Eric, DJ y Mike estaban alicaídos. Casi no parecía Navidad.
—¿Qué pasa, tío? —preguntó DJ—. ¿A qué viene esa actitud?
—Lo siento, colega. Es que me siento así —respondió Eric.
—¿Así, por qué? ¿Por el gran apagón o por Charlotte?
—Por ambas cosas, imagino.
—¡Tranquilízate! —Mike lanzó su mejor aullido heavy metal—. Volverá.
—No sé, Mike.
—¿No sabes si volverá o no sabes si te importa?
—Ambas cosas.
—Ahora tengo claro que estás mintiendo —dijo DJ—. Lo tienes escrito en la cara.
—Ella fue la que se largó, no yo. Yo no voy por ahí haciéndole sentir como si prefiriera estar en otro lugar.
—Ya conoces a Charlotte, tío —se lamentó Mike—. Eso son solo palabras. Ella te quiere, tío.
—Y tú la quieres a ella —intervino DJ—. No disimules.
—No más Electric Eric’s Lonely Hearts Club Band —cantó Mike tratando de relajar el ambiente—. ¿De acuerdo?
—¿Qué está haciendo Charlotte allí y con quién lo está haciendo? —preguntó Eric, pero ninguno pudo contestarle.
Las Wendys fueron las últimas clientas del salón de belleza Curl Up N’ Dye[8]. No solo porque la esteticista fuera a cerrar temprano por Navidad, sino porque lo habían planeado así. Para proteger su sesión de maquillaje y peluquería de ojos curiosos, hackers los llamaban ellas, que tal vez trataran de grabar y difundir la encarnación de su último estilo.
—Chicas, os dejo las llaves —dijo la esteticista—. Aseguraos de cerrar bien.
—Es casi la hora —avisó Wendy Thomas—. ¿Qué vamos a ponernos?
—No estoy segura —caviló Wendy Anderson—. Nunca he estado en una fiesta navideña barra funeral. Estaba pensado tal vez en ¿una mortaja con rayas como un bastón de caramelo?
—¿Y plataformas?
—¡Zapatos de elfo negros y con tacón alto! —exclamó Wendy Anderson alcanzando su bolsa de equipaje y sacando el material—. ¡Nada menos que abiertos por delante!
—A ver si los detractores de la moda han conseguido sacar una imitación para medianoche —proclamó Wendy Thomas con arrogancia, ofreciendo a su amiga del alma el puño para un rápido choque de nudillos.
Mientras las sonrisas de sus rostros quirúrgicamente arreglados dejaban paso poco a poco a su típico gesto mohíno, las Wendys hicieron algo poco habitual en ellas: reflexionaron.
—¿Sabes?, estoy empezando a replantearme todo esto.
—Ten en cuenta la alternativa, Wendy. No podemos decepcionar a Petula. Además, Damen está de camino para recogernos.
—Bueno, gracias a Dios tenemos a esa tía que nos sigue a todas partes. Ella irá primero.
Las Wendys se atrincheraron en el baño, se cambiaron de ropa y salieron al salón para darse los últimos retoques en los espejos de la pared.
—Estoy lista para derretir algo de nieve —dijo Wendy Anderson repasando su aspecto—. Qué sexy.
—¡Este atuendo está garantizado para despertar a los muertos! —añadió Wendy Thomas levantándose un poco el busto entre los botones de la chaqueta.
Volaron los halagos, rápidos y frenéticos, seguidos por una competitiva ronda de poses que impulsó una reacción en cadena de autoensalzamiento en las dos artistas del espejo.
—You better watch out. You better not try. You have no clout, I’m telling you why. The Wendys are coming to town[9] —cantaron las dos.
Una atronadora bocina interrumpió desde el exterior su momento de narcisismo.
—Es Damen —dijo Wendy Thomas quitándose el peinador de plástico del pecho y cogiendo su abrigo de piel.
—Me encanta —exclamó Wendy Anderson—. ¿Es de imitación?
—No, es de foca bebé.
—Qué envidia —respondió desdeñosa Wendy Anderson.
Las Wendys se dirigieron con dificultad hacia el coche de Damen y saltaron dentro.
La expresión culpable en el rostro de él las alertó en seguida.
—Escuchad, tengo algo que deciros.
El gesto de las Wendys se congeló en una mueca simultánea, como si les hubieran inyectado a ambas un chute de Botox en mal estado.
—No puede ser.
—Por desgracia sí. Se lo conté a Petula —admitió Damen—. Me apretó hasta sacármelo.
—¡Estoy segura de que no fue lo único que te sacó!
—¡Para el coche! —gritó Wendy Thomas—. ¿Tienes el pasaporte en el bolso, Wendy? Tenemos que largarnos hacia la frontera.
—¡Para qué! Utilizará toda su influencia y sus recursos para averiguar nuestro paradero. ¡No hay ningún sitio donde esconderse!
—Tranquilizaos —les ordenó Damen—. Le pareció bien. De hecho, casi se sintió halagada.
El alivio de las Wendys fue instantáneo. Cautelosamente, se acomodaron de nuevo en sus asientos.
—Acabo de notar cómo se relajaban cada uno de mis siete chakras interiores —admitió Wendy Thomas.
—Hemos estado cerca —dijo Wendy Anderson—. Yo no hablo ni una palabra de canadiense.
—Yo ídem —coincidió Wendy Thomas—. Además, habría sido una inmigrante ilegal horrible.
Damen aceleró y atravesó la ciudad en dirección al centro de convenciones, fantaseando con que se producía un repentino terremoto o un corrimiento de tierra o una avalancha durante la demostración.
Se estaba haciendo tarde. La Navidad iba a dar comienzo, literalmente. Charlotte se sentó contemplando el bonito paquete que descansaba sobre el escritorio de su habitación. Aún no podía llenarlo con ningún regalo, pero pronto lo haría. Sabía que Scarlet estaba en lo cierto, que las Wendys eran unas manipuladoras, pero por alguna razón sintió que dejaba de importarle, cada vez más. Podrían estar utilizándola, pero al menos iban a pagarle. Era más de lo que había conseguido jamás. Hasta ahora, todos los abusos sufridos habían sido gratuitos.
Cerró los ojos con fuerza, como una persona que cuelga del borde de un acantilado y hace todo lo posible por no mirar hacia abajo, mientras notaba cómo la abandonaban los últimos retazos de su antiguo yo.
—Charlotte Usher —una voz melódica le dio la serenata. A lo lejos, escuchó unos lastimeros acordes de flautín acompañando a la vocecilla.
—No es aquí.
—Llamando a Charlotte Usher.
Abrió los ojos y allí, de pie frente a su ventana, había una sombra. La larga melena suelta contra la luz de la luna le otorgaba la apariencia de un delgado y hermoso árbol de Navidad.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Charlotte.
—Soy yo, Pam.
Al aproximarse a Charlotte, resultó obvio que no se trataba de un árbol. Era una muchacha pálida con el pelo largo, rojo y rizado. Llevaba puesto un vestido de gasa color esmeralda oscuro y una banda de resplandecientes estrellas doradas en torno a su preciosa cabellera.
—¿Quién? —preguntó Charlotte, atónita.
—Pam. Tu mejor amiga. ¿Es que no me reconoces?
El gesto aterrorizado y el tembloroso rostro de Charlotte le dijeron a Pam todo lo que necesitaba saber.
—¿Eres un fantasma?
—Sí, y tú también.
—¡Yo no! —protestó Charlotte—. Yo estoy viva. Soy de carne y hueso. Humana.
—Pero no debería ser así —dijo Pam—. No te corresponde.
—Eso suena horrible.
—No he venido hasta aquí para hacerte daño.
—Entonces, ¿para qué has venido?
—Para salvarte. Para salvarnos a todos nosotros.
—Yo no necesito que me rescaten. Creo que se lo dejé bien claro a tus dos amigas.
—Nuestras amigas.
Pam reparó en la caja de regalo sobre el escritorio, detrás de ella.
—¿Para quién es eso?
—Para una amiga mía.
—Por lo que nos contaste, no tenías amigas cuando estabas viva.
—Pues ahora tengo montones de ellas y da la casualidad de que son las chicas más populares del instituto.
—Así que ¿has salido con ellas por ahí? ¿Has estado en sus casas? ¿Has conocido a sus padres?
—Algo así, bueno, no, pero…
—Pero nada —replicó Pam bruscamente—. Y ¿dónde has conseguido dinero para comprar un regalo?
—No tengo dinero. Todavía. Pero estaba a punto de marcharme. Voy a repartir con Damen y las Wendys el sueldo de un impresionante trabajo como modelo.
Pam no necesitaba escuchar los detalles para saber que a Charlotte la habían liado. Aquella gente no le habría dado ni la hora.
—Simplemente no puedes superarlo, ¿verdad? —preguntó Pam con pesar—. ¿Aún no sabes distinguir quiénes son tus verdaderos amigos? ¿Lo que realmente importa en la vida?
—Acabas de pronunciar la palabra mágica. Vida. La vida es lo importante. Mientras hay vida, hay esperanza. Nunca se sabe lo que el futuro te depara.
—¿De verdad? —dijo Pam con tono amenazador mientras las transportaba a ambas a través del tiempo y el espacio—. Déjame que te lo enseñe.
—¿Qué puedes enseñarme tú a mí? —preguntó Charlotte.
—El futuro —resonó la voz de Pam mientras el lastimero sonido de su flautín ponía el fondo musical a su partida.
Charlotte advirtió que se encontraba en un lugar desconocido, aunque las personas le resultaran familiares. Más o menos.
—¡Damen! —gritó una voz chillona—. Ven aquí.
Vio a un hombre alto de treinta y tantos años y ojos cansados que respiraba hondo y se levantaba de su escritorio. Una placa le identificaba como director de campaña en la sede del comité organizador de la campaña electoral de Kensington. Pasó lentamente junto a unos carteles apoyados contra la pared en los que se leía: «Kensington, tu candidata al Senado», llegó a la puerta y la cerró tras él.
—Ese ¿no puede ser Damen? —preguntó Charlotte con aire vacilante—. ¿Qué le ha pasado?
—Ella le consiguió —le explicó Pam señalando a la rubia de peinado perfecto que esperaba a Damen en la estancia contigua—. Tú no.
Damen accedió al despacho perfectamente decorado, donde ya se encontraba un reducido número de consejeros de confianza. Era la viva imagen de las salas llenas de humo de la política de antaño, donde el verdadero bacalao lo cortaban unos cuantos privilegiados. Excepto que esta habitación rezumaba perfume. Y color rosa.
—¿Qué pasa? —preguntó Damen con cierta indiferencia.
Petula estaba flanqueada por dos mujeres, su asesora para la recaudación de fondos y la directora del departamento de encuestas, ambas con un atuendo idéntico: recogidos de estilo conservador fijados a la nuca con lápices del número 2, gafas de bibliotecaria, chalecos hasta el ombligo con finas rayas, microminifaldas y tacones altos. Damen no estaba seguro de si se encontraba en una reunión de campaña o en el camerino de un club de striptease.
—¿Qué pasa? —se burló Petula—. Oh, nada. ¡Nada excepto que está en juego el futuro de este país!
—¿Del país? —exclamó Charlotte, confusa pero impresionada.
Damen había tenido que soportar estos ataques de ansiedad desde que Petula anunció su candidatura, pero con la presión que suponía la proximidad de las elecciones, su paciencia se había reducido considerablemente.
—Deja de exagerar —dijo Damen—. Solo queda una semana para las primarias y los sondeos nos dan diez puntos de ventaja.
—No por mucho tiempo —gimió Petula—. Necesitamos tu ayuda.
Los lúgubres semblantes del terrorífico trío advirtieron a Damen de que no se trataba del típico caso de paranoia petuliana.
—Los periódicos acaban de llamar —dijo Wendy Anderson con nerviosismo.
—Les han dado el chivatazo de que han hackeado la base de datos de donantes de nuestro oponente —añadió Wendy Thomas.
—¡Es vergonzoso! —exclamó Damen—. ¿Habéis comprobado los cortafuegos por si existe alguna vulnerabilidad en nuestro sistema?
La habitación se sumió en un absoluto silencio.
—Han rastreado a los hackers hasta esta oficina —le informó Petula tímidamente—. ¡Es un Wendygate! —gimió antes de desplomarse.
Las dos Wendys dejaron caer la cabeza avergonzadas.
—¿No habréis sido vosotras? —preguntó Damen, estupefacto.
—Yo no puedo ir a la cárcel —sollozó Petula—. Soy demasiado importante.
—Pues alguien tendrá que cumplir la condena —dijo Damen mirando a las Wendys—. De tres a cinco a años.
—Nosotras tampoco podemos —Wendy Anderson se encogió de hombros—. Yo tengo tres tratamientos de rejuvenecimiento en los próximos seis meses que no se pueden aplazar.
—Ya sabes lo complicado que es conseguir una cita médica en estos tiempos —se inquietó Wendy Thomas.
Damen veía cada vez más claro el asunto. Petula se acercó a él con actitud seductora.
—Como en los viejos tiempos, ¿eh? —observó Pam.
—Damen, cariño, alguien tiene que caer.
—¡Yo no! —se quejó Damen.
—Sí, creo que vas a ser tú —Wendy Anderson se encogió de hombros en señal de disculpa—. Verás, utilizamos tu ordenador.
El rostro de Damen se descompuso.
—Me habéis tendido una trampa.
—Por amor —susurró Petula dulcemente.
—¿A quién? —preguntó Damen, disgustado.
—¿A quién iba a ser? A mí.
—Incluso hemos diseñado para ti unas esposas especiales de «Vota a Petula» —proclamó Wendy Thomas alargándole orgullosa los grilletes estampados con el eslogan y una carita sonriente—. Sabía que apreciarías que nos adelantáramos a todo el escrutinio mediático que seguramente se nos vendrá encima.
—No tienes que darnos las gracias —añadió Wendy Anderson.
Damen simplemente las miraba, demasiado atónito para mostrar siquiera enfado o decepción.
—Ya sabes lo importante que es para mí este asunto de servir a los ciudadanos —razonó Petula—. He pospuesto lo de tener una familia y todo eso. Tengo que hacer creer que no estaba al corriente de nada.
—¿Por eso me pediste que congelara mi esperma la semana pasada?
—Escucha, una vez que me elijan senadora anunciaré de inmediato mi intención de concurrir a las presidenciales —le explicó Petula—. Sin duda, saldrás de la cárcel con tiempo más que suficiente para convertirte en mi primera dama.
—El voto compasivo será una herramienta increíble para recaudar fondos —comentó Wendy Anderson.
—Madre soltera, esposa de un convicto condenado por un delito grave, candidata a la presidencia —teorizó Wendy Thomas—. Es tan mediático. La prensa no podrá resistirse.
—Y ¿qué pasará conmigo? ¿Con mi reputación? ¿Con mi vida?
—El público es muy indulgente —añadió Wendy Anderson.
—Además, las historias de redención funcionan realmente bien en las urnas —confirmó Wendy Thomas—. Lo hemos comprobado.
—¿Presidenta? —susurró Charlotte.
—Es el Petulapocalipsis —se estremeció Pam.
—He visto suficiente.
—No, todavía no —la advirtió Pam, haciendo desaparecer a Charlotte por arte de magia mientras unas diminutas estrellas doradas caían a su alrededor, envolviéndolas.
Charlotte miró a su espalda y descubrió que se encontraba al borde de un escarpado acantilado con vistas a un mar infinito. Pam dirigió su atención hacia una casa solitaria, situada en la ladera de una colina, sin ningún vecino a la vista. A través de los grandes ventanales de una oscura estancia se divisaba una única luz, la estrella que coronaba un árbol de Navidad.
—Qué tranquilo —observó Charlotte.
—Y desolado —añadió Pam.
Charlotte y Pam entraron para echar un vistazo y unos sonidos difusos que brotaban del interior de la casa rompieron la serenidad. Scarlet, sentada en un largo canapé negro del siglo XVIII de madera tallada, rasgueaba su guitarra eléctrica, improvisando una lúgubre versión de Have Yourself a Merry Little Christmas[10] con aire pop.
—¿Puedo hablar con ella?
Pam negó con la cabeza.
—Lo sabía —dijo Charlotte admirando a Scarlet y todo lo que la rodeaba—. ¡Lo consiguió! ¡Mira este lugar!
—Sí —dijo Pam—. Míralo.
Aparte de varios premios de música alineados en las estanterías y discos de platino colgados de las paredes, no había nada. Ni fotografías de amigos o familiares, ni un teléfono que sonase, ni tarjetas navideñas desparramadas, ni regalos debajo del árbol. Solo Scarlet y su guitarra sobre el canapé.
—From now on our troubles will be miles away[11].
Scarlet cantó y Charlotte se unió a ella. Pam las acompañó con su flautín.
—Otra Navidad sola —dijo Scarlet alargando el brazo hacia una copa de vino casi vacía que había sobre una mesita, frente a ella, para alzarla en un brindis y llevársela a los labios.
—Deprimente —exclamó Pam.
—No lo entiendo —reflexionó Charlotte—. Lo tiene todo. Belleza. Talento. Fama. Dinero.
—Todo, excepto amigos. Todo, excepto amor —respondió Pam—. Esas fueron las cosas que tú le aportaste.
—¿De verdad?
Pam permaneció en silencio.
—Estoy cansada —dijo Charlotte—. ¿Puedo volver ya a casa?
—Tenemos que hacer una parada más.
El trémulo atardecer de la costa del Pacífico dio paso a la fría noche de Nueva Inglaterra.
—¿El cementerio? ¿Por qué venimos aquí? —preguntó Charlotte en voz alta—. ¿Qué hay de mi futuro?
—Este es tu futuro —respondió Pam—. Al menos, debería serlo.
Charlotte recorrió lápida tras lápida y el lúgubre paseo despertó en ella un recuerdo.
—¿Sabías que Scarlet recaudó dinero y encargó la más bonita de las estatuas para mí? —dijo Charlotte—. Estaba justo…
—Ya no —la interrumpió Pam.
El lugar donde antes se alzaba su hermoso busto se encontraba vacío. Charlotte opuso resistencia a los pensamientos que inundaban su mente.
—Era mi futuro. Ya no estoy muerta.
—Cierto, pero ellos sí —añadió Pam.
El viento sopló con furia, las hojas caídas levantaron el vuelo y las ramas de los árboles comenzaron a temblar.
Charlotte lanzó un grito ahogado cuando las lápidas de los becarios de Muertología alcanzaron, hilera tras hilera, la altura de los árboles y la rodearon. JERRY. SALLY. MIKE. DJ. VIOLET. KIM. SUZY. MARY. COCO. RITA. BIANCA. GARY. PRUE. VIRGINIA... Y finalmente ERIC. Todos sus nombres y las fechas de nacimiento y defunción aparecían grabados profundamente en las frías losas de mármol gris cubiertas de nieve.
—¿Los recuerdas?
Charlotte no respondió.
—Pues ellos se acuerdan de ti, Charlotte —continuó Pam.
Pam hizo aparecer ante Charlotte una imagen del aula de Muertología al tiempo que las lápidas se transformaban en las figuras de sus compañeros, sentados, deprimidos y sufriendo sus personales tormentos; la clase estaba al completo, excepto una silla al fondo.
—¿Por qué lloran?
—No hay esperanza para ellos. No tienen a nadie que alivie el dolor de una vida truncada.
—¿A qué están esperando? —preguntó Charlotte.
—A que alguien ocupe la silla libre. Para que sus muertes resulten más soportables. Para ayudarlos a cruzar.
Pam se dio cuenta de que Charlotte estaba realmente conmovida.
—Las cosas no tienen por qué acabar de este modo. Para Damen, para Scarlet, para ellos. Aún queda tiempo para cambiarlo. La elección es tuya.
Pam deseaba haberse explicado con claridad, pero Charlotte seguía aferrada tenazmente a la vida.
—Y ¿qué pasa con sus elecciones? ¿Por qué todo esto tiene que ver conmigo? ¿Por qué debo sacrificar mi vida para salvarlos a ellos?
—Porque tomaste una decisión por ellos.
—Yo formulé un deseo para mí.
—Al final, todos estamos unidos, Charlotte. ¡Tienes que seguir adelante con tu muerte!
—Entonces, como dice el cura, hasta que la muerte nos separe —refunfuñó Charlotte—. Supongo que es aquí donde nuestros caminos se separan.
Pam se había quedado sin visiones ni ideas. Lo único que le restaba era una súplica emotiva.
—¿Es que no recuerdas aquel primer día en la oficina de admisiones? Lo asustada que te sentías. Sola. Y ¿quién estaba allí para ayudarte? Yo. Durante todo el proceso, Charlotte. ¿Cómo puedes olvidarte de eso?
Charlotte rebuscaba en su archivo mental mientras Pam hablaba. Parecía estar tratando de amarrar las palabras de Pam a sus propios recuerdos. Sin lograrlo.
—¿Alzheimer juvenil?
Pam no estaba para bromas.
—¿Es que no te importamos nada? ¿No hay ninguna parte de ti que nos eche de menos? ¿Que nos quiera?
—¿Esto es un viaje al futuro o un intento de hacerme sentir remordimientos? —preguntó Charlotte—. Creí que los fantasmas tenían que dar miedo, no ser unos quejicas.
—Y ¿qué pasa con Eric?
Ese nombre le resultaba familiar. Charlotte se puso tensa y luego, de repente, se quedó en blanco.
—Hay más peces en el mar.
—Me rompes el corazón, Charlotte —susurró Pam—. Si todavía pudiera llorar, no pararía.
—Lo siento… —Charlotte alargó una mano hacia el fantasma, luchando por recordar su nombre— ¿Pam?
—Yo también.
—No estés triste. Ahora eres inmortal, ¿no? Se acabó el dolor, el sufrimiento. Solo una eternidad de…
—Sí, tienes razón. Solo una eternidad.
—Cuídate —añadió Charlotte con lástima—. Si tiene sentido decir eso a alguien que ya está muerto.
—Tú también, Charlotte —respondió Pam mientras las brillantes estrellas la rodeaban una última vez antes de desaparecer tras ellas—. Recuerda el futuro.