Prue regresó al complejo con aspecto exhausto y rostro lúgubre. Abatida.

—¿Nada? —preguntó Pam con la voz realzada por un débil sonido aflautado.

—No —dijo Prue—. La situación es grave.

—Aquí también —la informó Pam señalando a lo lejos a los alumnos de Muertología, que antes preparaban alegremente las fiestas y ahora se encontraban desperdigados, como inservibles, igual que envoltorios de regalo el día después de Navidad.

—Lo he intentado todo: hacerle sentir culpable, asustarla, amenazarla de muerte. No le interesa regresar. No nos escuchará.

—A mí sí —aseguró Pam reuniendo sus últimas fuerzas.

—No sé, Pam. Esto parece ir más allá de los lazos de amistad o hermandad o… cualquier cosa —gimió Prue—. Nos ha olvidado.

—¿Qué otra opción nos queda?

—Estás demasiado débil para volver allí —alegó Prue—. Existen más posibilidades de que te quedes atrás, de que seas absorbida, que de que Charlotte regrese.

—Tengo que intentarlo —dijo Pam.

—En estos momentos eres tan vulnerable —insistió Prue—, que haría falta un milagro.

Violet solo asintió con la cabeza, regresando al silencio del que se había librado durante tanto tiempo. Rita seguía con su empeño de atrapar las criaturas que salían arrastrándose de las cuencas de sus ojos para colocarlas en ganchos y colgarlas de las ramas del árbol en un vano intento de decoración, pero incluso los insectos le resultaban demasiado rápidos y pesados. De los ojos de Virginia comenzaron a brotar lágrimas.

Pam alzó la cabeza y recorrió la escena crepuscular: las luces navideñas perdían cada vez más intensidad, los adornos se quedaban sin lustre, las voces de los ángeles en las alturas se volvían más y más difíciles de escuchar. La fuerza, la esperanza los iban abandonando a todos a gran velocidad.

—Bueno, esta es la época de los milagros —exclamó Pam casi cantando y sintiendo un vigor momentáneo, para luego quedar totalmente aturdida. Se agarró el cuello y emitió una hiperventilada melodía con staccato.

—¿Acabo de oír un sonido silbante en tu garganta? —aulló Kim, como si acabara de escuchar el cotilleo más suculento de divulgar.

—¡Piccolo Pam ha regresado! —anunciaron juntos Simon y Simone, atrayendo la atención del sombrío grupo igual que un altavoz doble en un partido de fútbol, como solo harían unos gemelos de mente retorcida.

—No os acostumbréis —dijo Pam mientras se marchaba, dispuesta a recuperar a su amiga y su futuro.

—Ha sido tan bonito escuchar el flautín de Pam… —dijo Gary—. Desapareció antes de que yo llegara aquí.

—Lo dices como si fuera algo bueno —comentó Prue con actitud sombría.

estrellas_fmt

La noche anterior a Navidad había llegado. O en este caso, la pesadilla.

Hacía cada vez más frío. La temperatura y el sol descendían juntos, como amigos de la escuela que juegan al corro de la patata sobre la hierba amarillenta. Charlotte miró al cielo, hacia la parpadeante luz del atardecer.

Ni rastro de él, pensó.

Charlotte se abotonó el abrigo hasta el cuello, franqueó rápidamente la puerta principal de la casa y respiró hondo. Retuvo el aire tanto tiempo como pudo, sintiendo circular el frío por sus pulmones, y luego lo soltó, contemplando cómo el aliento se transformaba en bruma para luego disiparse. Era su fantasma, pensó, volviéndose visible, alejándose de ella. La última bocanada de aire de su antiguo yo. Aquello la relajó del mismo modo que un baño caliente después de un día duro reconfortaría a cualquier otra persona. Estaba escapando. Le había costado mucho tiempo dejar atrás su vida, pero ahora era de su muerte de lo que se estaba despidiendo.

—Bueno, no serán las primeras Navidades que paso sola —murmuró.

Charlotte cruzó la calle, pasó junto a los contenedores y atravesó el fétido callejón que había tras la casa de empeño del centro comercial. Nadie habría dicho que era Navidad, a juzgar por el aparcamiento casi vacío. Por ninguna parte se veía a los vendedores de árboles navideños que bordeaban las aceras en el centro de la ciudad, ni tampoco a los Papá Noeles del Ejército de Salvación que recogían donativos. Eran muy pocos los que tenían ganas o recursos para las ofrendas o las compras. Incluso las campanas de las iglesias, que se estaban preparando para los servicios matinales de Nochebuena, eran más difíciles de escuchar en el humilde barrio de Charlotte. La celebración al completo, todo, parecía un simple eco en la distancia.

No recordaba un ambiente tan tristón en Navidades pasadas, aunque tenía la costumbre de idealizarlo todo, como le había recordado aquel pequeño fantasma. A veces, en extremo. Sin embargo, el pasado no importaba, ya que lo maravilloso de la Navidad era que ofrecía la esperanza de que las cosas pudieran cambiar. Y si alguien lo había experimentado de primera mano, era ella. Charlotte restó importancia al dilema metafísico que se gestaba en su mente y regresó al asunto que tenía entre manos.

—Cuando la situación se complica —dijo para insuflarse ánimos—, ¡los duros se van de compras!

Sin prestar atención al entorno, Charlotte entró en la casa de empeño prácticamente de un salto. Carecía de dinero para gastar, pero disponía de mucho tiempo para mirar e iba a aprovecharlo al máximo. Lo primero que la sorprendió fue el olor. Era añejo, como dentro del armario de Gladys, que tenía la moqueta del suelo manchada y leves rastros de moho que surgían en las paredes a través de las grietas del yeso.

Recorrió las vitrinas de cristal repletas de objetos curiosos y recuerdos de todo tipo: desde reliquias de familia hasta fósiles, algunos humanos. Las joyas heredadas y los instrumentos musicales compartían estantería sin ningún problema con navajas antiguas y coleccionables cursis. Del techo, parecían descender en picado pájaros disecados de todas las especies, congelados en pleno vuelo justo a la altura de los ojos, con adornos navideños colgando al azar de sus garras. Por todas partes se esparcían objetos valiosos y ridículos, compitiendo por la atención de un posible comprador. Piezas que antaño fueron queridas, necesitadas, codiciadas, y que ahora se encontraban huérfanas, tras ser entregadas como parte de un pago para ser vendidas a un precio mayor. Una cornucopia de cosas indeseadas, como niños abandonados en el umbral de una iglesia. Charlotte se sintió sorprendentemente cómoda.

Se detuvo junto a la primera vitrina, se inclinó sobre ella y empezó a sentir pánico, casi abrumada por la cantidad de mercancía y por no tener ni idea de lo que buscaba en realidad, cuando ¿qué apareció ante sus asombrados ojos? Una figura familiar, vestida con arrugado terciopelo color carmesí y cuero negro, de pie en el extremo opuesto de la tienda, inspeccionando los mostradores con tanta intensidad como ella. Uno en particular.

—Scarlet —dijo Charlotte con una sonrisa.

Charlotte deseaba echar a correr y estrecharla entre sus brazos, pero esa chica no era su Scarlet. Al menos, no de momento. Necesitaba abrirse paso de nuevo hacia la conciencia, el corazón, el alma de esta Scarlet. Y qué mejor manera que con un regalo.

—Esto…, ¿hola? —dijo Charlotte con cautela.

Scarlet volvió el rostro hacia ella.

—Vaya, hola —respondió, sorprendida de ver en la tienda a alguien conocido, aunque remotamente.

No ha sido un mal comienzo, pensó Charlotte.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Charlotte sin rodeos, encogiéndose antes de haber pronunciado la última palabra.

—¿Tú qué crees? Comprar regalos.

A pesar del tono desdeñoso de Scarlet, Charlotte se sintió autorizada a seguir la conversación. Cierto era que Scarlet se encontraba allí sobre todo porque no disponía de mucho dinero, pero cualquiera que fuese la razón, lo importante era que las dos estaban comprando en el mismo lugar.

—¿Para Petula? —preguntó Charlotte, emocionada de nombrar a su ídolo venerado.

—No —respondió Scarlet burlándose del entusiasmo de Charlotte—. Para mí.

—Qué bien —dijo Charlotte, incómoda, recordando a quién se enfrentaba—. ¿Hay algo que te guste?

—No mucho. Solo esto. Vengo de vez en cuando a mirarlo. Supongo que es algo así como ir de escaparates.

Scarlet dirigió la atención de Charlotte hacia un gato de juguete negro, de segunda mano pero bien cuidado. Charlotte lo reconoció, aunque no supo de qué le sonaba.

—¿Solo lo miras? ¿Por qué no ahorras y te lo compras, o algo así?

—No se trata del precio —respondió Scarlet—. Es especial. Debería ser un regalo de alguien especial.

—Claro —dijo Charlotte—. Recuerdo que él lo dijo.

—¿Cómo?

—Nada.

Charlotte conocía la historia de Scarlet y el gato gracias a Virginia. Esto era exactamente lo que necesitaba. Alzó los ojos en un vano esfuerzo por agradecer a Virginia la revelación, pero solo eso.

—Tú eres especial —soltó Charlotte.

Scarlet la miró como a un experimento de laboratorio, tratando de comprender a la extraña criatura que tenía frente a ella.

—Lo que quiero decir es que tal vez Papá Noel te lo traiga algún año —añadió Charlotte.

—Nunca se sabe —admitió Scarlet—. Aunque no pondría la mano en el fuego por ello.

—Estoy segura de que tu madre…

—A mí nunca me regalan lo que quiero —exclamó Scarlet de repente.

—¿Por qué?

—En primer lugar, porque a mi madre no le gusta alentar mis aficiones paranormales, lo que resulta absurdo, ya que la Navidad es probablemente el acontecimiento más paranormal de la historia, si te paras a pensarlo —explicó Scarlet con actitud teatral—. Y en segundo lugar, porque no me llamo Petula.

—Estoy segura de que tu madre os quiere a las dos por igual —dijo Charlotte.

—Sí, pero Petula absorbe toda la generosidad que hay a su alrededor, y que sale de la cartera de mi madre, no sé si sabes a qué me refiero.

Scarlet soltó una carcajada maliciosa y Charlotte sofocó con la mano una leve risita.

—Supongo que sí.

—Y tú ¿qué haces aquí? —preguntó Scarlet con indiferencia mientras dirigía de nuevo la mirada hacia la vitrina de cristal.

—También estoy comprando regalos.

—¿Para alguien especial?

Una conversación de chicas. Estaban compartiendo cosas. Charlotte tuvo que reprimir el impulso de rodearla con los brazos, de achucharla, de decirle cuánto la había echado de menos.

—Sí —respondió Charlotte con dulzura.

—Un verdadero detalle —comentó Scarlet.

—Gracias —respondió Charlotte—. Sería mejor si tuviera algo de dinero para gastar, aunque pronto lo tendré.

—¿De verdad? ¿De dónde vas a sacar pasta justo antes de Nochebuena?

Ahora era Scarlet la que dirigía la conversación.

—Las Wendys, quiero decir, Wendy Thomas y Wendy Anderson, ¿las conoces?

—Sí, las conozco —Scarlet frunció los labios igual que si se hubiera bebido un trago de leche caducada.

—Oh, claro que las conoces —dijo Charlotte sintiéndose de nuevo incómoda.

—¿Por qué? —preguntó Scarlet, aunque no estaba segura de querer escuchar los detalles.

—Me van a dejar que participe con ellas en una historia que van a hacer más tarde para ganar algo de dinero extra.

—Sí, se lo oí contar a mi hermana.

—¿De verdad? —Charlotte estaba impresionada. Scarlet y Petula habían hablado de ella.

—Oye, lo cierto es que estaba deseando tropezarme contigo.

Charlotte empezó a sentirse abrumada.

Sin embargo, el estado de ánimo de Scarlet se tornó de repente mucho más sombrío. Esta era su oportunidad de evitar un poco de humillación a Charlotte y de darles unas cuantas cucharadas a las Wendys.

—Sabes que las Wendys no son tus amigas, ¿verdad?

—¡Todavía no! —soltó Charlotte, sufriendo una regresión casi total.

—No lo entiendo —gritó Scarlet—. Por qué tanta obsesión con esa gente. Las Wendys. Petula. Incluso Damen.

—Porque lo tienen todo —resumió Charlotte.

—¿Qué tienen? —insistió Scarlet—. ¿Belleza? ¿Estilo? ¿Pose? De acuerdo, no es que sean de mi agrado, pero imagino que todo depende del color del cristal con que se mire. Aun así, ¿sabes lo que no tienen?

—¿Qué? —preguntó Charlotte sinceramente.

—Alma.

Charlotte sabía algo de almas.

—No sé. Damen y Petula parecen tener una buena…

—No tienes ni idea de cómo le trata ella en la intimidad —la interrumpió Scarlet—. Damen no es un novio, es un maldito preso.

—Bueno, pues si alguna vez ve la luz, ¡yo estoy disponible!

Scarlet ignoró el comentario de Charlotte y continuó con su perorata.

—Es una vergüenza, de verdad, porque en el fondo es un buen tío. Un poco corto, pero bueno.

—Tal vez le iría mejor con otra persona. Alguien como… tú.

—¡Me troncho! —se carcajeó Scarlet.

Charlotte simplemente sonrió.

Scarlet la observó, allí de pie y con ese aire de inocencia.

—Oye, en realidad no nos conocemos de nada, pero siento que necesito decirte esto. Ten cuidado. Esas tías son puro veneno. Se aprovecharían de cualquiera para conseguir lo que quieren.

Charlotte se ruborizó de vergüenza.

—No soy estúpida, ¿sabes? —se quejó en voz baja.

—Yo no he dicho eso —respondió Scarlet suavizando un poco la dureza de su voz—. Solo trataba de ayudarte.

—Gracias por preocuparte por mí —dijo Charlotte.

Entonces, alzó la mirada hacia Scarlet y sus ojos se encontraron. Conectaron.

—Bueno, tengo que irme. Feliz lo que sea —exclamó Scarlet interrumpiendo aquel instante de intimidad.

—Feliz lo que sea para ti también —contestó Charlotte alegremente.

—Ah, y solo porque hoy haya sido amable contigo, no esperes que lo sea la próxima vez que te vea. Si se lo cuentas a alguien, lo negaré.

—Pero ¿podrías serlo?

—Estamos en la época de los milagros.

Scarlet se alejó y Charlotte regresó a la vitrina para contemplar el gato que la muchacha había estado mirando.

—¿A qué hora cierra esta noche? —preguntó Charlotte al prestamista.