano—. Querrá decir entierro.
Petula retrocedió ante su insinuación.
—Ah no, me has confundido con las Wendys.
—Bueno, todas me parecéis iguales —dijo él—. Es por el tipo de trabajo que hago, ¿sabes? No suelo fijarme demasiado en las caras. Sin ánimo de ofender.
—Faltaría más —respondió ella—. Tampoco permito a mucha gente que me mire directamente.
—Por cierto, ¿te gustaría ver los ataúdes? —le propuso Wormsmoth.
—¿Como un preestreno? Me encantaría.
Wormsmoth la condujo a un velatorio donde había dos ataúdes a tamaño natural fabricados por completo en cristal. El fondo de los féretros estaba recubierto con un forro de volantes y un almohadón, aparentemente más destinados a añadir elegancia que a resultar cómodos.
—Deberías llamar a tu línea de ataúdes «A la moda hasta el final» —sugirió Petula mientras se acercaba al primero y lo rodeaba lentamente, deslizando los dedos por el borde. Estaba frente a su fantasía infantil, sin la parte fúnebre, por supuesto. Ser contemplada, mostrada, presentada como una especie de Bella Durmiente le parecía un destino profundamente deseable. Aun así, el principal propósito de estos ataúdes era irrefutable. Tan rápidamente como la idea la atrapó empezó a repugnarla. Se imaginó embalsamada, flotando en un bote, hinchada, y luego marchita y con un aspecto asqueroso a la vista de todos y para siempre. Como un experimento de laboratorio que se estropea.
—¿Te gusta?
—¿Estás tratando de vendérmelo? —preguntó Petula.
—Tú eres el público al que está dirigido —le explicó Wormsmoth—. Joven, presuntuosa, rica.
Petula se sintió tentada, pero retrocedió.
—No creo que vaya a necesitarlo próximamente.
Wormsmoth desplegó una sonrisa cómplice, como un bateador de la liga profesional que acaba de lanzar una bola suave por encima de la última base.
—En la vida, solo existen dos cosas seguras.
—Lo sé, lo sé —le interrumpió Petula con desdén—. La muerte y los laxantes.
—Los impuestos.
—Lo que sea.
—La diferencia está en que los impuestos sabemos exactamente cuándo nos toca pagarlos.
Algo en lo que Wormsmoth acababa de decir le tocó la fibra sensible. La ligera incertidumbre sobre su propia longevidad provocó en Petula una inusitada vulnerabilidad que la empujó a sentirse atraída por él.
—Para serte sincera, toda esta charla sobre la muerte me está excitando.
—Estoy a punto de cargar los ataúdes en el coche fúnebre para llevarlos a la convención —comentó Wormsmoth con una sonrisa similar a la del gato de Alicia en el País de las Maravillas—. ¿Quieres que te lleve?
—Hola, Eric —una seductora voz de sirena llamó su atención.
Eric estaba sentado en el suelo, rasgueando la guitarra al azar y sumido en sus pensamientos. Apenas reconoció a quien había pronunciado aquel lascivo saludo. Alzó la vista con indiferencia.
—¿Qué pasa, Maddy? —preguntó Eric, con una ligera sospecha en la voz.
Charlotte y los demás se habían mostrado siempre cautelosos con ella, sin llegar a convencerse nunca de su total rehabilitación en el otro mundo.
—Pareces triste. No es bueno sentirse así en Navidad.
—Bueno, Charlotte y yo hemos discutido, así que no estoy muy contento.
—Algo había oído —ronroneó Maddy con lástima—. Vosotros dos discutís un montón.
Eric nunca había reflexionado demasiado sobre ello, pero ahora que lo hacía, Maddy tenía razón.
—No pensé que fuera tan obvio.
—No es que os esté juzgando ni nada parecido —añadió Maddy—. Solo que, en ocasiones, es realmente difícil entender a Charlotte.
—Dímelo a mí.
Maddy se acercó un poco más a él.
—Está siempre tan ocupada trabajando o recordando el pasado o cosas por el estilo —continuó Maddy—. Da la sensación de que no se sintiera realmente feliz aquí, como si no estuviera presente.
El malestar de Eric comenzó a desvanecerse y, de repente, notó una explosión de entusiasmo.
—¡Eso mismo pensaba yo! —gritó Eric—. Lo has pillado a la perfección.
—Quiero decir que se ha largado. Te ha abandonado a ti, nos ha abandonado a todos —siguió ella—. No le importa lo que nos suceda.
—¡Demonios, sí!
—Bueno, tal vez su marcha nos venga bien a nosotros —sugirió Maddy.
—¿A nosotros? —preguntó Eric.
—Necesitas a alguien que te valore —le arrulló Maddy deslizando las manos de forma seductora por el mástil de la guitarra mientras Eric tragaba saliva con impaciencia—. Alguien que pulse el interruptor de Electric Eric.
—¿El-el-el interruptor? —tartamudeó él poniéndose tenso.
—Considéralo un regalo de Navidad por adelantado —bromeó Maddy.
—Yo siempre digo que los mejores regalos vienen en paquetes pequeños —admitió Eric.
Maddy se acercó todavía más, retorciéndose un mechón de pelo con el dedo. Las defensas de Eric se iban desmoronando. Estaba perdiendo la calma.
—¿Sabes lo que siempre digo yo? —preguntó Maddy con su mejor voz de mujer explosiva.
—¿Qu-qu-qué? —balbució Eric mientras Maddy se acercaba lo suficiente para quedar al alcance de su mano.
—Que si tuviera un novio como Eric, nunca le trataría así —le susurró Maddy al oído.
—Tratarle ¿cómo? —siseó Prue reventando el juego de seducción de Maddy.
—Como una mierda, Prue —respondió Maddy enfadada—. Sabes exactamente a lo que me refiero.
—Da media vuelta —le ordenó Mike empleando su aullido de registro más grave para sonar más amenazante.
—Ocúpate de tus asuntos.
—Charlotte es asunto mío —la avisó Prue.
Eric reaccionó mientras las chicas discutían y alejaban a Maddy a empujones.
—Gracias, pero no necesito ayuda —les dijo Eric.
—Al contrario, necesitas mucha ayuda —le reprendió Maddy—. Gracias a ella.
—Es lo único razonable que te he escuchado jamás —exclamó Prue—. Todos le debemos nuestro agradecimiento a Charlotte.
—Tranquilo todo el mundo. ¿Qué ha pasado con lo de paz en la tierra y todo ese rollo? —preguntó Eric.
—Yo hace algún tiempo que no estoy en la tierra, ¿y tú? —contestó Maddy sin rodeos.
—Yo tampoco, pero tengo bastante claro que estar contigo sería un infierno —dijo Eric.
—Podemos preguntarle a tu novia todo lo relacionado con la tierra, y con buscarse un rollo allí. Eso si regresa en algún momento.
—No hables así de mi novia.
—¿Tu novia? Por favor.
—Creo que hemos acabado con esto —concluyó Eric lanzándole una mordaz mirada asesina.
—Sí, todos estamos acabados —estalló Maddy dirigiendo su atención hacia Prue y Mike—. Esto es una verdadera mierda. Si Eric se preocupara realmente, iría a buscar a Charlotte él mismo.
Los demás se quedaron en silencio.
—Pero no lo hará —sentenció Maddy.
—¿Qué estás insinuando? —preguntó Eric sarcásticamente.
—Que tienes miedo.
—¿De qué? —preguntó Mike.
—De Damen —respondió Maddy con frialdad—. ¿Es que no lo entendéis? Eric no da la talla. Ante la posibilidad de elegir entre los dos, Eric pierde siempre.
—No me asusta un recuerdo —alardeó Eric.
Maddy lanzó una carcajada y se alejó, meneando el trasero delante de sus caras.
—Nos vemos en otra vida, Eric —añadió Maddy guiñándole un ojo y contoneándose.
—No, si puedo evitarlo —respondió Eric.
—La misma Maddy de siempre —gruñó Prue.
—La misma Charlotte de siempre —gritó Maddy mientras desaparecía pavoneándose.
El coche fúnebre llegó al centro de convenciones de Hawthorne con el Jingle Bells sonando en la radio a un volumen tan atronador que se podía escuchar en medio aparcamiento. Petula salió de un salto, con el pintalabios corrido y el rostro ruborizado, y se alisó el pelo y la minifalda. Se sentía revitalizada.
—Gracias por el paseo.
—Estoy a tu disposición —respondió Wormsmoth—. Sin duda sabes cómo alegrar un funeral.
—Ni lo menciones —dijo Petula—. Me refiero, literalmente, a que ni lo menciones.
—Solo se vive una vez —añadió él
—Sí, y no querrás pasar tu vida en prisión, Wormhole[12].
—Bueno, será mejor que descargue los ataúdes —respondió Wormsmoth con nerviosismo poniéndose manos a la obra.
Justo en ese momento, aparecieron Damen y las Wendys. Las dinámicas cabezas huecas salieron del coche.
—Ya era hora —protestó Petula con vehemencia—. El Papá Porno ese ha estado a punto de meterme mano.
—Perdona que te hayamos hecho esperar —se disculpó Wendy Thomas—, pero no te esperábamos.
—No importa —Petula le hizo un guiño—. He conseguido llenar… el tiempo. Además, nunca había pasado la noche en un velatorio.
—Detestamos tener secretos para ti —se excusó Wendy Anderson.
—¿Secretos? ¡Ja! Soy el ninja de la Navidad —exclamó Petula alegremente.
—Es guay que hayas venido.
—No hace falta que me lo agradezcáis. Después de todo, yo soy el motivo de esta fiesta. Al menos, el vuestro.
Con unos besos al aire, las chicas olvidaron cualquier rencor. De momento.
—Y ahora ¿qué? —preguntó Petula.
—Tengo que realizar el montaje —les explicó Wormsmoth—. ¿Por qué no echáis un vistazo a la convención y os reunís conmigo en el stand en veinte minutos? Damen, a ti te necesitaremos en el cementerio.
—Suena bien —respondió Damen.
—Os veo dentro, chicas —concluyó Wormsmoth dando unas palmaditas sobre los ataúdes de cristal y lanzando una carcajada casi de maníaco.
—¿Realmente vais a seguir adelante con esto? —preguntó Petula con escepticismo.
—Esto…, no exactamente.
—¡Lo sabía! —Petula estaba colérica.
—Una amiga nuestra se ofreció a sustituirnos —dijo Wendy Thomas.
—¿Qué amiga? —preguntó Petula.
—Esa tal Charlotte del instituto.
—Tienes que estar de broma —vociferó Petula—. ¿Por qué iba a hacerlo?
—Por una pequeña cantidad de dinero y…
—Y por dejarle firmar tu tarjeta navideña. No te preocupes. El bolígrafo tiene tinta que se puede borrar.
—Guau —exclamó Petula con asombro.
Las Wendys esperaban con ansiedad el siguiente arranque de ira, pero Petula reaccionó con entusiasmo.
—Estoy tan orgullosa de vosotras… —dijo Petula de improviso—. Acabáis de impartir una clase magistral de astucia e hipocresía. Deberíamos haberlo grabado.
—Lo hemos hecho —exclamó Wendy Thomas con una sonrisa, abriendo la aplicación de cámara de su smartphone—. Tenemos evidencias. Por si acaso trata de renegociar el acuerdo en el último minuto.
—Sí, toda esa pose de perdedora, empollona y flipada de la informática no me ha engañado ni por un minuto —advirtió Wendy Anderson—. Es muy astuta.
—Como que el hielo es frío —afirmó Petula alargando su mano de uñas postizas con adornos navideños en plata y oro para recibir el apoyo de las Wendys. Ambas dejaron caer sus zarpas sobre la de su amiga en una muestra de unidad y propósito común: la felicidad de Petula—. Hablando de frío —dijo esta estirando las mangas del abrigo sobre sus manos temblorosas—, ¿dónde demonios está esa chica?
Charlotte tomó el camino largo hacia su destino para pasar por la casa de los Kensington. La anticuada hilera de luces navideñas con descomunales bombillas de intensos colores que iluminaba el enorme abeto emanaba calor a la fría luz de la luna, y la elegante corona de ramas de conífera y lazos rojos que decoraba la puerta podría haber sido también una señal de bienvenida.
En esa casa había amor, Charlotte lo notaba. Igual que no lo notaba en la suya. A pesar de las peleas y las diferencias entre Petula y Scarlet, eran una familia. Tal vez fuera eso y no la ropa guay, la actitud distante, el novio increíblemente sensual y la popularidad desmesurada lo que en verdad le atraía de esas chicas. Eran las dos caras de una misma moneda. Una moneda que ella una vez lanzó al aire y tuvo la suerte de que aterrizara de canto, con ambos lados a la vista.
Daba igual lo que Virginia, o Prue o incluso Pam dijeran. Las cosas podían cambiar a mejor. Y ella podía ser quien las cambiara. A su manera y con sus condiciones. No necesitaba ningún poder sobrenatural para hacer brotar en ellos lo que sabía que guardaban dentro. Ya no necesitaba atragantarse nunca más, no necesitaba morirse para demostrarlo.
Scarlet miró por la ventana de su oscura habitación hacia la figura solitaria que permanecía de pie en la acera. Parecía una sombra más que una persona.
—Identifícate —gritó una enfadada Scarlet desde su parapeto al visitante anónimo.
—¡Charlotte Usher! —respondió.
—¿Tú otra vez?
Charlotte se encogió de hombros con candor.
—Lo siento.
Scarlet contempló la silueta que temblaba de frío y sintió lástima.
—¿Quieres entrar un segundo?
—¿Yo? —masculló Charlotte—. ¿Me estás invitando a pasar a tu casa?
—Date prisa, antes de que cambie de opinión. La puerta está abierta.
Charlotte se apresuró, consciente de que no se trataba de una invitación permanente, y subió el sendero que conducía a la casa antes de que Scarlet hubiera terminado de pronunciar su ofrecimiento. Pasó tranquilamente junto al árbol de Navidad del salón con las luces y los regalos que había admirado desde la distancia. De cerca, resultaban más hermosos incluso. No estaba descolocada ni una sola aguja, ni una cinta, ni un lazo del abeto.
—¿Hola?
—Aquí arriba —gritó Scarlet.
Charlotte ascendió los familiares escalones y se dirigió hacia la habitación de Scarlet, aunque iba a toparse con algo para lo que apenas estaba preparada. De la puerta colgaba una corona fúnebre negra elaborada con una cinta de seda antigua. Y al entrar, encontró adornos, muchos de ellos artesanales, de todas las tradiciones invernales: un gran abeto pintado con spray negro y con brillantes piñas color morado y luces moradas se alzaba majestuoso en un rincón, rematado por unas alas de ángel con plumas negras. Los adornos eran calaveras de cristal soplado de colores fuertes que se intercalaban con bolas elaboradas a mano a base de recortes de antiguas carátulas de los discos favoritos de Scarlet, todo mezclado con bastones de caramelo en color negro y blanco. Bajo el árbol, descansaban los envoltorios más modernos y originales que jamás había visto. Cada paquete estaba cerrado como si fuera un corsé: la sedosa tela que los cubría quedaba sujeta por una cinta de satén insertada a través de ojetes y atada en el centro con un gran lazo. Era tan atractivo… Tan burlesco…
Nunca habían pasado una Navidad juntas, pero la decoración era exactamente lo que Charlotte hubiera esperado. Miró a su alrededor en busca de algo más que pudiera crear un vínculo entre ellas y lo vio, en el escritorio de Scarlet.
—¿Qué es esto? —preguntó Charlotte señalando el folleto turístico que descansaba sobre la mesa.
—Es sobre el Teatro de Marionetas —contestó Scarlet—. Estoy organizando el viaje de fin de curso del último año.
—¿No está en Polonia? —preguntó Charlotte, consciente de que a Scarlet le impresionaría que supiera aquello.
—No me puedo creer que lo conozcas.
Charlotte estaba fascinada y casi sin habla ante la fantasmagórica decoración.
—Feliz Gotidad —murmuró.
—Mi hermana se aprovecha de mí para conseguir los regalos que quiere —dijo Scarlet—. Y como yo nunca recibo lo que me gusta por Navidad, pensé que podría aumentar las posibilidades.
—¿Por qué no lanzas indirectas? —sugirió Charlotte—. ¿No es eso lo que hace la gente?
—Tal vez, pero no lo que hago yo.
Charlotte la comprendió.
—¿Qué hacías merodeando por mi casa? —preguntó Scarlet—. Mi hermana ni siquiera está aquí.
—Voy de camino a…, bueno, a conseguir algo de dinero para Navidad.
—¿La historia esa de la convención funeraria?
—Sí.
—Espero que la persona en la que pienses gastarte ese dinero lo merezca.
—Lo merece —afirmó Charlotte.
—¿Qué tienes que hacer exactamente?
—No estoy muy segura.
—Y ¿aceptaste?
—Sí. Por cierto, llego tarde.
—¿Es que todavía no te has dado cuenta? —dijo Scarlet—. ¿Todavía no sabes quién es esa gente?
—Sí, son mis amigos —respondió Charlotte con orgullo.
—Tengo que hacer algunas compras de última hora —concluyó Scarlet—. Me voy contigo.